28/12/07

SOCIALISMO UTOPICO

Sus orígenes están en las corrientes racionalistas de la Ilustración e incluso podrían señalarse antecedentes mucho más lejanos, ya que muchos de estos planteamientos respondían a una larga tradición de la literatura utópica en el pensamiento occidental, que tuvo un momento de esplendor en el periodo renacentista (Moro, Campanella). Esta tradición racionalista, anterior a una verdadera experiencia de desequilibrios sociales que aún no se había producido, provocó la aparición de un buen número de teorizadores proto-socialistas ya durante el siglo XVIII. Mably y Morelly teorizan sobre sociedades comunistas ideales que se ponen como ejemplo de la futura organización social. Las propuestas eran irrealizables pero, por su misma radicalidad, podían considerarse revolucionarias, ya que no podrían llevarse a efecto sin una completa transformación de la realidad existente.Esta es la línea, en cualquier caso, de los socialismos utópicos (término acuñado por L. A. Blanqui en 1839, y del que K. Marx se apropiaría en el Manifiesto Comunista de 1848) que optaban por la presentación de una sociedad ideal basada en los principios del humanismo y la solidaridad. Los llamados socialistas utópicos solían coincidir en el rechazo de la empresa privada y de la libre competencia, en la medida en que empezaron a tomar conciencia de las desigualdades que podría generar, a la vez que procuraban arbitrar nuevas fórmulas para la distribución de beneficios.Un representante característico de esta corriente fue el británico Robert Owen, propietario de una industria en New Lanark (Escocia), en la que trató de mejorar las condiciones de vida de sus obreros a través de cooperativas, viviendas, escuelas y unos horarios adecuados. Al igual que Saint-Simon, estaba convencido de que el progreso científico y técnico proporcionaban los medios para conseguir el aumento de la producción capitalista, pero también para que fuera más humana.A partir de 1827 trató de llevar a la práctica sus ideas de una comunidad ideal en Estados Unidos, que parecía el único país en el que aún podría materializarse la utopía. Sin embargo, la colonia New Harmony, establecida en Indiana, resultó un fracaso y Owen derivó hacia el asociacionismo obrero. En 1834 organizó el Grand National Consolidated Trade Union y, ante el rotundo fracaso experimentado por el movimiento huelguístico de 1835, se dedicó a la organización de cooperativas de consumo que fueron organizadas por sus discípulos, los Pioneros de Rochdale, a partir de 1840. Otro nuevo intento de crear una colonia ideal (Harmony Hall, 1839-1845) culminó en un nuevo fracaso.El socialismo utópico francés fue de carácter más teórico que el británico. Saint-Simon hizo de la ciencia el principio rector de la sociedad y abogó por una sociedad tecnocrática para el desarrollo de la producción. Sus últimos escritos dieron pie a unas formulaciones religiosas que sus discípulos trataron de poner en práctica sin excesivo éxito.Charles Fourier fue también un arquetípico representante del socialismo utópico francés. Su experiencia de viajante de comercio le llevó a desarrollar una preocupación teórica por la organización social (Teoría de los cuatro movimientos, 1808) que hace girar en torno a la idea del falansterio, institución cooperativa en la que sus componentes podrían alternar trabajos según sus gustos, a la vez que se preveía un sistema equilibrado de reparto de beneficios. La década de los cuarenta contempló el intento de sus discípulos de poner en práctica estas ideas en diversos lugares (Estados Unidos, México, y también España). Del fracaso de Sebastián Abreu en Jerez (1842) pueden encontrarse ecos en la obra literaria de Fernán Caballero.Algunos de estos socialismos utópicos estuvieron originados por un contacto más directo de los autores con las condiciones de vida de las clases proletarias. Es el caso de Étienne Cabet cuyo Viaje a Icaria (1840) propone una solución comunista, inspirada en F. Babeuf, en la que desaparece la propiedad privada y se establece el reparto de los beneficios en función de las necesidades. Louis Blanc, un periodista, editor de la Revue de Progrès, se inclinó por las cooperativas de producción (La organización del trabajo, 1839; El derecho al trabajo, 1848) y subrayó el papel impulsor del Estado en la tarea de organización de los Talleres Sociales. La fórmula se puso en práctica tras el triunfo de la revolución de 1848, y generó graves tensiones sociales y políticas. De carácter más práctico que teórico son las aportaciones de Louis Auguste Blanqui en torno a la organización política obrera, o las ideas de Flora Tristán (La unión obrera, 1843) sobre una organización internacional de trabajadores. Todos ellos serán protagonistas de la revolución de 1848 y brindarán algunos de los conceptos teóricos que Karl Marx elaborará más tarde.Pierre-Joseph Proudhon era el único que procedía realmente de la clase obrera y había tenido una formación autodidacta, trabajando como tipógrafo. En 1840 provoca un enorme escándalo con la publicación de ¿Qué es la propiedad? ya que la califica de robo y origen de las miserias del género humano. Inició entonces una tarea de publicista que le llevó al enfrentamiento con Marx (Su Sistema de las contradicciones económicas o filosofa de la miseria, de 1846, provocó Las contradicciones de M. Proudhon o Miseria de la Filosofía, de Marx) que le censuró su espíritu pequeño-burgués. Su idea de llegar a la suplantación del Estado a través de la federación de cooperativas y sindicatos, le dio un carácter preanarquista que le convirtió en el auténtico rival del marxismo desde 1848. Su individualismo, en todo caso, era un tanto inoperante y nostálgico. "No queremos -había escrito- el gobierno del hombre por el hombre, ni la explotación del hombre por el hombre". Proudhon rechazaba todo tipo de socialización y nacionalizaciones, porque entendía que eran tan tiránicas como el propio Estado capitalista, pero su rechazo del Estado y de otras instituciones opresivas no iba acompañado de verdaderas propuestas efectivas para la implantación del nuevo orden que propugnaba.El pensamiento anarquista no adquiriría coherencia hasta que M. Bakunin fundase la Alianza Internacional de la Democracia Socialista en 1868 y le diese un verdadero sentido revolucionario. La base de apoyo de esta fuerza revolucionaria estaría en los jornaleros agrarios de la Europa oriental y mediterránea, y en la gran masa de obreros no especializados que afluían a las grandes ciudades.Bakunin era un noble ruso, que había conocido a Marx y a Proudhon en el París anterior a la revolución de 1848. Deportado a Siberia durante toda la década de los cincuenta, a la vez que era desposeído de su condición de noble, escapó en 1861 para dedicarse a las actividades revolucionarias. Sus procedimientos llevarían a un inevitable choque con Marx en el seno de la I Internacional.También hubo preocupación teórica por la situación de las clases trabajadoras desde los ambientes de inspiración cristiana. La vía elegida por algunos de esos reformadores sociales (Ph. Buchez en Francia, J. Maurice en Inglaterra, o el arzobispo von Ketteler en Renania) fueron las cooperativas de producción.Buchez, al que ha dedicado mucha atención F. Furet, rompió con su pasado sansimoniano y se empeñó en resolver el reto de Comte, tratando de reconciliar la religión con la ciencia a través de la revista L´Européen (1831-1832) desde la que propugnó una moral igualitaria basada en la religión cristiana. Entre 1834 y 1839 publica los cuarenta volúmenes de su Historia parlamentaria de la Revolución Francesa, en la que proporciona una interpretación socialista de la Revolución, aunque con una permanente clave cristiana. Por lo demás, esta preocupación social de inspiración cristiana derivará las más de las veces hacia las actividades simplemente caritativas (Ozanam, Sociedad de San Vicente de Paúl), con renuncia a cualquier planteamiento de reforma.

