La cultura en el siglo XVII se basa fundamentalmente en el impacto de la Ilustración y las ideas ilustradas. La nueva filosofía eleva la razón a principio rector de las relaciones entre los hombres y entre los hombres y la Naturaleza, e impregnará todos los ámbitos del saber y de la cultura: la ciencia, la educación, el arte, la literatura o la música.. El nuevo despertar de un hombre abierto a la racionalidad chocará con la tradición eclesiástica; las críticas ilustradas a la fe por parte de los ilustrados serán contestadas desde las religiones. Esta apertura del hombre a la cultura y el conocimiento intentará ser llevada por los intelectuales a la generalidad del pueblo, siguiendo la premisa de que la felicidad de los pueblos puede conseguirse mediante el saber y la instrucción generalizadas. Ya en sus postrimerías, 1784, Emmanuel Kant define la Ilustración como la emancipación de la conciencia humana del estado de ignorancia y error por medio del conocimiento. El siglo XIX aporta inicialmente una visión menos positiva e, incluso, supone una reacción en su contra. Para los románticos no es más que una época de pensadores mecanicistas; para las mentes conservadoras, sus ideas resultan demasiado radicales; para los radicales, elitistas antes que revolucionarias. El siglo XX significa una visión renovada del período. Sucesivas investigaciones, multiplicadas a partir de los años sesenta, nos muestran a Las Luces como un movimiento fundamentalmente crítico, nacido en el campo del pensamiento y las ideas, que intentó repensar en un nuevo idioma valores y creencias de la civilización occidental. Incidió sobre todo en los conceptos de Dios, razón, naturaleza y hombre, aspirando a lograr la felicidad de éste por medio de la libertad que le daría, como ya dijo el filósofo alemán, el conocimiento útil de las cosas proporcionado por la razón. No por azar los nombres con que se denomina el movimiento en cada país aluden, de un modo u otro, a esa idea de luz: Ilustración (España), Lumières (Francia), Aufklärung (Alemania), Enlightment (Inglaterra), Illuminismo (Italia). Para Peter Gay, cuya obra publicada en dos volúmenes entre 1966-1969 es una de las pioneras en la moderna investigación sobre el tema, la Ilustración fue el fruto del trabajo de un grupo de personas que se conocían, se admiraban y se leían unas a otras. Provenían de Francia (Montesquieu, Voltaire, Diderot), Inglaterra (Hume, Gibbon), Ginebra (Rousseau), Alemania (Holbach, Kant, Herder), Italia (Vico), América (Franklin). Hay además, psicólogos (La Mettrie, Helvètius), utilitaristas (Bentham), penalistas (Beccaria), economistas (Adam Smith), etc. Tal diversidad geográfica y de intereses intelectuales es la que hace de Las Luces un movimiento complejo, de naturaleza difícil de sistematizar y carente de un código consistente. El lazo que une a todos sus componentes hemos de buscarlo en el ataque que realizan a las vías establecidas de la vida europea, en esa búsqueda de lo que ellos mismos definen como "la mayor felicidad para el mayor número" y en el asentimiento que muestran en torno a una serie de ideas, sobre todo las de tolerancia y razón. Más allá de esto, encontramos desacuerdos, puntos de vista diversos, a veces hasta conflictivos y opuestos, actitudes diferentes hacia los mismos temas. Así, en la cuna del movimiento, Francia, los ilustrados se van a caracterizar por los feroces ataques que dirigen a la Monarquía, el absolutismo y la religión, aunque no faltan ocasiones en que aplauden fuera lo que critican dentro. Buena prueba la constituyen las reacciones favorables producidas al conocerse la política antijesuítica de Pombal sin tener en cuenta la dureza con que se realizaba. En cualquier caso, más allá de las fronteras francesas la situación es otra. De un lado, las nuevas ideas suelen resultar aceptadas por las esferas oficiales que reconocen la necesidad de introducir reformas y encuentran a aquéllas útiles para conducirlas. Los ilustrados mantienen estrechas relaciones con el Estado que los protege y estimula la difusión de su pensamiento como medio de lucha contra las fuerzas reaccionarias internas. Algunos monarcas, caso de Catalina II, buscan más esta difusión de los escritos que la dirección de sus autores; otros, Carlos III, tratará de vincularlos a la acción de gobierno. Estas vinculaciones, sin embargo, no son óbice para que en todos los países, al igual que en Francia, los ilustrados sigan siendo más conocidos como pensadores que como estadistas. De otra parte, un segundo punto de divergencia entre las luces europeas y galas lo encontramos en la religión: Dentro de los territorios católicos, los ataques más que hacia la doctrina se dirigen de forma directa contra Roma, el poder de la curia y las riquezas del clero, especialmente las de los monasterios que llegarán a pasar total o parcialmente al Estado (territorios imperiales y Austria). En los ámbitos del protestantismo, ni siquiera se producen estas actuaciones. También encontramos diferencias respecto a los temas que más atraen la atención de los pensadores y la forma de tratarlos. En Italia lo que en verdad preocupa a los ilustrados es la aplicación de sus ideas a la economía y la reforma penal. Tal es lo que intenta con sus obras Beccaria (1738-1794), jurisconsulto y también economista, al igual que sus contemporáneos Genovesi (1713-1769) y Galiani (1728-1787). No faltan tampoco obras teóricas, debidas sobre todo a Muratori (1672-1750), sacerdote atraído por la historia y la poesía, y a Vico (1668-1744), creador de la teoría de los ciclos para explicar el desarrollo histórico, como veremos más adelante. Por su parte, la Aufklärung alemana se orientó más hacia la ciencia y la educación, los problemas religiosos y morales, estando exenta, en la mayor parte de los casos, del frío racionalismo francés y del peso que tiene en éste el pensamiento político. La multiplicidad de Estados y la diversidad religiosa van a otorgar al movimiento ilustrado una gran riqueza de formas, unas peculiaridades regionales y confesionales superiores a las de otros países. En las Provincias Unidas y en Inglaterra, las ideas ilustradas nunca tuvieron que enfrentarse al pasado por razones distintas. En el caso holandés, los problemas de Las Luces habían quedado resueltos esencialmente en la centuria anterior y dentro de su tradición de erasmismo, tolerancia religiosa, relativismo político. Es más, la oligarquización social que