12/2/08

EL ORDEN MEDIEVAL

Pocas expresiones como la de feudalismo han sido objeto de tanta controversia. ¿Conjunto de instituciones que relacionaban a los hombres libres entre sí? ¿Modo de producción intermedio entre el esclavista y el capitalista? ¿Peculiar mentalidad de ciertas sociedades cuyo arquetipo es la del Occidente Medieval? En cualquiera de los casos hay algo que no puede ponerse en duda: la Europa de Carlomagno y sus epígonos constituye un jalón del conjunto de cambios que cristalizarán de forma definitiva al doblar el milenario del nacimiento de Cristo. Los autores del Medievo -eclesiásticos en su inmensa mayoría- comulgaron con la idea paulina de la sociedad: cuerpo místico cuya cabeza es Cristo y cuyos miembros son partes de un todo encaminado al mantenimiento de la armonía suprema. Las grandes figuras de los siglos de transición (san Jerónimo, san Ambrosio, san Agustín, Gregorio Magno, etc.) contribuyeron a redondear esta imagen que heredaron más tarde los intelectuales del Renacimiento Carolingio. Durante el reinado de Luis el Piadoso, dos obispos de Orleans, (en su poema "Sobre los hipócritas") y Jonás (en su "Historia translationis") hablan de un ordo trinus en el que se integraban los clérigos (ordo clericorum), los monjes (ordo monachorum) y los laicos (ordo laicorum). El propio Luis en su "Admonitio ad omites regni ordines" se hacía eco de esta división exhortando a todos sus súbditos a cumplir con sus obligaciones solidarias para el conjunto de la sociedad. Al orden de los laicos -o mejor, a sus representantes supremos- le correspondía velar por la justicia. A los monjes, el orar. A los clérigos -obispos fundamentalmente- el vigilar (superintendere) todo el conjunto. La teoría de los ordines gozaría de enorme éxito a lo largo del Medievo, aunque con el discurrir del tiempo los elementos estrictamente carolingios experimentaron sensibles refundiciones y modificaciones. En efecto, la división tripartita clásica -guerreros, campesinos y clérigos- difiere sensiblemente de la de Teodulfo y Jonás de Orleans. Se encuentra por primera vez en la traducción que se hace al anglosajón de la "Consolación de la Filosofía" de Boecio en la corte de Alfredo el Grande. En el prólogo que acompaña a este texto se recomienda al rey que tenga jebedmen (hombre de plegaria), fyrdmen (hombres de caballo) y weorcmen (hombres de trabajo). En los medios monásticos ingleses se conservó esta imagen que, a principios del siglo XI, desarrollaron dos obispos: Adulberón de Laón en su "Carmen ad Robertum regem" y Gerardo de Cambrai en sus "Gesta episcoporum Cameracensium". En el primero de estos textos -el que más se acostumbra a citar- se insiste en que "la casa de Dios, que se cree una, está pues, dividida en tres". Los que ruegan, los que combaten y los que trabajan es una caracterización que se convierte en clásica. Con Adalberón de Laón se da, por tanto, el salto definitivo del ordo trinus carolingio a la trifuncionalidad (sociedad trinitaria) de un feudalismo en sazón. En ambos casos estamos ante imágenes idealizadas. Sobre su significado se han escrito en los últimos años -recordemos la excelente obra de G. Duby- interesantísimas páginas. Cualquiera de las dos divisiones tripartitas ocultan dos patentes dualismos. Uno, el que opone poder espiritual y poder temporal. Otro, el que sitúa a los poderosos frente a la masa de desheredados, los que Adalberón define como "los siervos: esa desgraciada casta que nada posee sino al precio de su trabajo". El primero ponía frente a frente a dos estructuras de poder -la ideológica y la política- que, pese a sus frecuentes roces, necesitaban soportarse mutuamente. El otro será las relación existente entre las capas dirigentes y los mecanismos de solidaridad.Según J. Boussard, "las familias y los grupos de familias carolingias] por un lado y la base territorial de su influencia por otro, se van a convertir en elementos esenciales de la estructura de la sociedad". Los lazos de dependencia feudovasallática, podemos añadir, harán el resto. a) La aristocracia carolingia y las fuentes de poder: Los cuadros de la alta administración