Introducción a los estudios históricos
Fragmento
Estudio introductorio
El método positivista como paradigma de conocimiento histórico
Francisco Sevillano CaleroUniversidad de Alicante
«Tal vez la falta del elemento mítico en la narración de estos hechos restará encanto a mi obra ante un auditorio, pero si cuantos quieren tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana, si éstos la consideran útil, será suficiente. En resumen, mi obra ha sido compuesta como una adquisición para siempre más que como una pieza de concurso para escuchar un momento»[1] .
Con estas palabras, Tucídides resumía su propia investigación acerca de la guerra del Penopoleso. Como ocurrió con el historiador ateniense, la prosecución de la verdad en la narración sobre el pasado del hombre ha sido un afán recurrente en el trabajo historiográfico, pues en el uso que de él se ha hecho, «el pasado no es nunca la historia, por más que algunos de sus elementos puedan ser históricos»[2] . Así, la historiografía, como arte de escribir la historia, ha ido delimitando su objeto de estudio, perfilando su método y estableciendo sus técnicas de crítica para el exacto establecimiento de lo acaecido, de la objetividad del conocimiento del pasado, como sucedió con la afirmación de la historiografía crítica durante la segunda mitad del siglo XIX[3] .
Pero como disciplina de conocimiento, la historiografía es una operación que se refiere a unas condiciones previas mediante «la combinación de un lugar social, de prácticas “científicas” y de una escritura»[4] ; una operación que realiza un grupo profesional, con sus compromisos y disputas, no sólo con sus precursores, sino en competencia asimismo con los miembros de disciplinas aledañas para dominar el campo de las ciencias sociales. Así, se ha destacado la situación ambigua de este campo entre dos principios de jerarquización opuestos: el político y el científico; un mundo social como otros que conoce de relaciones de fuerza y de luchas de intereses, de modo que sólo el análisis histórico permite una crítica de las pasiones y de aquellos intereses que pueden condicionar la metodología más rigurosa [5] . En esta línea, no se han de buscar sólo las contribuciones permanentes de un momento anterior de la disciplina a su estado de conocimiento, sino que hay que poner de manifiesto «la integridad histórica de esa ciencia en su propia época»[6] . En la epistemología del conocimiento histórico, tal supone matizar la idea del desarrollo gradual y acumulativo de la disciplina a través del mejoramiento de su método de conocimiento científico.
El cambio de la historiografía conlleva, más bien, el trastocamiento de un actitud intelectual, que es sustituida por otra que no era tenida como natural. De este modo, la práctica disciplinar de la historia se sitúa en un plano diferente al modificarse la perspectiva de la comunidad de historiadores. Un cambio que no resulta del enfrentamiento de ideas, sino de profesionales que las aceptan y acaban compartiendo distintos elementos a modo de «matriz disciplinar» de un paradigma a través de un entramado institucional: trátense de generalizaciones, modelos concretos, valores, y ejemplos de problemas y soluciones acerca del conocimiento del pasado [7] . Así sucedió con el establecimiento del método crítico de investigación en historia durante el siglo XIX, que acabó con una importante polémica acerca de su carácter científico. La naturaleza epistemológica del conocimiento histórico suscitó la controversia a finales de aquel siglo acerca de los fundamentos cognitivos de la disciplina y su método a partir del ejemplo de las ciencias naturales; en último término, tales reflexiones trataban sobre la oposición entre objeto y sujeto, herencia de la filosofía clásica del conocimiento, y de las condiciones de acceso a la verdad. Un debate que no sólo trató de la historia, puesto que también las ciencias, y en particular la física, fueron puestas en cuestión como conocimiento puro, resultado de la relación entre un objeto existente independientemente de un sujeto en un estado de objetividad y receptividad. De este modo, la historia y las ciencias han tenido trayectorias paralelas como manifestaciones parciales del conocimiento general[8] .
