5/6/08

EL TIPO QUE SABIA MIRAR


Por Mario Wainfeld
Arturo Jauretche murió un 25 de mayo, hace 34 años. Las efemérides pueden ser un plomazo pero también, tal es su funcionalidad, un pretexto para revisitar y repensar a personajes estimables. Jauretche lo es, hete aquí que está un poquito de moda, aunque quizá no del todo valorado.
Fue un luchador popular todo formato, un poeta mediano, un ensayista frondoso. Si no fuera una tropelía podría decirse que por ver grande a su patria, él luchó con la espada, con la pluma y la palabra. Su mayor legado, a más de tres décadas, es su prosa cimarrona e inigualada. Acuñó multitud de conceptos-consignas que perduran y que hasta perdieron su rúbrica. “El estatuto legal del coloniaje”, “el medio pelo”, “las zonceras argentinas” conservan fuerza, tienen sentido unívoco y capacidad de transmisión. Esa aptitud para el panfleto, un género nada menor si se lo emprende bien, no debería inducir a suponerlo una suerte de creativo publicitario nac & pop, un simplificador nato. La consigna, el arquetipo eran la culminación de análisis elaborados, de debates implacables, de lecturas surtidas y pasionales.
Bruloteaba de lo lindo, previa inspección a fondo de sus blancos. Miraba antes de disparar, vaya si miraba. Sus batallas siguen siendo divertidas. Repasemos un puñado entre cientos. Diseccionó un best seller de Beatriz Guido (El incendio y las vísperas) hoy prolijamente olvidado, para probar el “quiero y no puedo” de las clases medias.
Se la tomó con la arrogancia de Sarmiento, que se jactaba de un presentismo perfecto en la escuela primaria en su San Juan natal. Averiguó que cursó menos años de los que narró. Y, de paso, desnudó el mito del niño que iba al colegio lloviera o tronara recordando que en San Juan casi no cae una gota durante el período lectivo.
Indagó sobre un clásico antirrosista, un poema en el cual José Mármol le perdonaba “como hombre mi cárcel y cadenas/pero como argentino, las de mi patria no”. Demostró que Mármol casi no estuvo en cana y sólo por cuestiones de faldas y no políticas.
Para llegar a sus conclusiones, debió leer a la novelista en boga con una dedicación superior a la de sus arrobados lectores, hurgar archivos, mirar isoyetas de Cuyo.
Tenía identidad política, explicaba la historia enlazando líneas nacionales y de las otras. Pero no hablaba desde un púlpito ni desde un saber cristalizado. Proponía dar vuelta el mapamundi, poner el Sur arriba para debatir prejuicios sobre superioridades y para tener otra panorámica sobre el lugar de Argentina en el mundo (un país peninsular, muy distante de Europa, plenamente integrado en la región). Pero también se internaba en ese mapa. Conocía al dedillo la flora y la fauna nacional (en sentido estricto y sociológico) porque vivía atento a su palpitar y a su cambio. Jorge Abelardo Ramos lo despidió con justicia, allá por el ’74: “Comprendía como pocos en la Argentina, sus cambios bruscos, con frecuencia su inescrutable carácter y su peculiar ingratitud. (...) Conocía la Patagonia y su fauna, la Puna y su inmenso dolor. Podía describir cada metro cuadrado del país y la naturaleza de sus problemas”.
Fue agudo, sarcástico y provocador. Era, ante todo, un empirista que no hablaba sin documentarse o sin ver. Un reverdecer de ciertas liturgias nacionales y populares lo recupera, a veces reversionándolo con clase pero muchas otras malgastando o hasta malversando su tributo. Jorge Luis Borges contaba sobre las kenningar, una suerte de metáforas congeladas que recogen las sagas de Islandia. Un poeta llama “agua de la espada” a la sangre, luego la metáfora se usa como sustantivo, suple a la palabra original, se cosifica. A menudo da la impresión que algo así pasa con Jauretche, cuya obra provocadora se transforma en un repertorio de chicanas establecidas.
El cronista está seguro de algo: si el tipo viviera no citaría, sin más, textos escritos hace 30 años o medio siglo. Hundiría sus ojos de gato en la realidad actual, en la nueva configuración de la clase trabajadora (con su carga de desocupados y mujeres jefas de hogar), en la nueva religiosidad de los sectores populares, en la liberación de sus costumbres sexuales, en los códigos de comunicación de los jóvenes, en la alteración de los términos del intercambio, en los medios de difusión masiva que siempre atrajeron su crítica y su participación. En las marcas indelebles (y, cuando menos, en parte inéditas) que dejaron la dictadura genocida, la traición neoliberal del peronismo, la baja en la afiliación sindical, tantas novedades que trazan otro mapa. Ponerlo patas arriba sirve si se hacen ese inventario y muchos más.
Fue nacional, yrigoyenista y peronista. Fustigó a los gorilas y los peleó hasta su último día. Relegado por Perón, como muchos de los aliados del gobernador Mercante, se bancó la camiseta en años de resistencia, no fue complaciente en el oficialismo, jamás depuso su espíritu crítico y mordaz. En una de sus catilinarias más logradas, “Los profetas del odio y la yapa”, les da duro a los apóstoles de la Revolución Libertadora pero se hace tiempo para evocar, sobre el primer peronismo: “Se cometió el error de desplazar y hasta hostilizar los sectores de clase media militantes en el movimiento permitiendo al adversario unificarla en su contra, máxime cuando se lesionaron inútilmente sus preocupaciones éticas y estéticas (..) se quitó al militante la sensación de ser, él también, un constructor de la historia para convencerlo de que todo esfuerzo espontáneo y toda colaboración indicaba indisciplina y ambición”. Fue maestro, pionero y valiente en señalar la viga en el ojo ajeno, la “falsa conciencia” de amplios sectores medios, pero no le faltó audacia para mentar las propias llagas.