REVOLUCION INDUSTRIAL Y LOS NIÑOS


El impacto de la industrialización

La industrialización fue modificando profundamente la sociedad británica a través de un proceso largo y complejo, cuyos efectos se hicieron visibles sobre todo a partir de mediados del siglo XIX. Las consecuencias de la industrialización no fueron uniformes en todos los sectores sociales. Aunque la economía creció a un ritmo sostenido, la nueva riqueza se repartió en forma muy desigual, sobre todo hasta la década de 1850. Es evidente que la industrialización fue introduciendo profundas modificaciones en las condiciones de trabajo. En primer lugar, el sistema de fábrica conllevó un nuevo tipo de disciplina y largas jornadas de labor con bajos salarios y gran inestabilidad. Implicó también cambios muy grandes en el trabajo femenino e infantil, todo ello con altísimos costos sociales. Al mismo tiempo, el debilitamiento de los antiguos mecanismos de protección social redundó en un empeoramiento de las condiciones de vida de los sectores más vulnerables. La proporción de población empleada en la agricultura fue descendiendo desde principios del siglo XIX, pasando del 35,9 por ciento en 1800 al 21,7 en 1851 y a aproximadamente el 8 por ciento en 1901. La población rural excedente emigró hacia las ciudades o hacia destinos transoceánicos. En el censo que se realizó en 1851 en Gran Bretaña la población urbana superó a la rural, y a fines del siglo XIX casi el 80 por ciento de la población vivía en áreas urbanas. Junto con las fábricas nació también un nuevo tipo de trabajador, el obrero industrial, cuyas condiciones de trabajo eran muy diferentes de las de los oficios manuales tradicionales. El moderno obrero industrial se caracteriza por no ser propietario de los medios de producción -las fábricas y las máquinas, que pertenecen a los capitalistas- y por vender su fuerza de trabajo en el mercado, a cambio de un salario. Desarrolla su actividad en las fábricas, trabajando con máquinas y sometido a una estricta disciplina. Todavía en 1830 el obrero industrial característico no trabajaba en una fábrica sino en un pequeño taller o en su propia casa (como artesano o trabajador manual) o como peón, en empleos más o menos eventuales. El sistema de fábrica transformó también las condiciones de trabajo de los obreros que seguían realizando oficios manuales, ya que se vieron expuestos a permanentes reducciones salariales para competir con la producción mecanizada y a trabajar para agentes de las fábricas o intermediarios. En la industria del tejido, el bajo precio y la abundancia de la mano de obra retrasaron la mecanización, pero al costo del empobrecimiento y la explotación de los tejedores manuales. El trabajo femenino e infantil no era una novedad, ya que en la sociedad preindustrial también trabajaba todo el grupo familiar, pero lo que fue cambiando radicalmente con la industrialización fueron las condiciones laborales. La división sexual del trabajo había estado relacionada, desde sus orígenes, con las diferencias de fuerza y de destreza entre hombres y mujeres, lo que implicaba que ciertas tareas sólo podían ser desempeñadas por los hombres. Al mismo tiempo, los oficios específicamente femeninos, que requerían una habilidad característica en las manos (como el hilado), eran considerados por los hombres como inferiores a los oficios masculinos, y peor remunerados que éstos. Cuando comenzaron a utilizarse máquinas accionadas por energía inanimada la situación en parte se modificó. Las mujeres pudieron desempeñar tareas antes reservadas a los hombres pero, como su trabajo se consideraba inferior, siguieron percibiendo salarios menores. En la primera mitad del siglo XIX la industria textil y la del vestido eran, junto con el servicio doméstico, las principales ocupaciones femeninas. Desde comienzos del siglo XIX se incrementó el número de hogares en los que junto a un matrimonio y sus hijos vivía alguna persona anciana -en general la madre de uno de los cónyuges- que se ocupaba de las tareas domésticas y del cuidado de los niños mientras la mujer trabajaba en la fábrica. De todos modos, era más habitual el trabajo en fábrica de las mujeres solteras que el de las casadas. Sus condiciones no eran las mejores, y había muchos casos de abuso y explotación, pero en comparación con los primeros tiempos de la industrialización la brecha es muy grande. de menores.Con la revolución Industrial los niños comenzaron a trabajar masivamente en las fábricas. Eran más dóciles que los adultos, recibían una paga mucho menor e incluso eran más adecuados para algunas tareas que requerían manos pequeñas o baja estatura. Las condiciones del trabajo infantil eran muy duras. En primer lugar se redujo la edad mínima del ingreso al mercado de trabajo y disminuyó la importancia del aprendizaje. En la industria algodonera los niños comenzaban a trabajar desde muy pequeños, desde los seis u ocho años. El horario de trabajo era el mismo que el de los adultos, entre catorce y dieciséis horas por día. Los salarios eran irrisorios y la disciplina muy dura, recurriéndose en muchos casos a los castigos corporales. Además de todo ello, las condiciones insalubres de trabajo en las fábricas tenían efectos muy negativos para la salud y el desarrollo de los pequeños. Aunque ya en 1802 el Parlamento aprobó una ley para proteger a los niños que trabajaban como aprendices en las fábricas, recién a partir de la década de 1830 el Estado comenzó a penalizar en forma efectiva los abusos cometidos por los empresarios y poner en vigencia nuevas reglamentaciones dirigidas a regular el trabajo infantil. Al avanzar el siglo XIX la situación fue mejorando paulatinamente, aunque pasaron muchas décadas hasta que se prohibió el empleo

La historia, la guerra y la 'nueva historia'

