27/1/09

“La historia suele ser falsificada”

Ramón Torres Molina, militante histórico del peronismo y su batalla contra la amnesia social.
El presidente del Archivo Nacional de la Memoria revisa su gestión.
Por Marcelo DuhaldePeriodista

La oficina de Ramón Torres Molina está en lo que fue la Escuela de Guerra Naval, a metros de donde funcionó el centro clandestino de detención de la Esma. Extraño sitio de trabajo para este ex preso político y abogado de 58 años que en la actualidad preside el Archivo nacional de la Memoria. Ahora, reflexiona ante Miradas al Sur sobre la naturaleza de su gestión: denunciar la represión estatal y reivindicar las luchas populares a lo largo de la historia del país a través de la recopilación y exposición de documentos y archivos referentes a las dictaduras que se fueron sucediendo.–¿Qué fue y para qué se creó la Esma?–Fue creada en la década del ’20 por una donación municipal con la finalidad de establecer centros de educación. Así nació la Esma, que tenía por finalidad instruir a suboficiales. También funcionó la Escuela Superior de Guerra Naval para oficiales de alta graduación.

–¿Que papel jugó la Esma desde entonces en la política nacional?

–Al realizarse el golpe de Estado del 4 de junio de 1943 aquí se produjo un tiroteo contra las fuerzas del Ejército que avanzaban por la avenida Libertador a tomar la casa de Gobierno. Posteriormente, el 17 de noviembre de 1972 se produce una sublevación de oficiales y suboficiales. Fue en el mismo día de la vuelta de Perón a la Argentina. Apoyando su regreso, capturaron armas para intentar entregárselas a la población. Por este hecho fueron sometidos a un consejo de guerra aproximadamente 56 integrantes de la Armada, oficiales, suboficiales y conscriptos. Y fueron mantenidos en prisión hasta la amnistía del año 1973. Fue una paradoja, desde luego que los altos mandos de la Armada habían querido, en 1972, formar un grupo de tareas con funciones clandestinas, como el que existiría a partir de 1976.

–¿Cómo fue que la Esma se convirtió en un lugar emblemático de la represión?

–En parte, porque está situado en el centro de Buenos Aires y después de Campo de Mayo fue el centro ilegal por el que mayor número de personas pasó. Hay más sobrevivientes de la Escuela de Mecánica de la Armada que de Campo de Mayo por lo que tenemos mayores conocimientos sobre lo que ocurrió allí. Con las acciones de los grupos de tareas, se manifestó la disputa de poder que existía entre las distintas armas. Recordemos los antecedentes históricos. La Marina de Guerra, así se llamaba en ese momento, tuvo un rol protagónico en los hechos de 1955 cuando se derrocó a Perón, desempeñando un papel político fundamental a partir de esa fecha. Sin embargo, en las luchas entre azules y colorados de los años 62 y 63 la Armada pierde poder por las derrotas que sufre en esos enfrentamientos. Entonces hay un intento permanente de ellos por recuperarlo. poder político. Los fusilamientos de Trelew, el 22 de agosto de 1972, forman parte de este intento por recuperar protagonismo. Y se acentúan a partir de 1976, a través de la Esma. –¿Cómo fue recuperado para la memoria luego de que en la época de Menem hasta se quiso demoler sus instalaciones?

–En primer lugar, hubo una medida de no innovar propugnada por los organismos de derechos humanos, ya que era un elemento de prueba con relación a los hechos que se habían producido en el país. Se preservaba un lugar en el que se habían cometido delitos de lesa humanidad, aun cuando estaban cerradas las vías para acciones judiciales como consecuencia de la vigencia de las leyes de punto final, obediencia debida y decretos de indulto. En esa época se reivindicaba el derecho a la verdad y además era un centro donde habían nacido niños apropiados, a los que se les había sustituido la identidad. Con esos argumentos, se impidió la demolición de estos edificios. Luego, la acción del presidente Kirchner con relación a la reivindicación de la memoria, la verdad y la justicia y el impulso a una política de derechos humanos con la reapertura de los juicios, le otorga otro sentido y otro significado al lugar. Es así como se resuelve el desalojo de la Armada. –¿Cuál es el sentido de crear un espacio para la memoria en este lugar? –Forma parte de la reivindicación de la memoria histórica, que es un enfoque que efectúan distintos sectores sociales, organismos no gubernamentales, organizaciones de derechos humanos, tendientes a reivindicar las luchas populares de distintas épocas y además, esclarecer la represión que se desarrolló en nuestro país. Si hacemos un análisis histórico tradicional, esas cuestiones han sido obra de historiadores aislados y eso provocó que durante más de cien años en nuestro país existiese una falsificación de la historia donde por ejemplo a un genocidio se lo llama Campaña del Desierto. Donde a personas que entregaron el patrimonio nacional se le levantan monumentos. Donde personas que tuvieron políticas genocidas, propugnando el exterminio de sectores de la población aborigen o criolla, como Sarmiento o Mitre, tengan lugares que los recuerdan o calles o también monumentos históricos. Esa investigación fue tarea de historiadores individuales y el esclarecimiento de esos hechos fue la labor de la historiografía tradicional. En cambio, la reivindicación de la memoria histórica la hacen sectores sociales en forma mucho más inmediata con los hechos que se produjeron. El análisis de esos hechos ha impedido que aquellos que participaron en delitos de lesa humanidad fueran consagrados como próceres. Hoy no hay ninguna calle que recuerde a los genocidas de la última dictadura.

–¿Cuál es la tarea desarrollada del Archivo Nacional de la Memoria?

–Su función es la de preservar los fondos documentales que tenía en ese momento la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación: la Conadep que dio base al Archivo Nacional de la Memoria como resultado de la primera comisión de la verdad que funcionó en el mundo. Cuenta también con el fondo documental elaborado por la Secretaría de Derechos Humanos desde el año ’84 y de material digitalizado, constituido por juicios que se han sustanciado y se sustancian por delitos de lesa humanidad. El ámbito de investigación o competencia del Archivo está referido a la represión estatal, o sea que no tiene límites cronológicos en el tiempo, puede investigar e incorporar materiales referidos a cualquier etapa que se vivió en nuestro país. Hay un grupo de investigadores que está en la búsqueda de documentación y análisis de otros temas no considerados o no existentes en el fondo documental. La tarea futura es la incorporación de fondos documentales que hace a otra etapa del proceso histórico de nuestro país. El Archivo Nacional de la Memoria es activo porque está brindando información a los juicios que se están desarrollando por delitos de lesa humanidad, al Ministerio de Defensa, para los ascensos del personal militar, de las fuerzas de seguridad, a las provincias que lo solicitan en lo que hace al ascenso de su personal o en los ámbitos de seguridad privada donde se analiza si las personas tienen o no antecedentes en este archivo. Esta es la importancia de un archivo especializado a diferencia de un archivo histórico tradicional.

–¿Qué información se puede obtener del archivo? ¿Cómo se accede?

–En el día de hoy, no toda la información está abierta al público. Se está por presentar un proyecto de ley para revertir eso. Por ejemplo, contamos con los boletines reservados de las Fuerzas Armadas. También hay distintas resoluciones que hacen que el material de la Secretaría de Derechos Humanos y relacionados con violaciones de derechos humanos sea confidencial. Nosotros se lo brindamos a los familiares, a organizaciones no gubernamentales defensoras de los derechos humanos y obviamente a la Justicia, sin ninguna restricción.

–¿Cómo está integrado, cuáles son la función y las atribuciones del Ente Nacional de la Memoria?

–Es tripartito y tiene jurisdicción sobre las 17 hectáreas que conformaron Esma. Esta integrado por la Ciudad de Buenos Aires a través del Instituto Espacio por la Memoria, por el Estado Nacional –específicamente, la representación del Estado Nacional se hace a través del Archivo Nacional de la Memoria– y un representante de organismos de derechos humanos.

–¿Cuál es el mensaje que se quiere trasmitir a la sociedad desde el Archivo Nacional de la Memoria?

–Primero, la difusión de lo que fue la represión estatal. No sólo de la última dictadura militar, sino hechos anteriores. Y por otro lado, destacar que frente a esos hechos hubo luchas populares destinadas a terminar con esa represión, con esos gobiernos dictatoriales que existieron en nuestro país. Por lo tanto, estamos hablando de reivindicar nada menos que la memoria histórica.