La historia de la historiografía debe permanecer ajena a las luchas por el monopolio de la representación legítima del pasado, pues que ha de «proceder al estudio de la historiografía en coyunturas concretas y particulares, para que pueda ser referida a la estructura social que la hace posible, renunciando si hace falta a obtener un concepto unitario y dogmático de la actividad historiográfica» [9] . Este comentario acerca de la formación del método positivista como paradigma de conocimiento histórico parte, así, de unas premisas: la concepción de la tarea historiográfica como una práctica social enmarcada históricamente; la atención a los correspondientes factores contextuales, pero sin menoscabo de la que se debe prestar a los propiamente intelectuales; el interés entre unos y otros fenómenos por la organización institucional del oficio de historiador; y el rechazo de una visión lineal acerca de la formación de un método científico, coherente y uniforme, que sea consustancial a la historia.
La emergencia del paradigma positivista en historia
En 1898, la edición de la obra Introduction aux études historiques, de Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos[10] , supuso el cierre de un período de ciencia normal en la historiografía tras el cambio que la adopción del método positivista había producido en Francia. Elaborado a partir de la revisión de las conferencias que ambos autores dictaran en el curso anterior a estudiantes principiantes en la Sorbona, se trataba de un manual que introducía y normativizaba el trabajo del historiador. Como vehículo pedagógico, su finalidad era enseñar al estudiante los problemas y las soluciones metódicas en el conocimiento del pasado, además de servir para la reflexión personal de eruditos e historiadores sobre la profesión que, se objetaba, algunos ejercían de forma mecánica. En la advertencia de Introduction aux études historiques se comenzaba afirmando que:
«Nuestra intención es examinar los condicionantes y la metodología de la investigación histórica y señalar su carácter y sus límites. ¿Cómo llegamos a saber algo acerca del pasado, hasta qué punto, y qué es lo que nos interesa de él? ¿Qué entendemos por documentos? ¿Cómo hemos de utilizarlos para escribir historia? ¿Qué entendemos por hechos históricos? ¿Cómo hemos de utilizarlos para escribir un libro de historia? De forma más o menos consciente, cualquier historiador efectúa en la práctica complejas tareas de selección y organización, de análisis y de síntesis. Pero los principiantes, y la inmensa mayoría de quienes jamás se han parado a reflexionar acerca de los fundamentos metodológicos de la historia recurren a métodos intuitivos que rara vez desembocan en la verdad científica, ya que por lo general carecen de rigor intelectual. Así pues, se hace necesario exponer y fundamentar la teoría delos procedimientos genuinamente racionales, ya consolidada en algunos de sus aspectos, todavía inconclusa en cuestiones de capital importancia»
El libro era un ensayo acerca del método de las ciencias históricas, pues se puntualizaba que su necesidad era mayor en éstas porque los métodos de trabajo aparentemente más adecuados en un primer impulso no eran métodos racionales; además, se apartaban tanto de los propios de otras ciencias «que, para no caer en la tentación de aplicar a la historia los métodos de otras disciplinas ya establecidas, es preciso tener presentes sus características especificas». Se trataba del método crítico de la historia positivista[11] .
La emergencia del positivismo como paradigma historiográfico coincidió con la percepción de la anomalía intelectual y moral, el «mal francés», en el contexto que siguió a la derrota militar de Sedán ante los ejércitos prusianos el 3 de septiembre de 1870, los sucesos violentos de la Comuna de París y la consolidación del régimen de la Tercera República. El uso público de la historia se convirtió en elemento esencial de la reconstrucción del sentimiento nacional y de la identidad republicana en Francia. Desde 1867, la historia era materia obligada en la enseñanza primaria, mientras que, con las leyes Ferri en el nuevo período republicano, se instituyó la escuela laica (en marzo de 1880), gratuita (junio de 1881) y obligatoria (marzo de 1882); una reforma que también ocurrió en la enseñanza superior[12] . Esto sucedió mediante el protagonismo de personajes como Ernest Lavisse, profesor de la Sorbona desde 1880, ocupando la cátedra de historia moderna cinco años después, y Gabriel Monod, quien inmediatamente introdujo los enfoques y los métodos de los seminarios alemanes en la IVª sección de la École