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La historia vive un completo cambio de piel a partir de la Segunda Guerra Mundial. Se inauguró, luego de esa fisura profunda en la trayectoria de occidente, un nuevo período en que los historiadores modifican de manera sustantiva su actitud hacia el trabajo que realizan, sus fundamentos, métodos y funciones.Este cambio es notable, tomando en cuenta datos que son indesmentibles. Antes de 1945 los historiadores seguían, sin vacilaciones importantes, las pautas definidas por sus predecesores del siglo XIX y primera mitad del XX. Es cierto que siempre hubo modos alternativos de concebir la historia, que polemizaban con el modelo de historia tradicional. Basta pensar en figuras como Alexis de Tocqueville o Jacob Burckhardt, que cultivaban una idea de horizontes mucho más amplios, que incluía las temáticas sociales y culturales. En las primeras décadas del siglo XX las posturas de estas voces aisladas lograron ecos más interesantes, cuando tomaron forma corrientes que cuestionaron con firmeza los supuestos de la escuela de “historia científica” de los alemanes. Estas corrientes críticas tuvieron una irradiación más amplia, pero de todas maneras se trataba de golondrinas sueltas que no lograban hacer verano.¿Contra qué se levantaban estos críticos?Había diferencias notables entre todos estos nuevos historiadores. Pero también algo en común. Ellos no cuestionaban, a la manera de un Nietzsche o, más recientemente, de un Frank Ankersmit o un Keith Jenkins, las intenciones científicas de la empresa histórica, por considerarlas implausibles; cuestionaban a los historiadores científicos por lo contrario de esto: los acusaban, como dice por ahí Lawrence Stone, de no haber sido lo suficientemente científicos.La tesis de que era posible sumergirse en el pasado usando como único método la intuición de un interprete que se deja guiar por el sentido común, les parecía algo muy limitado, si es que no irrisorio. Para que la historia se ganara el trato de una verdadera ciencia, pensaban, necesitaba sofisticar sus protocolos de trabajo, incorporando pautas procedimentales razonadas, sujetas al escrutinio público; necesitaba abordar sus temas guiada por preguntas e hipótesis explícitas; necesitaba contar con un lenguaje técnico mínimo, que garantizara esos consensos obligados a los que obligan las buenas formas de comunicación. Impensable hablar de historia científica sin el amparo de una teoría explícita, que pudiera insuflar a los temas, conceptos y enfoques ese aire de familia necesario para organizar los avances producidos por el ejército de obreros de la ciencia, los llamados investigadores de 'pala y picota'. Por cierto, debía tratarse de teorías acotadas, nada que ver con las especulaciones macro-históricas de un Hegel o un Spengler.La noción de la historia como una plena ciencia social encontró un suelo muy mal abonado en las primeras décadas del siglo XX. En realidad, sólo logró penetrar en dos sistemas universitarios. En Estados Unidos y Francia la nueva historia comenzó a ser tratada en serio antes que en cualquier parte. Hubo allí, por lo mismo, el tiempo necesario para madurar una discusión, para definir las problemáticas y los temas, para encontrar un vocabulario común, para iniciar la apertura institucional hacia otros departamentos universitarios (lo mismo que hacia otras especialidades), para zanjar las cuestiones metodológicas primarias. Se creó atmósfera, se forjó los acuerdos mínimos, se logró el apoyo de algunos medios institucionales y se formó un núcleo de estudiosos de alta calidad, aunque pequeño, colocados en posiciones académicas de relativa importancia. Esta acumulación de capital humano e institucional permitió que pudiera iniciarse un proceso de socialización de los modos norteamericano y francés de abordar la historia social, dentro de los respestivos sistemas nacionales, que luego van a aportar los modelos que va a necesitar la 'nueva historia' para iniciar sus exploraciones fronterizas, un par de décadas después, como resultado del trauma provocado por la Segunda Guerra Mundial.Este acontecimiento mayúsculo modificó de una manera sustantiva la concepción que tenían los profesionales de la disciplina. Y eso se entiende. El mundo que existía antes de la guerra, perdió toda consistencia. Comienzó, a partir de entonces, otra fase en la trayectoria de la humanidad, una en la que los modos habituales de conceptuar y representar el mundo pasado pierde todo sentido.¿Qué era la historia tradicional sino el espejo en que el europeo podía exponer esa impecable trayectoria de progreso empujado a lo largo de los siglos, por la civilización más vital y exitosa?. Luego de la guerra, ya no fue posible mantener ideas muy optimistas acerca de los avances que permitían las formas más tradicionales de racionalidad occidental.Esta guerra no fue un conflicto más de los muchos que se habían permitido las naciones que conformaban el primer mundo. Se trató de uno de los acontecimientos más cruentos y devastadores que se hayan producido jamás. Es que los contendores no eran naciones pobres y atrasadas de algún rincón del mundo, que disputaran por añejas cuestiones territoriales. Eran, muy por el contrario, los países más industrializados, más cultos, más avanzados en cualquier terreno, que usaron toda su inteligencia, todos sus recursos, todas sus tecnologías, para provocar destrucciones masivas, nunca antes vistas.Fue, en todos los sentidos, una guerra moderna, propia del siglo XX, anticipo del siglo XXI: a diferencia de las guerras anteriores, incluida la Primera Guerra Mundial, que fueron guerras de soldados, esta fue una verdadera “guerra de máquinas”. Se enfrentaron, en ella, los aparatos tecnológico-productivos de las naciones más avanzadas, que eran cabezas de civilizaciones complejas, herederas de todas las más altas culturas.Esas máquinas, que fueron usadas para ganar la guerra, causaron lesiones sin precedentes por toda la superficie del orbe. Esta fue, sabemos, la primera guerra genuinamente mundial. El saldo fueron muchos millones de muertos, buena parte civiles, un continente arrasado, el desarraigo de una cantidad casi tan significativa de refugiados....Hubo naciones que perdieron a una parte importante de su población: Unión Soviética, Yugoeslavia, Alemania, Polonia. Esta dilapidación grave de recursos humanos ultrasofisticados (pienso en la pérdida de pensadores del calibre de Marc Bloch o Walter Benjamin) no fue, acaso, lo más grave. La guerra provocó un severo desbalance demográfico, desestabilizando a las familias y las sociedades. La juventud desapareció, especialmente la masculina.Esta crisis demográfica obligó a que la familia y las organizaciones básicas de la sociedad tuvieran que comenzar a cambiar. En la post-guerra se impuso una cultura más individualista, refractaria a toda forma de tradicionalismo, que se sentía cómoda en otros tipos de organización y de asociación. El efecto tangible de este realineamiento global vivido en occidente, fue un cambio muy acelerado en las costumbres, que conformó el horizonte de vida de una sociedad muy distinta a la anterior, una sociedad nueva que necesitó ser representada por una historiografía que tuviera mayores conexiones con las ciencias sociales (que habían demostrado habilidad para dar un tratamiento apropiado a los fenómenos que conocimos desde mediados del siglo XX).Esta redefinición debió mucho a ciertos aspectos de la coyuntura vivida en estos años, sobre los que vale la pena conversar un rato.Uno de los resultados más sorprendentes con que se encontró el mundo, al término del conflicto, fue la evidencia del holocausto: el asesinato a escala industrial perpetrado en contra de los judíos europeos (de una clase bien definida de seres humanos). ¿Qué fue lo específicamente novedoso de este acontecimiento? Este genocidio no fue, como otros, el resultado espontáneo de un estallido irracional de violencia, motivado por una rivalidad étnica o territorial antigua (p. ej., la masacre perpetrada por los tutsis, en contra de los hutus, durante un verdadero carnaval de racismo asesino que se prolongó por cerca de 2 meses del año de 1990). Fue una acción planificada, que tuvo lugar en el corazón de la potencia intelectualmente más sofisticada de Europa, acaso del mundo, que decidió usar su mejor tecnología y sus mejores personas para exterminar un pueblo completo, bajo la inspiración de lo que podríamos llamar una teoría del desarrollo (las teorías raciales del Gobineau, que hacían el progreso humano función de la pureza de la sangre). Una razón puramente intelectual, al fin, para justificar una de las mayores sinrazones que habíamos conocido. Una más, porque la guerra nos permitió vivir el anticipo de otra, de consecuencias acaso más graves.....Luego del Holocausto, vinieron Hiroshima y Nagasaki. Estados Unidos, que era parte del mismo club cultural ultra-sofisticado que los alemanes, había desarrollado armas que tenían un potencial desconocido. Y se había mostrado, además, disponible para usarlas causando a su enemigo, en solo dos días, la misma cantidad de bajas que había sufrido Estados Unidos durante toda su participación en la guerra. Luego de la explosión de estas bombas los norteamericanos iniciaron una carrera armamentista absurda con los soviéticos, en miras a obtener supremacía total sobre un mundo. La guerra provocó un realineamiento completo en la política mundial. Europa perdió el predominio que había tenido por milenios, entregando el mundo en bandeja a dos mega-potencias, la URRS y Estados Unidos, que se pelean cada uno de sus fragmentos, en una carrera desbocada hacia el final de la historia, que se hace, extrañamente, en el nombre de la paz: una carrera armamentista sin freno que augura la posibilidad completamente real de una tercera guerra mundial, que realizará el anuncio del apocalipsis contenido en las escrituras de las distintas religiones. ¿Qué habrá después de la crisis nuclear? Quizás, un mundo en que no subsista ninguna forma de vida, porque la ingeniería y la ciencia de las superpotencias desarrolló armas con un potencial increible, capaces de eliminar toda forma de vida, en territorios muy amplios, sin afectar los objetos físicos... demostrando hasta que extremo de irracionalidad puede llevarnos una razón que ha extraviado la conexión con la ética, con los antiguos valores de la decencia. ¿Qué vendrá entonces? Seguramente un mundo militarizado, en que desaparecerán las formas occidentales de urbanidad política (comprensible, tomando en cuenta que han sido los mismos occidentales los que han llevado a la crisis). Surgirán, quizás, severos autócratas que intentarán ofrecer cuotas controladas de seguridad a un mundo en zozobras, sacrificando todos los logros de la libertad. Ya hay un anticipo de esas posibilidades en el régimen bárbaro organizado por Lenin y Stalin en el rincón más subdesarrollado de Europa (los primeros en ensayar ‘soluciones finales’ contra sus adversarios, que les permiten apuntalar sistemas totalitarios).La guerra de máquinas que compromete a todo el planeta, el asesinato en forma industrial perpetrado en contra de los judíos, con todos sus anticipos y ecos, y el uso de la energía nuclear para a un enemigo que cuenta con medios similares, eran hechos completamente nuevos, para los cuales las historias tradicionales no tenían palabras, ni conceptos, ni esquemas, ni marcos de sentido, ni tramas apropiadas. ¿Cómo describir con categorías éticamente neutras, estos horrores modernos, perpetrados por sociedades que admirábamos tanto, que se habían ofrecido como paradigma de civilización, usando para ello el espejo de la historia? ¿qué narrativa ‘objetiva’ podía hacerse cargo de estas experiencias completamentes nuevas?Los horrores vividos entre 1939 y 1945, que parecen solo un tímido anticipo de nuevos horrores posibles, destruyen la confianza del europeo en sí mismo, y en el tipo de historia que se ventilaba allí. Luego del holocausto y de Hiroshima es muy difícil mirar con la antigua complacencia el curso de la historia, tal cual es presentado por esa historiografía tradicional que desarma los grandes procesos de la historia de un siglo tan complejo, en minúsculos estudios monográficos, cuyo asunto son detalles de la contingencia política. Un asesinato a gran escala, un régimen totalitario, no puede ser explicado por las acciones de media docena de ‘héroes’ o ‘villanos’. Hay que examinarlos como resultado de necesidades que surgen desde dentro de una sociedad, en un contexto determinado, en una época dada. Ya no es posible, sobretodo, seguir pensando que nuestra única misión es describir las cosas tal cual han sido. La máxima que impele a la profesión a limitar el trabajo investigativo al examen imparcial de hechos singulares, usando categorías neutrales, como si no nos importaran, es algo que violenta profundamente las nociones éticas, políticas y estéticas de los historiadores de la post-guerra, que aspiran a que su trabajo sirva para construir un mundo un poco mejor que el que sus padres levantaron (un mundo muy distinto de este).Holocausto, bombas nucleares, bombas biológicas. El verdadero fin de la historia parece a la vuelta de la esquina. Hay, en todas partes, una sensación apocalíptica. La ilusión del progreso indefinido de los positivistas desaparece. El mundo se ve como algo incierto y hostil. Y toda esa incertidumbre y sinrazón parece hundir sus raíces más profundas en el mundo precedente, que había sido tan exaltado por las narraciones cándidas de ese historiador burgués (un interprete indulgente, que había ayudado a justificar con su trabajo ese nacionalismo expansivo (causante de la guerra, ahora visto con horror), que había los hechos y procesos de la época precedente, como elementos centrales en el camino del progreso, cuando se trataba, solamente, los cimientos y precondiciones para las barbaries posteriores, que preludian la crisis terminal de occidente, acaso del mundo.Hay una sensación de haber tocado fondo. Todo lo legado por las generaciones anteriores parece una pesadilla (pesadilla que culmina con Auschwvitz). Hay que borrar ese legado infame, partiendo todo de nuevo. Una nueva historia vivida, una nueva forma académica de abordar esa historia (y la pasada).La historia tiene que ir más rápido, para que podamos superar la herencia de un pasado horrible. Hay una generación disponible para eso, que quiere evitar que las cosas sigan como antes.Hay que superar la tradición, lanzarse al futuro liberados del “peso de la historia”. Las elecciones que tienen lugar a la salida de la guerra, en los distintos países europeos, ilustran la importancia de esta perspectiva refrescante. En todos los países europeos se producen triunfos sonados para la izquierda. En todas partes, por lo mismo, se imponen agendas progresistas. Cambio. Futuro. Condena para el pasado. ¿Y esa historia, que trataba con tanta gentileza el pasado, suponiendo que el mundo era una cosa ordenada, que progresaba sin pausa? La condena tiene que extenderse a ella. ¿No han invocado siempre los genocidas como justificación las razones de la historia (de esa historia parcelada, limitada, sectaria, que suprime al otro, que invita a la guerra)?.La generación de la post-guerra no puede simpatizar con ella (con la historia tradicional). Menos todavía los propios historiadores. Porque el historiador no nace en el aire. Es parte, acaso como nadie, de las urgencias del presente, precisamente porque es quien vive con más consciencia la memoria (otra adulteración grave de Ranke: aquella que trata al historiador como un marciano desarraigado de la memoria de su época). Siente, por lo mismo, la misma urgencia de todos los que rechazan el mundo que permitió el horror de la guerra: traduce ese sentimiento en la convicción de que ha llegado el momento de reconsiderar las bases y los postulados centrales de la disciplina.Advierte que sus recursos no sirven para aprehender el periodo histórico que se inicia cuando se desmorona ese mundo dominado por las potencias colonialistas de Europa, con una Inglaterra que actuaba como la cabeza y surge orden internacional presidido por dos grandes superpotencias, capitalismo contra socialismo, democracia liberal contra democracia social (en realidad, dictadura de un partido político, para no abusar del término ‘democracia’), que mantienen una paz mentirosa y peligrosa, basada en la disuación nuclear, un mundo de descolonización, en que nace el llamado tercer mundo, escenario de formas de pobreza y abandono desconocidas, de todos los conflictos bélicos, por motivos territoriales, étnicos o religiosos, escenario candente, también, de la revolución. Ese mundo, que despuntó al término de la Segunda Guerra Mundial y que comienza a cerrarse cuando se produce la caída del muro de Berlín y se impone una nueva forma de multiletaralismo presidido por una potencia única.¿Hacia qué dirección hay que llevar la ‘nueva historia’ que haga el esfuerzo de aprehender ese mundo? La ‘nueva historia’ se ha planteado, como meta, la transformación de la disciplina en una ciencia social, cuyo tema es el cambio. Aunque se ha dado preferencia a los aspectos económicos y sociales (últimamente a los culturales), la norma ha sido la flexibilidad: la crisis del paradigma único de la historia tradicional no ha dado lugar a su reemplazo por un nuevo paradigma único (el de una historia social, p. ej.). Lo que ha sucedido, más bien, es que se han ido afirmando una diversidad de paradigmas que son, todos ellos, respuesta a los desafíos que comportan las pulsiones más importantes de la historia reciente. Cada gran fenómeno y problema de la contemporáneidad ha dejado una huella relevante en la historia, motivando el despliege de una corriente historiográfica dada.El resultado de todo esto no ha sido, pues, el reemplazo de una visión tradicional defectuosa, por una nueva visión virtuosa, apta para tomarle la medida a los procesos complejos y ramificados que conoce la historia mundial en el siglo XX. Lo que ha pasado es que una visión que lograba describir bien uno de los aspectos de la historia europea del siglo XIX (la formación de los estados nacionales) ha sido reemplazada por un abanico amplio y disperso de perspectivas que intentan aprehender el sentido de los distintos fenómenos que son más característicos de nuestros tiempos.Se llama a este abanico, generalmente, la ‘nueva historia’.
Publicado por Ignacio Muñoz Delaunoy

