Ni siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su sello(reflexiones sobre los desaparecidos y la memoria)Héctor Schmucler
1. Un texto de Hanna Arendt publicado en 19461 describe, con rara intensidad, la aniquilación de los judíos en los campos de concentración: “Después vinieron las fábricas de la muerte y todos murieron no en calidad de individuos, es decir de hombres y mujeres, de niños o adultos, de muchachos y muchachas, buenos o malos, bellos o feos, sino que fueron reducidos al mínimo común denominador de la vida orgánica, hundidos en el abismo más sombrío y más profundo de la igualdad primera; murieron como ganado, como cosas que no poseyeran cuerpo ni alma, ni siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su sello”. Hay un acto que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como ser humano, desdibujar la identidad de los cuerpos en los que la muerte puede dejar testimonio de que ése que murió había tenido vida. Si la vida, en los hombres, sólo se manifiesta en sujetos únicos, la muerte genérica es incapaz de mencionar la muerte humana; por eso es inagotable la necesidad de saber cómo murió cada uno2 y, por eso, la incertidumbre no tiene consuelo.2. No nos urge saber a cada instante que alguien está vivo; en cambio, es perentoria la exigencia de confirmar la muerte. Porque cada uno tiene una muerte propia, sólo el muerto es testimonio de su muerte. Sin muerte propia, no es verdaderamente un muerto. El sustantivo, “muerto”, no casualmente, evoca únicamente al hombre. En todos los otros casos la muerte es percibida como un momento particular, pero uno más, del acontecer temporal. Así, un animal, un vegetal, hasta un espíritu, pueden estar muertos, pero “el muerto” siempre habla de un ser humano: la muerte, para los seres humanos, es un absoluto. Negar el derecho de morir como “cada uno”, nos coloca en presencia del mal superlativo. Mientras “no matarás” es una orden fundante de nuestra concepción del hombre, no permitir la muerte es algo extraño al pensamiento. La shoa implementada por los nazis y la técnica de “desaparición” practicada en la Argentina durante la dictadura instalada el 24 de marzo de 1976 tienen en común el no permitir la muerte de cada uno. Ambas resultan incomprensibles3 y, sin embargo, nada pone tanto en juego el sentido mismo del pensar como la necesidad de saber de qué forma lo impensable se hizo posible.3. Es probable que el Golpe de Estado sin los desaparecidos y el nazismo sin la shoa, hubieran adquirido significaciones distintas a las que ahora se les otorga. Los recorridos de la historia no coinciden, obligadamente, con la presencia de acontecimientos que adquieren relevancia propia y que por su magnitud iluminan el sentido de una época. No hay continuidad necesaria entre el Golpe Estado y los desaparecidos, aunque se acepte que el Golpe tuvo como motor y objetivo central el extirpar una guerrilla que había impuesto su marca en la vida de la Nación. La desaparición –técnica consciente y exitosamente utilizada por las fuerzas represivas– va más allá de la crueldad que implica: está en la zona de lo no calculable, de lo que la imaginación ni siquiera debería proponer si es que en ella aún persisten rasgos de humanidad. No se trata de la muerte de los “enemigos” porque –si esto es escuchable– en la aborrecible contabilidad de la guerra, las muertes no fueron gratuitas4. El Golpe de Estado, en cambio, está teñido por los desaparecidos. De la misma manera las cámaras de gas son indisociables del hitlerismo, aunque numerosos trabajos tratan de indagar si el genocidio hace o no a la naturaleza del nazismo.4. Los sucesos del Golpe de Estado, así como la historia del nazismo, son narrables. El acontecimiento de los desaparecidos o la decisión de que los individuos de un pueblo pueden ser eliminados sólo por pertenecerá ese pueblo, carece de palabras. Pero, dijimos antes, el silencio no es