civil (condes, margraves) y eclesiástica (obispos) eran provistos por las grandes familias que eran francas por nacimiento o por adopción. En efecto, si austrasianos y neustrianos facilitaban los más importantes contingentes, otras nacionalidades del [Estado carolingio también colaboraron con aportes no desdeñables. Serán, por ejemplo, los Pandolfos y Sinocolfos de ascendencia lombarda o los Suniario, Sunifredo, Wilfredo en las marcas pirenaicas. Incluso, pueblos vencidos tras una larga resistencia -caso de los alamanos o sajones- facilitarán en la segunda o tercera generación, fieles vasallos al Estado franco. De entre las grandes familias surgirán, precisamente, algunas de las fuerzas regeneradoras una vez agotado el linaje de los carolingios: el caso de los Capetos, condes de París, o de los otónidas, duques de Sajonia, son los más ilustrativos aunque no los únicos. Se ha discutido ampliamente si bajo los carolingios -a diferencia del periodo merovingio- las grandes familias integraron una verdadera nobleza en el sentido actual del término, es decir, nobleza de sangre. Siguiendo distintas pistas puede verificarse la existencia de familias poseedoras de grandes riquezas territoriales que transmiten de generación en generación. A la cabeza figuran, desde luego, los mayordomos de palacio, especialmente los de la dinastía pipínida. Pero se encuentran también otros poderosos linajes: los Welf de Baviera, los Bosón, Unroh, Rorgon, etc. La fortuna territorial constituye la base de su poder. A pesar de buscar bienes fundiarios en todos los lugares del Imperio a fin de disponer de una economía equilibrada, los grandes linajes suelen tener una fuerza mayor en algunas zonas. Los carolingios la tendrían en el valle del Mosa en donde, precisamente, se encontraban algunas de las más importantes residencias reales. Los duques de Baviera, alrededor de Weingart y Altdorf... A los bienes raíces -en forma de villas, fundamentalmente- se añaden con frecuencia los procedentes de las abadías cuyas rentas percibe con frecuencia un señor (el abad laico) como premio a los servicios prestados a la familia real. Este poder económico que las grandes familias tienen para servir a la monarquía carolingia acaba volviéndose contra ella. En efecto, por concesión real, el gran propietario dispone con frecuencia de un medio para sustraerse a la actuación del poder central: la inmunidad. Por ella se prohibía a los agentes de la autoridad real entrar en tierras inmunes a recaudar impuestos o a ejercer funciones coactivas. De hecho, el señor provisto de privilegio de inmunidad ejerce sobre sus tierras las funciones asignadas al conde en su distrito. Aunque el inmunista se comprometiera a guardar fidelidad al rey éste acaba siendo un poder demasiado lejano y, desde la disolución del Imperio carolingio, extremadamente debilitado como para imponer su autoridad a la multitud de poderes locales. b) El estrechamiento de lazos: El trasiego de miembros de la aristocracia carolingia entre las distintas zonas del imperio a fin de ejercer funciones de gobierno facilitó el contacto entre las grandes familias y su franquización. Personas de la alta aristocracia regional entroncaron con la familia real: Hildegarda, descendiente de los duques nacionales de los alamanes casó con Carlomagno; Judith, de la familia de los Welf de Baviera, con Luis el Piadoso... Pero los enlaces familiares no eran el único medio de potenciar la solidaridad de las capas aristocráticas. Contaban -o al menos se pretendía que contaran- los lazos de fidelidad feudovasallática. Se acostumbra a responsabilizar a Carlos Martel de la multiplicación del número de vasallos en la Galia Franca. Al distribuirles tierras -procedentes muchas veces de bienes eclesiásticos- el Mayordomo de Palacio pretendía garantizar su fidelidad y, a su vez, proveerles de medios para que se dotaran de un equipo de guerra completo. Esta política de reparto de beneficios entre los vasallos se prosiguió bajo los monarcas carolingios haciéndose más intensa a medida que avanzaba el siglo IX. En las filas del vasallaje se fueron integrando tanto los agentes de la autoridad