Perspectiva renacentista


Civilizaciones mesopotámicas


LA EUROPA DE LA RESTAURACION

El Congreso de Viena, que clausuró la época de las guerras napoleónicas, restauró el mapa de Europa a base de dos principios contrapuestos: el de la legitimidad y el de las apetencias de expansión de los Estados vencedores. De este modo surgió una nueva ordenación política del continente, destinada a durar hasta la unificación de Italia y Alemania. Su rasgo más evidente es la simplificación del mapa europeo.
Los hechos territoriales más notables son, sin duda, la desaparición del Estado polaco, absorbido por Rusia, Austria y Prusia, y la constitución de las monarquías sueconoruega y belgoholandesa. La primera castigaba a Dinamarca por el apoyo prestado a Napoleón y la segunda tendía a forma un bloque político que taponara una posible ag
resión francesa en los Países Bajos. Respecto a Rusia, se le reconocieron las anexiones de Besarabia y Finlandia; Austria, por su parte, se incorporó, con la Galitzia polaca, Venecia y sus posesiones adriáticas, formando el reino Lombardovéneto. También Prusia logró un gran aumento de su territorio, no sólo con la mitad del reino de Sajonia, sino con la importante región de Renania, fronteriza con Francia y el nuevo reino de los Países Bajos.
En cambio, los diplomáticos de Viena no recogieron el manifiesto sentimiento nacional unitario que animó a los patriotas de Alemania en 1812, por lo que el país continuó disgregado en varios reinos y principados, bajo una innocua Confederación Germánica. Sus principales miembros fueron Austria, Prusia, Baviera, Sajonia, Wurtemberg, Hannóver y Baden