Pratique des Hautes Études de París, creada en 1868. La fascinación por la universidades, la erudición y la crítica alemanas, hicieron que G. Monod quisiera renovar la ciencia histórica francesa a través de la Revue historique, que fundó con el archivero G. Fagniez en 1876[13] . De este modo, la creación de tal tipo de revistas sirvió para la elaboración y el mantenimiento de los paradigmas científicos de la historia en la segunda mitad del siglo XIX [14] . Hay que insistir en que la articulación de la comunidad de historiadores en torno a estas instituciones académicas, de investigación y científicas contribuyó a la construcción nacional en el nuevo régimen de la Tercera República en Francia[15] . Precisamente, G. Monod y G. Fagniez concluían el editorial del primer número de la Revue historique indicando que el estudio del pasado de Francia tenía una importancia nacional en aquel de entonces, pues: «Es mediante él que podemos rendir a nuestro país la unidad y la fuerza moral que necesita»[16] . La historia de Francia ocuparía la parte principal de la revista, que abordaría el período europeo después de la muerte de Teodosio (395) y la derrota de Napoleón en 1815, pues para tan prolongado tiempo, los archivos y bibliotecas conservaban «los más valiosos tesoros». Pero para los fundadores de la revista, conocer las tradiciones nacionales y comprender sus transformaciones suponía amar la historia por sí misma y no como un arma de combate para la defensa de ideas religiosas y políticas particulares, demandando a los colaboradores «tratar los sujetos de que se ocupen con el rigor de método y la ausencia de toma de partido que exige la ciencia»[17] . Así, la emergencia de este paradigma historiográfico en Francia resultó de la amalgama del cientificismo empirista, inspirado por el positivismo, con la crítica erudita del historicismo alemán (desprendido de una finalidad idealista y teleológica).
El principio de estudiar la historia a partir de sí misma era reiterado por Gabriel Monod en su amplio artículo publicado en el primer número de la Revue historique. Éste afirmaba que la revista «será una publicación de ciencia positiva y de libre discusión, pero se encerrará en el dominio de los hechos y se mantendrá cerrada a las teorías políticas y filosóficas»[18] . Ello servía precisamente para diferenciarla del ejemplo de la Revue des Questions historiques, que no había sido fundada simplemente para la investigación desinteresada y científica, sino para la defensa de ciertas ideas políticas y religiosas. Por el contrario, la adopción de un punto de vista estrictamente científico produce un sentimiento de simpatía respetuosa hacia el pasado, pero independiente, puesto que el papel del historiador consiste sobre todo en comprender y explicar, no en loar o condenar[19] . Un estudio imparcial y simpático del pasado, decía G. Monod, que era más apropiado en aquella época que en cualquier otra, dado que:
«Las revoluciones que han estremecido y trastornado el mundo moderno han hecho desaparecer de las almas los respetos supersticiosos y las veneraciones ciegas, pero al mismo tiempo no han hecho comprender todo lo que un pueblo pierde de fuerza y vitalidad cuando rompe violentamente con el pasado. En los que se refiere especialmente a Francia, los acontecimientos dolorosos que han creado en nuestra patria partidos hostiles, vinculándose cada uno a una tradición histórica especial, y los que más recientemente han mutilado la unidad nacional lentamente creada a lo largo de los siglos, hacen un deber despertar la conciencia de sí misma en el alma de la nación mediante el conocimiento profundo de su historia. Sólo así todos podrán comprender el vínculo lógico que une todos los períodos del desarrollo de nuestro país e incluso todas sus revoluciones; así, se sentirán los retoños del mismo suelo, los hijos de la misma raza, sin que renieguen de alguna parte de la herencia paterna, todos hijos de la vieja Francia y, al mismo tiempo, todos ciudadanos con el mismo título de la Francia moderna.
Es así que la historia, sin proponerse otro objetivo ni otro fin que el provecho que se tiene de la verdad, trabaja de una manera secreta y segura por la grandeza de la Patria, al mismo tiempo que para el progreso del género humano».
El recuerdo de los sucesos de la Comuna de París, las consecuencias de la amplia represión tras su caída y las tensiones por el ascenso republicano en la vida política del nuevo régimen en Francia motivaron que este historiador insistiese en el inestimable servicio de la historia como ciencia positiva a la unidad, la grandeza y el progreso de la nación.