23/1/09

Prof. Dr. José Rodríguez de Rivera
Dpto. Ciencias Empresariales. Universidad de Alcalá
Etimología: del griego: ,upo: situar bajo algo, lo que apoya algo; en el mismo sentido del término latino de suppositio.
Primer acercamiento (quasi-intuitivo al concepto de hipótesis y su uso en las ciencias)
En la comprensión cotidiana, una hipótesis se formula como una forma de predicción en que se describe en forma más bien concreta lo que se espera sucederá si se cumplen ciertas condiciones (por ejemplo, al lanzar un experimento piloto escolar con nuevos métodos de didáctica). En las ciencias sociales de orientación empírico matemática, una hipótesis es un enunciado condionado que puede ser sometido a la comprobación empírica realizada en un contexto de medición estadística de resultados. En general, esa hipótesis o suposición se comprueba comparando dos conjuntos de características para examinar si existe o no una conexión (correlación) entre ellas. En general se manejan distintos tipos de conexión o correspondencia, como se formula en la correlación lineal, exponencial, curvilinear etc. Éstas pueden responder a su vez a la conservación de propiedades, su modificación etc. Cuando hablamos de una hipótesis de trabajo, realmente estamos pensando en DOS hipótesis: una describe la suposición observada directamente (en este lado de la “forma” marcada en toda observación) y la otra, implícita o tácitamente el otro lado de esa forma. Por ejemplo, al formular la hipótesis de que una mayor adaptación de los planes de estudio en empresariales a las necesidades de la empresa influiría positivamente en las oportunidades de colocación de los graduados universitarios, estamos prediciendo una relación entre la variable ‘adaptar planes a necesidades’ y la variable ‘recibir ofertas de trabajo’. Para formular esta hipótesis deberemos construir dos enunciados, uno en que se describe esa predicción, como se ha hecho arriba, y otro en que se describe la posible disparidad entre ese ‘adaptar’ y el ‘recibir ofertas’. Si se hace la predicción de que se dará una relación entre las variables A y B – pero sin especificar aún si se trata de relación positiva o negativa. En este caso, el único resultado posible es el de la no-relación entre A y B. La predicción que favorecemos es denominada hipótesis alternativa, y lo que queda al otro lado de la forma de observación hipotética, es llamada hipótesis cero. A veces usamos una notación como HA o H1 para representar la hipótesis buscada (alternativa), y H0 para representar el caso cero. En muchos casos se buscará precisamente comprobar que es la H0 que sí es el caso (como cuando se quiere mostrar la inocencia de un presunto culpable en farmacia en relación a una patología que aparentemente vino causada por sus productos). Cuando la predicción especifica una dirección y la hipótesis-cero no existe, es decir, que no hay otra dirección posible a tomar, se habla de una “one-tailed hypothesis. Si se estudian los efectos de un programa de desarrollo de competencias se puede postular que repercutirá en el descenso del grado de absentismo. Las dos hipótesis serían aquí:
Hipótesis cero:
HO: Como resultado del programa de desarrollo en la empresa XYZ no habrá resultados perceptibles de mejora en las capacidades del personal.
A esta hipótesis oponemos su h-alternativa:
HA: el resultado del programa en XYZ será una perceptible baja del grado de absentismo.
Cuando la predicción no especifica dirección tenemos una “two-tailed hypothesis”.
En los tests previos de un nuevo medicamento contra la depresión, las hipótesis serán:
HO: Como resultado de una dosis As a result of 300mg./día de ABC, no se advertirán diferencias perceptibles en los síntomas del enfermo.
HA: As a result of 300mg./día de ABC, se advertirá una notable diferencia en los síntomas del depresivo.
La lógica de la hipótesis se basa en estos dos principios básicos:
La formulación de dos hipótesis que se excluyen mutuamente, agotan, juntas, todo el campo de posibles resultados (principio: tertium non datur). Al comprobar la hipótesis, necesariamente, la aceptación de una implica rechazar la otra.
Reflexión epistemológica sobre la Hipótesis
En la ciencia, la hipótesis se formula en un horizonte exploratorio, para adentrarse en nuevos dominios del saber. Pero no siempre hay que seguir este camino a base de hipótesis que van construyendo como nuevos puntos de apoyo para construir el acueducto que avanza hacia nuevos saberes. En la investigación “inductiva” exploratoria puede trabarse sin formular hipótesis, pero esas exploraciones conducen normalmente a la formulación de hipótesis de trabajo o predicciones a comprobar con nuevas investigaciones empíricas. Por lo demás, un trabajo puede partir de más de una hipótesis. En la comprensión de la Filosofía Analítica, partiendo de la etimología del término, una hipótesis es una relación entre enunciados sobre la realidad: lo que se pone "debajo" (hypo) es un enunciado que explica al que se apoya en él (otro enunciado o serie de enunciados). Así, una hipótesis es un juicio o enunciado, o conjunto organizado de juicios, no conocidos con certeza como verdaderos, que es necesario emplear en operaciones de conocimiento para llegar a ciertos juicios o enunciados - constituyendo el "fundamento" de estos enunciados), como, por ejemplo, para hacer comprensible o para explicar (-> Explicación) o "conocer científicamente" un estado de cosas, un fenómeno o un "observable". Por ejemplo, la hipótesis atómica para explicar fenómenos del mundo físico. El campo semántico de la "hipótesis" abarca así términos como "fundamento", "principio", "postulado", "supuesto" etc. pero no se confunde con ellos. Para explicar determinados objetos (hechos etc.) en el contexto del trabajo científico se usan conjuntos organizados de proposiciones en que no se da una contradicción manifiesta. A estos conjuntos de proposiciones con esa función de apoyo a la actividad y operaciones encaminadas a la explicación es a lo que se denomina "hipótesis de trabajo". La "hipótesis" puede transformarse en "teoría" cuando se incrementa su grado de confirmación (p.ej. empírica, o lógico-formal). La hipótesis del átomo se convirtió así en teoría atómica. Debe notarse que no siempre será necesaria una hipótesis para explicar o comprender ciertos hechos o fenómenos (-> confirmación).
Resumen histórico de la evolución de la reflexión sobre el pensamiento hipotético Para Platón (Parménides 135 E- 136 A, Menon 87 A), la hipótesis es un supuesto del que se extraen consecuencias. Sigue ahí el procedimiento de los geómetras. Una hipótesis se distingue del axioma, pues este último se admite como verdad evidente, mientras que la hipótesis es algo que se postula. Aristóteles (Metafísica Delta 1. 1013 a 14-16) considera la hipótesis como uno de los significados de "principio" (arché), como principios de demostración. También, aunque menos generalmente, la considera como afirmación de algo de lo que se deducen consecuencias - distinguiéndola de la definición en que ni se afirma o niega nada, sino sólo se precisa un significado (Analítica Priora I 44, 50 a 30-33). Asimismo la distingue del postulado y del axioma, pues en la hipótesis no es necesario creer (Analítica Posteriora I, 10, 76 b 23). La hipótesis se emplea en el marco del conocimiento científico - comprendido desde Aristóteles como conocimiento orientado a la seguridad, por estar fundamentado y tener carácter general (Episteme). La hipótesis sería Doxa, opinión (contrapuesta a la episteme), es decir, conocimiento en un estado provisional antes de llegar a la seguridad de la episteme.
Newton
Hasta el pensamiento moderno (Newton) no se plantea la cuestión sobre el significado de las hipótesis. La física moderna planteó problemas teóricos que Newton formuló temáticamente (Principia: Escolio general, 2ª ed. 1713). Newton denomina hipótesis lo que no se deduce de los fenómenos, y excluye de la filosofía experimental hipótesis metafísicas y físicas, por cualidades ocultas o mecánicas. La física sólo debe admitir proposiciones particulares inferidas de fenómenos y generalizadas por inducción. Primero debería analizarse (en experimentación y observaciones que conducen a conclusiones generales generadas por inducción y sólo admitir objecciones apoyadas en experimentos) y luego pasar a la síntesis. No deberían admitirse hipótesis como enunciados asumidos sin pruebas empíricas. En su comprensión, Newton, al excluir hipótesis sobre la gravedad, comprende el término como referido a causas reales que se afirmarían sin prueba empírica.
Diferencia la hipótesis de las leyes o principios (más generales). Considera que serían inútiles si se conocieran todas las causas reales requeridas. Admite la hipótesis como "ilustración" (al explicar la luz). Rechaza las hipótesis metafísicas, no las formuladas en el dominio empírico.
KANT
Apoyándose en Newton, Kant elabora su idea de Hipótesis (Crítica de la Razón Pura). La imaginación no debería ser visionaria, sino inventiva: Una hipótesis no puede ser asunto de mera opinión (doxa), sino fundarse en la posibilidad del objeto. Ahí se trataría de una suposición verdadera, de una hipótesis admisible. En su Lógica, Kant concibe la hipótesis en términos de razonamiento: admitir una hipótesis equivale a afirmar que un juicio es verdadero cuando la verdad del antecedente (lo que pone debajo) se mantiene por el carácter adecuado de sus consecuencias. Un razonamiento hipotético sería, desde la lógica, una falacia: la falacia de afirmar el consecuente, como en enunciados : Si la luna se vuelve azul, se suicida Pedro, ahora bien, Pedro se suicida, luego la luna se ha vuelto azul. La falacia exige el modo "condicional", por tanto puede denominársela hipótesis. Si se conocieran todas las consecuencias del antecedente, el razonamiento no sería ya falacia, pero entonces el juicio condicional tampoco es hipotético. En la filosofía de los neokantianos, como H. Cohen y P. Natorp, el concepto de hipótesis se define en su sentido etimológico como presupuesto de toda tesis, como fundamento de todo pensar. En el positivismo del XIX, como en Comte, se rechaza toda hipótesis. Se la identifica con la injustificada pretensión de formular enunciados relativos a "causas verdaderas". En el entorno de los sistemas de conocimiento cuyo modelo es el de la ciencia natural, se considera que toda hipótesis se referiría a un antecedente cuya relación al consecuente sería "causal". Esas causas no pueden descubrirse nunca, y todo juicio relativo a esas causas tiene el carácter de hipotético. Para Comte - desde luego, dentro de unas ideas muy simplistas sobre la filosofía -, construir hipótesis es lo típico del pensar teológico (dioses causan todo) o del pensar metafísico (se explica todo por causas ocultas). El pensamiento científico no admite hipótesis, en lugar de especular sobre el "por qué" se limita a conocer el "cómo", no causas no observables sino relaciones, formulables en enunciados comprobables, entre fenómenos. En realidad ni sería posible hablar de una explicación causal en sentido estricto. Luego se ha seguido rechazando lo que se denominaba "especulación" pero sí se admitieron hipótesis formuladas en enunciados condicionales verificables por observación. Algunos admiten la hipótesis como explicación provisional o andamio conceptual (ayuda para construir). Ernst Mach la denomina "hipótesis de trabajo" (Arbeitshypothese) que sirve para ayudar a comprender mejor el fenómeno en estudio. Una hipótesis no es pues un enunciado directamente validable por fenómenos (no sería antecedente-hipotético) pero es dependiente del fenómeno que ayuda a comprender. Meyerson defendió el valor de la hipótesis como algo más que andamio provisional que desaparece al construirse el edificio: posee valor propio, corresponde a algo de la naturaleza. En la concepción más moderna, los problemas centrales al tratar la hipótesis se refieren a su significado o acepción, a la naturaleza de la inferencia hipotética, a los modos de verificar, contrastar o falsar hipótesis.