La primera fase de la reconstrucción de Europa, después de la caída de Napoleón, quedaba establecida por la paz de París. A pesar de que las grandes potencias que habían llevado el peso de la ofensiva estaban dispuestas a castigar a una Francia que había causado tantos desastres en el continente, una vez que decidieron restablecer en el trono de aquel país a la dinastía Borbón en la persona de Luis XVIII, se dieron cuenta de que podía no ser conveniente ensañarse con medidas excesivamente duras que podrían retrasar la seguridad y la tranquilidad que deseaban desde hacía tanto tiempo.Eso explica que los términos del Tratado de París no fuesen muy exigentes para los vencidos. Francia conservaba los límites que tenía en enero de 1792 e incluso ganaba algunos enclaves que no le habían pertenecido antes. Además, a pesar de la intención manifestada por Gran Bretaña de exigirle una indemnización para ayudar a financiar los costes de la guerra y la pretensión de Prusia de que devolviese ciertas cantidades que Napoleón había extraído de los Estados alemanes, el nuevo rey de Francia dejó desde el principio bien claro que no estaba dispuesto a que se le impusiesen indemnizaciones de guerra. Esta firmeza impresionó a los aliados de tal manera que renunciaron a cualquier reparación financiera por parte de Francia, e incluso dejaron de insistir siquiera en la necesidad de la devolución de los tesoros artísticos que sus ejércitos habían depredado en sus incursiones por los distintos países del continente.La firma del Tratado de París daba por terminada la primera fase de la reconstrucción europea, pero al mismo tiempo anunciaba en su propio texto, la apertura de una segunda fase que tendría lugar de forma inmediata: "Todas las potencias comprometidas en cualquiera de los bandos de esta guerra, enviarán plenipotenciarios a Viena en el espacio de dos meses con el propósito de regular, en un Congreso General, los acuerdos que deben completar las provisiones del presente Tratado". En efecto, se trataba de la convocatoria de un Congreso en la capital austriaca para que las potencias del continente se pusieran de acuerdo en un nuevo y definitivo ordenamiento de Europa después de las guerras napoleónicas. El propósito de los aliados era el de impedir que se reprodujese un nuevo caso de dominio de Europa por parte de una sola potencia, asegurando su división política en Estados dinásticos y al mismo tiempo el de encontrar los medios para resolver los conflictos entre ellos y para concertar conjuntamente sus acciones. Junto a este doble objetivo se planteó también el reparto territorial del continente que tenía la finalidad de dar forma y perpetuar la idea del Concierto de Europa. Se trataba del intento más importante, desde la paz de Westfalia a mediados del siglo XVII, de llegar a un entendimiento entre las naciones para construir una organización que garantizase la paz. Figura clave en este proceso fue el canciller austriaco Metternich.El príncipe Clemens Metternich había nacido en Coblenza el 15 de mayo de 1773 en el seno de una destacada familia de la nobleza renana. Su padre entró al servicio del Sacro Imperio Romano y el joven Clemens se educó en el ambiente aristocrático de la corte de los Habsburgo. Cuando a los dieciséis años estudiaba en Estrasburgo tuvo la primera visión de los sucesos de la Revolución francesa que le causaron una profunda aversión, aumentada más tarde con motivo de la confiscación que Napoleón ordenó de las tierras que poseía su familia. En 1795 casó con la nieta del veterano canciller austriaco Kaunitz y esa unión le proporcionó grandes posesiones en Austria y le situó en una buena posición para acceder al más alto puesto de la diplomacia imperial. Después de servir como representante del emperador Habsburgo en Dresde, Berlín, San Petersburgo y París, se convirtió en 1809 en el verdadero jefe del gobierno austriaco, puesto en el que permanecería durante cuarenta años. Sin embargo, por no haber nacido en Austria nunca pudo ocuparse de sus asuntos internos. Por eso se quejaba en sus últimos años de que "He gobernado Europa algunas veces, Austria nunca". Donde Metternich demostró su talla fue en la política exterior en la que jugó a contrarrestar su odio a Napoleón con el temor al engrandecimiento de la Rusia del zar Alejandro. Durante el enfrentamiento de ambos en 1812, se mantuvo a la expectativa para prestar en último término su ayuda a aquel contendiente que pudiera beneficiar más a Austria. Su intervención fue decisiva en la campaña de 1814, y como resultado de su política, Austria se convirtió en la potencia dominante de los aliados victoriosos. Aunque era acusado de reaccionario por los liberales europeos, en realidad Metternich era un conservador que quería preservar el equilibrio del gobierno y que veía como una amenaza las pretensiones de las clases medias jacobinas. Estaba convencido de que un Imperio austriaco fuerte sería el mejor baluarte contra el avance de las fuerzas revolucionarias y se mostró dispuesto a emplear su poder y su prestigio contra cualquier rebrote de perturbaciones análogas. Se convirtió en el mayor adalid de la paz y de la unidad en Europa y en esta línea hasta que tuvo que exiliarse en Londres con motivo de la Revolución de 1848.El prestigio y la personalidad de Metternich tuvieron una decisiva importancia para escoger Viena como sede del Congreso previsto en la Paz de París. En el otoño de 1814 se reunieron en la capital austriaca los dignatarios de los países que iban a participar en él. Asistieron seis soberanos: el zar Alejandro de Rusia, el emperador Francisco I de Austria, Federico Guillermo III de Prusia y los reyes de Dinamarca, Baviera y Württemberg. Alejandro fue acompañado de una delegación de importantes consejeros entre los que destacaban el ministro de Asuntos Exteriores, conde de Nesselrode, el alemán Stein y el corso Pozzo di Borgo. En la delegación prusiana estaba el príncipe de Hardenberg, quien por su avanzada edad y por su sordera se hallaba asistido por Wilhem von Humboldt, ministro de Cultura y fundador de la Universidad de Berlín. Gran Bretaña, por su parte, estaba representada por su ministro de Asuntos Exteriores Robert Stewart, conde de Castlereagh, cuyos intereses coincidían con los de Metternich en el sentido de conseguir la estabilidad de Europa creando un "balance of powers" que fuese la mejor garantía de su defensa. Francia estaba también representada, aunque sin voz, por su veterano ministro de Asuntos Exteriores Talleyrand. El príncipe de Talleyrand, que fue nombrado obispo en 1789, se había llegado a sentar con los revolucionarios en los Estados Generales, pero tuvo que exiliarse en América durante la etapa del Terror y no regresó a su país hasta que se estableció el Directorio. Había sido ministro de Asuntos Exteriores con Napoleón, pero al darse cuenta de la proximidad del desastre negoció con los aliados y gestionó la restauración de Luis XVIII. Poseía una especial habilidad para salir airoso en cualquier situación y un sentido del oportunismo político que explican su larga carrera en situaciones tan diversas. No estaba dispuesto a asumir en el Congreso el simple papel de víctima muda de las conversaciones entre los aliados.El Congreso de Viena nunca reunió a todos los representantes como un cuerpo deliberativo. En las únicas ocasiones en las que las delegaciones participantes se reunieron conjuntamente fue en las numerosas recepciones oficiales, festejos y ceremonias que tuvieron lugar durante los días que duraron las sesiones. En efecto, el Congreso de Viena ha sido calificado como un gran desfile en el que los soberanos europeos con sus nutridos y elegantes cortejos disimulaban sus asuntos en Viena ante una cortina de banquetes suntuosos, solemnes bailes y marciales desfiles. La idea de Metternich era la de que las cuatro grandes potencias aliadas resolvieran entre sí todos sus asuntos y que después presentasen esas resoluciones a los demás participantes para que fuesen ratificadas de manera formal. Sin embargo, el viejo zorro de la diplomacia, Talleyrand, se negó a que Francia fuese excluida, invocando primero el Tratado de París mediante el que se convocaba un Congreso libre y completo de todas las potencias y más tarde aprovechando las diferencias entre los cuatro grandes para mediar entre ellos.Para tener ocupadas a las otras naciones participantes y para no herir susceptibilidades, se crearon diez comisiones especiales (en asuntos alemanes, en ríos internacionales, etc.), mientras que tres de ellas (España, Portugal y Suecia) fueron admitidas con las grandes potencias en el Comité de los Ocho. No obstante, este comité se reunió pocas veces y apenas trató asuntos importantes.Los acuerdos a los que se llegó en Viena estaban basados en tres principios: compensación por las victorias, legitimidad y equilibrio de poder. Ya que no había podido conseguir una reparación económica por parte de Francia para compensar los gastos de la guerra, las grandes potencias esperaban al menos obtener alguna compensación territorial.Gran Bretaña había conseguido ya, en el curso del conflicto, una serie de posiciones estratégicas -Helgoland en el Mar del Norte, la isla de Malta, las islas Jónicas, la Colonia del Cabo, Ceilán, Isla de Francia, Demerara, Santa Lucía, Trinidad y Tobago- que explican que mostrase menos interés en el Congreso que los otros aliados. Austria aprovechó la ocasión para desembarazarse de algunos territorios cuyo control era siempre problemático y cuya administración podía seguir planteando problemas a causa de la distancia. Tal era el caso de Bélgica y de los territorios al sur de Alemania. Pero a cambio consiguió el reconocimiento de las ricas provincias del norte de Italia, Venecia y Lombardía, que se hallaban mejor situadas. Asimismo, Metternich obtuvo la recuperación para Austria de sus antiguas posesiones en Polonia y nuevos territorios en Tyrol y en Iliria, en la costa oeste del Adriático.En cuanto a Prusia y Rusia, se enfrentaron en agrias discusiones a la hora de plantear sus reclamaciones territoriales. Rusia se había asegurado ya la posesión de Finlandia, al conquistarla a Suecia, y de Besarabia, que la había conquistado a los turcos, pero el zar reclamaba más. Quería aparecer ante Europa como el restaurador del antiguo reino de Polonia para ponerlo, naturalmente, bajo su control- y por eso pidió que el Gran Ducado de Varsovia napoleónico, con los territorios que habían pertenecido a Austria y a Prusia, le fuesen devueltos. Prusia no ponía graves objeciones si a cambio se le entregaba el rico reino de Sajonia, que había permanecido fiel a Napoleón hasta la batalla de Leipzig. Ambas naciones llegaron a un acuerdo finalmente sobre estas bases que, sin embargo, no satisfacían mucho ni a Austria ni a Gran Bretaña, las cuales no se fiaban de las ambiciones territoriales de una y otra y, sobre todo, no querían ver a una Rusia entrometida en la Europa central. Esta situación fue aprovechada por Talleyrand, quien estaba ansioso por sacar a Francia del aislamiento a la que se hallaba sometida por parte de todos los aliados. Así, propuso a Austria y a Gran Bretaña la firma de un pacto secreto mediante el cual los tres socios se comprometían a resistir a las pretensiones ruso-prusianas por la fuerza de las armas si ello era necesario. Ese tratado tripartito se firmó el 3 de enero de 1815.El tratado secreto -que pronto fue conocido ampliamente- contribuyó a deshacer la crisis y a llegar a un acuerdo que contentó a todos, excepto a los prusianos. Se le permitió al zar apoderarse de la mayor parte del Gran Ducado de Varsovia, pero Prusia y Austria conservaban parte de sus antiguos territorios en él y Cracovia era declarada ciudad libre. El rey de Sajonia permanecía en el trono, aunque casi la mitad de aquel reino se le entregaba a Prusia, junto con la Pomerania sueca y algunas posesiones en Renania, todo lo cual no fue obstáculo para que los diplomáticos prusianos fueran acusados por sus conciudadanos militares de que no habían sabido defender los frutos de su victoria.Una vez que las potencias participantes en el Congreso vieron satisfechas sus ambiciones territoriales, la atención se volvió hacia las otras áreas liberadas. Aquí fue donde Talleyrand consiguió que se aplicase el principio de legitimidad para significar que los derechos de los gobernantes europeos existentes antes de Napoleón debían ser respetados y éstos restablecidos en el poder si habían sido desalojados como consecuencia de las guerras. De acuerdo con ese principio, los tratados de Viena aceptaron la restauración de los Borbones en España y las Dos Sicilias, de la casa de Orange en Holanda, de la de Saboya en Cerdeña y el Piamonte, del Papa en sus dominios temporales de la Italia central. Sin embargo, en los arreglos territoriales de Alemania no hubo mucho interés por parte de Austria ni de Prusia en insistir sobre el principio de legitimidad para no resucitar los numerosos estados eclesiásticos y principados diminutos suprimidos en 1803.En lo que hubo unanimidad fue en la aplicación de otro principio: el del equilibrio de poderes. Metternich, Castlereagh y Talleyrand tuvieron muy presente este principio cuando se pusieron en la tarea de diseñar el mapa de la nueva Europa que salió del Congreso de Viena. Con frecuencia se ha acusado a estos hombres de haber dado marcha atrás al reloj de la Historia y de hacer caso omiso de los movimientos nacionalistas. Y en efecto, la principal crítica que puede hacérsele a estos acuerdos es la de no haber tenido en cuenta la fuerza emergente de los nacionalismos, de tal manera que territorios como Noruega, Finlandia y Bélgica fueron utilizados como peones para contentar a los firmantes de los tratados, sin atender para nada los deseos de sus habitantes. Las consideraciones estratégicas, de poder o de conveniencias dinásticas se pusieron por delante de los intereses nacionales o económicos. No obstante, hay que reconocerles a los protagonistas del Congreso de Viena, además de las enormes dificultades con las que tuvieron que enfrentarse para buscar unas vías de acuerdo entre intereses tan contrapuestos, la importancia de sus aciertos. Y entre ellos conviene recordar el establecimiento de asambleas en todos los miembros de la Confederación Germánica, la garantía de la independencia y de la neutralidad de Suiza, o su condena de la esclavitud. Además, no se mostraron insensibles ante los cambios que se habían producido desde el comienzo de la Revolución francesa, y los acuerdos a los que se llegó en Alemania y en Italia eran buena prueba de ello. Si no aplicaron el principio de nacionalidad en estos dos territorios fue por el temor a que se produjera el caos. El balance final de aquel importante encuentro no es despreciable: se logró verdaderamente un equilibrio europeo y se consiguió contentar a todos sin que se produjeran grandes agravios. Y ante todo, Viena tuvo el mérito de proporcionar a Europa casi medio siglo de relativa paz, que era en realidad lo que toda Europa deseaba en 1815.Sin embargo, cuando aún no se habían ultimado todos los detalles de las firmas de los acuerdos, llegaron noticias a Viena de que Napoleón se había escapado de su exilio de la isla de Elba y había desembarcado en Francia. En efecto, el 1 de marzo había llegado a las costas mediterráneas dispuesto a desplazar a Luis XVIII, uno de los hermanos menores de Luis XVI, a quienes las potencias habían colocado en el trono de Francia. Así daban comienzo los Cien Días, que eran el último estertor de Napoleón por recuperar el poder. Durante su recorrido hacia París, pudo comprobar cómo su reputación y su popularidad todavía permanecían intactas en muchas de las regiones por donde atravesó y, además, el revanchismo y el Terror Blanco que habían impuesto los realistas con el restablecimiento de los Borbones contribuyeron a levantar algunos entusiasmos por este retorno. El mariscal Ney, uno de sus antiguos hombres de confianza, se le unió en Auxerre cuando había sido enviado por la Monarquía para detener su avance. Napoleón consiguió entrar en París el 20 de marzo, pero las potencias, que ya habían dirimido sus diferencias en Viena, se pusieron de acuerdo para reunir un ejército con la aportación de 180.000 hombres cada una, que al mando de Wellington dispuso a acabar definitivamente con la amenaza del corso. Napoleón no pudo contar con más de 150.000 soldados, lo que lo situaba en franca inferioridad con respecto a los aliados. Sólo las tropas napolitanas de Murat le dieron su apoyo desde Italia, pero no pudieron mantenerlo durante mucho tiempo, pues fueron derrotadas por los austriacos en los primeros días de mayo. Su mayor peligro estaba situado en Bélgica, donde se hallaba el grueso de las fuerzas de los aliados. Allí se dirigió Napoleón el 12 de junio y cuatro días más tarde obtuvo en Ligny un triunfo táctico ante las tropas prusianas del general Blücher. No obstante, el 18 de ese mismo mes, en las alturas de Waterloo, a pocos kilómetros al sur de Bruselas, el ejército aliado encabezado por Wellington consiguió vencer a Napoleón en una batalla que ha quedado para la Historia como símbolo de la derrota sin paliativos.El 22 de junio Napoleón abdicaba por segunda vez y el 15 de julio se entregaba al comandante del navío inglés Bellerophon en el puerto de Rochefort, escapando así a una segura ejecución por parte de las tropas prusianas que lo perseguían a muerte. En octubre fue conducido por los británicos a un nuevo exilio, esta vez más seguro, en la isla de Santa Elena, en al Atlántico sur. Allí, como afirma su biógrafo Lefèbvre, "mediante un último destello de su genio, y no el menor, olvidó, al dictar sus Memorias, todo lo que de personal tuvo su política para quedarse únicamente como el jefe de la Revolución armada, liberadora del hombre y de las naciones, que por sus manos, había rendido su espada".Luis XVIII fue repuesto en el trono, en lo que se llamó la Segunda Restauración, pero en esta ocasión iba a reinar sobre un reino más reducido. La Segunda Paz de París, firmada el 20 de noviembre de 1815, privaba a Francia de una serie de posiciones estratégicas en el norte y en el este y reducía su población en casi 500.000 habitantes. Además, ahora tenía que pagar una indemnización de 700.000.000 de francos y aceptar un ejército de ocupación durante tres años al menos. Francia se veía así humillada y aislada, a pesar de los esfuerzos de Talleyrand en Viena por mantenerla entre las grandes potencias europeas.Al mismo tiempo que se firmaba el tratado de París de 1815, las cuatro potencias aliadas -Austria, Rusia, Prusia y Gran Bretaña- firmaban otro tratado que perpetuaba la Cuádruple Alianza y se comprometían a convocar en el futuro otros congresos diplomáticos para el mantenimiento de la paz y del statu quo que se había conseguido en Chaumont, Viena y París. El zar Alejandro fue todavía más lejos y, dando rienda suelta a su inspiración personal, quiso que los grandes principios de paz, clemencia y buena voluntad recíproca que debían constituir los fundamentos espirituales para la conservación tanto de la sociedad moderna como de las fronteras y de los gobiernos, fueran suscritos por todos los soberanos europeos. Así pues, indujo al rey de Prusia y al emperador austriaco a formar con él la Santa Alianza, mediante la cual, como rezaba el texto firmado el 26 de septiembre de 1815, los tres soberanos "Declaran solemnemente que el acta presente no tiene más objeto que el de manifestar frente al Universo su determinación inquebrantable de no tomar como regla de conducta, tanto en la administración de sus Estados respectivos como en sus relaciones políticas con todos los demás gobiernos, más que los preceptos de esta religión santa, preceptos de justicia, de caridad y de paz, que lejos de ser únicamente aplicables a la vida privada, deben por el contrario influir directamente en las resoluciones de los príncipes, y guiar todos sus pasos como único medio de consolidar las instituciones humanas y de remediar sus imperfecciones".La Santa Alianza ha sido considerada a veces por la historiografía como un instrumento maléfico para poner en práctica una política fanáticamente reaccionaria, dispuesta a mantener a toda costa los principios del Antiguo Régimen. Pero en realidad, como ha puesto claramente de manifiesto G. Bertier de Sauvigny, el documento fue firmado por Austria y Prusia únicamente por razones de cortesía y la Santa Alianza nunca funcionó como instrumento operativo porque, sencillamente, nadie se lo tomó en serio. Es más, el nombre de la Santa Alianza no apareció en ningún documento diplomático, por lo que habría que concluir con Friedrich von Gentz, el íntimo colaborador de Metternich, que se quedó en una "nullité politique".La Santa Alianza no funcionó porque apelaba a la antigua noción de la unidad de la Cristiandad que, a su vez, presuponía la existencia de una comunidad de Estados basados en unos principios idénticos y organizados como monarquías legitimistas. En cambio, la Cuádruple Alianza se basaba en el establecimiento de un equilibrio de poder entre los Estados, asumiendo las rivalidades que pudiesen existir entre ellos independientemente de sus respectivos sistemas de gobierno. Su propósito de que las grandes potencias se reunieran periódicamente en congresos para controlar ese equilibrio de poderes y resolver las posibles disputas entre ellos, resultaba más viable. Eso explica que Gran Bretaña firmase el tratado de la Cuádruple Alianza y no el de la Santa Alianza. El sistema de Congresos de 1815 pudo proporcionar a las naciones europeas un mecanismo realista y eficaz para seguir y controlar los cambios pacíficos mediante las consultas periódicas entre las grandes potencias. Su desgracia fue que se convirtió en un instrumento en las manos de Metternich, el cual con propósitos claramente conservadores, trató de utilizarlo para impedir los cambios en una época en la que éstos pugnaban con gran ímpetu para imponerse a las fuerzas conservadoras.