Las ciencias humanas como ciencia positiva
Como paradigma de ciencia positiva, la historia resultó una forma explícita y una aplicación exhaustiva del campo epistemológico, la episteme, espacio subyacente más confuso y oscuro, cuyo cambio abrió el umbral de la modernidad a principios del siglo XIX[20] . En este umbral, apareció el hombre por primera vez como objeto del saber y se abrió un espacio propio a las ciencias humanas[21] . El saber, que hunde sus raíces en las condiciones de posibilidad de la episteme, aparece ahora como un espacio a modo de una trama de organizaciones, de relaciones internas entre elementos, cuyo conjunto asegura una función y permite establecer analogías y la sucesión de una organización a otra[22] . La ciencia positiva, que se extiende transversalmente entre las distintas disciplinas del saber, procede mediante el establecimiento de hechos individuales, refiriéndolos unos a otros a través de relaciones inmediatas para alcanzar verdades generales. Pero como convicción, el cientifismo está inextricablemente unido a la fe en el progreso humano, en la creencia del valor fundamental de la ciencia para la resolución de problemas y la articulación de la sociedad por el descubrimiento de sus leyes generales.
En Francia, la utopía cientifista en el progreso de la humanidad tuvo su proclamador más preclaro en el escritor Ernest Renan. Él también exaltó el poder omnímodo de la ciencia, del talento que gobernaría el mundo: «Dios entonces será completo, si hacemos la palabra Dios sinónima de la total existencia […] Pero detenerse aquí sería una zoología demasiado incompleta. Dios es más que la total existencia: es al mismo tiempo lo absoluto. Es el orden en que las matemáticas, la metafísica y la lógica, son verdaderas: es el lugar de lo ideal, el principio viviente del bien, de lo bueno y de lo verdadero»[23] . Esta revelación era resultado del progreso de la conciencia, la ley más general del mundo [24] . Sólo la tendencia al progreso hace que el tiempo no sea estéril, pues a modo de resorte íntimo impele todo en la vida hacia un mayor desarrollo[25] . El tiempo como factor universal establece precisamente una gradación entre todas las ciencias, porque cada una de ellas tiene por objeto dar a conocer un período de la historia del ser: «La historia propiamente dicha es, bajo este punto de vista, la más joven de las ciencias. Lo que nos esclarece tan sólo es el último período del mundo o, mejor dicho, la última fase de aquel período. Lo que nos enseña, nos lo enseña de una manera imperfecta y dejando enormes lagunas»[26] .
En un temprano libro, L’Avenir de la science. Pensées de 1848, que sin embargo permaneció inédito hasta 1890, un joven Renan afirmaba que la pretensión de la ciencia moderna es «organizar científicamente la humanidad»[27] . La ciencia es una religión, puesto que únicamente ella puede resolver los eternos problemas del hombre[28] . Esta exaltación del cientifismo aparecía en un contexto político y social convulso, en un momento en que: «Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo», palabras con las que Karl Marx y Friedrich Engels comenzaban el Manifiesto del Partido comunista, redactado en el segundo congreso de la Liga Comunista, reunido en Londres del 29 de noviembre al 8 de diciembre de 1847. En aquellas circunstancias, Ernest Renan hacía una profesión de fe positivista próxima a la expresada por Auguste Comte. Sin embargo, pensaba que la filología, como «ciencia exacta de las cosas espirituales», es a las ciencias de la humanidad lo que la física y la química a la ciencia natural, lo que, en su opinión, no había comprendido Comte al concebir aquellas ciencias del modo más restringido y haberles aplicado el método más grosero[29] . Para Ernest Renan, había que afirmar que «Comte no ha comprendido la infinita variedad de ese fondo fugitivo, caprichoso, múltiple, intangible, que constituye la naturaleza humana»[30] .