Valga, pues, el aniversario de pretexto para mocionar su relectura. Y para renegar de la cita ritual o del recetario congelado reemplazándolos por la emulación de su método, de su respeto al lector y de su afán de conocer lo que se quiere cambiar.
Salute, maestro.

LUCHAS SOCIALES EN LA ANTIGUA ROMA



Profesor LEÓN BLOCH
Editorial Claridad. Buenos Aires
Revista de Arte, Crítica y LetrasTribuna del Pensamiento Izquierdista
Fundada el 20 de febrero de 1922
La igualdad económica y social, que al comienzo había existido entre los itálicos, como en todos los pueblos primitivos, y que se advierte bastante claramente en las aldeas lacustres y fluviales del valle padano, había poco a poco desaparecido ante una diferenciación siempre creciente. El desarrollo interno y el externo habían ido aquí a igual paso. El aumento del territorio comunal había engendrado formas de administración y constitución apropiadas para facilitar la distribución, en proporciones desiguales, del poder político entre los componen-íes de la comunidad. Como el rey ya no podía, a consecuencia de la mayor extensión del territorio y el aumento de la población, estar en contacto con todos los miembros de la Comuna, la monarquía debió convertirse en poder absoluto. Y según la posibilidad de explotar en provecho propio ese poder supremo, según las relaciones y los contactos personales con él, se habían desarrollado entre los ciudadanos de la comunidad ciertas gradaciones, surgiendo así una casta privilegiada: la de los funcionarios y consejeros (senadores). Aun cuando se quiere todavía desconocerlo, tanto más hay que acentuar firmemente que los "patricios", así como casi toda clase de nobleza, han salido de la alta burocracia, y no del seno de una raza victoriosa. En favor de este punto de vista hablan las mismas denominaciones de las clases, de las que ¡10 asoma ni el más leve indicio de diferencia racial. La clase privilegiada se llama a sí misma "patricia", es decir, está constituida por las familias de los consejeros, mientras los que gozaban de menos derechos, eran llamados "plebeyos", y constituían la gran multitud. Además, las familias no pertenecen a una o a otra clase: había, por ejemplo, Valerios patricios y Valerios plebeyos, como asimismo Cornelios patricios y Cornelios plebeyos, sin que los segundos, los Cornelios y Valerios plebeyos, pertenecieran a familias de libertos (esclavos emancipados), los que acostumbraban asumir el apellido de sus anteriores dueños.Las diferencias entre las clases estribaban fundamentalmente en las condiciones económicas; mas, como ni la industria, ni el comercio habían alcanzado entonces una extensión notable, aquéllas dependían en máxima parte de la posición política del ciudadano, es decir, de su calidad de funcionario o consejero. Empero, no hay que imaginar a los funcionarios y a los consejeros como dos círculos separados. A consecuencia de la constante colaboración entre el Rey y el Senado, era natural que aquél escogiera a sus empleados de entre el número de los senadores, como aún más tarde estas estrechas relaciones entre funcionarios y senado ejercieron siempre un papel importante y, a menudo, fatal.En los primeros tiempos, y precisamente hasta que los ciudadanos privilegiados empezaron a explotar su superioridad con una falta absoluta de escrúpulos —sea porque un cierto sentimiento democrático, fundado sobre la tradición, los inducía a observar ciertos límites, sea porque, corno es más probable, aún desconocían necesidades más amplias y los medios para satisfacerlas—, el pueblo, la multitud, aceptó gustoso ese régimen. El campesino romano estaba muy satisfecho de no tener que ocuparse directamente de cada proceso y asunto administrativo, por lo que concedía de muy buena gana a los funcionarios, senadores, caballeros, etc., las indemnizaciones materiales e ideales en cambio de sus prestaciones. Pero todo tiene sus límites. Cuando la casta dominante, surgida de la manera que hemos visto, se trocó en una camarilla aristocrática, empezando a explotar conscientemente y con éxito sus ventajas materiales; cuando, sin vacilación alguna, puso sus plenos poderes políticos al servicio de sus intereses económicos y transformó el uso en derecho, reglamentando el derecho público según la medida de sus veleidades de dominación, entonces debió empezar a cundir la oposición de la clase perjudicada, la plebe. El sentimiento de las injusticias, que los gobernantes perpetraban, debió ser tanto más vivo cuanto que la multitud presentía, aunque instintiva y confusamente, que por una prueba extrema de fuerza, el triunfo debía tocarle a ella en razón del número, siempre que el ataque fuera combinado y dirigido según un plan preestablecido. Iba preparándose una lucha grande y encarnizada para la dominación o la esclavitud.La llamada lucha de clases, es decir, la lucha, entre patricios y plebeyos, llena el período más antiguo de Roma en la extensión que nos es dado inducir de los conocimientos históricos, en cierta medida seguros, de los primeros siglos de la República. De cómo esa lucha se haya desarrollado en la época monárquica, no puede ser definido claramente por la inseguridad de las fuentes de información. Pero que el patriciado alcanzó, justamente bajo la protección de la monarquía, su posición predominante, ha resultado como lo más probable por la naturaleza misma del asunto. En el curso de la evolución la relación de las fuerzas debió seguramente desplazarse alguna vez. Algunas limitaciones del poder real, las que poco a poco lo redujeron a una sombra políticamente insignificante, nos revelan cómo el rey y la nobleza no procedieron siempre de perfecto acuerdo.El patriciado, como toda aristocracia, tendía a hacer de la monarquía un instrumento para "su propio" ideal político, oponiéndose de la manera más resuelta a las veleidades distintas del poder supremo. Ocurrió así que, para romper la resistencia de la nobleza, hubo acercamientos entre el rey y la multitud, lo que no impidió la victoria final del partido de la nobleza. Lo que se narra acerca del derrocamiento definitivo de la monarquía, no basta para darnos, ni siquiera en sus líneas generales, una clara representación de los acontecimientos. Los cuentos alrededor del soberbio rey Tarquino, que