ORIGENES DE LA CLASE OBRERA



Las transformaciones provocadas por la economía capitalista acarrearon también cambios sociales en los que se pusieron de manifiesto grandes desigualdades en el disfrute de las nuevas riquezas. La constatación de esa realidad produjo un aumento de las reflexiones teóricas en torno a la manera de resolver esas desigualdades (teoría socialista), a la vez que se dieron los primeros pasos para la defensa efectiva de los intereses de las clases trabajadoras (movimiento obrero). Ambos fenómenos se originan por separado, aunque terminarían por complementarse en los años finales de siglo. La reacción de las clases trabajadoras, sin embargo, no esperó a la asimilación de los planteamientos teóricos del socialismo, sino que se tradujo en las formas más elementales de resistencia a las condiciones de miseria que generaba la economía capitalista. A reacciones primitivas, como la ruptura de máquinas (luddismo), sucedieron los intentos de organizar asociaciones obreras, que eran rechazadas por los políticos liberales como atentatorias al principio básico de la libertad individual. El asociacionismo obrero era interpretado como una actividad criminal y, a medida que crecían las reivindicaciones de los proletarios, las clases trabajadoras pasaron a ser vistas como clases amenazadoras, de acuerdo con el sugerente título del libro de L. Chevalier. En ese sentido, la revolución de 1848 marca el momento a partir del cual se rompió la armonía social que hasta entonces había existido entre la burguesía urbana y las clases populares de artesanos y obreros industriales.La libertad de asociación había sido reconocida en el Reino Unido en 1825 (abolición de las Combination Laws) y, tras una primera época en la que los sindicatos agrupaban a trabajadores de un mismo oficio, se produjeron diferentes intentos de organizar asociaciones de carácter general. La National Association for the Protection of Labour data de 1831 y pretendió contar con cien mil afiliados. Robert Owen, como ya se ha señalado, también consiguió la organización de un sindicato de carácter general (Grand National Consolidated Trade Union) en 1834. A través de él se reivindicó la jornada de ocho horas, pero la participación del sindicato en la huelga de 1835 se saldó con un rotundo fracaso que llevó a su desaparición.Pocos años después la Working Men Association, fundada por Lovett en 1836, incorporó reivindicaciones políticas que se incluyeron en las demandas de la Carta del Pueblo, redactada en 1838 y presentada al Parlamento en 1839. Las reivindicaciones del cartismo, que deben ser puestas en relación con otras demandas políticas, como las de la Liga para la abolición de las leyes que protegían el cereal británico de las importaciones, o los debates en torno a la ley de Pobres de 1834, no eran estrictamente obreras y, en su vertiente política, venían a coincidir con las pretensiones del radicalismo. Esto explica que, después del segundo fracaso del movimiento cartista en 1842, se volviera a afirmar una línea netamente sindicalista en el movimiento obrero británico. En 1851 se fundó la Amalgamated Society of Engineers para los obreros especializados en trabajos mecánicos, con lo que se inició el nuevo modelo de sindicalismo. De los 12.000 adheridos que tuvo inicialmente, pasó a 35.000 a la altura de 1870, y a más de 70.000 hacia finales de siglo. La iniciativa se generalizaría en los años siguientes (1853, Asociación de los Hiladores de Algodón; 1858, Asociación Nacional de Mineros). En 1864 se reuniría la primera conferencia nacional de delegados sindicales y, en 1869, el segundo congreso de los sindicatos, celebrado en Birmingham, reunió a 40 delegados que representaban a 250.000 trabajadores.El movimiento obrero francés tardaría más en organizarse porque existía una tradición restrictiva en cuanto a la libertad de asociación (la ley Le Chapelier, de 1791, había prohibido las asociaciones de obreros para salvaguardar los derechos individuales) y por el relativo retraso de su proceso de industrialización francés. Las sociedades de socorros mutuos, que se hicieron más numerosas durante los años de la Restauración, se convirtieron en sociedades de resistencia durante la Monarquía de julio y estuvieron detrás de muchos de los movimientos huelguísticos de aquellos años. La sublevación de los trabajadores de la seda de Lyon (canuts), en noviembre de 1831, es la primera gran insurrección obrera en la vida francesa contemporánea y marca el inicio de una aproximación entre obreros y republicanos que perduraría hasta los acontecimientos revolucionarios de 1848.El encumbramiento de Luis Napoleón, desde finales de 1848, pudo parecer una ventaja para los intereses de las clases trabajadoras, ya que el futuro emperador se había presentado con un vago programa social y se jactaba de tener un buen entendimiento con las clases trabajadoras. Sus primeras medidas, sin embargo, no pasaron de ser de tono paternalista, y estuvieron encaminadas a facilitar préstamos y nuevas viviendas para los trabajadores.La situación no se modificó sensiblemente hasta la concesión del derecho de huelga, en mayo de 1864, cuando el régimen imperial francés trataba de abrirse hacia nuevos aliados. En la misma línea, Napoleón favoreció los contactos de las organizaciones obreras con las de otros países, especialmente las británicas, lo que habría de tener una profunda repercusión en el futuro del movimiento obrero.El movimiento obrero alemán fue aún más tardío que el francés y no empezó a madurar hasta las vísperas de las revoluciones de 1848, año en el que se celebra el primer Congreso Obrero. El progreso económico de los años sesenta, junto con el desarrollo teórico del socialismo, provocan un fuerte debate ideológico en el seno de los sindicatos, que permite identificar tres grandes corrientes. Por una parte, las Sociedades de Educación de los Obreros, próximas a la burguesía liberal prusiana, pero de escasa capacidad resolutoria en relación con los problemas estrictamente laborales. En segundo lugar, la Asociación General de los Trabajadores Alemanes, fundada por F. Lassalle en 1863, que reclamaba un Estado democrático fuerte y con una ambiciosa política social. Y, en tercer lugar, los sectores marxistas (August Bebel y Wilhelm Liebknecht) del Partido Social Demócrata de los Trabajadores, fundado en 1869. La conexión entre estas dos últimas tendencias resultó difícil (Congreso de Gotha, 1875) y Marx no ocultó las reservas que le merecía el programa