Sentidos actuales de "hipótesis"
En un sentido más amplio se comprende hipótesis como toda explicación de hechos, como condición o premisa de que se pueden inferir otras consecuencias. El avance de las ciencias empíricas mantiene la idea clásica de la hipótesis, pero altera la exigencia de su fundamentación: en lugar del recurso a la "razón" se recurre ahora a la experiencia sensible. El positivismo de los años 30 exigía así la verificación empírica de toda proposición no tautológica (es decir: proposiciones con carácter sintético, no analítico). De ahí se pasó incluso a formular el principio empiricista de "sentido": lo que en principio no es verificable no sólo no es algo carente de base científica, sino además es algo "sin-sentido". Luego, los mismos objetivos de las ciencias naturales mostraron la imposibilidad de mantener esta idea: se quería llegar a determinar "leyes" naturales, que en principio son "inverificables" - algo que ya había visto David
Hume. Hume mostró la falta de conclusión lógica al querer deducir desde afirmaciones verdaderas sobre el pasado otras proposiciones sobre el futuro también verdaderas. Si se dieran leyes naturales verificables, esto implicaría que dichas leyes deberían haber sido deducidas lógicamente desde proposiciones verdaderas de observación sobre el pasado, lo cual contradice a la afirmación sobre la imposibilidad de deducir de una proposición sobre el pasado otra sobre el futuro.
Popper
Por esta razón, Popper formularía su "criterio de falsabilidad": exigencia de que, en principio, toda proposición científica debe formularse de tal forma que pueda mostrarse por medios empíricos si es o no falsa. Con ello se opuso al Círculo de Viena: En primer lugar, había que hacer justicia a las exigencias lógicas que deben cumplirse en la formulación de las proposiciones científicas sobre "leyes" o regularidades (naturales, históricas etc.) que siempre se formulan en forma de "enunciados universales". Por otro lado, Popper introdujo el criterio, no como criterio para determinar el "sentido" o significado, sino como criterio para diferenciar entre lo que se debe considerar como enunciados metafísicos y enunciados científicos. La tesis de que en principio todo enunciado sobre leyes naturales es refutable o falsificable supuso un paso epistemológico para delimitar los rasgos esenciales del conocimiento "científico": Detectar una fuente de errores en la actividad investigadora humana. Es decir, la tentación de considerar como verdadero algo de suyo falso, basándose en datos anteriores - o la de rechazar algo auténtico basándose en series de datos anteriores. Una hipótesis basada estadísticamente plantea un difícil problema: puede caerse en ambos errores, el de aceptar algo como verdadero basándose en series de datos de suyo erróneos, o rechazar algo verdadero como falso basándose también en datos que inducen a error.
Quine ha sido uno de los autores más radicales al considerar el carácter hipotético de todo conocimiento. Desde Kant se ha distinguido entre: - conocimientos sintéticos a priori - verdades analíticas - certezas basadas en datos sensibles. Estos serían los tres pilares básicos del conocimiento científico. Para Kant, el conocimiento independiente de la experiencia (sintético a priori) se limitaba a las matemáticas y primeros principios del conocimiento científico de la naturaleza (Física de Newton). Para Frege y los logicistas, el conocimiento matemático era sólo una parte del conocimiento lógico-analítico (verdades analíticas). Los empiristas modernos han negado todo conocimiento sintético-apriori. Y este rechazo se apoyaría en los avances modernos. Por ejemplo, si el principio de causalidad, fuera un conocimiento a priori (como decía Kant), la física cuántica con su indeterminismo además de ser falsa, sería incluso algo teóricamente imposible. Sólo quedaría así como fuente de nuevos conocimientos la experiencia sensible. Pero el que la sensación pueda ser una base segura absolutamente es, según Quine, una mera ficción. Posteriormente a Quine, Polányi y T.S. Kuhn incluso afirman que toda observación está cargada de presunciones teóricas. (esta es la línea que defiende ahora todo el Constructivismo, a nivel metateórico, aunque ya antes a nivel de teoría del conocer se había planteado la idea bajo el influjo de la Gestalt - como en Schütz). Para Quine, estas ideas suponen un injustificado recorte del papel de la observación en la ciencia moderna. Pero, Quine tampoco admite hipótesis a confrontar de forma aislada con observaciones empíricas, sino pide se confronte todo el sistema de saberes con la realidad (---- Holismo). Quine ataca la misma dicotomía entre analítico y sintético. El concepto de "analítico" se basaría en el todavía más problemático concepto sobre el "significado" Imeaning) de un enunciado. Un concepto muy vago pues no es posible indicar regla o criterio alguno válido para dirimir la cuestión de si se da o no una "igualdad de significado" entre dos enunciados. Al etiquetar un enunciado como analítico puede incluso vacunársele contra toda revisión - y eso frenaría el mismo avance científico Si, por ejemplo, se concibe la segunda ley de Newton como mera "definición" de energía (gravitatoria), y si se toma la relación de la Relatividad entre masa y energía como mera "neo-definición" de la energía, resultaría que la teoría de Einstein sólo ha supuesto una redefinición de ciertos conceptos. Por eso, Quine no exceptúa de revisión ningún enunciado científico. Es así como llega a la idea de que ni existen pilares seguros de la ciencia. Nos encontraríamos en la situación del marino que debe recomponer su barco en altamar, sin poder llegar a un puerto (una actividad autopoiética).

Distinción de Hipótesis frente a Teoría
La teoría conserva su identidad a pesar de los cambios en las hipótesis.
En la Estadística se trabaja también con hipótesis que deben confirmarse mediante el análisis y cálculo estadístico. P.ej.: en la urna U hay un número igual de bolas blancas y negras. La estadística matemática ha elaborado tests que permiten decidir cuándo hay que rechazar tal hipótesis.
El valor – a nivel de validez lógica - de una hipótesis depende de su función en el proceso de adquisición de conocimientos: · Si ejerce la función de una explicación de hechos, por así decirlo, desde un meta-nivel superior al de dichos hechos, la hipótesis no tiene que ser ni rechazada ni confirmada por dichos hechos, está sobre ellos. · Una hipótesis puede convertirse en superflua cuando el progreso del conocimiento descubre otros apoyos o explicaciones de los hechos que la hipótesis explicaba antes. · Si tiene el carácter de condición de la que hay que sacar inferencias, se la rechazará cuando las consecuencias inferidas no son compatibles con los hechos. · En las actividades científicas en que se trata de describir hechos, no de explicarlos, las hipótesis no tienen función propia y son más bien un cuerpo extraño. Es lo que sucede en el positivismo orientado a la mera descripción de lo que "es el caso".
Hipótesis en la epistemología constructivista-social de Luhmann (Luhmann: Wissenschaft der Gesellschaft, 254 ss) Si en lugar de analizar construcciones lógicas o científicas, como conjuntos de proposiciones abstraidas de la realidad de su construcción, se observa el proceso de dicha construcción tal como acontece en el seno de una comunidad de conocimientos, el concepto de hipótesis manifiesta sus propiedades de forma quizá más clara. Entonces, el concepto de hipótesis, a pesar de las divergencias existentes entre distintas escuelas, contiene algunos rasgos admitidos generalmente como el de tratarse de un instrumento empleado en el proceso de adquisición de "nuevos" conocimientos (contrapuesto al recuerdo o al uso de lo que ya se sabía). Se pueden tomar decisiones en entorno de incertidumbre, y sólo los resultados de tales decisiones podrán mostrar que podían estar equivocadas. Eso es lo que ocurre con la construcción del concepto de "hipótesis": sólo es posible investigar o avanzar en el terreno de lo incierto, y eso no es lo falso, sino el error operativo podrá consistir en haberse adentrado de esta y no de aquella forma, es decir, en haber seleccionado tal o tal camino sin probabilidades de éxito. Pero ahí deberemos constatar que tales posibilidades sólo las percibimos a posteriori. De hecho hay ejemplos de exploraciones inicialmente consideradas como destinadas al fracaso y que consiguieron tener éxito. Como norma básica mínima, limitada a la validez hipotética de cualquier verdad, tenemos que admitir la constitución de un horizonte propio temporal. Es decir, no el del tiempo mundano, sino el del propio ritmo interno del avance en conocimientos. No se trata pues de posibles cambios en el entorno al sistema de saberes (p.ej. oscilaciones monetarias o de valores en bolsa - algo que podrá tener su relevancia para comprobar o rechazar hipótesis), sino del ritmo temporal propio que quizá pueda (o no) sincronizarse con el ritmo temporal exterior al sistema de saberes. Por eso es posible y "científico" el proceder según el cual se concede validez "hipotética" a una proposición o teoría. El que toda proposición sobre la verdad o no-verdad de algo pueda expresarse en forma "hipotética" supone que en el futuro podría valer exactamente lo contrario de lo afirmado. Pero tales posibilidades de validación o falsabilización de verdades sólo pueden darse dentro del sistema de saberes. Sería en cierto sentido terrible que la religión, o la política pudieran decidir sobre verdad o falsedad de forma superior a lo que hace un saber metódico como en la filosofía o las ciencias. En la hipótesis científica está, en cierto modo, preestructurado su fracaso. En ella debe implicarse aquello que la puede validar o falsar.
Notas
1) Cohen, H. (1902): Logik der reinen Erkenntnis. Berlin (ed. 1914).
2) Stegmüller, W. (1973): Theorienstrukturen und Theoriendynamik. Berlin, Heidelberg, New York. Stegmüller, W. (1979): The Structuralist View of Theories: A Possible Analogue of the Bourbaki-Programme in Physical Science. New York, Heidelberg, Berlin.
3) Rescher, Nicholas (1977): Methodological Pragmatism: A System-Theoretic Approach to the Theory of Knowledge. Oxford, pp. 114 ss.