tolerable aunque la apuesta sea el fracaso. El riesgo de hablar es manifiesto: si aquello a lo que se alude es inabarcable, toda palabra será defectuosa y estará marcada por la desesperación. El que da testimonio no espera nada, pero no puede dejar de ofrecerlo y, en ese sentido, las palabras –éste, mi propio discurso– tienen algo de desesperado, abierto al riesgo. También existen riesgos menores, más mundanos, pero igualmente inquietantes: las palabras son ambiguas y, a la vez, implacables. Cada una marca al mundo y nos hace responsables de lo que decimos y de lo que no decimos. Tal vez por eso antes de cada afirmación nos vemos empujados a señalar lo que no se quiso decir y, aun así, el riesgo es grande: el tener oídos no es siempre garantía del oír. Tengo conciencia que entre la shoa y los “desaparecidos” median tantas distancias que, históricamente, son incomparables. Salvo en un punto: en esa presencia incomprensible del mal.5. Rigurosamente, en el mal no hay causalidad. Nada lo explica ni es posible instalarlo en un lugar previsible de consecuencias encadenadas. La shoa y los “desaparecidos”, en su insoportable dimensión, se desadhieren de un origen y construyen un valor en sí. Con todo, es admisible una pregunta que nos arrastra, es decir, que nos instala en el rastro de nosotros mismos: ¿cómo pudo ocurrir? Porque si el mal en sí mismo es ininterrogable desde presupuestos estrictamente humanos, no es menos plausible sostener que el mal se hace posible en condiciones determinadas. Aquí –en la indagación sobre las circunstancias que hicieron admisibles el estallido del mal– nuestra responsabilidad es indelegable. Hay que reconocer que, sin embargo, en nuestro caso aún no hemos comenzado a reconstruir sistemáticamente la historia y que los análisis políticos están cargados con prejuicios intolerantes, intereses coyunturales y miedos que paralizan e impiden indagar cómo y en qué medida la sociedad estuvo comprometida5.6. En la Argentina, las multitudes acompañaron muchas veces los cambios políticos promovidos por los militares, desde el primer golpe de estado en 1930. Las fuerzas armadas ocuparon en el imaginario social un lugar de privilegio como articuladoras de la Nación y salvaguardas de los más rectos principios. En todo caso, cuando eran pasibles de crítica, se les reprochaba no cumplir con el verdadero papel que les correspondía de acuerdo a esencialidades que las definían. No otro era el sentido de las acusaciones formuladas por el General Perón cuando fue derrocado en 1955. En 1924, mientras el fascismo crecía en el mundo, Leopoldo Lugones se adelantó en proclamar que había sonado “la hora de la espada” y las reacciones en su contra fueron minúsculas. La figura más significativa de la política argentina durante medio siglo, Juan Perón, elegido tres veces presidente de la República, había surgido del Golpe Militar de 1943 y en 1976 no resultaba sorprendente que las fuerzas armadas fueran consideradas protagonistas relevantes en prácticamente todas las combinaciones elaboradas para salir de una situación que nadie deseaba mantener. La atmósfera se había llenado de presagios, desencantos, miedos y pólvora. Roberto Cossa –entonces secretario de redacción de El cronista comercial, un diario que en aquel momento estaba estrechamente vinculado a los Montoneros– recuerda, veinte años después6, la jornada del 24 de marzo: “En uno de los corrillos, un periodista de larga militancia en la izquierda combativa arriesgó la teoría de que, por fin, se terminaría la violencia imprevisible del gobierno de Isabel Perón (…) Es probable que esa sensación la compartiéramos muchos de los integrantes del diario”. Algunos meses antes del golpe, el 13 de agosto de 1975 y recién regresado del exterior a donde había marchado tras amenazas de la Triple A, Tomás Eloy Martínez describía lo que había encontrado7: “No he oído sino frases abatidas. Nadie sabe