vive frena el desarrollo cultural y limita su protagonismo a ser un centro importante del comercio de publicaciones. Respecto a Inglaterra, también había conquistado en el Seiscientos las libertades políticas, religiosas y personales. Su interés, por tanto, no está en atacar al Antiguo Régimen, inexistente, o en crear otro nuevo, que ya tiene. Lo que les preocupa es ver si en la práctica la libertad personal se armoniza con la estabilidad socio-política, el gobierno constitucional evita los peligros de anarquía o despotismo, la riqueza enfrenta a las clases y corrompe el gobierno. Esta mayor preocupación por las cuestiones del aquí y el ahora adquiere especial significado en la Ilustración escocesa, pionera de los análisis sociológicos y económicos. En clara contraposición con esta Ilustración inglesa europea, la que florece en sus territorios situados al otro lado del Atlántico, las trece colonias americanas, tiene el centro de sus intereses en esas ideas potencialmente revolucionarias que les acabarán conduciendo a la independencia. Finalmente, en los países del Este y Sureste europeo el movimiento ilustrado adopta muy variadas direcciones. De influencia claramente francesa, su difusión no encontró especial oposición por parte de la Iglesia oriental e, incluso, llegó a convivir con corrientes místicas. Por la estructura social de la zona, en ningún momento asumió la tarea de propugnar y procurar la renovación social. Toda esta variedad ideológica que se engloba bajo el nombre común de Ilustración es posible porque, producto importado o pensamiento propio, ella va a intentar responder a las preguntas que le hace cada pueblo y éstas difieren según las circunstancias que le son propias. Lo mismo que tienen que diferir las respuestas obtenidas y los métodos seguidos para alcanzarlas, determinados ambos, esencialmente, por los valores culturales de cada sociedad. Establecer una cronología exacta y uniforme del movimiento ilustrado para todos los países resulta cuando menos tan difícil como reducir a un todo unívoco su naturaleza. No obstante, es posible establecer unos límites más o menos amplios entre los cuales se desarrollan sus principales producciones. Las raíces del pensamiento de la Ilustración se encuentran en el siglo XVII: en la influencia del cartesianismo, en los avances científicos y, sobre todo, en el pensamiento del empirismo inglés y de su gran figura, Locke. Durante los años de tránsito de una centuria a otra, el periodo que Paul Hazard denominó la crisis de la conciencia europea, sus ideas empiezan a formularse y el camino queda listo para que aparezcan sus grandes definidores. No tardarán mucho. Su lugar de residencia por antonomasia será Francia, cuna también de gran parte de las principales figuras. Para algunos autores, la fecha de nacimiento de Las Luces se sitúa en torno a 1720; otros, la retrasan hasta la década siguiente haciéndola coincidir con la publicación de las obras de Voltaire, Cartas filosóficas o cartas inglesas (1734), Montesquieu, Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos... (1734), y Pope, Ensayo sobre el hombre (1732-1734). Su cima se alcanza en los decenios centrales del siglo. Es entonces cuando, en pleno monopolio ilustrado y francés del pensamiento, aparece La Enciclopedia (1751-1764) con el ánimo de recoger todos los saberes y convertirse en la biblia del movimiento. Mas ya en estos momentos culminantes entran a formar parte de la Ilustración autores que no están de acuerdo en todo con sus planteamientos; podría decirse que llevaba dentro de ella el germen que acabaría por sustituirla y ese germen era la propia diversidad de sus ideas. Aunque creían en los principios eternos y los buscaban, el pensamiento de los filósofos fluía constantemente, con gran rapidez y apenas habían establecido una línea coherente cuando nuevas evidencias venían a romperlas. En un terreno más, el del ritmo de los cambios, el siglo XVIII se aleja de lo anterior y preconiza la nueva era. La ley natural acabó convertida en un cliché; la doctrina del placer/dolor dio paso al utilitarismo; en pleno triunfo del racionalismo religioso, Wesley lanza el reto de su metodismo emocional; la Naturaleza, sinónimo de razón y prueba de la existencia de Dios, se convierte en algo para ser estudiado con objetividad científica simplemente o para ser gozado con una actitud romántica. Por su parte, las guerras de los años sesenta hacen descender la atención hacia los problemas cotidianos y domésticos, de manera especial hacia los socio-económicos. Es ahora cuando aparece la figura del pobre en los escritos, lo que unido a la lectura de la obra de Rousseau permite alumbrar una nueva generación de escritores que primero, hacia 1770, intentan adaptar los argumentos de los filósofos, muertos o menos productivos, a las nuevas circunstancias; más tarde, los atacarán, cuestionarán su autoridad y exigirán cambios. Para los años finales de siglo una nueva sensibilidad está triunfando y el pensamiento occidental se encamina hacia nuevos derroteros que terminarán en Burke, Hegel, Darwin o Marx.Los artífices principales de la Ilustración fueron los filósofos, como gustan de llamarse a sí mismos. Pero el tipo de filósofo también ha cambiado. Su principal herramienta de trabajo ya no es la erudición sino el razonamiento; su imagen de sabio abstraído de la realidad que le envuelve deja paso a la de un hombre abierto a todas las cosas e inmerso en el mundo, al que intenta conocer, entender y transformar. De ahí que muchos de ellos sean, además, periodistas, propagandistas, literatos, activistas. En su época, La Enciclopedia lo define como aquel "que pisoteando todo prejuicio, tradición, consenso universal, autoridad, en una palabra, todo lo que esclaviza a la mayoría de las mentes, se atreve a pensar por sí mismo". Ahora bien, con ser los más importantes no sería lícito considerar a los filósofos los únicos artífices del florecimiento de la Ilustración. Junto a ellos hay que tener en cuenta a los amigos, simpatizantes, viajeros, comerciantes de libros, editores de periódicos, etc., que forman una extensa red a través de la cual las nuevas ideas se difunden y llegan a los más diversos lugares. Sociológicamente hablando, muy pocas de las figuras ilustradas se hicieron a sí mismas, antes bien, casi todos nacen y viven cómodamente. Los hay nobles -Montesquieu, Condorcet, Holbach, Beccaria-, grandes terratenientes -Gibbon-, ricos