Sociedad y evolución tecnológica

André Bellon
El desarrollo tecnológico contemporáneo es tan espectacular como excluyente para el común de los ciudadanos. En este sentido, vivimos una época opuesta a la de la Ilustración, cuando parecía reinar la armonía entre ciencia y sociedad. Aquellos que ante la destrucción de los cultivos transgénicos por militantes o ante las exigencias de aplicar el principio de precaución deploran la falta de vigencia del pacto republicano originado en la Revolución Francesa, olvidan que la ciudadanía ha sido gradualmente excluida de ese pacto. Durante mucho tiempo se consideró, equivocadamente, que las relaciones entre la ciencia y la sociedad eran de continuidad. En 1802, el poeta inglés William Wordsworth escribía: “Si el trabajo de los científicos logra generar una revolución material, directa o indirecta, en nuestra condición y en las impresiones que nos afectan habitualmente, ello no impedirá que el poeta siga estando tan desvelado como hoy en día (...). Se mantendrá junto al científico, aportando la sensación al corazón de los objetos de la ciencia” 1. A comienzos del siglo XIX esa percepción era legítima. Respondía, de manera optimista, al oscurantismo de los siglos precedentes, desde el suplicio de Giordano Bruno, muerto en la hoguera en Roma en 1600, hasta el juicio contra Galileo, a quien el papa Urbano VIII permitió que se condenase en 1632.Sin embargo, el análisis histórico muestra que las relaciones entre la ciencia y la sociedad, lejos de ser lineales, pasaron tanto por fases de incomprensión y de enfrentamiento como por períodos de armonía. Jean Dhombres, director del Instituto de Investigaciones sobre la Enseñanza de la Matemática (IREM) pudo escribir en febrero de 2002: “Desde hace varios siglos, en Europa la ciencia forma parte del horizonte común del hombre culto, dado que la técnica trastornó de manera radical el marco de vida desde mediados del siglo XVIII. Pero –y esto es un fenómeno reciente– la labor científica se separó de los grandes sistemas filosóficos que acompañan el desarrollo de los tiempos” 2.

Turbulencias
Las reacciones frente a la crisis de la “vaca loca”, así como ante la cuestión de los organismos genéticamente modificados (OGM) y las polémicas desatadas por el principio de precaución, caracterizan el retorno de turbulencias, de miedos y también de pretensiones. Por ejemplo, frente a acciones tales como la destrucción de plantaciones de OGM, algunos científicos e intelectuales, como Dominique Lecourt y François Ewald, denuncian una ruptura del “pacto republicano que se generó en la Revolución Francesa, y que fue reiterado bajo la Tercera República”. Ven en ello el retorno de una peligrosa concepción del ciudadano, la sostenida por la llamada “Convention montagnarde”, que –según ellos– llevó a “la destrucción de las artes y las ciencias, a la quema de libros, a la disolución de las instituciones científicas, a la eliminación de los propios científicos, como Bailly y Lavoisier”. El movimiento revolucionario de julio de 1794 (Termidor) –explican– permitió la ruptura con esa posición oscurantista, y llevó al desarrollo científico y a la creación de grandes instituciones, entre ellas la Escuela Politécnica. 3 Ese análisis se basa en una interpretación apologética de la historia, que dificulta la comprensión de las evoluciones. Al separar de manera definitiva, durante la Revolución Francesa, el bando del bien (el pos-Termidor, caracterizado por la puesta en vereda del pueblo) y el bando del mal (el pre-Termidor, marcado por los desbordes populares), esa visión oculta el papel global de la ciencia durante ese período. Contrariamente a lo que pretenden esos autores, la Escuela Politécnica, llamada originalmente Escuela Central de Obras Públicas, fue creada por una ley del 11 de marzo de 1794, es decir, en pleno período del Terror. Y nadie ignora el papel eminente que tuvo en tiempos de la “Convention montagnarde” el Comité de Sabios (implementación del sistema métrico, cálculo del arco de meridiano...). Ese organismo, apoyado en el seno del Comité de Salvación Nacional por Lazare Carnot, contaba con la participación de hombres tan eminentes como Berthollet, Lakanal, Chaptal o Monge. Durante el período del Terror, la ciencia y los científicos sufrieron como muchos la represión (es de recordar la frase tristemente célebre del presidente del tribunal revolucionario que juzgó a Lavoisier: “La República no necesita sabios”), pero también recibió un importante apoyo bajo la égida de ese Comité de Sabios. Si algunos científicos fueron ejecutados, fue por su papel político y no por sus actividades científicas: Bally en su carácter de alcalde de París; Lavoisier por ser recaudador de impuestos... Además, el “pacto republicano”, tal como se lo presenta, debería “permitir la distinción entre los hechos y sus interpretaciones, entre una verdad científica y opiniones, y la institución encargada de hacer respetar el principio de esa distinción es la Universidad” 4. Pero concebir a los medios científicos unidos en torno del polo central formado por la Universidad, la que a su vez sabría arbitrar en función del progreso, no es más que una pretensión ideal. Así fue como en 1939 se creó el grupo de matemáticos franceses conocido con el seudónimo de Nicolas Bourbaki, “para continuar la tradición francesa, según la cual la renovación intelectual debe incluir la lucha de una vanguardia contra la Universidad, incapaz de modificarse a sí misma; así como la ciencia moderna sólo entró a Francia gracias al Collège de France, directamente anti-universitario, el cálculo diferencial tuvo que pasar en el siglo XVIII por la Academia de Ciencias, que objetivamente se oponía a la Universidad” 5. A partir de los años 1980, la polémica en torno de Pierre Bourdieu y de la naturaleza del conocimiento comprometido, evidencia esas tensiones. Sin embargo, es cierto que la ciencia gozó durante mucho tiempo –y en la estela de las Luces– de una especie de reverencia que la ponía a cubierto de los sobresaltos políticos y nacionales. El 10 de marzo de 1779 Benjamin Franklin dio una directiva recomendando a los capitanes de las naves armadas estadounidenses en guerra contra Inglaterra, que trataran al capitán Cook y a su nave “con civilidad, y le garantizaran toda la benevolencia que merece en tanto que amigos comunes de la humanidad” 6. Existen muchos ejemplos de científicos que no tuvieron en cuenta los intereses políticos o que incluso se opusieron a ellos, como Robert Oppenheimer, que criticó el programa atómico estadounidense a su cargo. Por otra parte, ese punto de vista fue ampliamente teorizado. Max Weber 7 en particular, había delimitado los papeles teóricos y las especificidades del científico y del político: el científico, por su visión a largo plazo, se diferenciaría del político, únicamente preocupado por las decisiones inmediatas. A su manera, el marxismo también se impregnó de esa concepción: Kautsky, en un artículo publicado antes de la guerra de 1914, explicaba que la gran imbricación de las economías y de las técnicas excluía cualquier guerra en suelo europeo. La visión mecanicista según la cual la evolución tecnológica determinaría la política, marcó en gran medida el pensamiento comunista y llevó en parte a su fracaso. Durante décadas la ciencia estuvo investida de un papel mesiánico, vinculado con una concepción inquebrantable del progreso. No hay que olvidar sin embargo que, en la línea de pensamiento de Condorcet 8, la idea de progreso no era únicamente técnica, sino también moral. Esa concepción, surgida de las luchas políticas del siglo XVII y de la primera mitad del siglo XVIII, perdió poco a poco su pertinencia, en particular cuando la evolución económica e industrial chocó con las dificultades sociales. De hecho, es un error ver en la historia de la República un período de paz permanente para la ciencia. Las apetencias de una pequeña y mediana burguesía por el desarrollo científico y técnico, el auge de las sociedades científicas, el entusiasmo ingenuo de las cohortes de Bouvard y Pécuchet, impulsaron por cierto el desarrollo industrial. Pero al mismo tiempo, numerosos conflictos marcaron las relaciones entre el pueblo y el desarrollo tecnológico. Actualmente, la destrucción de plantaciones transgénicas por parte de militantes ecologistas recuerda