En el siglo III d. C. estalla una crisis económica importante que va a debilitar el imperio. Como consecuencia de una serie de años de malas cosechas se produjo una escasez de alimentos, especialmente de trigo.
En el campo los esclavos y los campesinos se sublevaban contra los propietarios de las tierras. La productividad bajó y aumentó la inseguridad. También influyó la disminución del número de esclavos ya que no había nuevas conquistas y muchos de ellos habían conseguido la libertad.Después del período precedente, el de los emperadores ilíricos, durante el cual en sólo 47 años se habían proclamado 25 emperadores y el mundo romano había sufrido tanto el acoso externo como la proliferación de imperios locales, se puede decir que el Imperio Romano fue salvado, finalmente, por una revuelta militar. Cuando en el 284 el ejército sublevado en Calcedonia proclamó emperador a un oficial dálmata que asumió el nombre de Diocleciano, se abrió un período durante el cual se logró tanto la superación de la larga crisis política anterior como la elaboración de una serie de medidas que afectarían directamente a la evolución del mundo romano bajo-imperial. Al advenimiento del gran emperador reformista, el Imperio presentaba múltiples problemas que se habían ido gestando en los siglos anteriores, algunos de los cuales supo abordar con éxito, mientras que otros siguieron una evolución irreversible y, en ocasiones, aceleraron la propia estructura de la sociedad bajo-imperial. Así, por ejemplo, los ataques de los pueblos bárbaros al limes romano habían sido frecuentes durante todo el Alto Imperio: el ataque de los marcomanos y los cuados en el 166, de los mauros en Hispania en el 173, etc. Aunque tales asaltos tenían un carácter esporádico y no pusieron en peligro la estabilidad política del Imperio hasta el siglo III. Pero con la ascensión de Persia a partir del 224 (en que se instaura la dinastía sasánida), con la confederación gótica que se había formado en la cuenca del Danubio en el 248, y el constante pulular de bandas armadas a lo largo del Rin desde el 260, el Imperio vivía en medio de constantes guerras defensivas. Tal vez se hubieran podido atajar tales amenazas definitivamente, como se había hecho con anterioridad, pero mientras la presión de los pueblos bárbaros era ahora mucho mayor, el Imperio estaba peor preparado para tal empresa. Ciertamente, el ejército se había remodelado y sus efectivos eran impresionantes: hacia el 290 se calcula el cuerpo del ejército en torno a unos 400.000 hombres. La legión fue dividida en unidades más pequeñas, capaces de actuar y hacer frente a los asaltos de los bárbaros en forma de razzias. Los destacamentos fronterizos quedaron protegidos por enormes fuerzas de choque de caballería y el mando militar ya no era asumido sistemáticamente por la aristocracia imperial sino por profesionales experimentados que había destacado en sus empresas militares. Pero el ejército debía ser costeado y eran fundamentalmente las clases bajas quienes se veían más afectadas por esta carga. El Estado venía actuando como un extorsionador, a través de una burocracia administrativa que frecuentemente actuaba por medio de la coerción y la delación. Se habían acabado los tiempos en los que el botín de guerra subvenía a las necesidades del Estado. El endeudamiento era tan frecuente que, ya en el año 118, Adriano canceló una deuda al Estado de 900 millones de sestercios porque resultaba imposible de cobrar. Puesto que en el ejército recaía la defensa de la integridad del Imperio, éste, a lo largo del siglo III, fue ostentando el control del Estado. Estos emperadores, puestos por el ejército y mantenidos por él, eran autócratas que gobernaban al margen del Senado y las instituciones, de manera personalista y, a menudo, despótica. La crisis del sistema esclavista afectó fundamentalmente a las clases medias, a la burguesía urbana que tanta importancia tuvo en el progreso de la vida municipal. La mayoría de ellas obtenían sus ingresos del cultivo de la tierra. Ante la escasez de mano de obra se veían obligados a aumentar los salarios o rebajar sistemáticamente los alquileres. Sus rentas siguen una curva descendente, sobre todo desde finales del siglo III. Paralelamente, la concentración de bienes agrícolas en manos de unos pocos honestiores se amplía. El crecimiento de la gran propiedad contribuyó a que la civilización urbana decayera, ya que estas haciendas comienzan a actuar, además, como centros de producción industrial. El aumento de los salarios provoca el alza de los precios y, consecuentemente, también son mayores los gastos municipales. La decadencia de la vida ciudadana va unida a la crisis de la burguesía urbana y ambos factores incidirán de forma crítica en las estructuras del Imperio. Tampoco es ajena a este estado de cosas la crisis religiosa