diezma a la nobleza con sentencias de muerte y decretos de expatriación y agobia a la plebe con trabajos forzados, como lo que se refiere de su hijo, aún más soberbio, Sexto, quien violenta a una dama romana, provocando por estos hechos la caída de la monarquía, la institución de la república y el juramento solemne del pueblo de no tolerar más un rey en Roma: todos esos cuentos pertenecen al arsenal de los romances históricos. Lo significativo es, por el contrario, que de la monarquía surgió una República enteramente aristocrática y que la plebe estaba profundamente descontenta con el nuevo orden de cosas.Inmediatamente después de la expulsión de los reyes, la tradición apunta la primera salida de la plebe ("secessio plebis") de Roma, por lo cual se debería deducir una cierta simpatía de la misma hacia la monarquía, sin que por ello se deba considerar los distintos hechos relatados por la tradición como verdadera historia . La tradición resume, también aquí, en algunos hechos el resultado de un largo desarrollo. Como ocurrió en Atenas según el informe de Aristóteles, hallado en 1889, también en Roma el cambio institucional no fue provocado por una improvisada y violenta revolución, sino que la monarquía fue despojada poco a poco de sus facultades por la instalación de otros poderes, hasta que no le quedaron más que algunas funciones religiosas. Dentro de estos límites, muy modestos por cierto, la monarquía se mantuvo, tanto en Roma como en Atenas, hasta las épocas más recientes.El traspaso del poder supremo de la monarquía a la nobleza significaba, indudablemente, para los plebeyos un perjuicio. También en este caso la tradición muestra justo sentido al hacer seguir el comienzo de la lucha de clases inmediatamente después del cambio de régimen. Esa lucha duró más de 150 años y terminó con la completa equiparación de los plebeyos. Por lo que se refiere a los detalles de la gran contienda, aquí también hay que tener en cuenta la incertidumbre de la tradición. Acontecimientos horripilantes y conmovedores, que debían magnificar y exaltar el furor y el espíritu de sacrificio de los bandos en pugna, han sido inventados en gran número por ambas partes. Sin embargo, aún dejando de lado todo lo que han imaginado la tradición familiar, la tendencia de partido y la vanidosa retórica de los historiógrafos posteriores, se pueden determinar algunos de los fenómenos de esa lucha, y, ante todo, es posible deducir los objetivos y fines de la secular contienda. Lo mejor será echar, en primer lugar, una mirada a la paz con que se concluyó esa lucha, porque así nos colocaremos sobre una base más firme, la que, a su vez, nos permitirá también un examen retrospectivo del camino recorrido hasta entonces.Como fecha de terminación de la lucha entre patricios y plebeyos se considera comúnmente el año 367 (a. J. C). En ese año fueron aprobadas las leyes propuestas por los tribunos de la plebe Cayo Licinio Stolo y Lucio Sextio Laterano . Aun cuando transcurrió bastante tiempo antes de que los patricios reconocieran también de hecho el nuevo estado jurídico, por la sanción constitucional de aquellas leyes el triunfo de la plebe estaba definitivamente asegurado y realizada la equiparación jurídica de las dos clases. No es posible que el contenido de esas leyes, en consideración de las circunstancias de aquella época, corresponda al que nos fue trasmitido. Los viejos esbozos eran muy breves y dan el contenido sólo en sus líneas más generales, de manera que la fantasía de los historiadores posteriores pudo encontrar amplio campo para su interpretación. Incapaces de representarse la situación del pasado lejano, dichos historiógrafos han transferido arbitrariamente las condiciones de su época a la lucha entre patricios y plebeyos. Pero no por eso hay que desechar toda la tradición por inservible, sino escoger los elementos realmente dignos de consideración y fe, buscando comprender el significado que ellos encierran.Las disposiciones de referencia son denominadas, en casi todas las narraciones, leyes licinias - sextias. Nadie —dícese en el primer punto— podrá explotar en su pro- vecho más de 500 yugadas (125 hectáreas) de tierras del Estado ("ager publicus"). Semejante disposición no concuerda, ciertamente, con la pequeña extensión que el territorio del Estado tenía entonces, como, en general, hay que admitir que el llamado "ager publicus" era en aquellos tiempos de dimensiones muy reducidas. Pero lo que debemos retener como cierto es que el problema agrario fue resuelto en forma satisfactoria para la plebe, es decir, que el privilegio de los patricios fue por este lado roto. Y, como en el campo económico, los patricios tuvieron que compartir con los plebeyos su posición, hasta entonces predominante, también en el político. Mientras la suprema magistratura de la república, el consulado, había sido accesible hasta entonces sólo a la nobleza, hasta renunciar a la elección de los cónsules para evitar el posible nombramiento de candidatos plebeyos, la plebe consiguió ahora el acceso al consulado. Más todavía: por una ley, votada entonces o poco después, se le aseguró uno de los dos puestos (1). En tercer lugar, los historiadores informan acerca de un alivio en el pago de las deudas: los intereses hasta entonces pagados debían ser descontados del capital y el resto de la deuda restituido a plazo en los años próximos. Evidentemente, esa disposición no significa otra cosa que la prohibición, con efecto retroactivo, de fijar intereses. Una cuarta disposición, por la que se impone a los grandes terratenientes el empleo, al lado de los esclavos, de cierto número de trabajadores libres, es recordada sólo por una fuente. Dadas las condiciones de entonces, no puede creerse como muy probable el que el proletariado haya querido asegurarse semejante sustento. Por lo demás, el trabajo de los esclavos no pudo haber tenido en aquella época gran importancia. Es, pues, evidente que el referido historiador fue inducido por la legislación social de un período posterior a atribuir aquella medida también a una época anterior.Sea cuál fuere, esas condiciones de paz nos indican que la lucha entre patricios y plebeyos tuvo carácter esencialmente económico. La admisión al consulado no está de