7/12/07

La muerte de los dioses



Por Nathan Wachtel
Hay presagios pavorosos, y las profecías anuncian el fin de los tiempos. Surgen luego monstruos de cuatro patas, cabalgados por seres blancos de apariencia humana. Es la guerra, la violencia y la muerte... Tales son los temas que evocan los documentos del siglo xvi. Los indios parecen conmocionados por una especie de estupor, como si no consiguieran comprender el acontecimiento, como si éste hiciera saltar en pedazos su universo mental.

Se impone un primer enfoque de simple descripción; el método Puede parecer aproximativo, literario de alguna manera; pero esa descripción previa resulta de todo punto obligada en la medida en que permite captar al nivel de lo vívido los acontecimientos que constituyen el punto de partida de nuestro estudio. Ha de ser a la vez una toma de contacto y un esfuerzo de descentramiento. No se trata de convertirnos en indios, con arreglo a una dudosa efusión sentimental, sino, simplemente, de escucharlos. Es decir, de hacer que los textos hablen, de prestar oído, con atención, respeto y humildad, a estas voces tan extrañas para nosotros: las de los testigos indígenas de la Conquista.
El descubrimiento del mundo antiguo
Los indios descubrieron Europa en la persona de algunos centenares de soldados españoles que los vencieron. Se enfrentaban dos civilizaciones que hasta entonces se ignoraban por completo. Resulta sorprendente que para los indios el «encuentro» se haya en una atmósfera de prodigio y de magia. Es posible que los presagios hayan sido inventados después, pero, cuando menos, testimonio del esfuerzo de los vencidos por interpretar el acontecimiento.
1. Prodigios y profecías
Es en México donde son más numerosos los prodigios que anuncian la llegada de los europeos. Según los documentos indígenas, Moctezama parecía particularmente sensible a los fenómenos de brujería y adivinación. Poco antes de la Conquista, los brujos de Texcoco anunciaron que México sería pronto sometido por extranjeros. La predicción provocó una controversia entre Moctezuma y Nezahualpillí, el rey de Texcoco; este último, seguro de sus adivinos, desafió al rey de México al juego ritual de la pelota y apostó su reino contra tres pavos. Moctezuma ganó las dos primeras partidas, pero perdió cada una de las tres siguientes.
A lo largo de los diez años que precedieron la llegada de los españoles, se enumeran ocho prodigios funestos. Durante un año entero, cada noche fue cubierta por una columna de fuego que aparecía por el oriente y semejaba elevarse desde la tierra hasta el cielo. «Pues cuando se mostraba había alboroto general; se daban palmadas en los labios las gentes; había un gran azoro; hacían interminables comentarlos» . El templo de Huitzilopochtli se incendió de modo misterioso, sin causa aparente, y ardió «por su espontánea acción». Después vino la destrucción del templo de mientras caía una ligera llovizna, le alcanzó un rayo sin relámpago ni trueno. Aparecieron cometas en pleno día, que atravesaban el cielo de Occidente a Oriente. Una tempestad agitó las aguas del lago de México, destruyendo la mitad de las casas de la ciudad. Luego se oyó una voz de mujer que gritaba en la noche: «¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos!»; o también: «Del todo nos vamos ya a perder». Nacieron monstruos, «cuerpos, con dos cabezas procedentes de un solo cuerpo, los cuales eran llevados al palacio de la sala negra del gran Motecuhzorna, en donde, llegando a ella, desaparecían». Pero el prodigio más pavoroso fue, sin duda, ese extraño pájaro color de ceniza semejante a una grulla, que fue capturado sobre el lago de México: «Había uno como espejo en la mollera del pájaro... Allí se veía el cielo: las estrellas, el Mastelejo. Y Motecuhzorna lo tuvo a muy mal presagio cuando vio las estrellas y el Mastelejo. Pero cuando vio por segunda vez la mollera del pájaro, nuevamente vio allá, en lontananza; como si algunas personas vinieran de prisa; bien estiradas, dando empellones. Se hacían la guerra unos a otros, y los traían a cuestas unos como venados. Al momento llamó a sus magos, a sus sabios. Les dijo: —¿No sabéis: qué es lo que he visto? ¡Unas como personas que están en pie y agitándose... Pero ellos, queriendo dar la respuesta, se pusieron a ver: desapareció (todo); nada vieron».
Si intentamos una clasificación de estos presagios diversos, constataremos que asocian los cuatro elementos del universo: el fuego, el agua, la tierra y el aire; todo sucede como si el mundo entero tomase parte en la inminencia de una catástrofe inaudita. Pero los adivinos no logran definir la amenaza que pesa sobre México, de manera que en la ciudad cunde una atmósfera de duda y angustia. Y no menos que los prodigios aterroriza a Moctezuma la impotencia de los brujos.
Entre los mayas, el anuncio de la Conquista reviste la forma más explícita de la profecía. El sentimiento de angustia cede aquí su lugar a una especie de fatalismo apocalíptico, ligado a la conciencia del curso inexorable del tiempo. En efecto, la representación cíclica del calendario maya funda la profecía del Chilam Balam, que predice una verdadera «revolución» al final del Katun trece Abau, un trastorno total del mundo y, específicamente, el advenimiento de una nueva religión:
En el Ahau trece, al final del katun, será maltratado el Itza y rodará por tierra Tancah, oh padre. Como signo del único dios de arriba, llegará el árbol sagrado, manifestándose a todos para que el mundo sea iluminado, oh padre.
...Cuando agiten su señal, desde lo alto, cuando la levanten con el árbol de la vida, todo cambiará de un golpe. Y el sucesor del primer árbol de la tierra aparecerá y para todos será manifiesto el cambio.
Ciertamente, la profecía del Chilam Balam parece redactada después del acontecimiento. Pero este augurio retrospectivo da testimonio de la necesidad de arraigar en el pasado un hecho demasiado extraordinario para llevar en sí mismo su propia significación.
En el Imperio inca, la llegada de los españoles fue precedida a la vez por prodigios (que eran preponderantes en México) y por profecías (como entre los mayas).