en alguna medida la acción de los “destructores de máquinas” en los comienzos de las grandes manufacturas, por ejemplo contra los telares mecánicos, a los que se acusaba de generar desempleo. La aceptación o el cuestionamiento del progreso técnico, están entonces también vinculados con la situación social. El contrato social incluye la relación de la sociedad con una ciencia que resulta tanto más cuestionada cuanto más directamente toca importantes cuestiones sociales. Así ocurre actualmente con el análisis económico y con la situación económica, progresivamente excluidos del debate político y presentados a los ciudadanos como un conjunto de leyes cada vez más indiscutibles. No es casual que los estudiantes de la Escuela Normal Superior francesa pidieran en 1998 un mayor “pluralismo” en la enseñanza de la economía, y que al ser por ello duramente criticados por varios profesores de esa materia, recibieran el apoyo de otros profesores que rechazaban “el hecho de que, en la mayoría de los casos, la enseñanza impartida está centrada en las tesis neoclásicas”. Esta situación –afirmaban– llevaba a los alumnos a creer “no sólo que la teoría neoclásica es la única corriente científica, sino también que su carácter científico se explica por su carácter axiomático”, y afirmaban que tal politización “servía a los intereses de una clase social”. Claro que está bien que exista un pacto republicano, pero es evidente que exige la existencia de un contrato con alguien. ¿Y quién, fuera del pueblo en su expresión democrática, podría firmar tal contrato? Sin embargo, actualmente la ciencia es presentada –y muy particularmente a la ciencia económica– como sometida a una especie de autocontrol. Así, ella expone a la sociedad, sin crítica posible, las coacciones ineludibles que deben regir la gestión, y particularmente la definición de las medidas públicas a adoptar. Esta concepción abusiva dio lugar al sistema corrientemente llamado tecnocrático, que niega la tradición democrática que otorgaba a las autoridades elegidas la condición de árbitro de las decisiones y a los científicos el papel de simples consejeros. Se invierten así los roles y poco a poco se transforma a los expertos –cooptados en el seno de un medio social muy restringido– en responsables, y a veces hasta en representantes electos, dado que se les asigna como feudo una circunscripción “segura”. Desde un punto de vista ideal, esa concepción aristocrática debería dar como resultado un gobierno de los más capaces. Así lo expresó Alain Minc al ser interrogado sobre el informe “Francia en el año 2000”, elaborado por la Comisión de Planificación que él había presidido. Sorprendido de que François Henri de Virieu hubiese considerado a esa Comisión demasiado uniformemente constituida por egresados de la Escuela Nacional de Administración (ENA) de Francia, Minc respondió que “cuando se quiere prohibir la expresión de las elites, se corre el riesgo de caer en el populismo”, reafirmando que su Comisión incluía “todos los componentes de la elite francesa” 9. La realidad era totalmente diferente, como lo señaló Jean-Jacques Dupeyroux al evocar una “nueva traición de los doctos” 10. En la práctica, el concepto de “técnico objetivo” sirve de mito para legitimar el discurso dominante y la correspondiente organización del poder. La tecnocracia no es el gobierno de quienes dominan la técnica, sino de quienes dominan el discurso sobre la técnica. Se trata de una desviación de la noción de elite: en efecto, no basta con caracterizarse uno mismo como miembro de la elite; para integrarla es necesario contar con las cualidades necesarias, en particular, la ética; y admitir que toda elite debe ser legítima, es decir, reconocida por el pueblo. Pues los técnicos, como todos los humanos, tienen sus ambiciones, sus pulsiones, sus aspiraciones. El sabio Calculín o el maestro Ciruela bien pueden servir de referencia práctica para caracterizar al científico; la realidad es totalmente diferente y el ejemplo de Werner von Braun, magnificado por su papel en el programa espacial estadounidense, no logró hacer olvidar totalmente su rol en el campo de concentración de Dora. Sometido a pulsiones contrarias, debido tanto a su papel profesional como a su condición humana, el científico termina adoptando a veces actitudes esquizofrénicas. Ese fue el caso de Freeman Dyson, importante físico consejero del Pentágono, inspirador de nuevas armas nucleares, que todos los domingos iba a la iglesia presbiteriana de Nassau a rezar por el desarme nuclear 11. Entonces, toda la reflexión debe centrarse en la vinculación y en las contradicciones que en torno del científico crean por una parte sus investigaciones en su propia disciplina, y por otra el significado social de la aplicación de sus hallazgos. El científico que no presta demasiada atención a esos problemas, juega a Poncio Pilato, y olvida su condición de ciudadano; finge desconocer que, desde siempre, las grandes corrientes sociales mantuvieron un vínculo dialéctico con la evolución tecnológica. Si durante la Revolución Francesa y en los años que la siguieron la ciencia tuvo tanto impacto en la imaginación popular, fue en parte porque muchos científicos importantes, desde Monge a Champollion, provenían del pueblo, incluso a través de elecciones, y estaban en ósmosis con la dinámica social del momento. Y si en el siglo XIX el cientismo tuvo tanto impacto, fue también porque muchos ingenieros como Auguste Comte, Enfantin o Considérant, se implicaron –no sin ingenuidad, por otra parte– en la vida política y social. Si frente a los temores que despierta la evolución tecnológica los científicos se limitan a encerrarse en sus corporaciones, las acciones de “vandalismo” se van a multiplicar, independientemente de la cuota de oscurantismo que incluyan. Al centrarse en un debate entre científicos, el juicio contra José Bové –acusado de destruir plantaciones de arroz transgénico en junio de 1999– dejó de lado las preocupaciones populares, consideradas populistas. Cuando los modernos bien pensantes proclaman (con razón, por otra parte), la necesidad de mantener el pacto republicano, en general olvidan que ese pacto formaba parte de un contrato social muy maltratado actualmente, de un vínculo de confianza fundado en la información y en el diálogo. Los científicos perciben exageradamente la gestión del riesgo y el principio de precaución, tan evocados en estos días, como una actitud de desconfianza a priori respecto de ellos. Esas preocupaciones deberían ser instrumentos de diálogo y no de confrontación. Como lo afirma Jacques Testart, “la adopción del principio jurídico de precaución excluyó el principio moral (...), y los ciudadanos, en nombre de los cuales debía adoptarse la innovación en cuestión, se hallan ampliamente excluidos: son el eslabón que falta en el dispositivo” 12.
1. Ballades lyriques, prefacio de la edición de 1802, Éditions José Corti, París, 1997 ( http://www.english.upenn.edu/~mgamer/Etexts/lbprose.html ).
2. “Epistémologie. A quoi sert l’histoire des sciences” (www.irem.org).
3. “Les OGM et les nouveaux vandales”, Le Monde, París, 4-9-01.
4. Ibid.
5. Dictionnaire culturel des sciences, bajo la dirección de Nicolas Witkowski, Seuil, colección “Regard”, París, 2001.
6. Jean-Jacques Salomon, Le scientifique et le guerrier, colección “Débats”, Belin, París, 2001.
7. Max Weber, Le savant et le politique, 10-18, París, 2002.
8. Condorcet (1743-1794, filósofo y político francés), Esquisse d’un tableau historique des progrès de l’esprit humain, Flammarion, París, 1988.
9. En el programa televisivo L’heure de vérité, del canal France 2, el 8-11-1994.
10. La famosa elite había impuesto algunas falsas certidumbres sin verificación: por ejemplo, se había inquietado de que existieran 350.000 estudiantes de psicología, número superior al de los psicólogos en actividad, cuando en realidad la cifra era de apenas 50.000. Libération, París, 17-1-1995.
11. Jean Jacques Salomon, op. cit.
12. “OGM: no provocar a la naturaleza”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, septiembre de 2000. El “principio de precaución” significa que ante las dudas sobre los efectos de largo plazo para la salud humana y el medio ambiente de determinados desarrollos científicos (por ejemplo los transgénicos), es mejor abstenerse de su utilización.

