17/12/07

Las Revoluciones de 1848


Los procesos revolucionarios que se generalizaron en Europa durante el primer semestre de 1848 marcaron un nuevo avance del liberalismo y de las corrientes nacionalistas, aunque estos avances se vieron también acompañados por exigencias de carácter democrático (sufragio universal) y reclamaciones de reforma social que protegiera los intereses de las clases trabajadoras, especialmente el derecho al trabajo.Las revoluciones tuvieron lugar en una Europa en la que el liberalismo no había dejado de avanzar desde la oleada revolucionaria de 1830. El Reino Unido y Francia ejercían un indudable liderazgo en este aspecto, que había permitido la creación de Bélgica, bajo la forma de una monarquía liberal, y los procesos de implantación de regímenes liberales en Portugal y España, superando costosas guerras civiles en ambos casos. También eran varios los Estados alemanes que contaban con Constituciones liberales.Frente a ese mapa del liberalismo, los principales regímenes absolutistas eran Rusia, Prusia y Austria, que extendían su influencia desde la península italiana hasta el noreste de Europa. De todas maneras, como ha recordado Roger Price, las estructuras sociales y económicas de carácter preindustrial seguían casi intactas en la mayoría de los Estados europeos y la sacudida revolucionaria de estos años brindó la oportunidad de que alcanzasen protagonismo sectores sociales que hasta entonces habían permanecido al margen.En los momentos álgidos de la revolución (primavera y verano de 1848) pudo pensarse que se había producido una profunda alteración del orden político establecido en 1815, y de los principios que lo habían alentado, pero la evolución de los acontecimientos aconseja no magnificar las consecuencias de los movimientos revolucionarios. La fuerte represión que siguió a los estallidos revolucionarios ha hecho que algunos historiadores (W. Fortescue, Price) opinen que 1848 contribuyó al mantenimiento de un orden social y político conservador que perduró hasta el estallido de la primera guerra mundial. Algunas innovaciones políticas significativas (unificaciones de Italia y Alemania) se hicieron bajo el signo conservador y casi no quedó otro movimiento revolucionario que el anarquismo. Las grandes conmociones revolucionarias de los años siguientes (Comuna de París, revolución rusa de 1905) se explican más como reacciones a desastres militares que como verdaderas propuestas de transformación política profunda.En todo caso, los movimientos revolucionarios de 1848 han ejercido una notable atracción sobre los historiadores dada la notable simultaneidad con que se producen los acontecimientos y la similitud de los comportamientos de sus protagonistas. De ahí que sea posible señalar algunas características comunes a los acontecimientos que se desarrollaron en los Estados italianos, Francia, los Estados alemanes o los del Imperio de los Habsburgo.En primer lugar, se trata de movimientos urbanos que parecen ser un reflejo de las transformaciones sociales que se venían produciendo en las ciudades europeas, en un proceso de crecimiento acelerado. Los protagonistas de los acontecimientos, en cualquier caso, no son muchos. A las clases dirigentes tradicionales (aristocracia y burguesía) se unen ahora elementos de las clases medias bajas (artesanos, obreros especializados) que habían sido marginados hasta entonces de la vida política. La unión de todos esos grupos no deja de ser coyuntural y, desde luego, no los transforma en un masa. Son, simplemente, grupos de ciudadanos que se concentran para manifestarse ante el poder político y que prefieren la barricada, contra la que chocan ejércitos mal dotados como consecuencia de la debilidad económica de los Estados europeos de mediados de siglo.La similitud de los comportamientos, por lo demás, no respondía a ningún complot de algún comité que dirigiese la subversión en los países europeos, como había creído Metternich, pero sí es fácil advertir el efecto dominó en la sucesión de los acontecimientos. Las noticias de lo sucedido en cada capital, especialmente en el caso de París, fueron determinantes para el impulso revolucionario en otros lugares, como también lo serían las noticias referentes a la represión contrarrevolucionaria.También hubo una cierta homogeneidad en cuanto a los objetivos de las agitaciones, ordinariamente dirigidas hacia el aumento de la participación política para incluir a los sectores de la población que no reunían los requisitos económicos o sociales que facultaban para intervenir en los sistemas liberales. Las exigencias llevaron, en la mayoría de los casos, a reclamar el sufragio universal para todos los varones adultos. A estas exigencias, puramente políticas, se sumaron, en algunos casos, las de reforma social y, en otros, las que hacían los diversos nacionalismos existentes en Europa.Ernest Labrousse trató de ofrecer, en 1948, una explicación de carácter económico sobre el desencadenamiento de estos movimientos revolucionarios, poniendo en relación la evolución de precios y salarios con las crisis económicas que se desarrollaban desde 1845. Según esa línea de interpretación (en la que también trabajaron J. Droz y G. Benaerts, para Alemania) las crisis agrarias, que dificultaron seriamente el abastecimiento de productos alimenticios, se vieron agravadas por el crecimiento de la población y las