burgueses -Voltaire, Helvètius, Bentham-. De ahí que, hijos de su tiempo y de su clase, sea a estos mismos grupos sociales a los que se dirigen, a los que traten de satisfacer con sus planteamientos ofreciéndoles lo que puede parecerles plausible: reforma, no revolución; progreso, en lugar de cambios radicales; una libertad entendida como obediencia a las leyes; una igualdad reducida al plano legal, mientras en la práctica consideran la desigualdad y la sociedad de órdenes natural y necesaria. No entra en su consideración el pueblo, del que se tiene una visión peyorativa al creérsele incapaz de salir de las tinieblas. Voltaire nos dirá "cuando el populacho intenta razonar está perdido". Sólo Rousseau y algunos escritores de final de siglo contemplan al pueblo desde otra perspectiva, haciéndole digno de recibir los beneficios de Las Luces. Sin embargo, al retenerse de sus obras sólo los mensajes más estridentes y enfatizarlos, acabarán produciendo confusión, frustración; alentando la actitud de querer imponer la nueva sociedad por la fuerza. Es en este sentido en el que se puede decir que las ideas ilustradas conducen a la revolución, en ningún modo por sus contenidos en sí mismos. Las mujeres también van a jugar un importante papel en la Ilustración, si no en el momento de gestarse, sí en la etapa de difundirse como salonières, literatas -Mme. Stäel, Mary Wollstonecraft- o como amigas y amantes de los ilustrados. Sin embargo, no obtendrán los mismos beneficios que el hombre. Todo lo más que se hace es reivindicar su condición de ser racional y aun esto generará oposición, dando pie a duras contestaciones. El legado ilustrado, positivo en otros aspectos, será bastante ambiguo respecto a este sexo, aunque ¿podía irse más allá teniendo en cuenta el aquí y el ahora en que nos movemos? Entre los filósofos bien pudiera distinguirse, por lo dicho hasta ahora, dos generaciones: el núcleo definidor de las ideas ilustradas y la de quienes, naciendo de ellas, preludian una nueva sensibilidad. Veamos algunas de sus biografías.Las raíces profundas del pensamiento ilustrado se encuentran en la Grecia clásica, cuyos filósofos descubren al hombre y su capacidad intelectual, encuentran regularidad en una naturaleza que dicen regida por una mente razonable. Sus antecedentes inmediatos, y más importantes, están, como hemos dicho antes, en el siglo XVII y en ese tránsito de una centuria a otra es cuando se vive el debate entre las antiguas ideas en crisis y las nuevas que comienzan a configurarse, dejando constituido el núcleo esencial de las ideas ilustradas. Naturaleza, razón, progreso son tres temas característicos y recurrentes en las obras del período. La Naturaleza es la gran rehabilitada, convirtiéndose en el principio normativo de todas las cosas y en el modelo a imitar. El retorno a ella se hace objetivo prioritario expuesto de todas las formas posibles: literaria, con crudeza moral -Diderot-, o idealizadamente -Rousseau-. Más ¿qué se entiende por naturaleza? La idea en el siglo XVIII engloba conceptos distintos, sin excluir el de estado idílico opuesto a aquel en que vive el hombre, por lo que puede ser utilizada como instrumento de crítica social. Aunque la caracterización que más se ha divulgado de ella, la roussoniana de perfectamente buena, fuese discutible en su momento, en lo que sí están de acuerdo todos los filósofos es en considerarla poderosa, ordenada y conforme en todo con la Razón. Por eso llega a sustituir a Dios; por eso se va a hablar de una igualdad, una libertad, un derecho, una religión y una moral naturales. La ley de la Naturaleza no nos dice otra cosa que, en palabras del alemán Wolff: "haz lo que os haga a ti y a tu estado más perfectos; evita lo que os haga más imperfectos". De ahí que aquélla sea, también, sinónimo de felicidad, de una felicidad que, rompiendo con el sentimiento trágico anterior, se puede conseguir sobre la tierra. Se ha dicho que el espíritu del Setecientos es racionalista por esencia y empirista por transacción. En efecto, la Razón es el gran tema ilustrado y la nueva diosa a que adorar. Había entrado en juego de forma agresiva en la centuria anterior con Descartes que la consideraba el único medio certero de conocer. En el siglo XVIII va a ser fundamentalmente critica. No atenta a tradición ni autoridades, somete todas las cosas a su examen para establecer principios claros y verdaderos de los que sacar conclusiones claras y verdaderas con las que terminar con los errores e iniciar una nueva vida. Ella es la única que puede resolver todos los problemas y la fe en sus fuerzas excepcionales es uno de los pilares básicos de la mentalidad del período. El proceso dignificador de la razón culmina en Kant que la convierte en la facultad más elevada del espíritu e invirtiendo su significado con el del entendimiento, la hace el medio de formar las ideas metafísicas del mundo, el alma y Dios. También será el único instrumento que permita al hombre abandonar su minoría, de edad y alcanzar la plenitud que supone la edad de la razón en la que puede andar por sí mismo. En cuanto a la idea de Progreso, referida a la especie humana, plasma el optimismo de la Ilustración tanto como su elevada concepción de aquélla. Su origen está en esa nueva dimensión que da Locke a las posibilidades del hombre cuando niega lo innato y lo hace fruto de las circunstancias que le rodean. La mejora de éstas redundará, por tanto, en la de aquél, al que se cree capaz de aprender, cambiar y mejorar; en una palabra, de caminar hacia su perfección. Ningún vehículo mejor para ello que la educación, que adquiere una importancia hasta ahora desconocida. En un terreno más, los ilustrados rompen con la visión pesimista de la especie que tienen clásicos y cristianos. Para la mayor parte de los filósofos esta fe ciega en el progreso tiene un sentido ético, considerándolo el camino para hacer a la humanidad mejor y más dichosa, aunque no falta la dirección materialista -Condorcet- que lo entiende sólo como progreso técnico, adelantando el positivismo del siglo XIX. Uno de los aspectos centrales del movimiento ilustrado fue la investigación de una ciencia del hombre. El siglo XVII había roto con la concepción renacentista del hombre como ser perfecto creado a imagen y semejanza de un Dios cristiano. El paso siguiente había de ser descubrir de nuevo su naturaleza utilizando el método científico. El movimiento parte de Locke, cuyas teorías psicológicas