André Bellon Escuela Politécnica de Francia. Es autor, junto a Anne-Cécile Robert, de Un totalitarisme tranquille. La démocratie confisquée, Syllepse, París, 2001

22/1/09

Ideas para la historiografía de la política y el Estado en Argentina y Chile, 1840-1930

Ernesto Bohoslavsky y Milton Godoy Orellana**
Resumen: El artículo analiza las reflexiones históricas y sociológicas producidas en el contexto de las la construcción del estado nacional en Argentina y Chile. Se pretende distinguir entre las -al menos- tres dimensiones superpuestas en los choques producidos durante el proceso de construcción e imposición del orden estatal en América Latina. Así, este artículo viene a asentarse en una apuesta teórica y metodológica por el enfoque comparativo, entendiendo que éste ayuda a comprender mejor la naturaleza de las respectivas experiencias históricas, sus rasgos compartidos así como los originales. Dos experiencias cercanas, dos experiencias distintas. Chilenos y argentinos nos hemos mirado y recelado, pero nos hemos estudiado poco unos a otros. Los prejuicios predominan claramente sobre otras alternativas de percepción y conocimiento. Largamente encapsuladas las respectivas historiografías nacionales, en estos últimos años se ha venido a demostrar la fertilidad -y aun más, la necesidad- de los intercambios académicos internacionales.
Las miradas contemporáneas al proceso de constitución del Estado nacional en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX tenían un reconocido efecto legitimador. Los pensadores del proceso se dedicaron sobre todo a recrear lo que creían que era el triunfo de la modernidad sobre la tradición y el atraso (representado por el pasado hispano), de lo nacional sobre lo local, de lo blanco sobre lo indígena/negro, del riel sobre la rastrillada y a veces del positivismo sobre el catolicismo. La historiografía construida “en caliente” sobre este proceso se embebió de este discurso nacionalista y triunfalista, y contribuyó a naturalizar y fortalecer los particulares trazos del período. Basta releer los acercamientos de Diego Barros Arana al tema en sus tomos de la Historia General de Chile para apreciar cuál es la lógica que va guiando su interpretación. Sustentado en el denominado sistema narrativo, que según el historiador decimonónico se dirigía al mayor número de lectores y “nos da a conocer las individualidades más o menos prominentes de los tiempos pasados” (Barros Arana 1999:6), el más destacado historiador chileno del siglo XIX escribió exclusivamente sobre los que consideraba los verdaderos protagonistas del relato nacional: varones, provenientes de la elite, moralmente probos y desinteresados de todo -salvo de sostener su patria-. El resto de los que aparecen son actores de reparto, que se asume que intervienen irracionalmente por desconocer las leyes sociales o por defender sus intereses particulares. Esta fue una historiografía hacedora de héroes, que instrumentalizó el pasado con un criterio fundacional como era construir un futuro nacional, para lo cual no escatimó palabras a la hora de alabar a los padres fundadores. Para el caso, debemos recordar la figura de O´Higgins construida por Vicuña Mackenna (1882); en la biografía que dedicó al héroe nacional lo revestía de rasgos míticos que lo ligaban al paisaje y a los destinos de su patria (Colmenares 2006). Probablemente, otro punto máximo se alcanza con la descripción épica que Bartolomé Mitre (1887) hizo de San Martín, donde el libertador deviene en una imagen hierática, cuya morfología craneana explicaría para este autor algunas de sus altas cualidades. Así, la pluma del historiador convergió con el cincel cuando lo sacrificial fue plasmado en granito y bronce en busca de representar la sublimación del héroe como ejemplo para las multitudes nacionales, creando una estatuaria cívica que invadió los espacios públicos de las nuevas repúblicas. El Perú republicano que Jorge Basadre (1947; 1968) narró a mediados del siglo XX seguía siendo una autobiografía criolla, con una visión pedagógica centrada en destacar al Estado independiente como tarea-problema-destino-y posibilidad (Thurner 2006). Resulta hoy difícil volver a esa literatura decimonónica sin reconocer su abierto sesgo ideológico y su desdén por las prácticas políticas y culturales no elitarias, subalternas, femeninas, periféricas: el proceso de creación e imposición del Estado nacional está percibido desde un punto de vista en el que los protagonistas y sus cronistas no difieren en sus ponderaciones morales y políticas. Hubo que esperar al proceso de constitución de la historia como disciplina científica y que ésta aumentara sus niveles de autonomización con respecto al poder político -después de la segunda guerra mundial- para que se desarrollaran perspectivas diversificadas con respecto al proceso de construcción del orden nacional en América Latina a mediados del siglo XIX. En las décadas de 1960 y 1970 la historiografía social y económica puso de manifiesto la imposición del creciente y agresivo Estado nacional (o al menos central) sobre las regiones que a éste terminaron subyugadas, siguiendo el mismo derrotero de sus poblaciones, corporaciones e identidades que en ellas habitaban. Esta mirada estructural creía adivinar en la imposición del Estado nacional el resultado de un fenómeno de mayor envergadura, que daba cuenta de la modernización capitalista de América Latina ya incipiente a mediados del siglo XIX, momento en que se inicia su inserción como región primario-exportadora (Lynch 1981; Peña 1968, 1969; Rodríguez Molas 1982; Slatta 1983) en el sistema económico mundial, formando parte de la periferia de la economía-mundo (Wallerstein 1999). Pero, fue este misma interacción la que expuso a las economías nacionales a las tensiones y vaivenes de la economía internacional, haciéndolas transitar “en su ruta al capitalismo”, como ha señalado Ortega para el caso de Chile, en un proceso de modernización y cambio marcado por contracciones y expansiones, ligadas a los vaivenes de los mercados y a las condiciones impuestas por la City londinense (Ortega 2005). La historiografía económica actual ha explorado también los caminos de la matriz histórica del arcaísmo en la explotación minera, la carencia de capitales y empresarios dispuestos a la modernización, entre otros tantos motivos, para explicar las incapacidades del sector (Ortega 2008).Así, el desarrollo del capitalismo habría requerido un proceso contemporáneo de legitimación, tarea que fue encarada por la erección de instituciones estatales que lograron universalizar los estrechos intereses de las oligarquías latifundistas y mineras. Las teorías cepalinas, modernizadoras o dependentistas insistían en considerar que esas agencias estatales, paralelamente, debían desarrollar tareas de apoyo a la producción de los bienes primarios que estas burguesías, en conjunción con capitales metropolitanos, se encargaban de exportar. En esta perspectiva había algo que seguía en buena medida inerte con respecto a la que se había desarrollado en las décadas atrás. Los protagonistas de la historia seguían siendo las elites que habían asumido el proyecto oligárquico siguiendo la doble lógica de la expansión del Estado y de dominio del capital: en esa mirada, Estado y burguesía eran los únicos que contaban con un proyecto definido así como con el instrumental social y político para llevarlo a cabo (Carmagnani 1984; Pizarro 1971, 1986; Ramírez Necochea 2007). Está claro que hay una valoración política y moral completamente invertida con respecto a la que los hombres ilustres del siglo XIX formularon con respecto al proceso, pero no se modificó la convicción de que el relato historiográfico debía dar cuenta en primer lugar de las “figuras” dominantes, a título personal o colectivo y del sentido arriba-abajo del proceso.Hecha la equivalencia entre avance del capitalismo periférico y triunfo del Estado nacional, los sectores populares, en esta perspectiva, no ingresaban en el relato histórico sino como víctimas del proceso. Campesinos, artesanos, jornaleros, arrieros, trabajadores, todos aquellos que fueron agrupados como parte de la “plebe urbana” y del “bajo pueblo”, cuando aparecen retratados, lo hacen por lo general en un rol secundario o pasivo, ya sea desde una mirada que considera todo el proceso como un resultado ineluctable de una modernización (excluyente) o como el ejercicio de dominación política de una clase sobre el resto de la sociedad. Sea porque carecían del instrumental mental para pensar un proyecto alternativo, porque no poseían la capacidad para establecer alianzas más amplias y sustentables o porque las leyes de las etapas históricas así lo exigían, su destino parecía quedar sellado. Las reflexiones históricas y sociológicas producidas en el contexto de las últimas dictaduras y del retorno de las democracias en el cono sur en la década de 1980, fueron dejando de lado ese enfoque estructural y algunas de las herramientas del marxismo ortodoxo. La experiencia de la arbitrariedad absoluta que ofrecieron los gobiernos directos de las Fuerzas Armadas en el continente le devolvieron una súbita centralidad a la historia política, que se había licuado en el marco de la historia social y económica de las décadas pasadas. De allí que se invitaba a una revalorización de la esfera política y a asumir que ésta tenía cierta autonomía con respecto a los fenómenos económicos más globales. Partidos políticos, prácticas electorales, formación de identidades y circulación de prensa política son algunos de los temas que se han puesto de manifiesto en los últimos quince años a la hora de estudiar a América Latina (Annino 1995; Annino et al. 1994; Annino y Guerra 2003; Carmagnani 1993; Devoto y Ferrari 1994; Goldman 1992; Goldman y Salvatore 1998; González-Bernaldo 2001; Guerra y Lempérière 1998; Malamud 1995, 1997, 2000; Posada-Carbó 1996; Sábato 1999; Sábato y Lettieri 2003). Este recorrido historiográfico ha permitido pensar a la política (sus ideas, sus prácticas y sus reglas) de una manera menos determinista y le ha devuelto mayor protagonismo a su propia dinámica y a sus instituciones. La historiografía ha mostrado que la igualdad consagrada en los textos constitucionales imaginaba una igualdad entre las personas (al menos entre los varones), pero convivía con una realidad en la que la jerarquización étnica, de género y de clases era la regla: de la manera en que se resolvió ese dilema entre la promesa nacional-democrática universalista y una práctica excluyente y jerarquizante, es donde algunos autores han encontrado el motor del largo siglo XIX latinoamericano (Mallon 2004a; Prado Arellano 2004).A su vez, este acercamiento ha permitido reconocer la dimensión específicamente política del proceso de construcción del Estado nacional y el peso que en él tuvieron los sectores subalternos no sólo como resistentes. Eso ha permitido que se vengan tomando en consideración la serie de proyectos alternativos o contestatarios, que quedaron a la vera de la historia, derrotados frente a un orden al que se ha caracterizado muchas veces como inflexible, imbatible y coherente (Salazar Vergara 2005). Las provincias, asimismo, han dejado de ser vistas como obstáculos a la inevitable llegada del tiempo nacional y se les ha reconocido la centralidad política que tuvieron en las primeras décadas del siglo XIX, tempranamente derrotada en Chile y más tardíamente en el río de la Plata (Chiaramonte 1989b, 1989a, 1993). La imposición del Estado nacional sobre las provincias, en esta perspectiva, no es simplemente la dimensión institucional-territorial del triunfo de una burguesía auto-consciente sobre otros grupos competidores (tanto de élite como subalternos). Es que la soberanía provincial, resultado de la apresurada disolución del orden colonial, no estaba destinada a dejarle paso y someterse a la soberanía nacional por ser ésta más “moderna” como se ha creído (Botana 1998:11). Recientemente Jeremy Adelman (2006) ha recomendado dejar de pensar a los procesos independentistas como si alguna ley histórica “reclamara” el reemplazo de los imperios por naciones y de miembros de anquilosadas corporaciones de resonancias medievales y clasificaciones étnico-raciales por ciudadanos individuales.Esa renovación del acercamiento historiográfico alimenta alguna de las intenciones de este libro. Una de ellas es tratar de distinguir entre las -al menos- tres dimensiones superpuestas en los choques producidos durante el proceso de construcción e imposición del orden estatal en América Latina. Todas estas dimensiones estaban superpuestas en la percepción más estructural, que suponía -explícitamente o no- que la historia tenía una serie de metas o etapas.En primer lugar, colisiones entre intereses de distintas regiones de un mismo país, no siempre carentes de un componente político que se manifestaba en divisiones intra-elitarias. Los antagonismos sociales y políticos entre la sierra ganadera y la costa de plantaciones en Ecuador parecen ser uno de los ejemplos más pertinentes al