hacia dónde el país navegará mañana, a qué tabla de salvación encomendarse, en qué rincón de la noche recuperar la fe que se ha perdido durante el día”. El Golpe de Estado de 1976 podría haber sido uno más de los tantos sucedidos desde 1930. La diferencia radicaba en que, como nunca, la sociedad toda estaba involucrada. Es cierto que las fuerzas armadas actuaron por decisión propia, pero todos los caminos se habían abierto para el paseo triunfal. El golpe parecía cerrar brutalmente un tiempo de confusión y angustia, inclusive para gran parte de la guerrilla que se ilusionaba con tener, en adelante, un enemigo con rostro claramente reconocible. Estamos atravesados de olvidos8 que oscurecen las minucias de la historia.7. El mal, sin embargo, seguirá inexplicable luego de saber cómo se hizo posible. Porque cuando se pretende nombrar el escándalo de no permitir la muerte de cada uno, sólo se escuchan balbuceos. El desaparecido no es el “no muerto”, sino el privado de la muerte. El cortejo fúnebre no puede regresar del cementerio porque la fosa está vacía: no es posible el duelo, que exige enterrar un cuerpo; ni es posible la cólera que requiere señalar a un responsable del asesinato9. La tragedia se ha instalado, pero “ha marcado la historia como terror mucho más que como destino”10. Terror a reconocer que la tumba permanece abierta esperando que algún orden sea posible. La tragedia en la que ningún destino parece cumplirse, se interroga a sí misma para doblegarse frente al mal sin aditivos. Los hombres han ido mis allá de los dioses al establecer que “todo es posible”: se han vencido las fronteras de lo imaginable y hasta la posibilidad de preguntarse “por qué”, ha cesado.8. David Rousset11 encuentra el universo de los campos de concentración como un “astro muerto cargado de cadáveres” que seguía viviendo en el mundo. En la Argentina hay muertos en una tierra muerta, invisible. La que reconoce al muerto, lo acoge, lo reintegra, es una tierra viva que permite a los deudos retirarse sabiendo que el mundo continúa. Entonces, recién entonces, la memoria se hace posible. La memoria enraíza sobre heridas cerradas, se edifica sobre la convicción de que algo irreversible, y por lo tanto irreparable, ha acontecido. Los desaparecidos, en cuanto tales, no propician una memoria. Son una espera; son, en todo caso, un puro dolor que vive en el doliente y que amenaza disolverse cuando el deudo desaparezca o cuando agote su capacidad de dolor. El duelo tiende al consuelo y en el consuelo se realiza, “hace de la vieja desdicha el ingrediente que enriquecerá una experiencia mía”, escribe Vladimir Yankelevitch.12 La memoria es ajena al orden del consuelo, aunque presupone el duelo. Está después del duelo: es una decisión voluntaria de recordar y, por lo tanto, es patrimonio de la ética. Prescribe, es tributaria de la Ley que hace hombre a los hombres y, como la Ley, no concluye a condición de que sea transmitida. Sin duelo, sin cuerpo donde la muerte se asiente y sin tierra viva que lo cobije, la memoria no logra realizarse; estrictamente, no tiene qué recordar.Notas1 Hanna Arendt, “L’image de l’enfer”, en Auschwitz et Jerusalem, París, ed. Deux Temps Tierce, 1991 (citado en Myriam Revaultd d’Allones, Ce que l’homme fait à l’homme, París, ed. du Seuil.2 Pierre Vidal-Naquet, en Los asesinos de la memoria (Siglo xxi ed., 1994, p. 136) cita una página de Tucídides en la que se narra la eliminación de dos mil ilotas 400 años antes de Cristo y en la que subraya esta frase: “poco después se los haría desaparecer, y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos había sido eliminado”. Vidal-Naquet fija su atención en el “cada uno” del escrito de Tucídides y en el hecho de que los “ilotas «desaparecen», son «eliminados» (…) pero las palabras que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida”.3 En el apéndice agregado en 1976 a Si esto es un hombre (Muchnik ed., 1987), Primo Levi sostiene: “Quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: «comprender» una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás, identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a su vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultados comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros, tiene su racionalidad, lo «comprendemos»”.Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá de su propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también.”4 En la edición del 24 de marzo de 1996, Página 12 publica una entrevista al general Rodolfo Mujica, en la que afirma: “a la subversión, entre la que había gente equivocada pero idealista, valiente, porque hubo quien murió en los montes tucumanos gritando en favor de sus ideas mientras enfrentaba al enemigo que lo reprimía, se la podía combatir de dos formas. Una era el combaste oficial, que se logró recién con la firma del decreto que autorizaba la participación de las fuerzas armadas en la represión, y la otra, con la que no podía coincidir nunca un militar de verdad: actuar por izquierda, como actuó la triple A, dirigida, para nosotros por el señor López Rega, habrá tenido sus adeptos dentro del ejército, como pudo tenerlos dentro de los médicos, los ingenieros o los periodistas. Pero la triple A empezó a actuar subvirtiendo el orden militar. Y para los militares que tenían relativa jerarquía eso no era admisible. Tanto es así, que con fecha del 18 de junio de 1975 hago saber mi inquietud por la existencia de estos grupos a mi comandante de cuerpo, que la recibió y elevó a las autoridades militares. Si luego el combate a la subversión cegó a quienes se dedicaron a luchar de igual a igual con 1a guerrilla y con ello se perdió mucho del prestigio militar, es otra cosa. Los encegueció pensar que el país podía tener zonas liberadas, los encegueció ver la hipocresía de los que no querían que se procediera con franqueza, con total lealtad, imponiendo la pena de muerte. Así, en un país donde estaba muriendo tanta gente, en vez de aplicar la pena máxima a quien lo merecía, se mató con la triple A o con lo que fuera, por izquierda.”5 Esta afirmación no desconoce algunos intentos rigurosos aunque fragmentarios. El libro A veinte años del golpe (Homo Sapiens ed., Rosario, 1996), por ejemplo, ofrece trabajos vinculados a la última dictadura argentina. Allí mismo los compiladores, Hugo Quiroga y César Teach, reconocen que “la comprensión de un tiempo complejo como el nuestro, cubierto de incógnitas, implica –parafraseando a Hanna Arendt– la ineludible apertura de un proceso de autocomprensión. La comprensión del autoritarismo militar no podría, entonces, quedar separada del proceso de autocomprensión de la sociedad argentina”.6 Roberto Cossa, “La respuesta va a ser terrible”, Página 12, Suplemento cultural, 24/3/96.7 Tomás Eloy Martínez, “El miedo de los argentinos”, La Opinión, 13/8/75.8 Ver Héctor Schmucler, “Formas del olvido”, Confines Nº 1, Buenos Aires, 1995.9 Ver Nicole Loraux, Madres en duelo, Buenos Aires, Ed. de la equis, 1995, el sugerente estudio que realiza a partir del lugar que ocupan las madres en la tragedia.10 Myriam Revault d’Allones, Ce que l’homme fait á l’homme, op. cit.11 David Rousset, L’univers concentrationnaire, París, ed. de Minuit, 1965.12 Vladimir Yankelevitch, La mala conciencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.---------------------------------------------------------------------- Pensamiento de los confines, n. 3, septiembre de 1996 / Págs. 9-12.