Los prodigios peruanos recuerdan en cierta medida a los del ejemplo azteca; allí se asocian también los cuatro elementos: tierra, fuego, agua y aire. Los últimos años de Huayna Capac, el onceavo Inca, se vieron trastornados por una serie de temblores de tierra. Los terremotos son frecuentes en Perú; pero el inca Garcilaso de la Vega precisa que las sacudidas fueron excepcionalmente violentas. En la costa fueron acompañados por marejadas de extraordinaria amplitud. Un rayo cayó sobre el palacio del Inca. Se vieron en el aire cometas de aspecto pavoroso. Otro presagio hace referencia a un pájaro: cierto día, cuando se celebraba la fiesta del Sol, un cóndor (mensajero del sol) fue perseguido por halcones y cayó en medio de la gran plaza de Cuzco; recogieron al pájaro y se dieron cuenta de que estaba enfermo, recubierto de una especie de sarna; se le prodigaron cuidados, pero murió. Y hubo un espectáculo aún más siniestro; en una noche muy clara, la luna apareció rodeada por un triple halo, el primero color de sangre, el segundo de un negro verdoso y el tercero semejante al humo. Un adivino interpretó el presagio: la sangre anunciaba que una guerra cruel desgarraría a los descendientes de Huayna Capac; el negro significaba la ruina de la religión y del Imperio inca, y todo, finalmente, como lo anunciaba el último halo, se desvanecería en humo.
Fue entonces cuando advirtieron al emperador que acababan de desembarcar en la costa seres de aspecto extraño. Esta noticia, en medio de los prodigios que se multiplicaban, recordó a Huayna Capac la profecía de su ancestro Viracocha, el octavo Inca. Este había predicho que, en e1 reinado del doceavo Inca, hombres desconocidos se apoderarían del Imperio y lo destruirían. En honor del dios Viracocha, creador y civilizador de la humanidad, cuyo nombre llevaba, el octavo Inca había construido un templo laberíntico, compuesto de doce corredores; sobre el altar central erigió una estatua conforme a la imagen del sueño que le había inspirado el dios: representaba, según la tradición conservada por Garcilaso, un hombre de alta estatura, barbudo, vestido con una larga túnica y teniendo sujeto por una cadena a un animal fabuloso con garras de león. Huayna Capac era el onceavo Inca; la profecía de su ancestro se realizaría, por tanto, bajo el reinado de su sucesor. Y Garcilaso cuenta también que Huayna Capac, antes de morir, recomendó a sus súbditos que se sometieran a los recién venidos. Pero ¿por qué se llamó a éstos «Viracochas»? Aquí aparece el tema del retorno de los dioses.
2. ¿Dioses u hombres?
Toda América conoce el mito del dios civilizador que, después de reinar benéficamente, desapareció de modo misterioso prometiendo a los hombres su retorno. Es el caso de Quetzalcoatl en México, que partió en dirección a Oriente, y de Viracocha, en el Perú, que desapareció andando sobre las aguas del mar occidental. Quetzalcoatl debía volver en un año ce‑acatl, mientras que el Imperio inca debía tener su fin bajo el emperador número doce. Pero en México los españoles venían del Este, y 1519 correspondía exactamente a un año ce‑acatl; en el Perú, venían del Oeste, y el reino de Atahualpa (o el de Huascar) correspondía al del doceavo Inca. En consecuencia, el estupor de los indios revistió una forma particular: percibieron los acontecimientos a través de la óptica del mito y concibieron la aparición de los españoles como un retorno de los dioses. Conviene hacer notar también que esta interpretación no fue general. Y, por lo demás, la ilusión no duró mucho tiempo. Precisemos, por tanto, los matices que distinguen las reacciones de los aztecas, los mayas y los incas por cuanto respecta a la identificación de los españoles.
Mientras en México los adivinos resultaban incapaces de interpretar los presagios y, en consecuencia, eran mandados matar por Moctezuma, un indio de la costa oriental llegó y dijo:
Llegué a las orillas de la mar grande, y vide andar en medio de la mar una sierra o cerro grande, que andaba de una parte a otra y no llega a las orillas, y esto jamás lo hemos visto.
Moctezuma mandó encarcelar al mensajero y encargó a sus servidores qué verificaran la noticia. A su retorno, le indicaron que la torre que flotaba sobre el mar llevaba seres desconocidos, de piel blanca y larga barba. Entonces Moctezuma decidió enviarles embajadores cargados de regalos divinos: los aderezos de Quetzalcoatl.
Los informantes de Sahagún describen la escena asombrosa en el curso de la cual los embajadores de Moctezuma revistieron a Cortés con los adornos del dios: máscara incrustrada de turquesas, collar adornado por un disco de oro, espejo dorsal, brazaletes de jade, cascabeles de oro, escudo con bandas de nácar y oro, rodeado de plumas de quetzal, y sandalias de obsidiana. La conducta de Cortés, en respuesta a estos obsequios, aterrorizó a los indios: ordenó que los atasen e hizo disparar el cañón.
Y en este momento los enviados perdieron el juicio, quedaron desmayados. Cayeron, se doblaron cada uno por su lado: ya no estuvieron en sí.
Los españoles les reconfortaron entonces, les ofrecieron vino y alimento.
Mientras tanto, Moctezuma esperaba con angustia: «Y si alguna cosa hacía, la tenía como cosa vana. Casi cada momento suspiraba. Estaba desmoralizado, se tenía como un abatido». Cuando los embajadores volvieron, se negó a recibirlos antes de que se hubieran purificado, porque: «¡Bien con los dioses conversaron!». Se sacrificaron dos prisioneros, y los emisarios fueron rociados con su sangre. Sólo entonces Moctezuma se atrevió a escuchar su relato:
Por todas partes vienen envueltos sus cuerpos, solamente aparecen sus caras. Son blancas, como si fueran de cal. Tienen el cabello amarillo, aunque algunos lo tienen negro. Larga su barba es, también amarilla; el bigote también tienen amarillo...
Los soportan en sus lomos sus «venados». Tan altos están como los techos...
Pues sus perros son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes; tienen ojos que derraman fuego, están echando chispas: sus ojos son amarillos, de color intensamente amarillo.