condiciones de la transición al capitalismo. Al final terminarían por afectar a mercados nacionales, que estaban en formación, así como a las instituciones financieras que empezaban a crearse.Aunque la geografía y la cronología de las crisis económicas no se corresponden exactamente con las de los movimientos revolucionarios, la relación entre ambos fenómenos no debe ser descartada. Price ha sugerido que en los lechos se observa la coincidencia de crisis económicas de carácter tradicional (carestía) con otras de carácter moderno (financiero), que hizo especialmente sensibles a las economías en proceso de transición.Por otra parte, la crisis económica se tradujo en una crisis política desde el momento en que el monopolio del poder, por parte de una minoría privilegiada, se hizo intolerable por la incompetencia de los Gobiernos y las desigualdades sociales. Las peticiones de reforma constitucional tuvieron que ser aceptadas por las autoridades desde el momento en que se comprobó la incapacidad de los cuerpos represivos para sostener la situación. La constitución de milicias cívicas o guardias nacionales fue usualmente el signo de que las autoridades tradicionales habían cedido en sus pretensiones de controlar la situación por la fuerza.Las revoluciones de 1848, por lo demás, fueron el colofón al cuarteamiento del entramado de relaciones internacionales existente desde 1815, al que se ha denominado sistema Metternich. Como ha señalado Alan Sked, dicho sistema no tuvo efectividad más allá de los años veinte y, durante los años treinta, era patente que Europa estaba dividida entre la entente liberal franco-británica, con sus apoyos en la Península Ibérica, y el bloque de las potencias legitimistas. Las crisis turco-egipcias y las reticencias originadas por el matrimonio de Isabel II de España agrietaron la entente liberal y crearon nuevas tensiones. No parecía que las potencias europeas, y mucho menos Metternich, estuvieran en condiciones de dar una respuesta articulada ante cualquier brote revolucionario.La lucha por el avance del liberalismo había continuado después del brote revolucionario de 1830. El proceso de consolidación de la nueva Monarquía belga (tratados de 1839), o la adopción del librecambismo en el Reino Unido (1846), eran buena muestra de ello. También lo era el avance de los liberales en la Confederación Helvética, con su pretensión de una reforma constitucional para convertir a Suiza en una república unitaria y democrática. La resistencia de los cantones católicos, amparados por Metternich, les lleva a la formación de una liga (Sonderbund) a finales de 1845 y a reclamar la separación de la Confederación. La confrontación con los liberales, que cuentan con el apoyo de Francia, lleva a una rápida guerra, en octubre de 1847, que se inclina del lado de los cantones protestantes y liberales. En septiembre del siguiente año se aprobará una nueva Constitución federal, que recoge los puntos de vista de los elementos radicales. La impotencia de Metternich para evitarlo había quedado patente.También en Italia se respiraban aires de reforma. La elección de Pío IX en junio de 1846 marcó el comienzo de cambios notables en los Estados Pontificios, que eran un arquetipo del absolutismo. A la liberación de centenares de prisioneros políticos, sucedió la libertad de prensa y el establecimiento de una Consulta de Estado a la que tendrían acceso los laicos. Los consejos de los embajadores de Francia y el Reino Unido hicieron posible proyectos de construcciones ferroviarias y de una unión aduanera con Piamonte y los ducados. Estas medidas crearon un clima de esperanza en los ambientes liberales italianos, aunque el nuevo Papa no coincidía en nada con los planteamientos teóricos de éstos. La encíclica Qui Pluribus, de noviembre de aquel mismo año, sobre las relaciones entre la fe y la razón, era buena muestra de ello.Las concesiones pontificias fueron secundadas por el duque Leopoldo II de Toscana y por Carlos Alberto, rey de Piamonte (1831-1849). Este último, que tenía una personalidad bastante compleja, había preferido hacer una política más atenta a los intereses piamonteses que a los del nacionalismo y su política errática le había valido el mote de rey veleta. Las concesiones liberales de ambos monarcas obligaron a Metternich a enviar un cuerpo expedicionario, que ocupó Ferrara (julio de 1847), pero no consiguió aplacar el clima de excitación política que alcanzó a Milán y favoreció la campaña del abogado veneciano Daniel Manin, que publicó en 1847 La Guida (estudio comparado de las leyes austriacas y venecianas) y pidió a la Congregación (parlamento) la restauración de las antiguas leyes. Su campaña de desobediencia civil le llevó a la cárcel en los primeros días de enero de 1848.Los primeros movimientos revolucionarios no tardaron en estallar. El 12 de enero se produce una sublevación de artesanos en Palermo, en la que se pide reforma constitucional y se hacen planteamientos separatistas para Sicilia. Fernando II de Nápoles ve cómo la revolución se propaga a los territorios peninsulares y, a finales de ese mismo mes de enero, promete una Constitución otorgada, inspirada en la Carta francesa de 1814.Se podría considerar que una primera fase de la revolución había terminado. En ella, los disturbios sociales habían sido canalizados por sectores de la burguesía y de la nobleza, para obtener Constituciones, aunque