ninguna manera en contra de esta afirmación. El consulado poseía entonces todo el poder ejecutivo, por lo cual la eficacia de las nuevas medidas económicas habría peligrado mucho, si su ejecución hubiese sido confiada exclusivamente a manos patricias. Una garantía verdadera para la estabilidad y duración de las conquistas económicas no se habría podido conseguir, si al mismo tiempo no se hubieran eliminado los privilegios políticos de los patricios.Ese contenido material, que hemos debido atribuir la lucha entre las dos clases por la naturaleza de la situación y las condiciones de paz que a ella pusieron fin, se ha mantenido en todo el transcurso de la lucha también según las tradiciones. El objeto constante de la magna contienda es la participación de los plebeyos en el "ager publicus", es decir, su pretensión de gozar de las mismas ventajas materiales de que gozaban los patricios en fuerza de sus privilegios políticos. Y éste fue un asunto común de todos los plebeyos, fueran ricos o pobres. La opinión, a menudo manifestada, de que los postulados económicos de los plebeyos pobres y los postulados políticos de los plebeyos ricos hubieran sido entonces juntados para unir a ambas partes en la lucha a favor de pretensiones diversas, presupone que capas acaudaladas no podrían presentar pedidos de índole económica. También los últimos perseguían fines esencialmente económicos, mientras que a los primeros, los plebeyos pobres, no les importaba tanto el acceso a los altos cargos públicos, como ver en estas posiciones a enemigos del patriciado. Pero también el desarrollo ulterior de esta lucha revela la aspiración de defender al pobre contra la prepotencia de los ricos, y aunque este punto interesaba en primer lugar sólo a los plebeyos más pobres, los dos objetos de la lucha —el económico y el político— estaban, sin embargo, indisolublemente unidos. Como opresores, los plebeyos ricos se diferenciaban sensiblemente de los patricios, estando éstos en condición de hacer efectivas sus pretensiones por el peso de su predominio político.La equiparación en el reparto de la propiedad común ("ager publicus") era, pues, el punto principal en los postulados plebeyos. Al apropiarse del poder político, los patricios se habían procurado también la facultad de disponer de los bienes públicos. En épocas anteriores tal facultad había pertenecido al rey, quien podía hacer uso de ella previa consulta o no de la Asamblea popular. Después de la supresión o limitación del poder real, fueron los cónsules los herederos de esa facultad, mientras las funciones de la Asamblea pasaron, con excepción de algunos casos determinados, al Consejo (Senado). Así que, por lo menos en el primer período de la República, la disposición sobre los bienes fiscales fue un negocio de factores puramente patricios, los cónsules el Senado; con el tiempo tuvieron, es cierto, participación en este negocio también los plebeyos, pero bajo disposiciones que limitaban esencialmente su influencia. A raíz del carácter agrícola de la Comuna romana, tal parcialidad tenía que ser sentida muy duramente por la parte plebeya, tanto más cuanto que los conceptos políticos estaban muy poco desarrollados y no se acostumbraba pensar más que en la ventaja inmediata y personal.Como hemos visto, la tierra, después de la disolución de las tribus, se había vuelto propiedad privada de las distintas familias, y eso ya en un tiempo en que la extensión del Estado era bastante limitada. Mas desde el momento en que los confines del territorio estadual empezaron a ensancharse progresivamente, debían determinarse cambios y desplazamientos también en las relaciones de posesión. Esas ampliaciones eran sólo raramente el resultado de convenios pacíficos, establecidos amigablemente con comunas limítrofes; en la mayor parte de los casos eran, en cambio, el producto de peleas encarnizadas, en las que estaban en juego la independencia, la libertad y hasta la existencia. Aunque en épocas más lejanas la población sometida, particularmente si pertenecía a la raza itálica, era ordinariamente acogida en la comunidad romana —ciertamente con derechos inferiores, plebeyos—, la tierra de los vencidos era considerada "a priori" propiedad del Estado romano, por lo menos hasta que no se hubiera tratado en Roma acerca de su destino. Hubo casos en que, como ocurrió en la segunda guerra púnica con los habitantes de la capital campana, Capua, se arrebató a los vencidos todo su territorio; mas esa medida cruel era empleada sólo en circunstancias particularmente importantes, pues es evidente que, si se quería acoger a los sojuzgados en la comunidad, no era ciertamente útil destruir previamente su independencia económica.[pagebreak]Por otra parte, no era tampoco posible dejar intacto el patrimonio de los vencidos. La guerra debía llevar a los vencedores algún éxito material, y éste, por la falta de concepciones políticas y económicas más elevadas, no podía consistir sino en un aumento de sus tierras. Normalmente, se limitaba el territorio de los sometidos a los . dos tercios de su extensión anterior, raras veces a la mitad. Sólo cuando la resistencia había sido particularmente tenaz y acompañada de pérdidas extraordinariamente graves para Roma, los triunfadores llegaban a posesionarse hasta de dos tercios del territorio enemigo. La tierra, tomada de esta manera, era luego ordinariamente entregada en propiedad a ciudadanos romanos, transformándose así de estadual en privada. La opinión según la cual las tierras quitadas a los enemigos quedaban propiedad del Estado y se entregaban sólo en arriendo a los ciudadanos, es errónea, pues esto sólo ocurrió mucho más tarde.Sea como fuere, lo cierto es que con el tiempo, y en aquellas condiciones, se presentaba como ineludible la necesidad del botín, si se quería mantener el viejo orden económico agrario en estado vital. De otro modo el aumento de la población hubiera conducido a tal despedazamiento de los lotes o propiedades rurales, que éstas no habrían podido nutrir ni siquiera a sus dueños. Por esta razón el campesinado romano opuso una resistencia tenaz a tal fraccionamiento, que amenazaba su existencia misma, y en su defensa no encontró otro medio mejor que la ilimitada libertad de testar, libertad que, en cuanto