hacen todas nuestras ideas fruto de la sensación, y culmina en Helvètius, para quien el hombre puede reducirse a sensación; su carácter no es innato, sino fruto de la experiencia propia, la educación recibida y el medio social que lo envuelve. Este hombre, artífice de sí mismo, se convierte en el centro de todo, en el punto de referencia obligado para todo, incluida una nueva moral pues la antigua ha dejado de tener validez al negarse las enseñanzas teológicas y el innatismo. Conforme con el espíritu de la época, habrá de ser demostrable y basarse en principios igualmente demostrables: las sensaciones. Las ideas de lo bueno y lo malo, en consecuencia, se establecen en relación con el placer o el dolor que causen al hombre, lo que conduce a desarrollar un pensamiento hedonista cuya única norma es obedecer a las pasiones. Él servirá para reorientar los principios morales hacia la búsqueda de la felicidad y la utilidad individual aquí en la tierra, única dimensión que importa de la vida humana. Ahora bien, aunque numerosos escritores alaban las pasiones, llegando hasta el extremo de hallar algo bueno en los vicios, no todos están preparados para convertir el placer en código moral, por ello hacen de la razón -la mayoría-, o de la experiencia de la necesidad del otro, sendos frenos al mal comportamiento. Además, casi todos creen en una secreta armonía entre los intereses particulares y el bien común fruto de un indefinido espíritu natural de bienfaisance, de humanitarismo que existe en el hombre. Así nacen, paradójicamente, de un pensamiento egoísta las ideas de Humanidad y Humanitarismo como valores supremos. Quedaba, pese a todo, una pregunta: si el hombre no encuentra en sí mismo un incentivo a la conducta ética, ¿es posible hallar una fuente externa que lo obligue? Los cristianos tenían la suya, para los pensadores científicos la respuesta era más difícil. Ya en el siglo XVII Hobbes habló de las obligaciones nacidas de la formación del Estado. Sus sucesores lo hicieron de un código basado en el bienestar de la mayoría. Para Helvètius sólo las buenas leyes pueden formar hombres virtuosos. En cuanto a las teorías sobre el origen del hombre, el siglo XVIII fue fundamentalmente creacionista, acentuando su semejanza con Dios, aunque no faltan voces evolucionistas que lo hacen derivar de algunos vegetales o de animales (el orangután). La aplicación de los métodos científicos y racionalistas al análisis del campo social da como resultado un pensamiento que, obviamente, muestra gran diversidad. En el Imperio aparece influido por la Escuela de Derecho Natural, que también tiene cultivadores en Nápoles, Génova, Dinamarca y Francia. Su mayor significado lo alcanza en el terreno de las relaciones internacionales, mientras en otros ámbitos los cambios reales socavan sus ideas. Sólo en algunos casos, como el del jurista suizo Burlamaqui (1694-1748), sus postulados influyeron posteriormente. En Inglaterra y Francia el pensamiento político avanza hacia el utilitarismo. En aquélla, no progresa mucho desde Locke, siendo lo más significativo la propuesta de Hume de obediencia al gobierno para evitar la desintegración social. Los ilustrados franceses, por su parte, mezclan los postulados anticlericales con ideas moderadas, cuando no, conservadoras. Montesquieu, autor de la única obra política, pide más participación de la nobleza en el gobierno; Voltaire, portavoz de los intereses burgueses, defiende los poderes del rey frente a los parlamentos. Ninguno tiene duda sobre la validez de la Monarquía en tanto que forma de gobierno, poniendo gran cuidado de separarla del despotismo; ninguno, tampoco, como el resto de sus coetáneos, era demócrata. Las ideas igualitarias se refugian aún en utopías situadas, por lo general, en lejanas y exóticas tierras; sin embargo, la acusación de despotismo unida a la debilidad de los fundamentos sociales religiosos eran ya en sí bastantes peligrosos para una Monarquía de origen divino y, por otra parte, las redifiniciones realizadas contenían posibilidades radicales que van a expresarse en la segunda mitad de siglo. Ya en 1762 aparece un nuevo tipo de libro político: El contrato social, de Rousseau, cuya petición dé democracia política conduce a demandar una relativa igualdad económica como condición sine qua non para realizar aquélla. Siguiendo en esta línea, una serie de autores va más allá: Morelly acusa a la propiedad de engendrar todos los crímenes; el abad Mably (1709-1785) demanda mayor uniformidad en el reparto de la riqueza y las condiciones sociales de los individuos, y Babeuf (1760-1797) intenta asegurar la igualdad natural organizando una revolución dentro de otra. Estrechamente vinculada a la idea de progreso y utilidad social, la educación es para los ilustrados, ante todo, el modo de desarrollar las capacidades y conocimiento del hombre a fin de que actúe sobre su medio ambiente transformándolo. De ahí que, por vez primera en la historia, se reivindique la extensión de sus beneficios a los más amplios sectores de población, incluida la mujer, si bien la noción de la enseñanza como un derecho de los ciudadanos es aún escasa. De ahí también que la educación haya de ser racional y compatible con los proyectos, o si se quiere, cometidos, de sus receptores, lo que viene a introducir diferencias, sobre todo, en razón del grupo social al que se pertenece y del sexo. Así, la preparación educativa en los estratos superiores habrá de ser más rica en contenidos culturales que la de las clases trabajadoras, orientada esencialmente hacia la capacitación manual; dentro de un mismo nivel, los distintos papeles sociales asignados a hombres y mujeres, fundamentados en teóricas cualidades físico-psíquicas diferenciales que hacen a aquéllas más débiles, determinan una reducción de los contenidos intelectuales ofrecidos por la enseñanza femenina. Reducción que en el caso de las que pertenecen a las capas humildes alcanza hasta los mínimos rudimentos de lectura y escritura, sólo asequibles si se piden expresamente. También en este ámbito Rousseau marca un hito con su novela El Emilio (1762), generadora de numerosas críticas por parte de ilustrados, calvinistas, católicos y gobernantes. El ginebrino traslada, por vez primera, los intereses educativos del maestro al niño, cuya educación debe basarse en tres fuentes la naturaleza, las cosas y las personas- y tener tres fases. La primera, hasta los doce años, corresponde