En la emergencia del paradigma positivista en la historiografía francesa, el pensamiento filosófico de Auguste Comte influyó esencialmente a través de la importancia de la metodología inductiva de la «ciencia positiva» en el estudio de la complejidad de los hechos del pasado. No obstante, existieron propuestas en relación con la historia muy próximas a la compleja noción comtiana de sociologie, como la que hiciera Louis Bordeau en el libro L’histoire et les histories, publicado en 1888. Para este autor, la historia estaba toda por hacer, pues no satisfacía ninguna de las exigencias de una ciencia constituida: su objeto es vago, mal definido, sin límites; su programa de problemas a resolver, lleno de confusión; su método, incapaz de constatar los hechos con certidumbre; su capacidad de establecer leyes, nula[31] . Así, instituir el estudio de las cosas humanas con el rango de las ciencias implica especificar el objeto de la historia, que L. Bourdeau definió como «la ciencia de los desarrollos de la razón»[32] . De esta manera, el objeto de la historia debe comprender la universalidad de los hechos que la razón dirige o cuya influencia sufre[33] . Sin embargo, Louis Bourdeau insistía en que los historiadores no habían atendido la obligación de observar la generalidad de los hombres (preocupándose por los personajes) ni las funciones de la razón (ocupándose de narrar los acontecimientos)[34] . La historia tenía que ser general e impersonal, prestando atención a las masas[35] ; la historia debía tratar de los hechos regulares de importancia general y permanente [36] . La estadística precisamente podía renovar el análisis de la historia, procediéndose a la síntesis mediante la búsqueda de un orden a través de las leyes que presiden el desarrollo de la humanidad: «Un principio domina y dirige todo el orden de las investigaciones positivas: Todo está regido por las leyes. Ello permite establecer científicamente la historia o instituirla sobre el estudio de aquello que los hechos humanos tienen de regular y constante, eliminar las causas ocultas, proclamar bien alto que la actividad de la razón obedece también a las leyes y debe descubrirlas»[37] .
En el mismo año de 1888, las críticas a la historia eran hechas por un joven científico social, Émile Durkheim, quien opinaba que la historia no es una ciencia porque se ocupa de lo especial y no puede alcanzar afirmaciones generales, comprobables empíricamente, que son propias del pensamiento científico. La historia quedaba reducida al estado de ciencia auxiliar, que aportaba información a la sociología[38] . Hay que observar que la fundamentación de la sociología como ciencia y su constitución como disciplina académica ocurrieron en gran medida a partir de semejantes conflictos teóricos, metodológicos e incluso corporativos, que tuvieron como trasfondo el rechazo de la historiografía académica. Bajo la influencia del positivismo, Émile Durkheim apuntaló metodológicamente el carácter de ciencia positiva de la sociología a partir de su objeto de estudio en la obra Les règles de la méthode sociologique, que se editó en 1895 (después de ser la segunda parte de su tesis doctoral, De la división du travail social, que comenzara en 1884 y fuese publicada en 1893)[39] . En el prefacio de su obra acerca del método sociológico, Durkheim señalaba que «nuestro objetivo principal es extender el racionalismo científico a la conducta humana, haciendo ver que, considerada en el pasado, es reducible a relaciones de causa y efecto, que una operación no menos racional puede transformar más tarde en reglas de acción para el porvenir. Lo que se ha llamado nuestro positivismo, es una consecuencia de este racionalismo»[40] . La sociología superaba así la «metafísica positivista» de precursores como Auguste Comte y Herbert Spencer para abordar el conocimiento de la realidad social mediante la observación y la aplicación del método científico al considerar los fenómenos sociales como «cosas». En este sentido, Émile Durkheim destacaba que el objeto de la ciencia sociológica es el «hecho social», de carácter externo y coercitivo a la conciencia individual, de la que se preocupaba la psicología, puesto que se trata de «maneras de obrar, de pensar y de sentir, exteriores al individuo, y están dotadas de un poder coactivo, por el cual se le imponen»[41] . El individuo era desplazado como objeto de estudio en beneficio del análisis de las relaciones sociales, al tiempo que el «imperialismo sociológico» (de Durkheim y quienes formaron la École française de Sociologie, articulada en torno a la revista L’Année sociologique, que se publicó entre 1898 y 1913) resultó de la tarea impuesta de subordinar otras disciplinas de conocimiento[42] .