respecto. En algunos casos, estas polémicas llevaban a conflictos internos armados, que conducían a rupturas en el sistema político (entre un bando centralista y otro más federalista o autonomista o entre diversas regiones) que en el conjunto latinoamericano se han denominado, no sin cuestionamientos, como “guerras civiles” (Prado Arellano 2004). La historia colombiana que se extiende desde mediados del XIX hasta la finalización de la “Guerra de los Mil Días” ilustra claramente esta serie de enfrentamientos. También en esta línea argumentativa aparecen como buenos ejemplos las guerras civiles chilenas de 1851 y 1859, definida la primera como un conflicto político militar inter-oligárquico que estuvo definido por dos frentes políticos. Así, en el sur se generó un movimiento regionalista liderado por los conservadores mientras que en el norte el movimiento nació impulsado por la Sociedad de la Igualdad y los liberales (Godoy 2000; Schmutzer 1984). En segundo lugar, la guerra civil de 1859, que significó también un quiebre inter-oligárquico, pero fue claramente la expresión más violenta de una incipiente “burguesía local” desarrollada esencialmente al alero de la creciente explotación minera del Norte Chico (Ortega y Rubio 2006; Pérez 2006)En segundo lugar, hubo disputas entre las elites y otros sectores sociales que no se mostraban suficientemente subordinados al orden que se promovía desde arriba (un caso extremo parecen ser las resistencias mesiánico-milenaristas de Canudos y de Contestado en la República Velha). La historia del continente está plagada de referencias a las insolencias generales o particulares que los sectores subordinados ofrecían a la autodenominada “gente decente”, sin por eso alterar necesariamente el trazo grueso de la dominación social. Esta postura permite re-politizar desde la historiografía las resistencias, alteraciones, desafíos y desobediencias a la nueva gobernación estatal y al orden capitalista en ámbitos rurales y urbanos en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del siguiente. Esas prácticas no fueron naturales, obvias, necesarias ni estructuralmente determinadas sino el resultado de decisiones, reflexiones y cálculos asumidos (y no un reflejo de instinto de clase o de su posición en la estructura de clases) por los que promovieron la llegada de nuevos tipos de sociedad, el regreso de antiguas relaciones o siquiera el desprecio por el novel orden social. Las resistencias desde abajo necesitan ser vistas como parte de un proceso social y político más amplio, del cual ya no puede seguir diciéndose exclusivamente que era una lucha en el sentido arriba-abajo, sino que fue mucho más complejo y abigarrado. En este sentido se ha avanzado en explicar los procesos de transición de la sociedad pre-industrial a la moderna y sus tensiones a propósito de estudiar la complejidad de un proceso que varió desde las resistencias peonales a formas modernas de articulación social (Goicovic 2004; Grez Toso 1998; Pinto Vallejos 1998; Salazar Vergara 1985). Muchas veces la resistencia al nuevo orden republicano y capitalista no se hacía sino como deseo de retener los privilegios y fueros coloniales, y sobre todo, para evitar la igualación civil con las “castas”, consideradas mentalmente inmaduras para un régimen no autoritario (Prado Arellano 2004:96). La densidad del fenómeno tratado provenía, en muchos casos, del hecho de que no eran pocos los sujetos subalternos que deseaban incorporarse a este nuevo orden estatal. Está claro que estas incorporaciones eran selectivas y estratégicas y que probablemente incluían sentidos nativos divergentes (difícil es saber si compatibles o no) con respecto a los promovidos por las autoridades públicas. En tercer lugar, es posible encontrar las luchas entre sectores y voceros de las cúspides sociales, enfrentados en mucho más que diatribas intelectuales acerca del tipo de Estado y de nación que se deseaba solidificar. Los choques entre conservadores y liberales –aún cuando mal esconden un enorme consenso sobre la necesidad, viabilidad y pertinencia del orden oligárquico finisecular- no deben apartarnos la vista sobre lo candente y agresivo de sus disputas en torno a problemas tales como el papel de la Iglesia y su relación con el Estado. Un buen referente son las década de 1820 en Chile o de 1850 y 1860 en el Río de la Plata, años en los que la carencia de un liderazgo político universalmente reconocido es recogido en las interpretaciones historiográficas de inicios del siglo XIX como un tiempo de “anarquía”. Así, la resistencia al nuevo orden no fue patrimonio exclusivo de quienes, a posteriori, terminaron llevando la peor parte, esto es, trabajadores urbanos, comunidades indígenas y campesinos. No pocos sujetos provenientes de élites participaban de desórdenes y desafíos a las autoridades estatales nacionales. En el caso chileno bastante se han destacado las similitudes entre las frondes francesas y los esfuerzos liberales por disminuir el poder del ejecutivo, manifestados en las agitaciones políticas de 1849-51 y 1857-1859 (Collier 2003). Muchas disputas y amenazas al nuevo orden estatal eran lideradas, acompañadas o toleradas por miembros de grupos elitarios descontentos con aspectos y figuras relevantes de la nueva orientación (y no necesariamente con el sentido general del proceso). Provenir de los sectores dominantes no significaba necesariamente ser mejor ciudadano o más respetuoso de la constitución y los gobiernos legítimos, como mostró con sobra Fernando Escalante Gonzalbo (1992) para el caso de México; generales, autoridades y políticos eran ciudadanos tan “imaginarios” como los hombres corrientes. En definitiva, lo que muestra la historiografía más reciente es que no hay en el período de regímenes oligárquicos de América Latina (y en ningún otro) una gobernación impersonal ni libre de tensiones políticas. El Estado no existe fuera de las alianzas que establecen grupos sociales identificables. De allí que no sea válida la idea de que todo “desorden” es generado por sectores subalternos ni que las elites permanecen fuera de los desafíos al orden estatal.Una postal que parece destilar el análisis del Estado nacional en regiones de Argentina y Chile entre 1840 y 1930 es que el sector público muestra preferentemente rasgos de capacidad represiva más que de regulación consensuada de comportamientos (eso lo hace oligárquico). Y si bien algunos autores han mostrado que la preponderancia de los rasgos coercitivos por sobre los consensuados fue el resultado de las dificultades del temprano Estado republicano por imponerse sobre sus competidores y lealtades alternativas, la “exteriorización del Estado” al decir de Oszlak (1997:28-29), se expresaba primordialmente en instituciones que estaban destinadas a consolidar y legitimar el poder central (milicias, vías de comunicación, instituciones y mecanismos jurídicos).
Chilenos y argentinos, naciones y regiones
Este texto viene a asentarse en –y a profundizar- una apuesta teórica y metodológica por el enfoque comparativo, entendiendo que éste ayuda a comprender mejor la naturaleza de las respectivas experiencias históricas, sus rasgos compartidos y los originales. Ahora bien, aceptada la validez del método comparativo, ¿por qué aplicarlo para la Argentina y Chile, y no para contrastar otros países, o a estos dos con un tercero? Dejando de lado la posibilidad y ventajas que generarían otras posibles comparaciones, un contraste entre las experiencias históricas de los dos países que comparten el extremo sur del continente ofrece un conjunto de perspectivas muy estimulantes, que provienen del hecho de compartir procesos históricos, pero también de tener marcadas divergencias en sus destinos históricos. Dos experiencias cercanas, dos experiencias distintas. Chilenos y argentinos nos hemos mirado y recelado, pero nos hemos estudiado poco unos a otros. Los prejuicios predominan claramente sobre otras formas de percepción y conocimiento. Largamente encapsuladas las respectivas historiografías nacionales de América Latina, es recién en estos últimos años que se ha venido a demostrar la fertilidad -y aún más, la necesidad- de los intercambios académicos. Si observamos el tema de miradas conjuntas, los casos de ediciones que buscan aportar a la lectura de problemas similares con los vecinos tienen dos excelentes expresiones en las ediciones de historiadores chilenos y peruanos de los últimos años, antecedente digno de imitar (Cavieres Figueroa y Aljovín de Losada 2005). Otro ejemplo, por demás feliz, han sido los últimos años en los que se ha producido un afianzamiento de las relaciones académicas argentino-chilenas. El clima de mutua confianza y colaboración se ha expresado en la formulación de proyectos conjuntos de investigación, formación de grupos de especialistas en historia fronteriza, reuniones científicas periódicas y publicaciones concentradas en temáticas afines. ¿Qué aspectos parecen ir en un sentido convergente en la vida histórica de ambos países del Cono Sur en el período 1840-1930? Dotados de escasa población y claramente periféricos con respecto a los ámbitos de decisión colonial, tanto el Plata como el Pacífico sur ingresan a la vida independiente sin aquellos atributos económicos y demográficos que en la época se consideraban relevantes para profetizarles un venturoso futuro como naciones independientes. Sin embargo, ambos países constituyeron ejemplos exitosos de inserción económica en el comercio exterior y de centralización política. El proceso fue divergente en el tiempo y en su intensidad a ambos lados de los Andes, pero tiene puntos en común. Uno de ellos es que en la segunda mitad del siglo XIX los gobiernos nacionales avanzaran sobre espacios que no habían estado sometidos a control colonial, sino que estaban bajo posesión de sociedades indígenas, como las pampas, la Patagonia, la Araucanía y el Chaco. Argentina y Chile responden a una realidad territorial decimonónica donde surgieron nuevas construcciones formadas a partir del statu quo post-independencia, que en la mayoría de los casos latinoamericanos enfrentaron transformaciones territoriales importantes, a excepción de Brasil cuya continuidad territorial es mayor, dada las características particulares de su proceso de emancipación. Ambos, Argentina y Chile, comparten durante el siglo XIX una agresiva política territorial que mediante exitosos enfrentamientos militares o presiones políticas con países vecinos le permitieron anexarse territorios más amplios que los heredados de la administración colonial y fijar límites políticos que se proyectaron con bastante solidez hasta la actualidad, aunque muchos habitantes y militares han insistido en la necesidad de modificarlos frente al permanente acoso del vecino trasandino (Lacoste 2003). La constitución de un polo primario-exportador minero o agroganadero desde mediados del siglo XIX atrajo numerosa migración a la región, ya sea interesada en participar de las explotaciones salitreras del norte chileno o de las oportunidades que brindaban el ganado y los cereales en las pampas argentinas. Grupos inexistentes hasta entonces, vinculados a las actividades exportadoras y sus servicios auxiliares, hicieron su conflictiva aparición en la escena nacional, disolviendo o amenazando a los estrechos límites de las prácticas políticas oligárquicas. Sobre el filo del siglo XIX se desataron diversas reivindicaciones ciudadano-democráticas y sociales, provenientes de las nuevas clases medias y del proletariado urbano y minero (Grez Toso 1998; Romero 1997; Suriano 2000), quedando en un espacio más relegado los sectores subalternos rurales. Serían esas presiones y voluntades por superar el marco político tradicional las que se expresaron en los triunfos de Yrigoyen en 1916 y de Alessandri en 1920. El período no dejó de estar marcado en ambos países por la presencia de una intensa militancia sindical y de izquierda que fue percibida como una amenaza abierta al orden social y civilizatorio por parte de las elites, especialmente tras el asalto al Palacio de Invierno zarista, a fines de 1917. Las experiencias reformistas de la década de 1920 fueron clausuradas con putschs protagonizados por militares de derecha, premunidos de un proyecto nacionalista-corporativista que se decía la mejor solución para frenar la lucha de clases y la decadencia política. Los golpes dirigidos por Ibáñez del Campo y José Félix Uriburu vendrían a señalar el veto o el límite al proceso de inclusión política desarrollado por las élites, y del que perdieron el control tempranamente. Pero, las diferencias entre los dos países en el período 1840-1930 también son notorias. Mientras que el impacto de la inmigración en el área rioplatense fue abrumador en términos demográficos, sociales y culturales, su influencia en Chile fue más reducida y focalizada regionalmente. El proceso de expansión del capitalismo rural argentino es incomprensible sin tener en consideración el efecto producido por la migración de millones de brazos en búsqueda de empleo y acceso a