1. Un texto de Hanna Arendt publicado en 19461 describe, con rara intensidad, la aniquilación de los judíos en los campos de concentración: “Después vinieron las fábricas de la muerte y todos murieron no en calidad de individuos, es decir de hombres y mujeres, de niños o adultos, de muchachos y muchachas, buenos o malos, bellos o feos, sino que fueron reducidos al mínimo común denominador de la vida orgánica, hundidos en el abismo más sombrío y más profundo de la igualdad primera; murieron como ganado, como cosas que no poseyeran cuerpo ni alma, ni siquiera un rostro donde la muerte hubiera podido estampar su sello”. Hay un acto que es peor que la muerte y que no encuentra explicación en ninguna contingencia histórica: negar la posibilidad de morir como ser humano, desdibujar la identidad de los cuerpos en los que la muerte puede dejar testimonio de que ése que murió había tenido vida. Si la vida, en los hombres, sólo se manifiesta en sujetos únicos, la muerte genérica es incapaz de mencionar la muerte humana; por eso es inagotable la necesidad de saber cómo murió cada uno2 y, por eso, la incertidumbre no tiene consuelo.2. No nos urge saber a cada instante que alguien está vivo; en cambio, es perentoria la exigencia de confirmar la muerte. Porque cada uno tiene una muerte propia, sólo el muerto es testimonio de su muerte. Sin muerte propia, no es verdaderamente un muerto. El sustantivo, “muerto”, no casualmente, evoca únicamente al hombre. En todos los otros casos la muerte es percibida como un momento particular, pero uno más, del acontecer temporal. Así, un animal, un vegetal, hasta un espíritu, pueden estar muertos, pero “el muerto” siempre habla de un ser humano: la muerte, para los seres humanos, es un absoluto. Negar el derecho de morir como “cada uno”, nos coloca en presencia del mal superlativo. Mientras “no matarás” es una orden fundante de nuestra concepción del hombre, no permitir la muerte es algo extraño al pensamiento. La shoa implementada por los nazis y la técnica de “desaparición” practicada en la Argentina durante la dictadura instalada el 24 de marzo de 1976 tienen en común el no permitir la muerte de cada uno. Ambas resultan incomprensibles3 y, sin embargo, nada pone tanto en juego el sentido mismo del pensar como la necesidad de saber de qué forma lo impensable se hizo posible.3. Es probable que el Golpe de Estado sin los desaparecidos y el nazismo sin la shoa, hubieran adquirido significaciones distintas a las que ahora se les otorga. Los recorridos de la historia no coinciden, obligadamente, con la presencia de acontecimientos que adquieren relevancia propia y que por su magnitud iluminan el sentido de una época. No hay continuidad necesaria entre el Golpe Estado y los desaparecidos, aunque se acepte que el Golpe tuvo como motor y objetivo central el extirpar una guerrilla que había impuesto su marca en la vida de la Nación. La desaparición –técnica consciente y exitosamente utilizada por las fuerzas represivas– va más allá de la crueldad que implica: está en la zona de lo no calculable, de lo que la imaginación ni siquiera debería proponer si es que en ella aún persisten rasgos de humanidad. No se trata de la muerte de los “enemigos” porque –si esto es escuchable– en la aborrecible contabilidad de la guerra, las muertes no fueron gratuitas4. El Golpe de Estado, en cambio, está teñido por los desaparecidos. De la misma manera las cámaras de gas son indisociables del hitlerismo, aunque numerosos trabajos tratan de indagar si el genocidio hace o no a la naturaleza del nazismo.4. Los sucesos del Golpe de Estado, así como la historia del nazismo, son narrables. El acontecimiento de los desaparecidos o la decisión de que los individuos de un pueblo pueden ser eliminados sólo por pertenecerá ese pueblo, carece de palabras. Pero, dijimos antes, el silencio no es tolerable aunque la apuesta sea el fracaso. El riesgo de hablar es manifiesto: si aquello a lo que se alude es inabarcable, toda palabra será defectuosa y estará marcada por la desesperación. El que da testimonio no espera nada, pero no puede dejar de ofrecerlo y, en ese sentido, las palabras –éste, mi propio discurso– tienen algo de desesperado, abierto al riesgo. También existen riesgos menores, más