15/5/11

La historia de cómo no aprendí Historia

Luciano González Velasco*

* Coordinador académico de la Maestría en Educación con Intervención de la Práctica Educativa (MEIPE).
Ya me resigné. En la vida no voy a aprender Historia

Toda enseñanza comienza en el hogar, según dicen. Pero, en mi casa, aunque no faltábamos a los desfiles y festivales, nunca pudimos distinguir de qué conmemoración se trataba. Excepto "del grito", que eran en la noche, las demás fiestas eran más o menos lo mismo: los niños y la gente "marchando", alguien que contaba algo en el micrófono y algunos bailables. Así que el saber historia en la familia, nunca fue algo que nos quitara el sueño o el hambre, menos que nos ayudara a aliviarlos.


No pasé por preescolar, así que no trabajaron conmigo las cosas como el antes y después, lo cerca y lo lejos, lo de la ubicación espacio temporal, etc. Y no me pesa, pues en muchos jardines de niños todavía no lo trabajan y esto sí que me duele. Pero el caso es que ahí tampoco tuve las bases para abordar y entender lo histórico.

Luego vino la primaria. En 1º y 2º la historia consistió en repetir nombres y fechas, en colorear dibujitos y escribir de quién o de qué se trataba. Como eso era, yo no me podía imaginar el porqué no se habían juntado Hidalgo, Juárez y Madero y le habían dado su merecido a los malos.

3º y 4º fueron de anécdotas, dibujar héroes, ver mapas y datos. Uno podía aspirar a que no se lo llevara el viento igual que a Juárez. Pero el asunto de lo temporal siguió pendiente y más aún el de la comprensión de lo histórico.

5º y 6º fueron ya más complicados y aburridos, nomás imagínense cosas como ésta: el profesor de 5º nos ponía a leer a todos en coro la misma lección. Las familias alrededor de la escuela se sentían felices y satisfechos (yo creo que mi profesor también) de escucharnos a todos diciendo al unísono la lección, con cosas como: "Don Francisco y Madero entró a la ciudad de México...". Ahora piensen en estos comentarios: ¡Qué buen profesor!, ¡Qué bien estudian en esa escuela!

La cosa se complicaba, pues había que hacer localizaciones, dibujos de mapas y ahí señalar con colores algunas zonas, contestar pruebas que contenían columnas para relacionar y había que acertar o adivinar cuál letra o número iba en qué paréntesis, aparte de que venían preguntas, mapas y dibujos, ¡no’mbre!, era mucha ciencia.

Luego estaban las dichosas maquetas. De algo han de haber servido, pero no para aprender historia. ¡Una de trabajos para toda la familia! Por ejemplo, con los disque pozos petroleros, que en nada se parecían a los que teníamos por ahí cerca. Eso me hacía pensar en que atrasados estábamos en la región, pero que alguna vez, cuando vieran torres petroleras de los libros y las maquetas que hacíamos, entonces sí las iban a hacer como debían.

Luego era llevarlas completas a la escuela para que las revisaran y, algunas veces, para que se hiciera una exposición. Finalmente, de regreso a casa con el mamotreto aquel, a ponerlo en un rincón donde no estorbara, hasta que al paso del tiempo se iba deteriorando, desbaratándose, estorbando más y más, hasta que terminaba en la basura.

En fin, si tenías buena memoria y decías el nombre del héroe, la fecha y el acontecimiento, todos juntos, te ponían diez. También podías aprender una recitación alusiva o salir en un carro alegórico con algodones en la cabeza y una media, para parecerte a Hidalgo, o hasta salir de borreguito con don Benito. También por eso te ponían diez, pero, en mi caso, no era suficiente para aprender.

En secundaria ya fue otra cosa. Me tocó un profesor aficionado a lo audiovisual. A primera hora de la mañana veíamos ruinas. Una de restos de pirámides, de vasijas y objetos que el profesor distinguía muy bien a qué cultura pertenecía. Yo intenté aprender algo, pero luego salió con que eran unos del período clásico, otros del temprano o tardío y se me acabó de hacer bolas el engrudo.

No lo entendí nunca, pero como tenía práctica en aprenderme nombres, todavía lo puedo decir aunque no me lo puedo explicar.

Y bueno, estaba también el hacer cosas como mapas, ponerle dibujitos y colores, pero agregando esquemas, resúmenes, cuadros sinópticos y síntesis. ¡Toda la pedagogía y la técnica de la enseñanza de la época!

Y así podría seguir contando sobre cómo llegué a ser el gran ignorante en historia (como en otras cosas también) sin que me diera cuenta siquiera de tal situación.

Cuando me percaté de ello, fue cuando escuché a gentes hablando de causas y efectos de los hechos sociales, de la repercusión de los acontecimientos históricos en nuestra vida diaria, de que la historia se escribe todos los días. Entonces sí que los datos, fechas y nombres ya no me sirvieron ni para presumirlos. Menos cuando alguien cuestiona a aquellos héroes que aprendí eran algo así como semidioses. Ahí fue donde llegué a mi conclusión: ya me resigné, en la vida no voy a aprender historia.

REVISTA LA TAREA

revista de la Sección 47 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.

Guadalajara, Jalisco, México.