... Y cuando cae el tiro, una como bola de piedra sale de sus entrañas: va lloviendo fuego, va destilando chispas, y el humo que de él sale, es muy pestilente, huele a lodo podrido, penetra hasta el cerebro causando molestia.
Pues si va a dar contra un cerro, como que lo hiende, lo resquebraja, y si da contra un árbol, lo destroza hecho astillas, como si fuera algo admirable, cual si alguien le hubiera soplado desde el interior.
... Cuando hubo oído todo esto Moctezuma se llenó de grande temor y como que se le amorteció el corazón, se le encogió el corazón, se le abatió con la angustia.
Para inspirar benevolencia a los dioses, Moctezuma les hizo enviar otro tipo de vituallas: frutos, tortillas, huevos y aves. ¿Quizá querrían también alimentarse con sangre? Se sacríficaron dos prisioneros, salpicándose con su sangre las ofrendas. Pero, cosa extraña, los seres blancos y barbudos rechazaron con disgusto el alimento. La actitud de Moctezuma hada los dioses era, sin embargo, ambivalente, porque al mismo tiempo envía contra ellos a sus brujos. ¿Quizá éstos, gracias a su magia, lograrían hacerles desandar el camino? Sus esfuerzos fueron vanos; los brujos se reunieron con Moctezuma y le dieron cuenta de su fracaso: «¡No somos sus contendientes iguales; somos como unas nadas!». Y Moctezuma sintió miedo ante la extraordinaria potencia de los seres barbudos, pensó en huir, en « ...escabullir(se) a los dioses», en refugiarse en el fondo de alguna gruta. Fracasa también una última tentativa de los hechiceros; encuentran en su camino a Tezcatlipoca bajo la forma de un borracho que repetidamente ejecuta prodigios y predice la ruina de México. «Motecuhzoma, no hizo más que abatir la frente, quedó con la cabeza inclinada. Ya no habló palabra. Dejó de hablar solamente. Largo tiempo así estuvo cabizbajo. Todo lo que dijo y todo con lo que respondió fue esto: —¿Qué remedio, mis fuertes? ¡Pues con esto ya fuimos aquí!..."»'. Angustia colectiva: «Y todo el mundo estaba muy temeroso. Había gran espanto y había terror. Se discutían las cosas y se hablaba de lo sucedido. Hay juntas, hay discusiones, se forman corrillos, hay llanto, se llora por los otros. Van con la cabeza caída, andan cabizbajos».
Y, sin embargo, parece subsistir una duda, porque cuando Moctezuma reúne a sus consejeros para consultarles acerca de la conducta a seguir, éstos expresan opiniones divergentes. Cacama, sobrino de Moctezuma, recomienda acoger a los desconocidos con honores; pero Cuitlahuacatzín, su hermano, expresa escepticismo y pone en guardia a los mexicanos: «Plega a nuestros dioses que no, metáis en vuestra casa a quien os eche de ella y os quite el reino, y quizá cuando lo queráis remediar no sea tiempo». Estas opiniones contradictorias reflejan las reacciones opuestas que suscitan los españoles en las diversas ciudades que atraviesan. Así, los totonacas de Centroala y los tlaxcaltecas deciden aliarse a los blancos. «Mucho los honraron, les proporcionaron todo lo que les era menester, con ellos estuvieron en unión y luego les dieron sus hijas», mientras que los habitantes de Cholula los consideraron como bárbaros.
En Texcoco, Ixtlilxochitl se convirtió rápidamente al cristianismo, pero su madre, Yacotzin, le dirige violentos reproches: «Le respondió que debía haber perdido el juicio, pues tan presto se había dejado vencer de unos pocos bárbaros como eran los cristianos»
En cuanto a Moctezurna, a pesar de las dudas de algunos de sus consejeros, se decidió a recibir a los blancos como si fuesen dioses. Se dirige a su encuentro y les ofrece, en un signo de bienvenida, collares de flores y de oro. Luego pronuncia ante Cortés el extraordinario discurso cuyo recuerdo conservar; los informantes de Sahagún:
Señor... Has arribado a tu ciudad: México. Aquí has venido a sentarte en tu solio, en tu trono... No, no es que yo sueño, no me levanto del sueño adormilado: no lo veo en sueños, no estoy soñando... ¡Es que ya te he visto, es que ya he puesto mis ojos en tu rostro! ... Como que esto era lo que nos habían dejado dicho los reyes, los que rigieron, los que gobernaron tu ciudad: Que habrías dé instalarte en tu asiento, en tu sitial, que habría de venir acá... Pues ahora se ha realizado: ya tú llegaste, con gran fatiga, con afán viniste. Llega a la tierra: ven y descansa; toma posesión de tus casas reales; da refrigerio a tu cuerpo. ¡Llegad a vuestra tierra, señores nuestros!.
¡Extraña conducta la de los dioses! Cuando los indios les ofrecen oro, manifiestan una alegría desenfrenada: «Como si fueran monos, levantaban el oro, como que se sentaban en ademán de gusto, como se les renovaba y se les iluminaba el corazón». Saquean el tesoro de Moctezuma, separan el oro de las joyas y de los escudos para fundirlo y repartírselo en lingotes. Más tarde, durante la fiesta de Toaxcatl, sobreviene la masacre del templo. Entonces se produce en el espíritu de los indios un cambio brutal; se rebelan, insultan y matan a Moctezuma, y ponen cerco a los españoles, por entonces llamados popolocas, es decir, bárbaros.