mundanos, pero igualmente inquietantes: las palabras son ambiguas y, a la vez, implacables. Cada una marca al mundo y nos hace responsables de lo que decimos y de lo que no decimos. Tal vez por eso antes de cada afirmación nos vemos empujados a señalar lo que no se quiso decir y, aun así, el riesgo es grande: el tener oídos no es siempre garantía del oír. Tengo conciencia que entre la shoa y los “desaparecidos” median tantas distancias que, históricamente, son incomparables. Salvo en un punto: en esa presencia incomprensible del mal.5. Rigurosamente, en el mal no hay causalidad. Nada lo explica ni es posible instalarlo en un lugar previsible de consecuencias encadenadas. La shoa y los “desaparecidos”, en su insoportable dimensión, se desadhieren de un origen y construyen un valor en sí. Con todo, es admisible una pregunta que nos arrastra, es decir, que nos instala en el rastro de nosotros mismos: ¿cómo pudo ocurrir? Porque si el mal en sí mismo es ininterrogable desde presupuestos estrictamente humanos, no es menos plausible sostener que el mal se hace posible en condiciones determinadas. Aquí –en la indagación sobre las circunstancias que hicieron admisibles el estallido del mal– nuestra responsabilidad es indelegable. Hay que reconocer que, sin embargo, en nuestro caso aún no hemos comenzado a reconstruir sistemáticamente la historia y que los análisis políticos están cargados con prejuicios intolerantes, intereses coyunturales y miedos que paralizan e impiden indagar cómo y en qué medida la sociedad estuvo comprometida5.6. En la Argentina, las multitudes acompañaron muchas veces los cambios políticos promovidos por los militares, desde el primer golpe de estado en 1930. Las fuerzas armadas ocuparon en el imaginario social un lugar de privilegio como articuladoras de la Nación y salvaguardas de los más rectos principios. En todo caso, cuando eran pasibles de crítica, se les reprochaba no cumplir con el verdadero papel que les correspondía de acuerdo a esencialidades que las definían. No otro era el sentido de las acusaciones formuladas por el General Perón cuando fue derrocado en 1955. En 1924, mientras el fascismo crecía en el mundo, Leopoldo Lugones se adelantó en proclamar que había sonado “la hora de la espada” y las reacciones en su contra fueron minúsculas. La figura más significativa de la política argentina durante medio siglo, Juan Perón, elegido tres veces presidente de la República, había surgido del Golpe Militar de 1943 y en 1976 no resultaba sorprendente que las fuerzas armadas fueran consideradas protagonistas relevantes en prácticamente todas las combinaciones elaboradas para salir de una situación que nadie deseaba mantener. La atmósfera se había llenado de presagios, desencantos, miedos y pólvora. Roberto Cossa –entonces secretario de redacción de El cronista comercial, un diario que en aquel momento estaba estrechamente vinculado a los Montoneros– recuerda, veinte años después6, la jornada del 24 de marzo: “En uno de los corrillos, un periodista de larga militancia en la izquierda combativa arriesgó la teoría de que, por fin, se terminaría la violencia imprevisible del gobierno de Isabel Perón (…) Es probable que esa sensación la compartiéramos muchos de los integrantes del diario”. Algunos meses antes del golpe, el 13 de agosto de 1975 y recién regresado del exterior a donde había marchado tras amenazas de la Triple A, Tomás Eloy Martínez describía lo que había encontrado7: “No he oído sino frases abatidas. Nadie sabe hacia dónde el país navegará mañana, a qué tabla de salvación encomendarse, en qué rincón de la noche recuperar la fe que se ha perdido durante el día”. El Golpe de Estado de 1976 podría haber sido uno más de los tantos sucedidos desde 1930. La diferencia radicaba en que, como nunca, la sociedad toda estaba involucrada. Es cierto que las fuerzas armadas actuaron por decisión propia, pero todos los caminos