que, sobre todo desde mediados del siglo II, se percibe claramente. La crisis de la religión romana tradicional -estrechamente relacionada, por otra parte, con la vida municipal- se vio acelerada por la invasión de religiones orientales a lo largo del Imperio. La estrecha relación entre el sentimiento religioso y el Estado, la identificación entre derecho sagrado y derecho público, hizo que la transformación de las estructuras del Estado afectase a la autoridad de las antiguas tradiciones. Los emperadores antoninianos, apoyándose en los valores del estoicismo y del neoplatonismo, intentaron dotarla de un contenido moral-filosófico nuevo. Pero tal reforma no podía ser popular: se trataba de un sistema demasiado elaborado para que pudiera penetrar en los sectores menos cultivados. La mayor importancia de esta reelaboración religiosa fue que creó las condiciones necesarias para que pudieran arraigar otras religiones, en concreto, las orientales y, entre ellas, el cristianismo. La persecución de Diocleciano fue un intento vano de erradicación del peligro que, para la estabilidad del Estado, parecía implicar esta religión arrogante en la que la creencia en su dios excluía y combatía a todos los demás.La reforma del Estado emprendida por C. Aurelio Valerio Diocleciano (nombre que adoptó tras ser elevado por el ejército al poder en el 284), fue de enorme importancia y revelaba las dotes de estadista que poseía este excelente militar. La compleja situación del Imperio, que contemplaba tanto problemas de orden exterior como problemas que afectaban a las propias estructuras del Imperio, hacia imposible o ineficaz que el mando y la autoridad se concentraran en un solo emperador. Asó procedió a la elaboración de un sistema político, denominado tetrarquía, que sin ser totalmente nuevo (el poder compartido era el habitual durante la República y aún en el Imperio se dio en algunas ocasiones) presentaba perfiles propios y adecuados al momento. Inicialmente, en el 286, nombró a un segundo emperador asociado a él, al que encomendó la solución de los problemas occidentales, tales como la defensa del Rin ante la invasión de alemanes, francos y otras tribus germánicas, las incursiones de los sajones en las costas de Bretaña y las revueltas de los bagaudas (masas campesinas proletarizadas) en la Galia. Este emperador fue designado con el nombre de M. Aurelio Valerio Maximiano. Este nombre intentaba traducir la idea de una filiación, de un parentesco político llevado al terreno de lo personal. Al mismo tiempo, mientras Diocleciano seguía siendo el sumo emperador, el Augusto, Maximiano accedía al Imperio como César. Esta misma jerarquización se establecía entre los epítetos divinos que ambos emperadores decidieron ostentar: Diocleciano es representado siempre como Iovius, mientras que Maximiano lo era, a su vez, como Herculeus. Las razones de atribuirse esta ascendencia divina ficticia son difíciles de explicar. Tal vez se intentara reforzar la autoridad de la persona del Emperador (tan devaluada en los años anteriores), pero la jerarquización entre ambos era evidente: sus relaciones mutuas se expresaban a través de la de Júpiter, el dios supremo y Hércules, el más eminente de los héroes divinizados. La influencia del mundo persa, que atribuía un carácter divino al monarca, sin duda influyó también en esta decisión de Diocleciano, como influyó en todo el ceremonial de la corte: la suntuosidad, la postración ante el emperador, etc. Mientras Maximiano combatía a los germanos en el Rin y rechazaba (a través de sus generales) las invasiones y saqueos de los mauros en Africa, Diocleciano obligaba a los persas a abandonar la Mesopotamia romana que habían ocupado en el 283, vencía a los sármatas en el Alto Danubio, expulsaba a las bandas árabes de Siria y sofocaba una sublevación en Egipto. Las empresas militares eran ingentes, pero la necesidad de abordar un programa de reformas internas era inaplazable para Diocleciano. Así pues, en el 293, procedió a la culminación del sistema político de gobierno. Ese año fueron elegidos otros dos emperadores con el rango de césares: C. Galerio Valerio Maximiano y C. Flavio Valerio Constancio. Ambos, como se ve, asumieron también el patronímico de Valerio. Maximiano se elevó a la categoría de augusto y mientras asoció a la acción en el área occidental al césar Constancio, Diocleciano asociaba al césar Galerio a la parte oriental. Había, pues, dos emperadores vinculados a Júpiter y dos vinculados a Hércules. Para reforzar esta unión y plasmar la imagen no de un imperio disgregado, sino de una única autoridad que sólo contemplaba el reparto de funciones, se establecieron alianzas matrimoniales que unieron a los césares con sus respectivos augustos. Galerio se casó con Valeria, hija de Diocleciano, y Constancio (que antes había vivido con