Se trata ahora de una guerra entre los indígenas y depredadores muy humanos. Los episodios se suceden: la Noche Triste, la partida de los españoles, la epidemia de la viruela, el retorno de los españoles y el cerco de México. Los indios saben modificar su táctica en función del armamento europeo: «Pero los mexicanos, cuando vieron, cuando se dieron cuenta de que los tiros de cañón iban derechos, ya no caminaban, en línea recta, sino que iban de un rumbo a otro, haciendo zigzag; se hacían a un lado y a otro. huían del frente. Y cuando veían que iba a dispararse un cañón, se echaban por tierra, se tendían, se apretaban a la tierra». Pero poco a poco los españoles cobran ventaja. Los indígenas sacrifican a sus prisioneros y dejan expuestas al sol las cabezas de los blancos y las cabezas de los caballos. Pero es en vano. Intentan entonces un último expediente para salvar a la ciudad: Cuauhtemoc hace que su capitán, Otoclitzin, se vista con el traje ritual que le convierte en «tecolote de Quetzal, y le entrega la jabalina mágica del dios tribal Huitzilopoclidi; si esta jabalina mata a algún enemigo, será la victoria». Pero el plan fracasa nuevamente. Un último presagio anuncia la caída inminente de la ciudad: una noche surgió una bola de fuego: «Se dejó ver, apareció cual si viniera del cielo. Era como un remolino; se movía haciendo giros, andaba haciendo espirales. iba como echando chispas, cual si restallaran brasas». Finalmente, Cuauhtemoc decide someterse a los españoles; pero entonces, por una segunda inversión, en el momento en que aparecen como vencedores son calificados nuevamente como «dioses»: «¡Ya va el príncipe más joven, Cuauhtemoc; ya va a entregarse a los españoles! ¡Ya va a entregarse a los "dioses"! ».
En los territorios mayas, la cualidad divina de los españoles parece menos admitida. Por ser más exactos, hay un contraste muy dato que contrapone en este punto a los quichés y cakchiqueles de las altas tierras de Guatemala, por una parte, y los mayas propiamente dichos del Yucatán, por otra. Los primeros consideraron a los recién venidos como dioses; los segundos, por el contrario, designaron a los españoles con el término más banal de dzules, «extranjeros»; y como éstos, a diferencia de los mayas, comían anonas, se les designó más prosaicamente todavía como «comedores de anonas». ¿Cómo explicar este contraste entre los indios de Guatemala y los del Yucatán?
El simple desarrollo de los acontecimientos da cuenta, en buena medida, de tales diferencias. En efecto, la conquista de Guatemala, realizada por Alvarado en 1524‑1525, siguió de cerca a la caída de México y fue muy rápida. Es posible que ante la brutalidad del acontecimiento, los quichés y los cakchiqueles hayan caído en el mismo estupor que los aztecas. En cambio, la conquista del Yucatán fue más tardía y más lenta; emprendida por Montejo en 1527, sólo se consumó, y penosamente, en 1541. Por otra parte, los mayas del Yucatán habían tenido ya ocasión de encontrar a hombres blancos varias veces. Desde 1511, con ocasión del naufragio de Valdivia, algunos españoles habían ido a parar a la costa; fue entonces cuando los indios recogieron a Gonzalo de Guerrero y jerónimo de Aguilar 1'. Después, la expedición de Córdoba en 1517, la de Grijalva en 1518 y la escala de Cortés en 1519 fueron otros contactos que, sin implicar consecuencias militares inmediatas, permitieron a los indios del Yucatán acostumbrarse a la rareza de los españoles; tanto, que en los documentos mayas relativos a la Conquista se borra el carácter divino de los españoles.
El Perú estaba desgarrado por la guerra civil; los dos hijos de Huayna Capac, el bastardo Atahualpa y el heredero legítimo, Huascar, se disputaban el Imperio. En 1533, Atahualpa acababa de capturar a Huascar, pero ejércitos «legítimos» resistían todavía en la región de Cuzco. Es entonces cuando llegan los españoles, y todo sucede como si la reacción de los indios respecto de ellos se hallase determinada por su adhesión a una u otra de las facciones en lucha.
En efecto, los primeros actos de Pizarro parecen favorecer a los partidarios de Huascar. Estos últimos ven en él a un salvador providencial, y el hermano de Huascar, Manco, se apresura a aliarse con los españoles. Los Viracochas, hijos del dios civilizador, han surgido de repente para castigar a Atahualpa y restablecer el orden legítimo. Los cronistas de la tradición cuzquena, principal mente Titu Cusi, describen aquellos rasgos extraños que señalan a los españoles como entes divinos a los ojos de los indígenas: la barba, rubia o castaña; las prendas, que cubren todo el cuerpo; los grandes animales que cabalgan, cuyos pies son de plata; el lenguaje mágico que les permite comunicarse entre sí por medio de pequeños trozos de telas blancas; el dominio del rayo:
Decían que habían visto llegar a su tierra ciertas personas muy differentes de nuestro hábito y traje, que pareçían viracochas, ques el nombre con el qual nosotros nombramos antiguamente al Criador de todas las cosas... y nombraron desta manera a aquellas personas que habían visto, lo uno porque diferenciaban mucho nuestro traje y semblante, y lo otro porque veían que andaban en unas animalías muy grandes, las quales tenían los pies de plata: y esto decían por el rrelumbrar de las herraduras. Y también los llamaban ansí, porque les habían visto hablar a solas en unos paños blancos como una persona hablaba con otra, y ésto por el lleer en libros y cartas; y aun les llamaban Viracochas por la exclençia y paresçer de sus personas y mucha differençia entre unos y otros, porque unos eran de barbas negras y otros bermejas, é porque les veían comer en plata; y también porque tenían Yllapas, nombre que nosotros tenemos para los truenos, y esto dejían por los arcabuçes, porque pensaban que eran truenos del cielo...
Pero los españoles, con su codicia y su brutalidad, disiparon pronto la ilusión. Titu Cusi describe el encarcelamiento de su padre, Manco, y el brusco cambio que se produjo entonces en su espíritu (comparable al de los mexicanos después de la masacre del templo); si los blancos se comportan con tanta crueldad, es que no son Viracochas, sino, al contrario, hijos del «diablo»:
...pensando que era gente grata e enviada de aquél que ellos deçían que era el Tecsi Viracochan —que quiere decir Dios— y pareçeme que me ha salido al rrevés de lo que yo pensava, porque sabed, hermanos, que éstos, segund me han dado las muestras después que entraron en mi tierra no son hijos del Viracocha sino del demonio...