RECURSOS INTERACTIVOS PARA LAS CLASES


La Vexilología.

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A partir de la segunda mitad del siglo XX se desarrolló la vexilología, disciplina auxiliar de la historia que estudia las banderas. Antes de su surgimiento como tal, formaba parte de la heráldica. A través del estudio de las banderas podemos entender qué simbolizan los diferentes colores y demás elementos de las mismas.De esta manera, sabemos que gran mayoría de los países de Africa - Ghana, Guinea, Etiopía, Senegal, Mali, entre muchos otros - tienen en sus banderas los colores rojo, amarillo, negro y verde. El rojo simboliza la sangre, el verde la libertad y riquezas naturales, el amarillo riquezas minerales y el negro, plasmado en muchos casos como una estrella, representa la libertad del continente.Entre las banderas de los países árabes, el verde es un color común que representa a la religión del Islam. También son comunes la media luna creciente - que simboliza el progreso - y la estrella - luz y conocimiento.En la bandera de México se hacen presentes tres elementos propios de los desiertos de ese país. Entre los colores verde, blanco y rojo - esperanza, unidad y sangre de héroes respectivamente - encontramos el escudo nacional. En el mismo se puede observar, sobre un cáctus nopal, un águila devorando una serpiente.La colaboración entre países para liberar a otro del yugo europeo se hace presente en la bandera de Perú. El general San Martín propuso tomar los colores rojo y blanco de las banderas chilena y argentina, respectivamente. Esto se debió a que tropas de las dos naciones integraban el ejército libertador de Perú.Todas las banderas de los países escandinavos tienen el mismo diseño. Salvo la diferenciación de color, Noruega, Suecia, Dinamarca, Islandia y Finlandia tienen en su bandera a la cruz de San Olaf, representante de la llegada de la cristiandad a esas tierras.La bandera del Reino Unido de Gran Bretaña, representa los santos patronos de tres de las cuatro patrias que integran a dicho reino. Si observamos con detenimiento podemos encontrar la cruz roja con fondo blanco de San Jorge, (Inglaterra) en el centro. En forma de equis blanca con fondo azul se encuentra la cruz de San Andrés (Escocia). Y dentro de esta, de color rojo sobre fondo blanco, está la cruz de San Patricio (Irlanda del Norte).Ideologías políticas y religiosas? La mayor insignia de Vietnam posee una estrella amarilla de cinco puntas sobre fondo rojo, símbolo del socialismo. Y la bandera de Irlanda representa las diferencias religiosas de sus habitantes a través del naranja (protestantes) y verde (católicos). El blanco del medio es la futura unión entre estos dos grupos.Es conocido que la forma de casi todas las banderas es rectangular. Sin embargo las banderas de Suiza y del Vaticano, son cuadradas. Y la de Nepal, acaso la más original de todas, tiene en su forma dos triángulos rectángulos.Pese a que este artículo se centró en las banderas nacionales de algunos países, la vexilología abarca también el estudio de los estandartes utilizados en guerras y en actividades náuticas.Fuentes: Wikipedia - Flags of the World (sitio en inglés).

27/12/07

El bombardeo a Plaza de Mayo



“Mártires y Verdugos”, Editorial Revelación, 3ra. Edición, Buenos Aires, octubre de 1972, páginas 24 y 25.
[...] La oligarquía ambiciona el regreso al poder total, la restauración de su régimen y la anulación del proceso revolucionario iniciado en 1943. Conoce los obstáculos porque los ha palpado y reiteradamente se ha roto las narices contra ellos. Son el pueblo politizado, presente, activo; y el ejército, colocado en su exacta ubicación nacional. Al primero planea anestesiarlo mediante el terror; al segundo desarticularlo y reestructurarlo en milicia partidaria a sus órdenes.
La primera y potente inyección de anestesia la recibe el pueblo el 16 de junio de 1955. Ese día sucede en Buenos Aires algo espantoso y absolutamente inconcebible: una formación de aviones navales bombardea Plaza de Mayo. El pretexto es matar a Perón, a quien suponen en la Casa de Gobierno, para lo cual se bombardea la plaza, se ametralla la Avenida de Mayo, y hasta hay un avión que regresa de su fuga para lanzar una bomba olvidada. Cientos de cadáveres quedan sembrados en la plaza histórica y sus adyacencias, unos pertenecientes a civiles que habían acudido en apoyo al gobierno, y otros de anónimos transeúntes. Es el primer castigo, la primer dosis de castigo administrada al pueblo. Es el fusilamiento aéreo, múltiple, bárbaro, anónimo, antecesor de los que luego realizarían en tierra firme con nombres y apellidos [se refiere a la masacre de José León Suárez en la represión del levantamiento cívico-militar del 9 de junio de 1956, a los mártires y verdugos que le dan título al libro]. Entre este grupo de aviadores [entre los que estaba el capitán Cacciatore, que después del 76 cobraría fama y fortuna como intendente porteño] que mata desde el aire a una multitud, y los agentes de la Policía de la Provincia de Buenos Aires que “fusilan” a un núcleo de civiles en un basural, tirándoles a quemarropas sin previo aviso, solamente existe una diferencia de ubicación.
Este episodio criminal, este acto terrorista comparable al cañoneo de Alejandría y de ciudades persas efectuados por la flota inglesa, también con propósitos de escarmiento, no tiene antecedentes en la historia de los golpes de estado. Porque hasta en la lucha entre naciones está proscripto el ataque a ciudades indefensas, y porque la guerra aérea, con el bombardeo a poblaciones civiles, ha sido una tremenda calamidad traída como novedad por la última guerra mundial, que ha merecido el repudio unánime universal.
Nuestro pueblo, que estuvo alejado del escenario de esa guerra, que jamás pudo con su imaginación reproducir la imagen aproximada de un bombardeo aéreo, experimenta ese horror -el horror del siglo- en carne propia, por gestión de su propia aviación. Y esa aviación que nunca había tenido que bombardear a nadie, que no sabía lo que era un bombardeo real, hace su bautismo de guerra con su propio pueblo, en su propia ciudad capital. El 16 de junio de 1955, sufrimos los argentinos nuestro Pearl Harbour interno, donde la víctima es el pueblo y el agresor la oligarquía [...].
Salvador Ferla