pueden comprobarlo nuestros conocimientos, había existido siempre en Roma. El agricultor tenía, así, el poder de mantener testamentariamente unida la propiedad fundamental y de contar con ella para' que por lo menos un heredero pudiese ser el continuador de la familia. El Derecho romano distingue a este heredero, que queda en posesión de los bienes del testador, y denominado "assiduus", de los demás, quienes gozan de los derechos civiles sólo por su calidad de descendientes de un ciudadano romano ("proletarii", de "proles" = descendencia), mientras que los derechos políticos del primero eran mucho mayores que los de los segundos . La situación de los proletarios tenía que ser en el Estado agrícola, en el que eran muy pocas las posibilidades de ganancias industriales y comerciales, excesivamente precaria, tanto más cuanto que ellos, siendo hijos de agricultores, estaban acostumbrados a trabajos exclusivamente rurales. Por lo tanto, si eran desheredados en favor de un hermano y tenían que abandonar la tierra de sus padres, perdían al mismo tiempo bienes, trabajo y renta, quedándoles sólo la posibilidad de entrar al servicio de extraños como siervos políticamente libres o como clientes. En ambos casos los proletarios tenían todos los motivos de quejarse amargamente por su mala suerte, y tanto más cuanto que veían a sus hermanos, más felices que ellos, dueños absolutos de la heredad paterna. Estas eran, pues, principalmente, las existencias, a quienes el Estado debía" proveer con el botín de guerra. Sí tal expediente, que debe ser procurado mediante tan grandes sacrificios como los que impone la guerra, puede realmente contribuir al bienestar y la paz de la comunidad, eso depende en primer término de la justa división del territorio conquistado. No es posible establecer hasta qué fecha esa división fue efectuada exclusivamente o prevalentemente por los patricios. Pero, aún admitiendo que el derecho de disposición pertenecía, desde los tiempo más lejanos, a la Asamblea popular, no por ello el reparto se efectuaba sin injusticias y parcialidades. No era posible ejercer imparcialmente semejante función en una época políticamente aún atrasada: una multitud soberana es menos apta para tales asuntos que una persona o una comisión consciente de sus responsabilidades. En la Asamblea popular cada uno pensaba en su propio interés. Si conseguía realizar sus pretensiones mediante la ayuda de grupos partidarios o conventículos, se sentía moralmente tranquilo y libre de reproches, a pesar de no haber tenido escrúpulos de ninguna especie. La responsabilidad pertenecía exclusivamente a la mayoría, frente a la cual el voto individual contaba muy poco.Otro inconveniente estaba en la propia naturaleza de la Constitución romana. La votación en la Asamblea popular era indirecta, es decir, no decidía la mayoría de los ciudadanos, sino la mayoría de los cuerpos ("centurias"). El pueblo votaba en 193 centurias, de las cuales 98, la mayoría absoluta, estaban asignadas a los ciudadanos de la primera clase, los "assidui". Aunque cuando esa organización fue creada, el número de los "assidui" correspondía a su posición cuantitativa en la vida pública, en el transcurso del tiempo la posesión de la tierra fue concentrándose, hasta que la nobleza pudo conseguir una votación decisiva en las 98 centurias, y, por lo tanto, en la Asamblea popular. Cuando, pues, en ocasión de la división de las tierras conquistadas, los cónsules y el Senado favorecían a sus compañeros de clase, las centurias aprobaban en seguida tales asignaciones. Por lo contrario, las propuestas de funcionarios iluminados y prudentes, que deseaban, por apego a la paz pública, satisfacer también los pedidos plebeyos, fracasaban ordinariamente por la resistencia de la misma Asamblea popular. Y era raro el caso de que en las centurias se propusiera algo en favor de los plebeyos, por cuanto sólo los cónsules, en aquella época patricios, podían presentar proyectos para la votación y no estaban por ninguna razón obligados a recibir consejos o imposiciones de otros miembros de la comunidad, y tanto menos de los plebeyos.Así el reparto de tierras, que habría podido y debido establecer el equilibrio social, llevaba consigo solamente materias inflamables y contribuía a enardecer los contrastes de clases. Cuando los proletarios eran hijos de familias patricias, sus compañeros de clase tratabanñor todos los medios de transformarlos en "assidui", en terratenientes, y posiblemente con una asignación de primera categoría, es decir, 20 jornadas de tierra cultivable Esto era absolutamente necesario para que la nobleza no corriera el riesgo de perder su influencia en la Asamblea de las centurias (Comitia centuriata). La colocación de los proletarios plebeyos estaba, en cambio, arreglada muy mal. La situación debía ser muy grave para que los potentados se decidieran a hacer alguna concesión. La extensión del lote era en estos casos muy pequeña, dado también el número muy grande de los aspirantes. En el gran reparto del territorio de Veji los lotes asignados parece que no superaban las siete jornadas, de modo que los nuevos propietarios fueron todos inscriptos en las 20 centurias de la cuarta categoría, políticamente las menos influyentes. También en ese caso razones políticas y económicas confluían a un mismo fin.Con el transcurso del tiempo los patricios llevaron la explotación de su predominio político a tal extremo, que del uso o, mejor dicho, abuso hicieron un derecho y declararon a su casta como la única fundamentalmente autorizada para ser dueña del "ager publicus". Ese punto de vista tuvo su expresión más irritante en el hecho de que cuando los proletarios patricios habían ya sido proveídos de tierra, si quedaban disponibles más parcelas, se prefería dejarlas abandonadas como tierras fiscales antes que entregarlas a los plebeyos. En este caso cada patricio tenía el derecho de tomar, como copropietario, en su administración lotes de esas tierras, mientras que tal "derecho de ocupación" no era admitido para los plebeyos. Es cierto que la Comuna podía exigir en cualquier momento la restitución de esas tierras, pero el copropietario - administrador, confiando en el amparo de sus compañeros de clase, sabía muy bien que aquella