En cuanto a Atahualpa, a diferencia de Manco, nada permite afirmar que haya considerado a los españoles como dioses. Se ha planteado la duda acerca de por qué permitió a Pizarro penetrar en las montañas hasta Cajamarca. Pero tengamos en cuenta que no había consolidado aún su poder sobre el conjunto del país, y que la eventualidad de un ataque de los partidarios de Huascar limitaba sus posibilidades de movimiento. Por otra parte, la expedición española, proveniente de la costa, no parecía poner en peligro el Imperio. Las sociedades costeras del Perú, aisladas por el desierto marino, siempre habían sufrido la dominación de las sociedades montañesas que controlaban la fuente de los ríos; Afahualpa no podía imaginar que los españoles pudiesen recibir socorro del mar ni que otro mundo —Europa— se manifestase a través de ellos. En la sociedad inca, la potencia dependía del número de hombres, y la pequeña tropa de Pizarro parecía una fuerza despreciable desde este punto de vista. Por lo demás, corría el rumor en el campamento de Atahualpa de que los fusiles españoles sólo disparaban dos veces y que los caballos perdían toda eficacia durante la noche. Tal es el motivo de que Atahualpa tendiese a Pizarro la trampa de Cajamarca; después de convenir una entrevista a mediodía sólo llegó al comienzo de la noche; pero la trampa, se volvió contra él.
En términos generales, la conducta de Atahualpa parece «racional», teniendo en cuenta una lógica evidentemente distinta de la nuestra, Cuando se encontró con Pizarro, no manifestó humildad alguna, al revés que Moctezuma ante Cortés. Al exhortarle Valverde para que se convirtiera al cristianismo, presentándole la Biblía, Atahualpa respondió altivamente que el único dios a adorar era el Sol; luego ojeó el libro e intentó escuchar lo que decía; pero, como no oyó nada, lo lanzó coléricamente al suelo. Ningún signo de sumisión.
¿Cómo interpretar las reacciones diversas de los aztecas, de los mayas y de los incas con ocasión de la llegada de los hombres blancos? Conviene plantear correctamente el problema. En efecto, estamos dominados muchas veces por nuestras categorías mentales y nos sorprende que los indios hayan tomado por dioses a los españoles, deteniéndose nuestro pensamiento sobre el aspecto pintoresco de la cosa y no sin alguna condescendencia. Pero no hay aquí pintoresquismo alguno. Por el contrario, nos hallamos en presencia de un fenómeno muy general, descrito a menudo por los viajeros y los etnógrafos, no solamente en América, sino también en África y en Oceanía; se trata del terror de los «indígenas» ante la aparición de estos seres absolutamente desconocidos, los blancos. No se trata de que una «mentalidad primitiva» se oponga, en términos de un pensamiento irracional o dominado enteramente por la afectividad, a la racionalidad occidental. Toda sociedad implica una cierta visión del mundo, una estructura mental regida por una lógica particular. Los acontecimientos de la historia, al igual que los fenómenos de la naturaleza, se ubican en el orden explicativo de los mitos y cosmogonías correspondientes a cada cultura. Todo aquello que represente una excepción a este orden racional (animales cuya conducta parezca extraña, acontecimientos inhabituales, etc.) significa la irrupción de fuerzas sobrenaturales o. divinas en el mundo profano. En esa medida, la racionalidad cotidiana resulta destruida y nace la angustia por el contacto con lo desconocido.
Ahora bien, la intrusión de los europeos en una sociedad que ha vivido aislada durante siglos constituye un acontecimiento que rompe el curso normal de las cosas. No nos asombremos, por tanto, de que Moctezuma haya visto en la llegada de Cortés el retorno de Quetzalcoatl; muy al contrario, se trata de un esfuerzo de racionalización; Moctezuma emplea el instrumental mental de su sociedad, único del que dispone, para comprender el acontecimiento; recurre a los mitos tradicionales para integrar en su concepción del mundo hechos para él inauditos. Este tipo de racionalización fue también el utilizado por los indios de Guatemala o por los partidarios de Huascar. Mientras que Atahualpa, los mayas de Yucatán o los indios de Cholula reaccionaron de modo diferente. Pero ¿por qué?
No todos los indios consideraron a los españoles como dioses; pero todos se plantearon la cuestión de si eran divinos o humanos. En las diferentes sociedades consideradas, lo general es la irrupción brusca de algo desconocido. Todos los documentos aztecas, mayas e incas describen el aspecto extraño (barba, cabellos) y la potencia (escritura, rayo) de los españoles. La visión del mundo de los indios implicaba en todo caso la posibilidad de que los blancos fuesen dioses, y esa posibilidad llevaba consigo en cualquier caso duda ' y angustia. Pero la respuesta a la cuestión «¿dioses u hombres?» podía ser positiva y negativa, y varió de acuerdo con las circunstancias particulares de la historia local.
Un notable episodio confirma la interpretación precedente. Mientras se acercaban a Cuzco, los soldados de Pizarro capturaron a unos mensajeros indios. Enviados por Callcuchima, general de Atahualpa, a Quizquiz, otro de sus generales, los mensajeros llevan una importante noticia relativa a la naturaleza de los invasores:
«... Les oyó desir como ChaUcuchima los suia embiado auissando al quizquiz como (los españoles) eran mortales».
3. Las causas de la derrota
Nuestro punto de vista es aquí el de la reacción psicológica de s vencidos, y no entraremos por ello en el detalle de la historia militar de la Conquista. Sin embargo, se plantea el problema de las causas de la derrota de los indios: ¿cómo es posible que imperios tan poderosos como el de los aztecas o el de los incas hayan sido destruidos tan rápidamente por algunos centenares de españoles?
Pensamos en primer lugar en una causa de orden técnico: la superioridad del armamento europeo. Se trata de una civilización del metal contra una civilización de la piedra: espadas de acero contra lanzas guarnecidas de obsidiana, armaduras metálicas contra túnicas forradas de algodón, arcabuces y cañones contra arcos y flechas, caballos contra soldados de a pie. Con todo, este factor técnico parece tener una importancia limitada: las armas de fuego de las cuales disponían los españoles durante la Conquista eran muy poco numerosas y de tiro muy lento. Tuvieron, ante todo, un efecto psicológico, provocando (como los caballos) el pánico entre los indios. Cuando menos al comienzo, mientras los españoles gozaban todavía del beneficio de la sorpresa; pero la sorpresa se disipó rápidamente, y sabemos que los indios supieron adaptar sus métodos de combate en función del armamento europeo.