la tierra (Gallo 1983; Gallo y Cortes Conde 1972). Del otro lado de los Andes, concentrados en el extremo sur o en la región de los Lagos y Valdivia, alemanes, franceses, suizos, croatas y otros inmigrantes de origen centro-europeo constituyeron una avanzada poblatoria que desplazó a los grupos indígenas allí asentados, en un proceso iniciado como política estatal a mediados del siglo XIX. Por otro lado, el tipo de actividad económica central en cada uno de los países generó impactos sociales y políticos diferenciados. En el Norte Chico chileno, durante el periodo 1840-1880, una febril actividad minera cupro-argentífera (Pederson 1966; Vayssière 1980) concentró una gran cantidad de trabajadores que estimuló las migraciones internas y trajo contingentes poblacionales de allende los Andes (Tuozzo 2003). Paralelo a esta actividad, la economía chilena se benefició a mediados del siglo XIX de la apertura de los mercados australiano y californiano, viéndose impactada más tarde por lo que Arnold Bauer (2004) denominó “la Gran Depresión” decimonónica de 1873 a 1896. En tanto, la actividad minera en el Norte Grande en el periodo 1880-1930 implicó la concentración cotidiana de miles de trabajadores chilenos, argentinos, peruanos, bolivianos y europeos, que fueron formando su conciencia en oposición al grupo estrecho de propietarios mineros, entre los que, con el correr de las primeras décadas del siglo XX, fueron imponiéndose los de origen norteamericano (Fox Przeworsky 1978; Vayssière 1973). El proceso de radicalización política de estos trabajadores, mediado por ideologías socialistas y demócratas, constituye un punto de diferenciación evidente con respecto al caso argentino. Allí la expansión económica no implicó la formación de un proletariado sino de una amplia gama de actores rurales (arrendatarios, jornaleros, aparceros, propietarios, etc.) cuya perspectiva política era planteada por los partidos reformistas más que por los revolucionarios. Por otro lado, hay que destacar que el sistema federal argentino permitió que el juego político tuviera un fuerte desarrollo provincial y que las identidades políticas sub-nacionales conservaran una raigambre más notoria que en el caso chileno, en el que la centralización constitucional aseguró un control más estrecho desde Santiago.
La construcción del Estado nacional en Chile y Argentina
En este proyecto de historiografía comparada, una serie de historiadores de Argentina y Chile se han propuesto reflexionar sobre la construcción del orden pos-colonial, pero echando luces sobre aspectos que hasta aquí han quedado descuidados o al menos escasamente cubiertos por las ciencias sociales. De lo que se trata, entonces, es de revisar el proceso de construcción del Estado nacional en ambos países no tanto como un producto socialmente irrebatible e incontestado, sino más bien como una tensa arena de disputa entre grupos, corporaciones, clases sociales, ideas y regiones. Se ha procurado que autores de ambos países reflexionen sobre este proceso, sus ambigüedades, sus límites y sobre la agencia de los sujetos involucrados en estas historias. De allí que se intente considerar que los protagonistas populares de este proceso fueron mucho más que víctimas de una tendencia social y política pergeñada en el Club de la Unión de Santiago o el Jockey Club de Buenos Aires, ingenuos resistentes de un orden naturalmente generado por la llegada de la modernidad; de lo que se trata es de ilustrar sobre las complejas formas en que se resistió, aceptó, negoció y/o resignificó el proceso de construcción e imposición del Estado entre 1840 y 1930. Como expuso hace más de diez años Florencia Mallon, no se trata sólo de estudiar las formas de la resistencia popular para celebrarlas acríticamente por su valor intrínseco sino de comprenderlas asumiendo que poseen una lógica política. No son sólo rebeldías sino también procesos de formación de (contra)hegemonías, procesos que destilan negociación (entre subalternos y entre éstos y distintas jerarquías) y procesos de aprendizaje, discusión y toma de conciencia, como han remarcado algunos historiadores partidarios de los Subaltern Studies (Guha 1997; Salvatore 2003). No es sólo espontaneidad, fanatismo ni conciencia desviada, sino una lógica propia, que combina horizontalidad y autoritarismo. Asumir de esta manera a la política permite considerar al Estado:“como una serie de espacios descentralizados de lucha, a través de los cuales la hegemonía es tanto cuestionada como reproducida. Las instituciones del estado son lugares o espacios en que los conflictos por el poder están resolviéndose constantemente, reordenándose jerárquicamente” (Mallon 2004a:91)Los autores incluidos en este libro invitan a percibir las disputas existentes no sólo en los procesos de erección de instituciones estatales sino en su funcionamiento cotidiano. Las decisiones políticas y las políticas públicas no tienen siempre un contenido ideológico previo, que las informa y sostiene. Son el resultado de pujas y re-posicionamientos permanentes y simultáneos a distintas bandas: en esas disputas participan las autoridades políticas, la Iglesia, distintos grupos de burócratas y agencias estatales, grupos políticos, corporaciones profesionales, líderes regionales y población de a pie. Las alianzas producidas y el resultado de esos conflictos no pueden ser determinados a priori por el historiador sino que parecen remitir a la necesidad de profundizar en la especificidad de cada caso. En este sentido, se ha buscado dejar de lado los enfoques más teleológicos, que suponen que la llegada del Estado nacional, la generalización de relaciones capitalistas y la modernización social están inscritas en la lógica de la historia, y que sólo es cuestión de tiempo para que se den todas ellas (aún con la asincronía entre estas tendencias que la teoría de la modernización reconocía y lamentaba como propia del continente). De ninguna manera abogamos porque se considere a este enfoque una innovación propia. Ricardo Salvatore (1993/4; Salvatore 2003) ha mostrado cómo es posible estudiar las relaciones entre el Estado y sus aparatos legales, militares e ideológicos y los sectores subalternos. Hace unos años Florencia Mallon ha desarrollado un enfoque muy fructífero del proceso de formación del Estado mexicano, que permitió percibir la participación de los sectores ajenos a la elite en el proceso. En su perspectiva, la construcción de un aparato público de alcance nacional “no fue sólo el producto de las luchas con y entre las clases dominantes y las potencias extranjeras, sino también de un proceso en el que estuvieron estrechamente vinculados los campesinos, los pequeños propietarios y mucha gente más” (Mallon 1989:48). Esa idea puede resultar especialmente iluminadora para apreciar el State-building en el cono sur del continente puesto que permite dar cuenta de la fragilidad del orden estatal, de su carácter de compromiso de fuerzas y la ausencia de un proyecto auto-consciente y a largo plazo (Mallon 2004a, 2004b). La vinculación con los sectores subalternos resultó ser un aspecto clave de la política de las primeras décadas republicanas, un dato al que las élites tuvieron que hacerse a la idea, pero que paralelamente nunca dejaron de lamentar (Cansanello 2003). Los sujetos subalternos, aunque repetidas veces sometidos a una dinámica de exclusión y segregación por parte del Estado, sus discursos y sus agentes (Pinto Rodríguez 2003), tienen una historia de relaciones con lo público que merece ser estudiada.Este texto intenta dar cuenta del proceso de construcción del orden nacional, pero retomando algunos de los aportes surgidos en las últimas dos décadas. Entre esas aportaciones novedosas tiene especial papel la historia regional. Y decimos regional en un doble sentido: el primero apunta al estudio de las –por así decir- áreas sub-nacionales. Así, se intenta señalar algunos puntos del mapa del state-building y las respuestas que él generó fuera de las regiones que tradicionalmente han sido analizadas, esto es, el litoral pampeano en Argentina; el Norte Grande, Norte Chico y el Valle Central en Chile. Descentrando a las historiografías de una preocupante macrocefalia (sobre todo en el caso rioplatense), se pretende dar cabida a historiadores abocados no necesariamente a estudiar las regiones metropolitanas. No debe leerse en este gesto una mera fronda de historiografía regionalista. Estamos convencidos de que la historia contada desde los márgenes enriquece el relato de lo nacional (así como el de lo internacional), en lugar de competir con él. De lo que se trata es de aumentar el número de matices y de complejizaciones necesarias para volver a pensar el problema de la construcción nacional del orden político, social y económico de fines del XIX, que tuvo muchas más variaciones, límites y disputas de lo que la historiografía ha reconocido a la fecha.Pretendemos volver a discutir el ya clásico tema de la construcción del orden nacional tomando como límite temporal, en primer lugar, la derrota del Imperio español en América. Fue entonces que se abrió un período de experimentación política, guerras civiles y, ya sobre el último tercio decimonónico, la implantación de un modelo oligárquico de crecimiento basado en exportaciones, con una alta influencia del comercio inglés en la región (Cavieres Figueroa 1999). Aunque esta periodización amerita cierta corrección para el excepcionalmente temprano caso chileno, en líneas generales, es válido para todo el continente (salvo Cuba y Puerto Rico). El otro limes cronológico que reconoce este texto tiene que ver con el inicio de algunas de las experiencias políticas y económicas que trajeron aparejadas la crisis económica de posguerra y la debacle posterior al crack del ’29. Así, la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-31) en Chile y el golpe de Estado que encumbró al general José Uriburu (1930-32) en Argentina parecen ya pertenecer a un período que escapa al interés que aquí se ha expresado y que remite a otros problemas.La intensidad de los intercambios entre historiadores de un lado y otro de los Andes en las últimas décadas ha intensificado el uso de la perspectiva regional, utilizada como un ariete para perforar la idea de que las fronteras nacionales son el destino natural del análisis historiográfico. Plausiblemente, la historiografía latinoamericana ha abandonado hace bastante tiempo la comprensión reduccionista de la historia regional, despojándola de limites político-administrativos y de visiones exclusivamente localistas, para ampliar su mirada en nuevos horizontes que permitan concebir regiones con coherencia cultural, económica y social. Al igual que en el resto de América Latina, numerosos esfuerzos historiográficos allende y aquende los Andes, con diferentes magnitudes, buscan una definición sistemática, teorizan y explotan esta línea investigativa (Cáceres 2007; Ibarra 2002; Kindgard 2004; Mellafe y Salinas Meza 1988; Miño 2002).Este libro comparte esa búsqueda de una historia regional en un sentido que considera a los Andes como lo que han sido durante siglos: áreas de traspaso, de circulación de ideas, personas y productos comerciales (Bandieri 2001). En ese sentido, se encontrarán visiones que procuran hacer abstracción de la frontera política que separaba nominalmente a ambos países en nuestro período de interés, tratando de mostrar el funcionamiento de las regiones integradas desde larga data a ambos lados de la Cordillera. De ahí que nos guste decir que este enfoque intenta pensar y problematizar una serie de macro-problemas de la historia latinoamericana (tales como los procesos de construcción del orden social o sus desafíos) tomando como estudios de caso a micro-regiones. Quizás una de las perspectivas más interesantes es la que permite apreciar las capacidades estatales en este período. Durante mucho tiempo la historiografía centrada en el marco nacional insistió en ponderar la eficacia de las intervenciones punitivas, reguladoras y controladoras del Estado sobre los habitantes y administraciones locales. Sin embargo varias investigaciones permiten sostener ciertos matices con respecto a esta noción, pues muestra al Estado nacional en Argentina y en Chile como un gigante con pies de barro. Poderoso, intimidante y eficaz en áreas metropolitanas, este mismo Estado se puede apreciar en los márgenes del territorio nacional bastante más desnutrido e ineficiente de lo que se suele considerar. Carente de recursos materiales, humanos y políticos básicos, los funcionarios y autoridades estatales tienen que recurrir a una serie de prácticas muy alejadas de la normativa y del ideal burocrático, en las que los ámbitos privados y públicos parecían perder su estricto tabicamiento (Bohoslavsky 2005; Bohoslavsky y Di Liscia 2005). Así, la convocatoria a policías y milicias (es decir, fuerza pública) para sostener intereses privados a través de la intimidación y el uso de las armas de fuego, constituye un tema recurrente.
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