a su instrucción física y sensorial a través de la experiencia. Durante la segunda, a partir de la pubertad, alimentará su razón, desarrollará su inteligencia, participará en la sociedad y se dotará de principios morales. La tercera, coincidente con la madurez, será el momento de elegir compañera, que ha de estar educada de forma similar pero diferente y para la que debe de ejercer como preceptor si desea profundizar sus saberes. Al final del siglo XVIII, Kant intenta dar coherencia filosófica a tales ideas, asignando a la educación la función de hacer que el niño encuentre en él mismo la ley que dirija su vida y que asuma con consciencia y libertad las normas restrictivas existentes. Las dificultades prácticas de tales supuestos no escapan ni siquiera al propio autor, que respecto al sistema de enseñanza, en lugar de defender como Rousseau la instrucción particular, aboga por una escuela pública con procedimientos científicos y dirigida por expertos. En la realización de sus planes educativos, los ilustrados utilizarán todos los medios a su alcance desde las instituciones especificas a la prensa, pasando por la literatura; desde los tratados políticos, para los iniciados, a las fábulas -de gran auge en este siglo- para el pueblo. La Historia ocupa el segundo lugar, tras la ciencia, en la jerarquía intelectual de los ilustrados. El acercamiento a ella corresponde al intento de superar los accidentes de tiempo y lugar dada la intemporalidad de los valores racionalistas, de colocar los principios constantes y universales de la naturaleza humana de los que nos habla Hume. Además, debía de explicar por qué el hombre real está tan alejado del de la razón y la naturaleza, lo que la convirtió en un arma para luchar contra la religión y el absolutismo, a los que se considera culpables de tal alejamiento. Desde esta perspectiva, la investigación histórica era la filosofía enseñando con el ejemplo, en palabras de Voltaire, y fue cultivada por los mejores escritores de la época: Hume, Burke, Voltaire, Raynal, Gibbon, cuyas obras hicieron consciente a Europa del placer y la importancia de leer historia e, incluso, llegaron a alcanzar algunas varias ediciones en poco tiempo. Pero a ésta también se la interrogó imparcialmente, lo que lleva al siglo XVIII a continuar la obra de documentación y erudición de la centuria anterior, completada con la búsqueda de una narración verídica y exacta. La historia emerge entonces como ciencia, colaborando a ello de forma decisiva Giambattista Vico (1668-1744). La figura de este napolitano destaca asimismo en el terreno de la filosofía histórica, donde los enciclopedistas sólo tuvieron nociones imprecisas hasta Condorcet. Oponiéndose a Descartes y teniendo por modelos a Platón, Tácito, Bacon y Grocio, construye una Ciencia Nueva, mal comprendida en su tiempo, y articula una teoría evolutiva de las civilizaciones basada en las leyes científicas de los corsi y los ricorsi. Todo pueblo, nos dice, atraviesa tres etapas -divina, heroica, humana- a lo largo de su desarrollo hasta llegar a la decadencia e iniciar un nuevo proceso en un plano distinto y superior. En realidad, Vico retoma aquí la idea clásica de los ciclos, pero desprovistos de su carácter cerrado y dotándolos de un movimiento dialéctico en espiral. Se pierde la idea de progreso continuado pero se tienen en cuenta la libertad y lo contingente.Nacida en Inglaterra, reinventada en Francia, la Ilustración no va a tardar en extenderse por toda Europa y llegar a América. Favorecen el movimiento tanto la conversión del francés en la lengua cultural por antonomasia y de París en el punto de encuentro de todos los intelectuales, entre los que existen, además, estrechas relaciones, como los constantes viajes de los escritores ilustrados, unas veces en respuesta a la invitación hecha por las más altas jerarquías de los Estados -Rusia, Prusia- y otras, obligados por avatares políticos. Junto a ello, las nuevas ideas van a contar con importantes canales de difusión: la letra impresa periódicos, libros-, la palabra -cafés, tertulias, salones, clubs- y algunas instituciones -academias, logias masónicas-. Las publicaciones van a ser, sin lugar a dudas, el mejor vehículo para la extensión de Las Luces, dado el momento de desarrollo creciente que el siglo XVIII representa para el comercio de libros y para la prensa, creadora de una extensa red de corresponsales situados en los más diversos lugares. Tal hecho hemos de verlo como una expresión y etapa más de esa entrada de las sociedades occidentales en el mundo de la cultura escrita que es, a decir de Ariés y Duby, una de las principales evoluciones del periodo moderno. Las ediciones de obras se multiplican de forma importante, teniendo uno de sus centros más señalados en Holanda, donde se editan todas aquellas que la censura, secular o religiosa, ha prohibido en otros países. Por contra, en los Balcanes, el Imperio y la Europa del Este los trabajos de impresión no se desarrollan hasta el último cuarto de la centuria. El lenguaje claro que la mayor parte de los autores intenta utilizar en sus escritos facilitará su llegada a un amplio público, lo mismo que la aparición de las ediciones de bolsillo, más económicas, y la difusión de las suscripciones y de la publicación por fascículos. Como consecuencia, la posesión de libros deja de ser cosa de una escasa elite, sobre todo en las zonas urbanas y protestantes, mientras la biblioteca, lugar de retiro, estudio y meditación, se convierte en un espacio más de la casa. En cuanto a la temática, a fines de la centuria se ha diversificado considerablemente, aunque los títulos mayoritarios en las colecciones privadas siguen siendo los almanaques, la Biblia y los de entretenimiento. También tuvieron gran éxito las enciclopedias y los diccionarios cuyo paradigma es La Enciclopedia francesa. Sin embargo, ya antes habían aparecido obras similares en inglés, alemán e italiano, sin olvidar el Diccionario histórico y crítico (1695-1697), de Bayle, cuyo racionalismo e independencia de criterio lo convirtieron en un arsenal de ideas para los ilustrados. Nacida a comienzos del siglo XVII en Holanda e Inglaterra, la prensa periódica vive durante la centuria del Setecientos un momento importante de desarrollo. El número de publicaciones crece y su carácter se modifica: las habrá políticas, morales, literario-científicas, hojas de anuncios y magazine o revistas sobre cuanto acontece en