real (condes, duques, marqueses) como gran número de hombres libres que, ante la inseguridad de los tiempos, encontraron, como mejor solución el subordinarse vasalláticamente al monarca o a un gran señor. Entrar en la casta de los guerreros acaba convirtiéndose en el objetivo de muchos. El propio Carlomagno potenció una clase especial, la de los vasallos reales (vassi dominici) a fin de tener un amortiguante entre el poder central y los grandes señores. A lo largo de los siglos IX y X los vasallos reales apoyaron a los reyes contra los potentados locales aunque también fueron en más de una ocasión neutralizados por éstos. Desde los tiempos de Luis el Piadoso, en efecto, las grandes familias, a imitación de los monarcas, aspiran a crear sus propios sistemas de vasallaje. A fines del siglo IX nos encontramos, así, con una pluralidad y multiplicidad de compromisos vasalláticos que tejen sobre Europa una tupida y a veces contradictoria red de fidelidades. El juramento de fidelidad y los mecanismos feudovasalláticos fueron utilizados por Carlomagno como medios para suplir la debilidad del aparato administrativo. Demostraron a la postre su insuficiencia para contener la desintegración del Estado franco legado por el restaurador del Imperio. En el 877, por un capitular promulgado por Carlos el Calvo en Quierzy-sur-Oise, se daba conformidad cuasi-oficial a una costumbre ya muy extendida: el carácter hereditario que los vasallos daban a sus beneficios. Los lazos de vasallaje, sin embargo, tal y como se desarrollaron bajo los carolingios y sus epígonos, tuvieron dos importantes virtualidades. Por un lado, reforzaron la solidaridad entre los miembros de las capas dirigentes frente a los no privilegiados que quedaban fuera de sus mecanismos. Por otro, los vínculos de vasallaje, pese al carácter anárquico que en ocasiones podían adquirir (pluralidad de compromisos encontrados, frecuente quebrantamiento de la fidelidad jurada, etc.) sirvieron en más de una ocasión para impedir que el Estado se disolviera por completo. F. L. Ganshof ha recordado a este respecto cómo Otón I restauró la autoridad real en Germania precisamente convirtiendo en sus vasallos a los grandes señores que hasta entonces se habían portado como poderes prácticamente independientes.Las fórmulas cancillerescas del Alto Medievo utilizan una gran variedad de términos a la hora de hablar del estatus personal del individuo. Los poderes públicos, sin embargo, insistieron en que no había más que dos categorías de hombres: los libres (ingenui) y los no libres (servi, ancillae, mancipia...). Las proporciones entre ambas categorías varían según las regiones y los momentos aunque para el conjunto del Occidente podamos reconocer ciertas tendencias comunes que conviene analizar. Bajo el término ingenui se ocultan individuos de muy diverso nivel económico y reconocimiento social: los miembros de aquellas familias (aristocráticas o no) relacionados por los lazos de fidelidad vasallática, pequeños propietarios alodiales, comunidades campesinas comprometidas en procesos de colonización de nuevas tierras, o campesinos que cultivan un manso ingenuil inmerso en una superior estructura dominical. Todos ellos tienen unos derechos y unas obligaciones comunes: respeto a su estatuto de libertad, servicio judicial y juramento de fidelidad al monarca. Bajo el término servus se oculta el esclavo o sería mejor decir, el heredero de la esclavitud antigua que, con algunas variaciones, se prolonga hasta fines de los tiempos carolingios. Hasta la mutación del año Mil, el Occidente mantuvo una alta proporción de mano de obra esclava e incluso se convirtió en exportadora de esclavos capturados en los confines eslavos. Núcleos como Ratisbona, Verdún, Arlés, Pavía, etc., fueron importantes mercados de hombres. La documentación de la época nos habla de distintas categorías de servi. P. Toubert ha reconocido, para el Lacio y la Sabina a: servi residentes asentados en tenencias campesinas; servi manuales adscritos a la reserva señorial; ministeriales afectos a ciertos sectores de la producción o la gestión económica dominical; y servi