Helena, con la que había tenido un hijo, el futuro emperador Constantino), se casó con Teodora, hija de Maximiano. A ambos césares les fueron asignados los recursos necesarios para administrar y ejercer el poder (en calidad de auxiliares de los augustos) en las áreas asignadas: a Galerio el conjunto de países situados al sur del Danubio, desde el Mar Negro hasta los Alpes, teniendo como centro Salónica. A Constancio Cloro (apelativo con el que era designado) la Galia, a la que se añade después Britania, con la capitalidad en Tréveris. Maximiano actuaría principalmente en Italia y Africa, con capital en Milán, y Diocleciano en las provincias orientales y Egipto, con capital en Nicomedia. No obstante, esta distribución de áreas no era rígida, puesto que en ocasiones debieron actuar donde fuese preciso, con independencia de que se tratase de su zona o no, como por ejemplo Galerio, que fue encargado por Diocleciano de proteger la frontera contra los persas en el 296, librando contra éstos varias batallas que culminaron con la victoria de Galerio y la extensión de la Mesopotamia romana hasta el Tigris superior. Este sistema colegiado de gobierno, que se contemplaba como perdurable, suponía que tras la abdicación de los augustos, los césares pasaran a sustituirlos y designaran a su vez a otros dos césares. Si bien no se prohibía que los nuevos césares pudieran ser hijos de los emperadores, lo cierto es que el principio de la sucesión se fundaba, sobre todo, en la capacidad y experiencia del candidato. También parece que se contemplaba la abdicación de los augustos como regla constitucional. La falta de continuidad posterior impide constatar si este plazo se establecía a los veinte años del acceso al nombramiento de cesar (lo que coincide con la abdicación de los primeros tetrarcas) o se relacionaba con la edad y las facultades físicas y psíquicas de los augustos. Diocleciano se retiró en el 303 y en el 305 obligó a Maximiano a abdicar, que no parecía estar muy dispuesto a retirarse. El sistema tetrárquico era casi perfecto y se adecuaba a la situación presente del imperio. Resultaba no sólo eficaz, sino también más pragmático por lo que se refiere al procedimiento de captación. Mientras vivió Diocleciano, al que se le reconoce un prestigio enorme y gran ascendiente sobre los otros emperadores, no hubo problemas. Las intrigas e intereses personales vulneraron posteriormente el funcionamiento de la institución y su duración fue mucho menor de la que sin duda hubiera deseado Diocleciano.
En el campo los esclavos y los campesinos se sublevaban contra los propietarios de las tierras. La productividad bajó y aumentó la inseguridad. También influyó la disminución del número de esclavos ya que no había nuevas conquistas y muchos de ellos habían conseguido la libertad.Después del período precedente, el de los emperadores ilíricos, durante el cual en sólo 47 años se habían proclamado 25 emperadores y el mundo romano había sufrido tanto el acoso externo como la proliferación de imperios locales, se puede decir que el Imperio Romano fue salvado, finalmente, por una revuelta militar. Cuando en el 284 el ejército sublevado en Calcedonia proclamó emperador a un oficial dálmata que asumió el nombre de Diocleciano, se abrió un período durante el cual se logró tanto la superación de la larga crisis política anterior como la elaboración de una serie de medidas que afectarían directamente a la evolución del mundo romano bajo-imperial. Al advenimiento del gran emperador reformista, el Imperio presentaba múltiples problemas que se habían ido gestando en los siglos anteriores, algunos de los cuales supo abordar con éxito, mientras que otros siguieron una evolución irreversible y, en ocasiones, aceleraron la propia estructura de la sociedad bajo-imperial. Así, por ejemplo, los ataques de los pueblos bárbaros al limes romano habían sido frecuentes durante todo el Alto Imperio: el ataque de los marcomanos y los cuados en el 166, de los mauros en Hispania en el 173, etc. Aunque tales asaltos tenían un carácter esporádico y no pusieron en peligro la estabilidad política del Imperio hasta el siglo III. Pero con la ascensión de Persia a partir del 224 (en que se instaura la dinastía sasánida), con la confederación gótica que se había formado en la cuenca del Danubio en el 248, y el constante pulular de bandas armadas a lo largo del Rin desde el 260, el Imperio vivía en medio de constantes guerras defensivas. Tal vez se hubieran podido atajar tales amenazas definitivamente, como se había hecho con anterioridad, pero mientras la presión de los pueblos bárbaros era ahora mucho mayor, el Imperio estaba peor preparado para tal empresa. Ciertamente, el ejército se había remodelado y sus efectivos eran impresionantes: hacia el 290 se calcula el cuerpo del ejército en torno a unos 400.000 