fueran de carácter otorgado. Era un precario triunfo del liberalismo, que no se hubiera consolidado sin los acontecimientos que ocurrieron poco después en París.A mediados de 1849 la oleada revolucionaria parecía haber pasado y el restablecimiento de la autoridad en el Imperio Habsburgo sólo dejó pendiente la sublevación húngara. Las acciones bélicas se prolongaron durante casi un año y, desde la primavera de 1849, los austriacos contaron con el apoyo de tropas rusas enviadas por Nicolás I. Finalmente, a mediados de agosto, los húngaros capitulaban en Vilagos y Kossuth se veía obligado a huir.También en Italia la aventura de los nacionalistas radicales tocaba a su fin. El temor al incremento de la hegemonía austriaca en la península llevó a que Luis Napoleón enviase una fuerza expedicionaria, bajo el mando del general Oudinot, que trató de mediar entre el Papa y los revolucionarios. Los republicanos romanos trataron de resistir, pero las tropas francesas entraron en Roma el 30 de junio y la autoridad de Pío IX fue restablecida a finales de julio, aunque el Papa tardaría aún en volver a su sede. La resistencia de Manin en Venecia acabaría también en la segunda quincena de agosto.Los republicanos de Francia habían visto con disgusto que las tropas de su país lucharan en Italia contra otras fuerzas republicanas. Pero el hecho resultaba muy ilustrativo del cariz conservador adoptado por la Segunda República francesa, bajo la presidencia de Luis Napoleón. La represión desencadenada para reprimir estas protestas se completó con medidas de cierre de los clubs políticos y reglamentación de la venta ambulante de prensa. El presidente se desprendió del Partido del Orden, en octubre de 1849, y nombró un Gobierno de fieles con los que acometió una política de revisión de la obra revolucionaria.La primera medida, en ese sentido fue la ley Falloux (por el ministro del Gobierno anterior que la había preparado), de 15 de marzo de 1850, sobre la enseñanza. En ella se daba una completa autonomía a la Iglesia, para la dirección de la enseñanza secundaria, y se la concedía asimismo poder de inspección sobre la enseñanza universitaria. La discusión parlamentaria sobre esta iniciativa sirvió para revelar a Victor Hugo como una figura destacada de la montaña republicana.La segunda gran medida de carácter restrictivo fue la Ley Electoral de 31 de mayo, por la que se establecían limitaciones económicas y de residencia al ejercicio del sufragio universal. La vil multitud, como había dicho Thiers, quedaría excluida del derecho a voto, lo que equivalía a una disminución de 2.800.000 electores. Finalmente, la Ley de Prensa, de 16 de julio, establecía la fianza y aumentaba el derecho de timbre para dificultar la edición de nuevos periódicos. La lucha contra demócratas y socialistas estaba a la orden del día y, para asegurarla, Luis Napoleón preparó un golpe de Estado que le asegurase la permanencia en el poder, amenazada por el plazo de cuatro años para el que había sido elegido.El fracaso de la revolución de 1848 ha sido achacado muchas veces al carácter esencialmente urbano del mismo y a la falta de apoyo que encontró en el mundo rural. Desde luego, pese a algunos signos de movilización política que se registraron en Francia, y a los desórdenes rurales que fueron comunes en el mundo alemán e italiano, no se puede negar que el mundo agrario permaneció relativamente indiferente a los avances democráticos y nacionalistas. Por otra parte, se ha subrayado que la inicial unanimidad de los elementos revolucionarios, que les sirvió para obtener las concesiones del mes de marzo, se diluiría en los meses siguientes, conforme se extendía la preocupación por el mantenimiento de la ley y el orden. En esas circunstancias, la actuación de los Ejércitos profesionales resultó decisiva para el restablecimiento de las antiguas autoridades.De todas maneras, no todo fue fracaso. El sufragio universal quedó establecido en Francia, mientras que en buena parte de Europa se debilitaban aún más los restos del Antiguo Régimen y se fortalecía la tendencia al establecimiento de sistemas parlamentarios y democráticos. La primavera de los pueblos, por otra parte, había sido efímera, pero las exigencias nacionalistas no iban ya a dejar de estar presentes en la vida política europea. Los inmediatos acontecimientos de Italia y Alemania servirían para comprobarlo.
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"La expresión "Primavera de los pueblos" debe hacernos reflexionar sobre la naturaleza optimista de aquellas revoluciones. La confianza en un futuro mejor de igualdad y libertad, impregnó el espíritu de la época. Burgueses y obreros lucharon juntos, por última vez, en las barricadas contra aquellos que, amparándose en el control que ejercían del Estado y de la economía, sólo aspiraban a perpetuar su dominio. Las masas salieron a la calle para impulsar este movimiento de lucha democrática y, en muchos casos, nacional. Pero la irrupción de los obreros y sus reivindicaciones sociales trastocó los sueños de la burguesía, que se sintió, en medio del temor a una revolución social, obligada a separarse de una clase obrera que tomaba conciencia de que su lucha iba más allá de las ilusiones de igualdad legal y de libertad política que deseaba la burguesía."
Eric J. Hobsbawn. La era del capitalismo

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