Los secretos del día más sangriento del siglo XXMaría Seoane.
mseoane@clarin.com
Fue el día más sangriento de la historia argentina contemporánea: el destello mortal de una crisis política y económica que estallaba descarnadamente, pero que se incubaba desde lejos, por lo menos en sus aristas más trágicas desde abril de 1955. Perón había decidido, a pesar de la crisis económica, mantener a raja tabla el porcentaje más alto de distribución del ingreso en toda la historia latinoamericana: hacia mediados de 1955, la participación de los trabajadores en el PBI era cercana al 53 por ciento. Pero en el Estado circulaba una pertinaz corrupción, un poder cada vez mayor de la CGT que presionaba sobre los empresarios y el Estado, una persecusión fiera a la oposición. En el frente militar, Perón lograba hacia abril de 1955 mantener la hegemonía, no sin fracturas en Ejército y Aeronáutica pero el 90 por ciento de la Marina era católica y antiperonista.
La preparación del golpe cívico-militar se puso en marcha ese abril por el creciente enfrentamiento de Perón con la Iglesia. Las razones de fondo eran económicas, pero las de superficie fueron políticas: Perón era un tirano y no era posible derrocarlo en las urnas. El 14 de abril se suspendió en todas las escuelas la enseñanza obligatoria de religión y moral. El 20 de mayo se suprimió por ley la exención de impuestos a los templos y organizaciones religiosas y se llamó a una Constituyente para separar a la Iglesia del Estado. Los católicos de todo el país se pusieron en pie de guerra. Y los militares y civiles opositores, también.
Del expediente 26.237/55, causa "Aníbal Olivieri y otros sobre rebelión militar" archivada en el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a la que Clarín tuvo acceso— 33 cuerpos y unas 6000 fojas— se desprende la siguiente historia. La conspiración que terminará con los bombardeos en Plaza de Mayo comenzó a principios de 1955, pero recrudeció en abril de ese año. El capitán de Aeronáutica Julio César Cáceres en su testimonio (fojas 842) admitirá que el capitán de Fragata Francisco Manrique era el encargado de reclutar para la rebelión entre los marinos. Que se reunían en una quinta en Bella Vista, propiedad de un tal Laramuglia, no sólo Manrique, sino también Antonio Rivolta del Estado Mayor General Naval; el contraalmirante Samuel Toranzo Calderón, jefe del Estado Mayor de la Infantería de Marina y los jefes de la aviación naval en la base de Punta Indio, los capitanes de fragata Néstor Noriega y Jorge Bassi, así como el jefe del Batallón de Infantería de Marina B4 de Dársena Norte, capitán de navío Juan Carlos Argerich. El jefe de los marinos sería Toranzo Calderón. Los civiles, por su parte, sabían que sin contacto con el Ejército cualquier sublevación fracasaría. Uno de los líderes del nacionalismo católico, Luis María de Pablo Pardo, un hombre pequeño y miope, según las crónicas del momento, fue el enlace de Calderón con el comandante del III Cuerpo con sede en Paraná, el general León Bengoa, que está "con el movimiento". Pardo también hace de enlace con los capitanes de la Base de Morón de la Fuerza Aérea y el comandante de Aviación Agustín de la Vega.
Según la causa, al tanto de la rebelión estaban el ministro de Marina, contraalmirante Aníbal Olivieri, el vicealmirante Benjamín Gargiulo, y los tenientes primero de navío Emilio Eduardo Massera, secretario de Olivieri, y sus ayudantes Horacio Mayorga y Oscar Antonio Montes, entre otros. También, los generales Pedro Eugenio Aramburu y Bengoa. Desde los civiles, con Pardo conspiraban en un mismo bando radicales como Miguel Angel Zabala Ortiz, conservadores que respondían a Adolfo Vicchi, y socialistas de Américo Ghioldi, entre otros. ¿Cuál era el plan de la sublevación si lograban matar a Perón y alzarse con el poder? Según el testimonio del aviador Cáceres: "Se planeaba armar una junta de gobierno en manos militares, con ministros civiles como Vicchi y Ghioldi y Zabala Ortiz. Y que luego de consolidado el país se llamaría a elecciones". Un plan que se repetiría en cada golpe militar del siglo.
Mientras esto ocurría en las sombras, en esa semana de abril de 1955, el gobierno propuso pasar el día de la Bandera al 18 de octubre. Fue, para los nacionalistas, un nuevo agravio. El momento de acelerar el golpe ocurrió luego de la manifestación de Corpus Christi que puso en la calle a unos 200 mil católicos opositores al gobierno. La manifestación fue prohibida por el ministro del Interior Angel Borlenghi. Esto enfureció más a los católicos. El gobierno detectó la conspiración esa semana. Creyó ver en dos religiosos como monseñor Manuel Tato y Ramón Novoa los vínculos entre militares y civiles golpistas, que a esas alturas eran muy numerosos. Borlenghi decidió su arresto y expulsión a Roma. Los líderes de la rebelión supieron que el 16 serían detenidos igualmente. Deciden, entonces, que bajo el pretexto de un "desagravio a la bandera" una flota de aviones sobrevuele la Catedral metropolitana. Era la señal para el ataque contra Plaza de Mayo. Toranzo da la orden sin saber que llegaba una comunicación de Roma: Perón había sido excomulgado por el Vaticano.
Las crónicas abundan en detalles de aquel ataque sangriento que comienza con la descarga de dos bombas por parte de Noriega a las 12.40 y se sucede en tres oleadas hasta las 17.45. Muchos aviones llevaban inscripta esta sigla: "Cristo Vence". Perón era, a esa altura, el anticristo. Pero el movimiento fracasó: Perón logró fugar a los subsuelos del edificio sede del Ejército, hoy Libertador, reunido con los ministros de Guerra, Flanklin Lucero, el almirante fiel Ramón Brunet, el jefe de la Aeronáutica, brigadier Juan Ignacio San Martín y el general Arnaudo Sosa Molina y Juan José Valle, que negociaron la rendición de los marinos atrincherados en el Ministerio de Marina, luego de numerosos tiroteos, de la avalancha de camiones de la CGT con obreros armados con palos y cuchillos, de la columna de motorizados que acompañó el asalto final al edificio de la Marina. Unos 90 aviadores— entre los cuales estaba el teniente de navío Carlos Alberto Massera, hermano de Eduardo Emilio— y Zabala Ortiz parten a Uruguay, donde son asilados por el gobierno de Luis Batlle. El ministro de Marina Olivieri, Toranzo Calderón y Gargiulo se habían entregado a los generales Sosa Molina y a Valle. Sosa Molina, en fojas 417 a 436, cuenta la rendición de los sublevados al tribunal:
"—Sosa Molina (a Olivieri): Traigo un mensaje del señor Presidente. No desea más derramamiento de sangre. La causa, está perdida. Todo el país permanece leal al Presidente.
—Toranzo Calderón: No es verdad. Esto es solamente el comienzo. En el resto del país hay fuerzas comprometidas, como Bengoa."
Sosa Molina pidió que suspendieran los bombardeos. Toranzo dijo que eso no dependía de él. Pero se reunieron con Olivieri y Gargiulo para ver las condiciones de la rendición. Exigieron la renuncia de Borlenghi y que la "turba", como definieron, se fuera a su casa. Perón cumplirá con el pedido. Pero esa misma noche —mientras se saqueaban e incendiaban iglesias (ver La quema...)— Perón hizo un discurso pacificador, pero firmó el decreto 9407: el Consejo Supremo de las Fuezas Armadas, presidido por el general de división Juan Eriberto Molinuevo debía juzgar y procesar a 150 militares.
A las 23 del 16 de junio se reunió el Consejo Supremo. El tribunal comenzó a sesionar el 17. Olivieri nombró al vicealmirante Isaac Rojas como defensor. Toranzo Calderón, al contraalmirante Teodoro Hartung. Ese mismo día fueron indagados Eduardo Massera, Mayorga y Montes (fojas 142 a 174). Al día siguiente, Toranzo Calderón y Olivieri. Entre los testimonios más significativos se encuentran también los de los leales Brunet, Sosa Molina y Valle. El testimonio de Massera, un oficial de 29 años, revela quizá mejor que ninguno la mendacidad de los conjurados. Massera se transformó en la pieza clave de enlace con la ESMA, para el asalto de la infantería de marina de Dársena Norte a cargo de Argerich sobre la Casa de Gobierno. El tribunal no le creerá una palabra. (Ver Teniente Cero).
El testimonio de Toranzo Calderón fue del mismo tono (fojas 339 a 357). Admitió sin embargo su responsabilidad parcialmente. "Pensé que estaba defendiendo la libertad de mi patria donde había muchos comprometidos", dijo. Pero se negó a dar nombres. Y culpó del bombardeo a Plaza de Mayo a Gargiulo. Pero Gargiulo ya estaba muerto, como le informó Rojas a Calderón en medio del interrogatorio, para que culpara a un muerto. El jefe del EMGM se había suicidado esa madrugada en su oficina del edificio Libertador, donde permanecía detenido e incomunicado como los otros jefes de la rebelión. La declaración de Olivieri es, tal vez, la más profunda y comprometida porque expresa la mentalidad de la rebelión. Explicó por qué había dejado de ser peronista: "Me hice peronista cuando creí ver que ese movimiento se construía sobre las bases de Dios, Patria y Hogar pero se desvirtuó". Luego dijo: "Mi lealtad al presidente fue superada por un estado de ánimo de lealtad a mi patria, a mi bandera, a mi Dios". En agosto fueron condenados a destitución e inhabilitación y prisión los cabecillas de la rebelión. Ningún civil fue condenado. El golpe contra Perón en setiembre de 1955 modificó esos destinos. Rojas, desde la Flota de Mar amenazó con bombardear el puerto de Buenos Aires si Perón no renunciaba. La Revolución Libertadora dio a Hartung el cargo de Ministro de Marina hasta 1958. Aramburu fue el Presidente desde noviembre de 1955. Toranzo Calderón, embajador en España; Olivieri, ante la ONU. Vicchi, embajador en EE.UU.. Montes fue Canciller de Videla. Massera, su jefe y numen de la dictadura de 1976.
El bombardeo a Plaza de Mayo, ahora lo sabemos, inauguró las décadas más violentas de la historia argentina.