familiares identificables con los esclavos domésticos. En otras partes de Europa se encuentran categorías similares. Y se percibe también una tendencia: el esclavo del Alto Medievo va a diferenciarse sensiblemente del de la Roma clásica. No sólo porque la Iglesia le haya elevado a la dignidad de persona humana. También porque la vieja cabaña humana (la esclavitud-cuartel definida por Max Weber) deriva hacia nuevas formas: el servus puesto en condiciones de proveer su alimentación y contribuir con su esfuerzo a mantener al señor. Todo ello se lograba mediante el asentamiento del servus y su familia en un manso servil. Los servi residentes o servi casati tienden, así, a diferenciarse de los manuales o de los familiares y a parecerse cada vez más a aquellos ingenui también asentados en el gran dominio. Lo que acabará contando no será tanto la condición jurídica original de la familia sino el vínculo de dependencia personal que tiene su contrapartida en la tierra que se ocupa. Cabe, por todo ello, hablar de una cierta promoción de servi de distintas categorías. Así, junto al ascenso de los casati radicados en tenencias, ciertos ministeriales servidores y agentes de un señor (conde, obispo, abad...) pueden conseguir un cierto prestigio político y social. Miembros de familias de servi emancipadas -aunque estemos ante casos excepcionales- pueden llegar a ocupar incluso altos puestos: caso del arzobispo Ebon de Reims, hijo de un siervo real manumitido. Pero cabe hablar también de un proceso inverso: la desaparición práctica de ciertas categorías sociojurídicas a mitad de camino entre la libertad y la servidumbre. Así, los laeti y los aldiones acaban convirtiéndose en simples curiosidades. Un capitular de Carlos el Calvo extiende a los coloni (originalmente ingenuos aunque coartados en su libertad de movimiento) las mismas obligaciones y penas que a los servi. ¿Simplificación de la escala social entre los no privilegiados mediante la dignificación de las capas más bajas y la degradación de las otras? Es evidente que el gran propietario tenía sobrados medios para presionar sobre el campesinado, libre o no. Las circunstancias políticas -disolución del imperio, debilitamiento del poder central, incursiones de sarracenos, normandos o magiares aumentaron la indefensión y empujaron a los más débiles a buscar a cualquier precio la protección de los poderosos. Los lazos de dependencia (noble o no) acaban extendiéndose al conjunto de la sociedad. Aunque los despojemos de la retórica, ciertos textos nos ilustran bien sobre el grado de empobrecimiento al que habían llegado amplias capas de la sociedad carolingia. El concilio celebrado en Tours a finales del reinado de Carlomagno habla de la multitud de hombres libres que "por muy distintas causas han sido reducidos a un grado extremo de pobreza". Unos años más tarde, los missi dominici de Luis el Piadoso hablan del "número ingente de personas que han sido despojados de sus tierras y de su libertad". A medida que nos acercamos al milenario del nacimiento de Cristo la violencia desatada sobre los campos por los poderosos y sus clientelas se hace cada vez más detectable. Frente a la rapiña de una minoría convertida en casta guerrera y ante la impotencia del poder político, la Iglesia trató de imponer su autoridad. Surgieron así los Concilios y Asambleas de Paz y Tregua de Dios. El Mediodía de la actual Francia fue la primera zona afectada por este movimiento ya que en ella fue donde más tempranamente desapareció la autoridad real. Así, el Concilio de Charroux del 989 y otras reuniones posteriores trataron de imponer una condena frente a aquellos milites culpables de todo tipo de violencias entre las que se encontraba el despejo de los campesinos. Cuando se habla de éstos se les define sistemáticamente como pobres: pauperes, id est agricultores. Se consagra, así, una dialéctica entre el miles heredero del potens de años atrás, y el pauper cultivador de la tierra. Sólo habrá que esperar unos años para que Adulberón de Laón complete esta imagen que será la de la sociedad feudal clásica.

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