Mucho más eficaces fueron las enfermedades que diezmaron a los indios a partir de su primer contacto con los blancos. Las terribles epidemias de viruela en México, antes del sitio de la ciudad por Cortés, debilitaron la resistencia de los aztecas. En Perú parece haberse declarado una epidemia a finales del reinado de Huayna Capac, antes incluso de que Pizarro emprendiese su tercera expedición.
Más difícil resulta calcular el alcance de las causas psicológicas y religiosas. Hemos visto que la divinidad de los españoles (al menos mientras fue admitida) desapareció también muy deprisa. Debe tomarse también en consideración la tan particular idea de la guerra entre los indios, que reviste un aspecto esencialmente ritual; en el combate, la meta no es eliminar al adversario, sino hacerle prisionero para sacrificarlo luego a los dioses. La victoria se les escapaba muchas veces a los mexicanos porque trataban de capturar a los españoles, en vez de matarlos. Desde esta perspectiva, los métodos de combate de los blancos constituían un escándalo incomprensible. Por otra parte, la guerra solía finalizar para los indios con un tratado que concedía a los vencidos el derecho de conservar sus costumbres a cambio de un tributo. No podían, evidentemente, imaginar que los cristianos se propusieran destruir su religión y sus leyes. En este sentido, su visión del mundo contribuyó a su derrota. Tengamos en cuenta, sin embargo, que la guerra —fuesen cuales fuesen sus aspectos rituales— no dejaba de tener por consecuencia entre los indios la dominación política; fue la guerra lo que permitió la constitución de los poderosos imperios de los incas y de los aztecas.
De manera que la victoria española se debe sobre todo a las divisiones políticas que debilitaban a tales imperios. En efecto, son los propios indios quienes suministran a Cortés y a Pizarro la masa de sus ejércitos de conquista, que llegan a ser tan numerosos como los ejércitos propiamente indígenas a quienes combaten. En México, los totonacas, recientemente sometidos, se rebelaron contra Moctezuma y se aliaron a los españoles, que encontraron después un apoyo decisivo en los tlaxcaltecas. En Perú, Pizarro obtuvo ayuda de la fracción legítima en su lucha contra los generales de Atahualpa, y se aprovechó también de la colaboración de tribus que, como las de los cañarís y los huancas, se oponían a la dominación inca.
Es cierto que los factores religiosos y políticos se mezclan estrechamente. Recordemos que la alianza de la fracción de Huascar con los españoles se confunde con la identificación de éstos como Viracochas, mientras que los indios mexicanos opuestos a ello se limitan a considerarlos bárbaros invasores. Podemos, así, decir que la opción política reviste una forma religiosa, o, a la inversa, que el factor religioso adquiere forma a través de la coyuntura política. De hecho, las sociedades indígenas de América, en el momento de llegar los españoles, poseen una estructura donde la dimensión religiosa atraviesa todos los niveles: la vida económica, la organización social y las luchas políticas.
* Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española, Alianza editorial pp. 37-54.
El traumatismo de la conquista *
Por Nathan Wachtel
En nuestra memoria colectiva, la aventura de los conquistadores evoca imágenes de triunfo, de riqueza y de gloria, y aparece como una epopeya. La historiografía occidental asocia el «descubrimiento de América» a los conceptos de «Renacimiento» y de «tiempos modernos»; la expedición de Colón coincide con la imagen de una nueva era. Pero se trata de una nueva era para Europa. Desde la perspectiva de los indios vencidos, la Conquista significa un final: la ruina de sus civilizaciones. Para «descubrir» realmente América, el historiador nacido en la sociedad de los vencedores debe despojarse de sus hábitos mentales y, en cierto modo, salirse de sí mismo. Preguntemos directamente entonces a las fuentes indígenas.
Derrotados, el choque psicológico sufrido por los indios no se reduce a la irrupción de lo desconocido; lo extraño de los españoles se manifiesta de acuerdo con una modalidad particular: la violencia. La derrota significa en todas partes la ruina de las antiguas tradiciones. Incluso los indios que prestaron su ayuda a los españoles con el fin de utilizarlos como instrumento al servicio de sus intereses políticos, vieron cómo en última instancia sus aliados se volvían contra ellos y les imponían la ley cristiana. Por tanto, los dioses mueren en todas partes. El traumatismo de la Conquista se define por una especie de «desposesión», un hundimiento del universo tradicional.
1. La violencia
Saqueos, masacres, incendios, es la experiencia del fin de un mundo. Pero se trata de un fin sangriento, de un mundo asesinado. Ningún comentario sabría expresar mejor el asombro de los indios que los propios textos indígenas. Escuchemos este canto nahuatl que con una asombrosa intensidad dramática evoca la caída de México.
En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, Enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre.
La obsesión de la muerte, presente a lo largo de todo este canto, se profundiza a través del sentimiento de que un hecho irremediable ha herido a los indios en su destino colectivo; es su civilización lo que desaparece entre las lágrimas y la humareda:
El llanto se extiende, las lágrimas gotean allí en Tlatelolco ... ¿A dónde vamos?, ¡oh amigos! Luego ¿fue verdad? Ya abandonan la ciudad de México: el humo se está levantando; la niebla se está extendiendo... Llorad, amigos míos, tened entendido que con estos hechos hemos perdido la nación mexicana.
2. La muerte de los dioses
En efecto, la derrota posee un alcance religioso y cósmico para los vencidos; significa que los dioses antiguos perdieron su potencia sobrenatural. Los aztecas se consideraban como el pueblo elegido de Huizilopochtli, dios solar de la guerra; tenían por destino someter a su ley a todos los pueblos que rodeaban México en las cuatro direcciones. En consecuencia, la caída de la ciudad implica algo infinitamente más grave que una derrota militar; con ella se cierra el reino del Sol. A partir de entonces la vida terrestre pierde todo sentido, y ya que los dioses están muertos, sólo les resta a los indios morir también:
¡Déjennos pues ya morir, déjennos ya perecer, puesto que ya nuestros dioses han muerto!