hombres. La legión fue dividida en unidades más pequeñas, capaces de actuar y hacer frente a los asaltos de los bárbaros en forma de razzias. Los destacamentos fronterizos quedaron protegidos por enormes fuerzas de choque de caballería y el mando militar ya no era asumido sistemáticamente por la aristocracia imperial sino por profesionales experimentados que había destacado en sus empresas militares. Pero el ejército debía ser costeado y eran fundamentalmente las clases bajas quienes se veían más afectadas por esta carga. El Estado venía actuando como un extorsionador, a través de una burocracia administrativa que frecuentemente actuaba por medio de la coerción y la delación. Se habían acabado los tiempos en los que el botín de guerra subvenía a las necesidades del Estado. El endeudamiento era tan frecuente que, ya en el año 118, Adriano canceló una deuda al Estado de 900 millones de sestercios porque resultaba imposible de cobrar. Puesto que en el ejército recaía la defensa de la integridad del Imperio, éste, a lo largo del siglo III, fue ostentando el control del Estado. Estos emperadores, puestos por el ejército y mantenidos por él, eran autócratas que gobernaban al margen del Senado y las instituciones, de manera personalista y, a menudo, despótica. La crisis del sistema esclavista afectó fundamentalmente a las clases medias, a la burguesía urbana que tanta importancia tuvo en el progreso de la vida municipal. La mayoría de ellas obtenían sus ingresos del cultivo de la tierra. Ante la escasez de mano de obra se veían obligados a aumentar los salarios o rebajar sistemáticamente los alquileres. Sus rentas siguen una curva descendente, sobre todo desde finales del siglo III. Paralelamente, la concentración de bienes agrícolas en manos de unos pocos honestiores se amplía. El crecimiento de la gran propiedad contribuyó a que la civilización urbana decayera, ya que estas haciendas comienzan a actuar, además, como centros de producción industrial. El aumento de los salarios provoca el alza de los precios y, consecuentemente, también son mayores los gastos municipales. La decadencia de la vida ciudadana va unida a la crisis de la burguesía urbana y ambos factores incidirán de forma crítica en las estructuras del Imperio. Tampoco es ajena a este estado de cosas la crisis religiosa que, sobre todo desde mediados del siglo II, se percibe claramente. La crisis de la religión romana tradicional -estrechamente relacionada, por otra parte, con la vida municipal- se vio acelerada por la invasión de religiones orientales a lo largo del Imperio. La estrecha relación entre el sentimiento religioso y el Estado, la identificación entre derecho sagrado y derecho público, hizo que la transformación de las estructuras del Estado afectase a la autoridad de las antiguas tradiciones. Los emperadores antoninianos, apoyándose en los valores del estoicismo y del neoplatonismo, intentaron dotarla de un contenido moral-filosófico nuevo. Pero tal reforma no podía ser popular: se trataba de un sistema demasiado elaborado para que pudiera penetrar en los sectores menos cultivados. La mayor importancia de esta reelaboración religiosa fue que creó las condiciones necesarias para que pudieran arraigar otras religiones, en concreto, las orientales y, entre ellas, el cristianismo. La persecución de Diocleciano fue un intento vano de erradicación del peligro que, para la estabilidad del Estado, parecía implicar esta religión arrogante en la que la creencia en su dios excluía y combatía a todos los demás.La reforma del Estado emprendida por C. Aurelio Valerio Diocleciano (nombre que adoptó tras ser elevado por el ejército al poder en el 284), fue de enorme importancia y revelaba las dotes de estadista que poseía este excelente militar. La compleja situación del Imperio, que contemplaba tanto problemas de orden exterior como problemas que afectaban a las propias estructuras del Imperio, hacia imposible o ineficaz que el mando y la autoridad se concentraran en un solo emperador. Asó procedió a la elaboración de un sistema político, denominado tetrarquía, que sin ser totalmente nuevo (el poder compartido era el habitual durante la República y aún en el Imperio se dio en algunas ocasiones) presentaba perfiles propios y adecuados al momento. Inicialmente, en el 286, nombró a un segundo emperador asociado a él, al que encomendó la solución de los problemas occidentales, tales como la defensa del Rin ante la invasión de alemanes, francos y otras tribus germánicas, las incursiones de los sajones en las costas de Bretaña y las revueltas de los bagaudas (masas campesinas proletarizadas) en la Galia. Este emperador fue designado con el nombre de M. Aurelio Valerio Maximiano. Este nombre intentaba traducir la idea de una filiación, de un parentesco político llevado al terreno de lo personal. Al