el mundo. La división, sin embargo, no es absoluta, mezclándose por lo general los temas. La periodicidad de aparición se regulariza, uniéndose a las mensuales y semanales las diarias, que finalmente consiguen continuidad. Pionera de ellas es el británico Daily Courrent, aparecido en 1702. En el Continente los diarios se retrasan hasta la segunda mitad de siglo, abriendo el camino el Diario Noticioso, curioso, erudito y comercial, público y económico, editado en Madrid desde 1758 bajo la dirección inicial de F. Mariano Nipho. Le seguirán: Le Journal de Paris (1777), Diario de Barcelona, etc. Sus páginas van a contribuir de forma decisiva a la difusión de las nuevas ideas y de todas las noticias relacionadas con el mundo ilustrado, pese a la fuerte censura que sufren en los Estados absolutos, algunos de cuyos monarcas -Federico II, Catalina II- escribieron artículos y llegaron a fundar o dirigir algunos periódicos en su provecho y el de sus gobiernos. Sólo los ingleses se libraban de este control oficial previo. Uno de los periódicos más antiguos e importantes será la Gazzatte de Hollande, mientras que en Francia las Nouvelles Litéraires, aparecida en 1721, inauguran el género de la reseña literaria, con el que se intenta informar a los lectores sobre las últimas novedades literarias e ideológicas. Siguen su camino el antiguo Mercure de France y varias publicaciones de otros países como el Giornale (1710-1737) del italiano Maffel. En Inglaterra, donde florece un periodismo moderno, Steele había empezado a editar The Tatler (1709), al que siguió en colaboración con Addison The Spectator (1711-1712). En ambos se critican las costumbres sociales al tiempo que se trata de instruir al lector sobre lo que debe evitar y lo que debe hacer. De ellos nace la imagen de un nuevo modelo humano que causará gran impacto en Europa: el burgués, encarnado en el comerciante, del que se dice que tiene más derecho que el cortesano y el sabio a llamarse gentleman. Se le describe como gente de exterior sencillo, que gusta de usar el paño y el bastón en lugar de la seda y la espada, con sentido común y preocupado por las cuestiones prácticas (trabajo, ahorro...). A Steele y Addison se les debe también la aparición de dos periódicos políticos: The Guardian (1713) y The Englishman (1713-1716). Desde Inglaterra, el modelo de periódico creado por The Spectator pasa al Continente, donde aparecerán en varios países publicaciones similares entre las que figura El Pensador, editado en Madrid de 1762 a 1767, dirigido por Clavijo y Fajardo, y la Vsjakaja Vsjacina (Un poco de todo, 1769-1774) de la Rusia de Catalina II. América del Norte, asimismo, tuvo su prensa pese a las dificultades que suponían los altos precios de la tinta, el papel y los tipos, importados todos desde Europa. Sin olvidar el retraso -cinco a ocho semanas- con que se reciben las noticias. No obstante, en 1775 existían 34 semanarios, entre los que destaca la Pennsylvania Gazette, de Franklin, y en 1784 aparece el primer diario: Pennsylvania Packet. Otro de los medios de difusión de las ideas ilustradas fueron las reuniones, que acogían a personas con afinidades culturales. Se podían celebrar en lugares distintos y revistieron formas diferentes, casi todas nacidas con anterioridad pero que adquieren auge en este siglo. Una de ellas fueron los clubes ingleses, cuyo origen se remonta al siglo XV, alcanzando una estructura formal a fines de la centuria siguiente. Son sociedades exclusivamente masculinas y muy selectivas en cuanto a sus miembros, los cuales deben de cumplir una serie de requisitos para ser admitidos y pagar altas cotizaciones mientras permanecen en ellas. Su lugar de reunión era un espacio sólo del hombre: la taberna. Durante el siglo XVIII se extendieron a Francia donde se convirtieron en centros de la vida política. Fenelon solía reunirse en el Club del Entresuelo y la fórmula de tales asociaciones sirvió para esbozar los futuros partidos: jacobinos, cordeliers, etc. Durante el siglo XVII aparecieron los primeros cafés europeos en Marsella (1654), París (1672) y Venecia (1690) por imitación de los establecimientos similares existentes en La Meca. A lo largo del XVIII se convirtieron en establecimientos distinguidos a diferencia de las tabernas, las cervecerías o las botillerías de carácter más popular. Pronto empezaron a formarse en ellos pequeñas tertulias que en Francia tuvieron carácter político: en el café Caveau se reunían los federados, en el de Valois, los feuillant, etc. La influencia gala y los desplazamientos de algunos italianos difundieron estos establecimientos por el Continente. A España, por ejemplo, llegaron en la segunda mitad de la centuria de la mano, entre otros, de Gippini, quien se estableció en Cádiz, Sevilla, Barcelona, San Sebastián y Madrid, ciudad ésta donde consiguió fuerte arraigo. De todos los lugares de tertulia, los más conocidos y famosos fueron los salones, que llegaron a constituir los únicos espacios y sociedades regidos por mujeres. Teniendo por antecedente los círculos literarios que formaron algunas francesas durante el siglo XVI, el salón nace en 1620 por obra de la marquesa de Rambouillet, quien tenía la costumbre de reunir a sus amigos para conversar en la chambre bleu. En este sentido, puede decirse que ella fue la creadora del término en sus dos acepciones: la de habitación menos formal que la sala y la de institución. Como tal, su número aumentó durante el siglo XVIII al tiempo que lo hacía su importancia como lugar de contacto entre las figuras más conspicuas de la época, de difusión de las ideas ilustradas y científicas, y como centro de actividad política al margen o en contra de la corte. En ellos se hicieron y deshicieron carreras, primero; se cobijó a la oposición y se preparó la revolución, más tarde. Si en los primeros momentos la titularidad de los salones correspondió a las aristócratas, pronto se les unieron mujeres de otros grupos sociales, como Suzanne Necker, hija de vicario y madre de madame Stäel, o madame De Geoffrin (1699-1777), cuyo padre era paje y su marido, industrial heladero. Ambas mantuvieron famas reuniones en su época, lo mismo que lo hicieron la marquesa de Lambert, madame Tencin y mademoiselle De Lespinasse. Aunque las mantenedoras de los salones eran siempre mujeres, su auténtico objetivo eran los hombres, verdaderos protagonistas de aquéllos y de cuya fama dependía, fundamental y paradójicamente, la