medida se tomaría sólo en casos de extrema necesidad. Hasta aquel momento el ocupante podía recaudar tranquilamente su renta, teniendo además el privilegio de no pagar impuestos territoriales. Esas tierras estaban, desde los tiempos más antiguos, exentas del impuesto sobre la renta. Sólo más tarde, cuando su ocupación fue admitida también para los plebeyos, el Estado empezó a reclamar parte de la renta. Esa forma de posesión fue entonces aún más provechosa, por el hecho de que a raíz de las guerras victoriosas con las cercanas ciudades etrus-cas, muy especialmente con Veji, los propietarios y ocupantes tuvieron la oportunidad de proveerse también de fuerzas de trabajo muy baratas en forma de esclavos. Mientras en épocas anteriores el gran terrateniente había debido adoptar el sistema del arrendamiento, ahora podía pasar a una explotación mucho más remuneradora. Aunque ni el sistema de ocupación, ni el trabajo servil podían ser muy difundidos en un territorio de 25 millas cuadradas —los informes posteriores reflejan en realidad la extensión de su época—, ellos también contribuyeron a agudizar bastante los contrastes de clase.A la multitud no le interesaba mucho en aquel entonces el "derecho de ocupación", dada su. exigua capacidad para una amplía explotación de la tierra. De ese derecho hubieran podido aprovecharse sólo los plebeyos más ricos. Para el ciudadano pobre y su clase podía ser útil solamente la asignación de pequeñas fracciones de tierra. La sistemática exclusión de los plebeyos de la participación en el "ager publicus" (tierras fiscales) tenía que arruinar cada vez más al pequeño terrateniente. La población iba creciendo, pero, por otra parte, aumentaba la extensión territorial en manos de los patricios. Los viejos plebeyos caían en situación cada vez más angustiosa, agravada por toda clase de accidentes, como guerras, malas cosechas, exceso de nacimientos, etc. La relación entre la tierra disponible y el número de los ciudadanos iba empeorando, así que muchos campesinos arruinados ya no podían quedarse con su gleba, viéndose obligados a enajenarla al vecino patricio. Así se transformaban en proletarios, no solamente en el sentido romano de la palabra, sino también en el sentido moderno.Como en la agricultura, los plebeyos tampoco podían competir con los patricios en la ganadería. Como en todas partes, especialmente en aquel nivel de cultura, los campos de pastoreo eran también en Roma propiedad de la Comuna. El principio fundamental, según el cual ésta pertenece sólo a los patricios, hacía imposible para los plebeyos el aprovechamiento de aquellos campos. En el comienzo la situación ha sido también aquí más de hecho que de derecho. Los rebaños cada vez más crecientes de los grandes terratenientes, custodiados por pastores atrevidos, que no se arredraban ante el empleo de la violencia, iban suplantando poco a poco a las cabezas de ganado de los pequeños agricultores, quienes no podían lanzarse a la lucha con el poderoso adversario patricio. Además, sus campos particulares eran demasiado pequeños para una cría algo provechosa del ganado, de manera que tampoco en esta dirección se vislumbraba algún camino de salvación para la capa de los pequeños agricultores.Las consecuencias de semejante calamidad agraria se hicieron sentir en medida muy alta. Antes que el campesino, para el cual más que para cualquier otro los conceptos de trabajo y propiedad se complementan, se decida a abandonar la tierra, busca por todos los medios aplazar la catástrofe, aun cuando la haya cien veces considerado como inevitable y el aplazamiento le acarree mayores privaciones y embarazos. Ante todo pide préstamos, y está dispuesto a aceptar todas las condiciones del prestamista, si por este medio puede procurarse alivio, aunque momentáneo. Lo que en este terreno ocurría en la antigüedad, no difiere en nada de lo que pasa hoy; al contrario, la terquedad del campesino romano encuentra apenas su igual en los tiempos modernos.Las condiciones del crédito eran muy distintas de las de hoy. El dinero ejercía en las relaciones de entonces una función muy modesta. Se empezó a acuñar moneda por primera vez durante las luchas entre las clases. Antes la población se había conformado con lingotes de cobre bruto y con el más viejo medio de cambio, propio de todos los pueblos pastores: el ganado ("pecus"). En un pueblo de pequeños agricultores, sin industria notable ni comercio exterior, era muy limitada la necesidad de dinero. Aun en época muy posterior era considerado un mal padre de familia el que adquiriera lo que se podía confeccionar en casa, por lo cual no sólo los medios de nutrición, sino también las vestimentas, calzados, etc., eran producidos casi exclusivamente por los consumidores mismos. En la situación del pequeño agricultor no podía tratarse al principio sino de créditos en especie. El campesino plebeyo recibía en préstamo de su vecino patricio rico semillas, ganado reproductor o de trabajo u otras cosas, y prometía restituir lo prestado en un plazo determinado, junto con una cantidad adicional. No se debe suponer que esa cantidad adicional fuera particularmente alta, usuraria; pero un accidente imprevisto y adverso —una epizootia, el granizo, una guerra—, colocaba al deudor en la condición de no poder satisfacer sus obligaciones. En este caso el pobre campesino lo pasaba muy mal, por cuanto el acreedor podía disponer de sus bienes y de él mismo a su completo antojo, sin que ningún poder del Estado pudiera intervenir. La legislación romana sobre las deudas era, desde el punto de vista humanitario, algo monstruoso. No tenía en cuenta ninguna consideración de orden personal; se basaba, en cambio, unilateral y exclusivamente, en principios materiales. El mínimo título de propiedad o posesión del acreedor valía mucho más que la existencia económica y hasta la vida del deudor insolvente. Es verdad que a consecuencia de esa concepción literal estaba perdida también la causa del acreedor, sí las constancias del procedimiento diferían, aunque en proporción insignificante, de la exposición de la misma. Empero, fundamentalmente, el deudor tenía que sufrir mucho por esa legislación, mientras que el acreedor podía, con un ñoco de precaución, evitar cualquier perjuicio.Que