se habían abierto para el paseo triunfal. El golpe parecía cerrar brutalmente un tiempo de confusión y angustia, inclusive para gran parte de la guerrilla que se ilusionaba con tener, en adelante, un enemigo con rostro claramente reconocible. Estamos atravesados de olvidos8 que oscurecen las minucias de la historia.7. El mal, sin embargo, seguirá inexplicable luego de saber cómo se hizo posible. Porque cuando se pretende nombrar el escándalo de no permitir la muerte de cada uno, sólo se escuchan balbuceos. El desaparecido no es el “no muerto”, sino el privado de la muerte. El cortejo fúnebre no puede regresar del cementerio porque la fosa está vacía: no es posible el duelo, que exige enterrar un cuerpo; ni es posible la cólera que requiere señalar a un responsable del asesinato9. La tragedia se ha instalado, pero “ha marcado la historia como terror mucho más que como destino”10. Terror a reconocer que la tumba permanece abierta esperando que algún orden sea posible. La tragedia en la que ningún destino parece cumplirse, se interroga a sí misma para doblegarse frente al mal sin aditivos. Los hombres han ido mis allá de los dioses al establecer que “todo es posible”: se han vencido las fronteras de lo imaginable y hasta la posibilidad de preguntarse “por qué”, ha cesado.8. David Rousset11 encuentra el universo de los campos de concentración como un “astro muerto cargado de cadáveres” que seguía viviendo en el mundo. En la Argentina hay muertos en una tierra muerta, invisible. La que reconoce al muerto, lo acoge, lo reintegra, es una tierra viva que permite a los deudos retirarse sabiendo que el mundo continúa. Entonces, recién entonces, la memoria se hace posible. La memoria enraíza sobre heridas cerradas, se edifica sobre la convicción de que algo irreversible, y por lo tanto irreparable, ha acontecido. Los desaparecidos, en cuanto tales, no propician una memoria. Son una espera; son, en todo caso, un puro dolor que vive en el doliente y que amenaza disolverse cuando el deudo desaparezca o cuando agote su capacidad de dolor. El duelo tiende al consuelo y en el consuelo se realiza, “hace de la vieja desdicha el ingrediente que enriquecerá una experiencia mía”, escribe Vladimir Yankelevitch.12 La memoria es ajena al orden del consuelo, aunque presupone el duelo. Está después del duelo: es una decisión voluntaria de recordar y, por lo tanto, es patrimonio de la ética. Prescribe, es tributaria de la Ley que hace hombre a los hombres y, como la Ley, no concluye a condición de que sea transmitida. Sin duelo, sin cuerpo donde la muerte se asiente y sin tierra viva que lo cobije, la memoria no logra realizarse; estrictamente, no tiene qué recordar.Notas1 Hanna Arendt, “L’image de l’enfer”, en Auschwitz et Jerusalem, París, ed. Deux Temps Tierce, 1991 (citado en Myriam Revaultd d’Allones, Ce que l’homme fait à l’homme, París, ed. du Seuil.2 Pierre Vidal-Naquet, en Los asesinos de la memoria (Siglo xxi ed., 1994, p. 136) cita una página de Tucídides en la que se narra la eliminación de dos mil ilotas 400 años antes de Cristo y en la que subraya esta frase: “poco después se los haría desaparecer, y nadie sabría de qué manera cada uno de ellos había sido eliminado”. Vidal-Naquet fija su atención en el “cada uno” del escrito de Tucídides y en el hecho de que los “ilotas «desaparecen», son «eliminados» (…) pero las palabras que designan la matanza, la muerte, no se pronuncian, y el arma del crimen permanece desconocida”.3 En el apéndice agregado en 1976 a Si esto es un hombre (Muchnik ed., 1987), Primo Levi sostiene: “Quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender casi es justificar. Me explico: «comprender» una proposición o un comportamiento humano significa (incluso etimológicamente) contenerlo, contener al autor, ponerse en su lugar, identificarse con él. Pero ningún hombre normal podrá jamás, identificarse con Hitler, Himmler, Goebbels, Eichmann