La evidencia de la muerte de los dioses aparece confirmada, después de la derrota, por la enseñanza que imparten los españoles. Estos pretenden llevar consigo el conocimiento del verdadero dios, destruyen impunemente templos y estatuas y revelan a los vencidos que hasta entonces se han limitado a adorar falsos ídolos. Toda la cultura azteca se encuentra repentinamente aniquilada. De ahí un sentimiento de confusión y como un grito de incredulidad:
Dijisteis que no eran verdaderos nuestros dioses. Nueva palabra es ésta, la que habláis, por ella estamos perturbados, por ella estamos molestos. Porque nuestros progenitores, los que han sido, los que han vivido sobre la tierra, no solían hablar así... Y ahora, nosotros ¿destruiremos la antigua regla de vida?... No podemos estar tranquilos, y ciertamente no creemos aún, no lo tomamos por verdad, (aun cuando) os ofendamos.
Los mayas conocen el mismo hundimiento del universo tradicional. El Chilam Balam, aunque caracterizado por fuertes influencias cristianas, afirma, sin embargo, que los antiguos dioses han existido realmente. Pero añade que eran mortales. Los antepasados los adoraron, pero la revelación de la verdadera fe ha puesto fin a su reino:
Aunque los antiguos dioses fuesen perecederos, eran dioses. Ha caducado ya el tiempo de su adoración. Han sido disipados por la bendición del señor del cielo, cuando se cumplió la redención del mundo, cuando resucitó el verdadero Dios, cuando bendijo los cielos y la tierra.
¡Vuestros dioses se han derrumbado, hombres mayas! ¡Los habéis adorado sin esperanza!.
El reino de los dioses se encuentra, por tanto, limitado en la duración. Los mayas elaboran una notable racionalización de la Conquista, fundada sobre la representación cíclica del tiempo. Es bien conocido el grado de exactitud del calendario maya. Las crónicas de la Conquista ejemplifican el mismo cuidado por la precisión temporal y anotan meticulosamente la fecha exacta de los acontecimientos. La llegada de los blancos marca el fin de un ciclo, mientras que por el mismo movimiento se abre un ciclo nuevo: destino ineluctable, inscrito en la sucesión de los Katun. En el mismo instante se confunden la muerte de los dioses antiguos y el nacimiento del Dios cristiano. El Chilam Balam asocia en una misma profecía el tema del comienzo y el del crepúsculo:
Onze Abau, primera fundación de la tierra por los blancos. El onze Ahau es el comienzo de la cuenta de los katuns...
¡Será para nosotros el crepúsculo cuando llegue!...
Amenazador es el aspecto del rostro de su Dios. Todo cuanto enseña, todo cuanto dice, es: «Vais a morir!».
La Conquista, «carga del Katun», aparece así grabada en el tiempo, contenida de alguna manera en el curso de los siglos. Ahora bien, esta interpretación temporal se duplica con imágenes espaciales, cuya figura nuclear resulta encarnada por el sol, divinidad esencial de la religión maya. La teoría de la Conquista se amplifica en una visión dramática que engloba el destino del universo:
Este es el rostro del katun, del trece Ahau. La faz del sol se romperá. Caerá desintegrándose sobre los dioses de ahora. El sol será mordido cinco días y esto será visto. He aquí la representación del trece Ahau.
Un signo que da Dios es el de que sucederá que muera el rey de este país.
Esto está en el origen de la Silla del segundo tiempo, del reino del segundo tiempo. Y es también la causa de nuestra muerte...
...¡Castrar al Sol! Esto es lo que han venido a hacer los extranjeros.
Imágenes de la caída y de la rotura del sol, fuente de toda la vida; temas de la agresión y de la castración; pruebas de la muerte, de los dioses y de los indios: la «revolución» del tiempo es vivida como una catástrofe absoluta. En este sentido, podemos decir que la Conquista provoca un verdadero traumatismo colectivo.
Sólo sobrevive el recuerdo de la civilización perdida; el traumatismo se prolonga después de la Conquista, en la nostalgia referida a las costumbres abandonadas. Esta nostalgia se experimenta cotidianamente al nivel elemental, tan importante entre los mayas, de la medida del tiempo. Es sorprendente observar cómo el Chilam Balam o el Memorial de Sololá insisten en conservar la antigua cronología de los katun, mientras la crónica de Chak Xulub Chen adopta el calendario cristiano; pero precisamente este último texto evoca con tristeza la tradición ya muerta, aquella que ordenaba erigir una estela cada veinte años para determinar el comienzo de cada katun:
Este año se terminó de nevar el katun; a saber, se terminó de poner en Pie la piedra pública que por cada veinte tunes que venían, se ponía en pie la Piedra pública antes de que llegaran los señores extranjeros, los españoles aquí, a la comarca. Desde que vinieron los españoles fue que no se hizo nunca más.
Con los katun desaparecen los puntos de referencia tanto materiales como espirituales, las representaciones espaciales y temporales. Hundimiento de una visión del mundo que llega incluso a sus categorías mentales más íntimas.
El Perú ejemplifica hechos análogos: la derrota se experimenta como una catástrofe de amplitud igualmente cósmica, pero con un matiz particular: aquí el choque coincide con la muerte del hijo del Sol, el Inca. Este asegura la mediación entre los dioses y los hombres, y es adorado como un dios: representa de alguna manera el centro carnal del universo, cuya armonía garantiza. Una vez asesinado este centro, desaparece el punto de referencia viviente del mundo, y es ese orden universal lo que resulta brutalmente destruido. He ahí la causa de que la elegía por la muerte de Atahualpa cante la participación de la naturaleza en el drama de la Conquista; la tierra se niega a devorar el cadáver del Inca, los precipicios y las rocas tiemblan y entonan cantos fúnebres; las lágrimas se reúnen en torrentes; el sol se oscurece; la luna, enferma, se encoge, y el tiempo mismo se reduce a un parpadeo.