semejante derecho debitorial haya sido incluido en el Derecho territorial romano en su más antigua codificación, es una prueba harto elocuente de la forma y violencia de las luchas de entonces. Si el deudor se sentía satisfecho por la protección que tal codificación podía asegurarle contra los abusos, fácil es comprender cuál debía ser la situación anterior, cuando la crueldad de la ley era agravada por excesos arbitrarios.El antiguo Derecho territorial romano no conocía propiamente el concepto de préstamo. Antes bien, se estipulaba bajo la forma de compra. Quien grava su fundo, lo vende formalmente a su acreedor, de cuya buena voluntad depende que el deudor quede en posesión de su predio y prosiga su explotación. Sí el deudor devuelve el préstamo en la fecha convenida, rescata, por ese acto, del acreedor su anterior propiedad. Empero, esta es la forma más benigna, posible solamente si el deudor no ha perdido el derecho de propiedad por obligaciones precedentes. Pero, ¿qué ocurre cuando ya no está en condición de ofrecer tal garantía? Entonces el único objeto precioso que aún posee es su propia persona, su libertad, su vida. Y, realmente, en este caso el deudor vende, según el rígido derecho romano, en el acto de recibir el préstamo, su persona al acreedor. Si en el plazo establecido no está en condición de pagar el capital y los intereses, su persona pertenece de hecho al acreedor. El Derecho territorial contiene para esos casos una atenuante: el acreedor debe hacer conocer públicamente la situación apremiante del deudor y esperar 60 días si acaso se encuentre alguna persona piadosa que esté dispuesta a pagar la deuda. Transcurrido ese plazo sin resultado alguno, ya nada impedía al acreedor efectuar lo que la ley preveía. Podía disponer de la persona del deudor a su antojo: hacerlo trabajar como siervo en sus tierras o venderlo como esclavo en el exterior, en Etruria, porque en el interior del Lacio el latino nativo conservaba siempre su libertad política. Pero si el deudor era un hombre viejo, inservible, cuyas prestaciones no cubrían los gastos de sustento y de cuya venta no se obtenía suma alguna, el acreedor podía en ese caso hasta matarlo. Un deudor insolvente era considerado como una cosa cualquiera, lo que resulta muy claramente de esta singular disposición: habiendo varios acreedores, éstos tenían el expreso derecho de dividirse el cadáver del deudor. Sólo cuando los plebeyos hubieron conseguido la equiparación política, ese bárbaro derecho pudo ser eliminado por vía legislativa.De todo lo antedicho resulta, pues, que a raíz de la unilateralidad del sistema agrario, las condiciones de existencia para la gran masa de los plebeyos económicamente débiles debían volverse cada vez más desfavorables con el ensanche del territorio estadual. Y como circunstancia particularmente agravante hay que tener en cuenta el estado de guerra, en aquellos tiempos primitivos naturalmente más frecuente que en los períodos más sangrientos de la edad media. Después de lo que se ha dicho acerca de la favorable situación geográfica de Roma y de sus relativamente ricas fuentes de recursos, se comprende fácilmente que elvla suscitara continuamente los apetitos no sólo de los vigorosos pueblos de las montañas, sino también de los vecinos etruscos y hasta de los mismos hermanos latinos. El pequeño agricultor no podía, seguramente, hacer frente a tal estado de cosas, que amenazaba con arruinar hasta la existencia del rico terrateniente. Su campo era labrado durante la guerra muy deficientemente y al cabo asolado por los enemigos; además, tenía que contribuir a los gastos de guerra en proporción a la extensión de sus posesiones. Y como no todas las guerras resultaban victoriosas, no se podía conseguir siempre indemnización por los sacrificios hechos. La misma tradición romana, en muchos aspectos tan embellecida, admite una larga serie de derrotas.

3/6/08

Francisco de Goya y Lucientes


Los grandes genios son siempre difíciles de encasillar. Habitualmente, ellos marcan las pautas de un estilo concreto pero a veces, y es el caso de Goya, se desvinculan del estilo característico de su tiempo. Quizá la figura de Goya sea más atrayente por lo que supone de ruptura. Francisco de Goya y Lucientes nace en un pequeño pueblo de la provincia de Zaragoza llamado Fuendetodos el 30 de marzo de 1746. Sus padres formaban parte de la clase media baja de la época; José Goya era un modesto dorador que poseía un taller en propiedad y poco más, de hecho "no hizo testamento porque no tenía de qué" según consta en su óbito parroquial. Engracia Lucientes pertenecía a una familia de hidalgos rurales venida a menos. La familia tenía casa y tierras en Fuendetodos por lo que el pintor nació en este lugar, pero pronto se trasladaron a Zaragoza. En la capital aragonesa recibió Goya sus primeras enseñanzas; fue a la escuela del padre Joaquín donde conoció a su amigo íntimo Martín Zapater y parece que acudió a la Escuela de dibujo de José Ramírez. Con doce años aparece documentado en el taller de José Luzán, quien le introdujo en el estilo decadente de finales del Barroco. En este taller conoció a los hermanos Bayeu, muy importantes para su carrera profesional. Zaragoza era pequeña y Goya deseaba aprender en la Corte; este deseo motiva el traslado durante 1763 a Madrid, participando en el concurso de las becas destinadas a viajar a Italia que otorgaba la Academia de San Fernando, sin obtener ninguna. En la capital de España se instalará en el taller de Francisco Bayeu, cuyas relaciones con el dictador artístico del momento y promotor del Neoclasicismo, Antón Rafael Mengs, eran excelentes. Bayeu mostrará a Goya las luces, los brillos y el abocetado de la pintura. Durante cinco años permaneció en el taller, concursando regularmente en el asunto de la pensión, siempre con el mismo resultado. Así las cosas, decidió ir a Italia por su cuenta; dicen que llegó a hacer de torero para obtener dinero. El caso es que en 1771 está en Parma, presentándose a un concurso en el que obtendrá el segundo premio; la estancia italiana va a ser corta pero muy productiva. A mediados de 1771 está trabajando en Zaragoza, donde recibirá sus primeros encargos dentro de una temática religiosa y un estilo totalmente