e infinitos otros. Esto nos desorienta y a su vez nos consuela: porque quizás sea deseable que sus palabras (y también, por desgracia, sus obras) no lleguen nunca a resultados comprensibles. Son palabras y actos no humanos, o peor: contrahumanos, sin precedentes históricos, difícilmente comparables con los hechos más crueles de la lucha biológica por la existencia. A esta lucha podemos asimilar la guerra: pero Auschwitz nada tiene que ver con la guerra, no es un episodio, no es una forma extremada. La guerra es un hecho terrible desde siempre: podemos execrarlo pero está en nosotros, tiene su racionalidad, lo «comprendemos»”.Pero en el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá de su propio fascismo. No podemos comprenderlo; pero podemos y debemos comprender dónde nace, y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también.”4 En la edición del 24 de marzo de 1996, Página 12 publica una entrevista al general Rodolfo Mujica, en la que afirma: “a la subversión, entre la que había gente equivocada pero idealista, valiente, porque hubo quien murió en los montes tucumanos gritando en favor de sus ideas mientras enfrentaba al enemigo que lo reprimía, se la podía combatir de dos formas. Una era el combaste oficial, que se logró recién con la firma del decreto que autorizaba la participación de las fuerzas armadas en la represión, y la otra, con la que no podía coincidir nunca un militar de verdad: actuar por izquierda, como actuó la triple A, dirigida, para nosotros por el señor López Rega, habrá tenido sus adeptos dentro del ejército, como pudo tenerlos dentro de los médicos, los ingenieros o los periodistas. Pero la triple A empezó a actuar subvirtiendo el orden militar. Y para los militares que tenían relativa jerarquía eso no era admisible. Tanto es así, que con fecha del 18 de junio de 1975 hago saber mi inquietud por la existencia de estos grupos a mi comandante de cuerpo, que la recibió y elevó a las autoridades militares. Si luego el combate a la subversión cegó a quienes se dedicaron a luchar de igual a igual con 1a guerrilla y con ello se perdió mucho del prestigio militar, es otra cosa. Los encegueció pensar que el país podía tener zonas liberadas, los encegueció ver la hipocresía de los que no querían que se procediera con franqueza, con total lealtad, imponiendo la pena de muerte. Así, en un país donde estaba muriendo tanta gente, en vez de aplicar la pena máxima a quien lo merecía, se mató con la triple A o con lo que fuera, por izquierda.”5 Esta afirmación no desconoce algunos intentos rigurosos aunque fragmentarios. El libro A veinte años del golpe (Homo Sapiens ed., Rosario, 1996), por ejemplo, ofrece trabajos vinculados a la última dictadura argentina. Allí mismo los compiladores, Hugo Quiroga y César Teach, reconocen que “la comprensión de un tiempo complejo como el nuestro, cubierto de incógnitas, implica –parafraseando a Hanna Arendt– la ineludible apertura de un proceso de autocomprensión. La comprensión del autoritarismo militar no podría, entonces, quedar separada del proceso de autocomprensión de la sociedad argentina”.6 Roberto Cossa, “La respuesta va a ser terrible”, Página 12, Suplemento cultural, 24/3/96.7 Tomás Eloy Martínez, “El miedo de los argentinos”, La Opinión, 13/8/75.8 Ver Héctor Schmucler, “Formas del olvido”, Confines Nº 1, Buenos Aires, 1995.9 Ver Nicole Loraux, Madres en duelo, Buenos Aires, Ed. de la equis, 1995, el sugerente estudio que realiza a partir del lugar que ocupan las madres en la tragedia.10 Myriam Revault d’Allones, Ce que l’homme fait á l’homme, op. cit.11 David Rousset, L’univers concentrationnaire, París, ed. de Minuit, 1965.12 Vladimir Yankelevitch, La mala conciencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1987.---------------------------------------------------------------------- Pensamiento de los confines, n. 3, septiembre de 1996 / Págs. 9-12.