mismo tiempo, mientras Diocleciano seguía siendo el sumo emperador, el Augusto, Maximiano accedía al Imperio como César. Esta misma jerarquización se establecía entre los epítetos divinos que ambos emperadores decidieron ostentar: Diocleciano es representado siempre como Iovius, mientras que Maximiano lo era, a su vez, como Herculeus. Las razones de atribuirse esta ascendencia divina ficticia son difíciles de explicar. Tal vez se intentara reforzar la autoridad de la persona del Emperador (tan devaluada en los años anteriores), pero la jerarquización entre ambos era evidente: sus relaciones mutuas se expresaban a través de la de Júpiter, el dios supremo y Hércules, el más eminente de los héroes divinizados. La influencia del mundo persa, que atribuía un carácter divino al monarca, sin duda influyó también en esta decisión de Diocleciano, como influyó en todo el ceremonial de la corte: la suntuosidad, la postración ante el emperador, etc. Mientras Maximiano combatía a los germanos en el Rin y rechazaba (a través de sus generales) las invasiones y saqueos de los mauros en Africa, Diocleciano obligaba a los persas a abandonar la Mesopotamia romana que habían ocupado en el 283, vencía a los sármatas en el Alto Danubio, expulsaba a las bandas árabes de Siria y sofocaba una sublevación en Egipto. Las empresas militares eran ingentes, pero la necesidad de abordar un programa de reformas internas era inaplazable para Diocleciano. Así pues, en el 293, procedió a la culminación del sistema político de gobierno. Ese año fueron elegidos otros dos emperadores con el rango de césares: C. Galerio Valerio Maximiano y C. Flavio Valerio Constancio. Ambos, como se ve, asumieron también el patronímico de Valerio. Maximiano se elevó a la categoría de augusto y mientras asoció a la acción en el área occidental al césar Constancio, Diocleciano asociaba al césar Galerio a la parte oriental. Había, pues, dos emperadores vinculados a Júpiter y dos vinculados a Hércules. Para reforzar esta unión y plasmar la imagen no de un imperio disgregado, sino de una única autoridad que sólo contemplaba el reparto de funciones, se establecieron alianzas matrimoniales que unieron a los césares con sus respectivos augustos. Galerio se casó con Valeria, hija de Diocleciano, y Constancio (que antes había vivido con Helena, con la que había tenido un hijo, el futuro emperador Constantino), se casó con Teodora, hija de Maximiano. A ambos césares les fueron asignados los recursos necesarios para administrar y ejercer el poder (en calidad de auxiliares de los augustos) en las áreas asignadas: a Galerio el conjunto de países situados al sur del Danubio, desde el Mar Negro hasta los Alpes, teniendo como centro Salónica. A Constancio Cloro (apelativo con el que era designado) la Galia, a la que se añade después Britania, con la capitalidad en Tréveris. Maximiano actuaría principalmente en Italia y Africa, con capital en Milán, y Diocleciano en las provincias orientales y Egipto, con capital en Nicomedia. No obstante, esta distribución de áreas no era rígida, puesto que en ocasiones debieron actuar donde fuese preciso, con independencia de que se tratase de su zona o no, como por ejemplo Galerio, que fue encargado por Diocleciano de proteger la frontera contra los persas en el 296, librando contra éstos varias batallas que culminaron con la victoria de Galerio y la extensión de la Mesopotamia romana hasta el Tigris superior. Este sistema colegiado de gobierno, que se contemplaba como perdurable, suponía que tras la abdicación de los augustos, los césares pasaran a sustituirlos y designaran a su vez a otros dos césares. Si bien no se prohibía que los nuevos césares pudieran ser hijos de los emperadores, lo cierto es que el principio de la sucesión se fundaba, sobre todo, en la capacidad y experiencia del candidato. También parece que se contemplaba la abdicación de los augustos como regla constitucional. La falta de continuidad posterior impide constatar si este plazo se establecía a los veinte años del acceso al nombramiento de cesar (lo que coincide con la abdicación de los primeros tetrarcas) o se relacionaba con la edad y las facultades físicas y psíquicas de los augustos. Diocleciano se retiró en el 303 y en el 305 obligó a Maximiano a abdicar, que no parecía estar muy dispuesto a retirarse. El sistema tetrárquico era casi perfecto y se adecuaba a la situación presente del imperio. Resultaba no sólo eficaz, sino también más pragmático por lo que se refiere al procedimiento de captación. Mientras vivió Diocleciano, al que se le reconoce un prestigio enorme y gran ascendiente sobre los otros emperadores, no hubo problemas. Las intrigas e intereses personales vulneraron posteriormente el funcionamiento de la institución y su duración fue mucho menor de la que sin duda hubiera deseado Diocleciano.