académico. El 25 de julio de 1773 Goya contrae matrimonio en Madrid con María Josefa Bayeu, hermana de Francisco y Ramón Bayeu por lo que los lazos se estrechan con su "maestro". Los primeros encargos que recibe en la Corte son gracias a esta relación. Su destino sería la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara, para la que Goya deberá realizar cartones, es decir, bocetos que después se transformarán en tapices. La relación con la Real Fábrica durará 18 años y en ellos realizará sus cartones más preciados: Merienda a orillas del Manzanares, El Quitasol, El Cacharrero, La Vendimia o La Boda. Por supuesto, durante este tiempo va a efectuar otros encargos importantes; en 1780 ingresa en la Academia de San Fernando para la que hará un Cristo crucificado, actualmente en el Museo del Prado. Y ese mismo año decora una cúpula de la Basílica del Pilar de Zaragoza, aunque el estilo colorista y brioso del maestro no gustara al Cabildo catedralicio y provocara el enfrentamiento con su cuñado Francisco Bayeu. Al regresar a Madrid trabaja para la recién inaugurada iglesia de San Francisco el Grande por encargo de un ministro de Carlos III. En Madrid se iniciará la faceta retratística de Goya, pero será durante el verano de 1783 cuando retrate a toda la familia del hermano menor de Carlos III, el infante D. Luis, en Arenas de San Pedro (Ávila), sirviéndole para abrirse camino en la Corte, gracias también a su contacto con las grandes casas nobiliarias como los Duques de Osuna o los de Medinaceli, a los que empezará a retratar, destacando la Familia de los Duques de Osuna, uno de los hitos en la carrera de Goya. Carlos IV sucede a su padre en diciembre de 1788; la relación entre Goya y el nuevo soberano será muy estrecha, siendo nombrado Pintor de Cámara en abril de 1789. Este nombramiento supone el triunfo del artista y la mayor parte de la Corte madrileña pasa por su estudio para hacerse retratos, que cobra a precios elevados. Durante 1792 el pintor cae enfermo; desconocemos cuál es su enfermedad pero sí que como secuela dejará a Goya sordo para el resto de sus días. Ocurrió en Sevilla y Cádiz y en Andalucía se recuperará durante seis meses; esta dolencia hará mucho más ácido su carácter y su genio se verá reforzado. El estilo suave y adulador dejará paso a una nueva manera de trabajar. Al fallecer su cuñado en 1795 ocupará Goya la vacante de Director de Pintura en la Academia de San Fernando, lo que supone un importante reconocimiento. Este mismo año se iniciará la relación con los Duques de Alba, especialmente con Doña Cayetana, cuya belleza y personalidad cautivarán al artista. Cuando ella enviudó, se retiró a Sanlúcar de Barrameda y contó con la compañía de Goya, realizando varios cuadernos de dibujos en los que se ve a la Duquesa en escenas comprometidas. De esta relación surge la hipótesis de que Doña Cayetana fuera la protagonista del cuadro más famoso de Goya: la Maja Desnuda. Pero también intervendrá en la elaboración de los Caprichos, protagonizando algunos de ellos. En estos grabados Goya critica la sociedad de su tiempo de una manera ácida y despiadada, manifestando su ideología ilustrada. En 1798 el artista realiza la llamada Capilla Sixtina de Madrid para emular a la romana de Miguel Ángel: los frescos de San Antonio de la Florida, en los que representa al pueblo madrileño asistiendo a un milagro. Este mismo año firma también el excelente retrato de su amigo Jovellanos. El contacto con los reyes va en aumento hasta llegar a pintar La Familia de Carlos IV, en la que el genio de Goya ha sabido captar a la familia real tal y como era, sin adulaciones ni embellecimientos. La Condesa de Chinchón será otro de los fantásticos retratos del año 1800. Los primeros años del siglo XIX transcurren para Goya de manera tranquila, trabajando en los retratos de las más nobles familias españolas, aunque observa con expectación cómo se desarrollan los hechos políticos. El estallido de la Guerra de la Independencia en mayo de 1808 supone un grave conflicto interior para el pintor ya que su ideología liberal le acerca a los afrancesados y a José I mientras que su patriotismo le atrae hacia los que están luchando contra los franceses. Este debate interno se reflejará en su pintura, que se hace más triste, más negra, como muestran El Coloso o la serie de grabados Los Desastres de la Guerra. Su estilo se hace más suelto y empastado. Al finalizar la contienda pinta sus famosos cuadros sobre el Dos y el Tres de Mayo de 1808. Como Pintor de Cámara que es debe retratar a Fernando VII quien, en último término, evitará que culmine el proceso incoado por la Inquisición contra el pintor por haber firmado láminas y grabados inmorales y por pintar la Maja Desnuda. A pesar de este gesto, la relación entre el monarca y el artista no es muy fluida; no se caen bien mutuamente. La Corte madrileña gusta de retratos detallistas y minuciosos que Goya no proporciona al utilizar una pincelada suelta y empastada. Esto provocará su sustitución como pintor de moda por el valenciano Vicente López. Goya inicia un periodo de aislamiento y amargura con sucesivas enfermedades que le obligarán a recluirse en la Quinta del Sordo, finca en las afueras de Madrid en la que realizará su obra suprema: las Pinturas Negras, en las que recoge sus miedos, sus fantasmas, su locura. En la Quinta le acompañaría su ama de llaves, Dª. Leocadia Zorrilla Weis, con quien tendrá una hija, Rosario. De su matrimonio con Josefa Bayeu había nacido su heredero, Francisco Javier. Goya está harto del absolutismo que impone Fernando VII en el país, así que en 1824 se traslada a Francia, en teoría a tomar las aguas al balneario de Plombières pero en la práctica a Burdeos, donde se concentraban todos sus amigos liberales exiliados. Aunque viajó a Madrid en varias ocasiones, sus últimos años los pasó en Burdeos donde realizará su obra final, la Lechera de Burdeos, en la que anticipa el Impresionismo. Goya fallece en Burdeos en la noche del 15 al 16 de abril de 1828, a la edad de 82 años. Sus restos mortales descansan desde 1919 bajo sus frescos de la madrileña ermita de San Antonio de la Florida, a pesar de que le falte la cabeza ya que parece que el propio artista la cedió a un médico para su estudio.