reputación de las anfitrionas. De ahí, la rivalidad que existía entre ellas, compatible con un compañerismo que les lleva a compartir la compañía de las figuras más importantes y, en ocasiones, a legarse el salón al morir. Desde Francia la moda de los salones se extendió a otros países que les aportaron ciertas peculiaridades. Así, en los españoles faltaron las connotaciones políticas y científicas; los ingleses fueron más informales, conociéndose por ello a las salonières con el sobrenombre de medias azules. Solían pertenecer a la clase media y entre ellas cabe señalar a la londinense Elizabeth Montagu (1720-1800). En Berlín tenían procedencia judía y sus salones surgen de la transformación, en los años ochenta, de las casas abiertas que tenían sus padres. Es el caso de Henrietta Herz (1764-1847) o Dorothea von Shlegel (1763-1839). Ahora bien, diferencias aparte, en todos los casos existe un rasgo común: los salones son lugares de movilidad social al permitir la convivencia de nobles, burgueses e intelectuales y ofrecen a las mujeres la oportunidad de relacionarse con hombres importantes. La forma en que aprovecharon tal oportunidad alumbra dos actitudes antitéticas bien conocidas. Unas intentaron desarrollar su talento, renunciando incluso al amor físico en aras de hacerse respetar, y practicaron una solidaridad que les llevó a ayudar a aquellas que no tenían sus mismas posibilidades de saber pero sí el talento suficiente. Otras sólo utilizaron su sexualidad y buscaron el medro personal. A ellas se debe que al finalizar la centuria la imagen social del salón se asocie a la de comportamientos sexuales ligeros limitados hasta entonces a la corte y la aristocracia. Ello, unido a su activismo político, les llevó a ser dispersados con la revolución. Academias y logias constituyen sendas instituciones organizadas a través de las cuales el trabajo de Las Luces se desarrolla y difunde. Al igual que en los casos anteriores, sus raíces superan hacia atrás el marco cronológico que nos ocupa, aunque es en él donde su desenvolvimiento se acelera. Las academias nacieron en la Italia renacentista, donde se constituyen regularmente con autonomía y cierta protección oficial. También se delimitaron los objetivos de su investigación: la literatura o la ciencia, a las que se unen después las artes. Durante el siglo XVII pasaron a Europa, siendo Francia la que se convierte en modelo a imitar y la que les otorga el carácter con que las encontramos en el XVIII: ellas eran fuente de autoridad respecto a las actividades artísticas e intelectuales, cuyo desenvolvimiento rigen a nivel nacional. Dado el afán racionalizador y normativo de la centuria ilustrada, es fácil entender la multiplicación de su número y la extensión geográfica que alcanzan a lo largo de ella. Las encontraremos no sólo en las grandes metrópolis, sino también en otras ciudades de provincia donde se intenta seguir el ejemplo de aquéllas. En España es Felipe V quien introduce el movimiento académico al fundar la Academia Española en 1714; Federico I de Prusia establece la Academia de Ciencias de Berlín en 1701, a la que siguen las de Upsala (1710), San Petersburgo (1724), Estocolmo (1739), Copenhague (1743) y la sueca (1786). En total, para 1770 el número de academias ascendía a 40. Para esta fecha la extracción social de sus miembros y sus objetivos culturales prioritarios se habían modificado. El predominio de las clases privilegiadas y los trabajos literarios de la primera mitad de siglo había dejado paso al de los burgueses, sobre todo doctores y abogados, y la investigación científica. Tampoco faltó entre sus integrantes una representación del clero. Las logias masónicas fueron, por su talante, lugares excepcionales para acoger la Ilustración y a ellas pertenecieron sus figuras más señaladas. La masonería moderna, o masonería especulativa, nace en 1717 al constituirse la Gran Logia de Londres. Su ideario se recoge en las Constituciones de Anderson, escritas por dos pastores protestantes y publicadas en 1723. Las influencias de los antecedentes medievales y del pensamiento de Locke son evidentes, como también lo son, según el estudio de Álvarez Lázaro, las de Bacon, Comenio y Valentín Andrea. De las cuatro partes en que se dividen las Constituciones, la segunda recoge los principios fundamentales de la nueva masonería. Nace ésta con una vocación universalista y fraternal que le lleva a tener por objetivo la unificación de todos los hombres en su seno. Para conseguirla es preciso superar las dos causas históricas de división: política y religiosa, de ahí que se proclame la neutralidad en ambos terrenos y la tolerancia hacia las creencias individuales. Los lugares que se ofrecen como centro de unión son las logias, que conservan sus símbolos y ritos tradicionales: estrella, compás, escuadra, nivel y secreto absoluto. Ahora bien, según nos dice Lessing, uno de sus miembros más señalados, para ser masón no basta con pertenecer a una logia, es preciso actuar en favor de la obra de arte que es la humanidad. En este sentido, la masonería propone también un nuevo modelo de hombre. Desde el punto de vista político será pacífico súbdito de los poderes civiles; desde el religioso, ni ateo estúpido ni libertino irreligioso, sino creyente en Dios, al que por vez primera se le denomina Gran Arquitecto del Universo, y respetuoso con todas las confesiones. Éticamente, está obligado a obedecer la ley moral y ello se reflejará al exterior en sus buenas maneras, su vida familiar ordenada y su responsabilidad laboral. Junto con el hombre, la masonería quiere transformar la sociedad y uno de los cauces para conseguirlo es la educación, de ahí la atención que se le presta al tema. Ella misma ya se consideraba una escuela de formación de ciudadanos del mundo; pero, además, entre sus miembros la filosofía de la educación recibe grandes atenciones. Lessing, Fitchte, Goethe y Herder logran con sus obras sacar los principios masónicos de las fronteras de las logias y traspasarlos al terreno filosófico. La masonería se extendió con rapidez, pese a ser condenada en 1738 por Clemente XII. A ello contribuyó tanto la labor de los iniciados como la de mercaderes, diplomáticos, soldados, prisioneros de guerra o cómicos, en una palabra, de cuantos de un modo u otro habían tenido conocimiento de ella. Sus miembros procedieron mayoritariamente de la nobleza, que dio muchos grandes maestres, la burguesía acomodada y