Y todo y todos se esconden, desaparecen padeciendo.
Lo que la elegía describe es, entonces, el nacimiento de una especie de caos. Los elementos se rebelan y lloran; el mundo se retuerce sobre sí mismo; la duración se constriñe en un instante casi nulo; la noche se extiende, y una ausencia infinita envuelve a todas las cosas. Es como un vacío que se hace más profundo cada vez, como una nada que se abre y donde el universo se sume. Sólo resta el dolor.
3. Duelo y locura
Después de la muerte de los dioses, los españoles imponen su dominación a los indios. ¿Cómo interpretan éstos la nueva era que así comienza?
Los incas viven la dominación española —la ausencia del emperador— a la vez como martirio y como soledad. La elegía a la. muerte de Atahualpa los describe llorando y delirando, sin saber hada qué volverse. Porque la sombra que les protegía ha muerto se ven abrumados por el sentimiento de una falta que ninguna cosa puede colmar. Privados del padre que los guiaba, llevan ahora una :vida errante y dispersa, pisoteados por los extranjeros. Literalmente, ahora son sólo huérfanos oprimidos. De ahí el estado de duelo y frustración:
Con el martirio de la separación infinita el corazón se rompe.
Los indios suplican al Inca muerto que abra nuevamente sus ojos, que extienda nuevamente hacia ellos sus «manos magnánimas», a fin de restablecer entre ellos y el mundo la armonía perdida.
Entre los mayas, el recuerdo transmuta la época de la antigua civilización en una verdadera Edad de Oro, mientras que la dominación española se concibe como desencadenamiento de todos los males; el tiempo de los blancos es la inversión simétrica del tiempo de los antepasados. Este tiempo representaba el orden y la medida; una vez destruido, el presente sólo puede ser «tiempo loco».
Cuando pensamos en el papel fundamental del calendario en la cultura maya, el tema de la locura del tiempo reviste una fuerza asombrosa y no puede designar sino un caos absoluto. Por lo mismo, el Dios cristiano, aunque «verdadero», debe ser negado, pues enseña la mentira y el pecado; los españoles oprimen a los indios bajo el peso del tributo y los reducen a esclavitud; es la era del sufrimiento y la miseria, de la discordia y la guerra, de la enfermedad y de la muerte. En términos generales, no se trata tanto de una falta o de una ausencia —como entre los incas—, sino de una acumulación de elementos negativos. En la descripción de este mundo absurdo, los conceptos se encadenan con arreglo a parejas antinómicas, de manera que la oposición tiempo de la locura/tiempo de los antepasados recubre fisuras en todos los niveles: intelectuales, morales, sociales y biológicos.
Con todo, escapa a este análisis (como sucede con toda abstracción) la cualidad particular e insustituible de la historicidad concreta; hay un estilo original, una singularidad de lo vivido, que ninguna formulación puede explicitar completamente. Comprender la visión de los vencidos exige que nos impregnemos de toda la poesía y también de toda la violencia de los testimonios indígenas. Dejemos, pues, que los documentos sigan hablando; escuchemos la voz emocionante del Chilam Balam:
Entonces todo era bueno, y ellos (los dioses) fueron abatidos.
Había sabiduría en ellos... no había pecado entonces... había una santa devoción en ellos. Sanos vivían. No había enfermedad entonces; no había dolores de huesos, no había fiebres, no había viruela, no había ardor de pecho, no había dolor de vientre, no había enflaquecimiento. Sus cuerpos estaban entonces rectamente erguidos.
No es esto lo que han hecho los señores blancos cuando llegaron aquí. Han enseñado el miedo y han venido a mancillar las flores. Para que viviese su flor, han hundido y agotado la flor de los otros.
...Mancillada está la vida, y muere el corazón de las flores ... falsos son Sus reyes, tiranos sobre sus tronos, avaros de sus flores... ¡Asaltantes de los días, ofensores de la noche, verdugos del mundo!...
No hay verdad en la palabra de los extranjeros.
Es solamente por causa del tiempo loco y por causa de los sacerdotes locos que la tristeza ha entrado en nosotros, que ha entrado en nosotros el cristianismo. Porque los muy cristianos han venido aquí con el dios verdadero; pero fue el comienzo de nuestra miseria, el comienzo del tributo, el comienzo del ayuno, la causa de la miseria de la cual ha surgido la discordia oculta, el comienzo de la expoliación, el comienzo de la esclavitud por deudas, el comienzo de las deudas colgadas a las espaldas, el comienzo de la disputa continua, el comienzo del sufrimiento.
Hemos descrito el traumatismo sufrido por los indios a través de los textos, es decir, de un modo bastante empírico. Sin duda, ese traumatismo podría ser definido en términos más rigurosamente psicoanalíticos. Los temas de la castración del Sol, del abandono por el padre, del duelo y la soledad nos llevan por esa vía. Sin embargo, no podemos aventurarnos a seguirla, al menos en este estadio del trabajo, por dos razones. Por una parte, la aplicación de los métodos psicoanalíticos a la historia, a pesar de las investigaciones actuales, se encuentra en un estadio embrionario, cuyos resultados son poco seguros. Por otra parte, una empresa semejante exigiría un análisis más detallado de las estructuras mentales propias de cada sociedad, cuando nosotros nos hemos limitado a sobrevolar la literatura indígena relativa a la Conquista en áreas culturales muy alejadas, desde México al Perú. Por tanto, en este capítulo nos proponíamos solamente una especie de toma de contacto con el problema, un descentramiento mental indispensable para comprender la visión de los vencidos. Nos bastará, pues, por el momento, haber evidenciado el hecho mismo del traumatismo, así como sus consecuencias. Los indios tienen la sensación de que su cultura ha muerto y experimentan una frustración particular, que corresponde a una verdadera «desposesión del mundo». Este traumatismo se perpetúa durante el período colonial, y hasta nuestros días, en la medida en que los indios continúan viviendo la dominación española como un estado inferior de sentimiento y humillación.
* Los vencidos: los indios del Perú frente a la conquista española, Alianza editorial pp. 54-61.

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