las profesiones liberales, sin olvidar a algunos monarcas -Federico II- que ingresaron en ella para controlarla y conseguir su apoyo.De igual modo que, decíamos, no conviene exagerar el radicalismo de los contenidos de la Ilustración, tampoco es adecuado hacerlo con su implantación. Desde un punto de vista social, su impacto quedó reducido a determinados grupos, dada la naturaleza de sus postulados, el carácter de las sociedades e instituciones que la transmiten y los altos niveles de analfabetismo existentes. En cuanto a los desarrollos, innovaciones y cambios que tienen lugar en los campos del pensamiento, la literatura y los gustos estéticos durante el siglo XVIII, como afirma Porter, "...sería erróneo etiquetar todos... (como) expresión de una coherente filosofía ilustrada. Pero igualmente sería tonto negar que las nociones de naturaleza humana y los ideales de buena vida desarrollados por los filósofos encontraron amplia expresión en las artes y las letras y en la vida práctica". Así, en algunas descripciones sobre sociedades primitivas sus autores, dejándose llevar por sus sueños del buen salvaje, convierten a aquéllas en modelos vivos de una sociedad igualitaria y libre que sólo existe en sus mentes. La novela acoge el debate ilustrado sobre el hombre y la naturaleza -Robinson Crusoe, de Defoe-, mientras las innovaciones en psicología, moral y filosofía se dejan ver en el tratamiento de los caracteres y motivaciones de los personajes. Incluso las teorías científicas sobre las atracciones de los elementos químicos encuentran en Goethe una pluma dispuesta a aplicarlas al tema amoroso y del matrimonio en Las afinidades electivas. En la ópera, Mozart recoge el contraste entre la civilización europea y la exótica, pero bárbara, de Turquía en El Serrallo, o nos habla del desarrollo del hombre por el autoconocimiento en su última obra: La flauta mágica. Tampoco la medicina escapa a la influencia de los puntos de vista ilustrados. Las plagas y epidemias dejaron de considerarse un castigo divino, buscándose y hallándose medios para combatirlas, como la inoculación. Las enfermedades mentales no fueron más fruto de posesión diabólica, y en los partos, el saber científico de los ginecólogos ganó la partida al más práctico de las comadronas. Pero quizá el campo en el que los reformadores ilustrados actuaron más directamente fue en el de la política, aunque, como dijimos, los filósofos antes que por buscar panaceas políticas concretas estaban preocupados por su criticismo, por su búsqueda de un "nuevo, más humano, más científico entendimiento del hombre como un ser social y natural". Las ideas ilustradas traen consigo una nueva apreciación del Estado y de la vida política a los que se considera susceptibles de organizar conforme a la razón y capaces, si así lo hacen, de alcanzar la felicidad de los súbditos. Para lograr ésta se confía sobre todo en el primero, al que se le deben de encomendar el mayor número de tareas y bajo cuyo control ha de quedar tanto el ámbito público como el privado, excepción hecha de la libertad de conciencia. Un Estado con tales características lo encuentran los reformistas en el absolutismo regio al que se considera un aliado siempre que se adapte a la época. No olvidemos que lo que nuestros hombres de Las Luces persiguen es encontrar soluciones a los problemas dentro de las propias estructuras del Antiguo Régimen, hallar lo que Pierre Vilar denomina un recurso homeopático a un sistema debilitado. En justa correspondencia, los monarcas buscan en aquéllos sugerencias y apoyo a los planes de transformación social que piensan para sus pueblos. Unos y otros van a coincidir plenamente en su deseo por frenar el influjo de la Iglesia y los privilegios de la nobleza, por fortalecer las bases económicas y culturales, por promover la tolerancia religiosa. Había nacido el absolutismo ilustrado, fórmula política que se extiende por Europa desde Rusia a la Península Ibérica por los mismos años en que los propios filósofos atacan duramente a la Monarquía en Francia. El instrumento preferido para llevar a cabo las reformas van a ser las leyes, cuya mejora siguiendo las coordenadas que señala el pensamiento ilustrado será la base que sustente la colaboración entre el Estado absoluto y los portavoces de las nuevas ideas, cuyo empeño en llevarlas a la práctica les hace no reparar en los horrores del poder. Sin embargo tal convivencia tenía sus límites, nacidos de la propia evolución teórica de las ideas políticas, con la exaltación de la soberanía popular, y de los problemas prácticos de relación entre reyes e ilustrados cuando éstos intentan influir directamente en la política. En realidad, el absolutismo sólo deseaba usar a los filósofos para justificar un uso más riguroso del poder. Por ello, a partir de los años setenta la crítica al despotismo se convierte en una moda, lo mismo que la del colonialismo, que se toma como indicativa de radicalismo político, y la de la esclavitud, basada en las ideas filantrópicas del período. Ninguna consiguió grandes resultados prácticos y los logrados hubieron de esperar hasta la época de las revoluciones de final de siglo, cuando el absolutismo sufre un duro golpe y algunos Estados americanos ponen en marcha políticas abolicionistas. Aún entonces, los elementos conservadores de la Ilustración se mantienen vigentes e informarán la reacción posterior a 1815 y el conservadurismo europeo. En suma, la Ilustración representó un momento de ruptura con el sistema espiritual y bíblico de entender al hombre, la sociedad y la Naturaleza. Contribuyó a la secularización del pensamiento europeo y a la aparición de lo que llamaríamos una inteligencia secular capaz, por su amplitud y poder, de sustituir al clero en sus funciones de controlar la enseñanza y la información. Esa inteligencia contaba con nuevos canales para difundir su pensamiento: periódicos y revistas. Ahora bien, "las ideas nunca van mucho más allá de la sociedad. Y una gran parte del pensamiento osado, innovador del siglo XVIII fue rápidamente reciclado hasta convertirse en pilar del orden establecido en el XIX... La Ilustración ayudó a liberar al hombre de su pasado... (pero) falló en prevenir la construcción de nuevas cautividades en el futuro: Aún estamos intentando resolver los problemas de la moderna, urbana sociedad industrial de la, que la Ilustración fue comadrona".
26/2/08
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