La premisa de que el método de una ciencia está unido a su objeto de estudio, pero sobre todo la autonomía de disciplinas como la historia, suscitaron el debate en Francia a partir de los últimos años del siglo XIX. Precisamente, el reto que el positivismo significó para el historicismo en Alemania había desatado también unas «disputas sobre el método» (Methodenstreit), que en parte trataron sobre el lugar de la historia en la clasificación de las ciencias. En 1883, Wilhelm Dilthey estableció la clásica división de «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu», señalando que las últimas «constituyen un nexo cognoscitivo mediante el cual se trata de alcanzar un conocimiento real y objetivo de la concatenación de las vivencias humanas en el mundo histórico-social humano». El mismo autor puntualizaba seguidamente que:
«El mundo histórico humano no se nos presenta en las ciencias del espíritu como la copia de una realidad que se encontraría fuera […] En ellas lo acontecido y lo que acontece, lo único, accidental y momentáneo es referido a una trama de valores llena de sentido. El conocimiento trata de penetrar cada vez más, a medida que avanza, en esta trama o conexión; se hace cada vez más objetivo en la captación de ésta sin por eso poder suprimir su propia naturaleza, pues “lo que es” no puede experimentarlo más que por simpatía, reconstruyéndolo, uniendo, separando, en conexiones abstractas, en un nexo de conceptos»[43] .
De este modo, las ciencias del espíritu se refieren a los hombres, a sus relaciones entre sí y con la naturaleza exterior, fundamentándose en la vivencia, la expresión de vivencias y la comprensión de esta expresión[44] . La temporalidad contenida en el transcurso de la vida no es así una línea que se compone de partes equivalentes, un sistema de relaciones, de sucesiones, de coetaneidad, de duración, sino que el tiempo concreto es el cambio constante del contenido de la vivencia:
«el tiempo concreto consiste más bien en la precipitación incesante del presente en la cual “lo presente” se está haciendo pasado y lo futuro presente. “Actualidad” no es sino concreción de un momento del tiempo con realidad, es vivencia, en contraposición con el recuerdo de la misma, o con el desear, esperar, temer algo “vivible” en el futuro. Esta llenazón con realidad es la que subsiste siempre, de modo continuo, en la precipitación incesante del tiempo, mientras que lo que constituye el contenido de la vivencia cambia constantemente. Esta decantación progresiva de la realidad en la línea del tiempo, que constituye el carácter del presente, a diferencia de la representación de lo vivido o de lo que se ha de vivir, este sumirse constantemente del presente hacia atrás, en un pasado, y este hacerse presente de lo que apenas si hemos acabado de esperar, querer o temer y que sólo se hallaba en la región de lo representado, he aquí lo que constituye el carácter del “tiempo real”»[45] .
La vivencia es la unidad más pequeña en la corriente del tiempo, seleccionándose por su significado en el curso de la vida[46] . Para Dilthey, junto a las ciencias de la naturaleza se había desarrollado un grupo de conocimientos unidos por la comunidad de su objeto: la historia, la economía política, la ciencia del derecho y del estado, la ciencia de la religión, el estudio de la literatura y de la poesía, de la arquitectura y de la música, de los sistemas y de las concepciones filosóficas del mundo y la psicología, que se referían al género humano[47] . Pero en estas ciencias, la realidad de lo humano no viene desde fuera, sino que se basa en su propia esencia, en lo interno, en el sentido [48] . La diferencia respecto a las ciencias de la naturaleza radica en el método que constituye su objeto, puesto que: «En un caso se produce un “objeto espiritual” en el “comprender”, en el otro un “objeto físico” en el “conocer”»[49] . Wilhelm Dilthey observaba que:
«Lo humano, captado por la percepción y el conocimiento, sería para nosotros un hecho físico y en este aspecto únicamente accesible al conocimiento científico-natural. Pero surge como objeto de las ciencias del espíritu en la medida en que “se viven” estados humanos, en la medida en que se expresan en “manifestaciones de vida” y en la medida en que estas expresiones son “comprendidas” […] En una palabra, se trata del hecho de comprender mediante el cual la vida se esclarece a sí misma en su hondura y, por otra parte, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a otros a medida que vamos colocando nuestra propia vida “vivida” por nosotros en toda clase de expresión de vida propia y ajena. Así, pues, tenemos que la conexión de vivencia, expresión y comprensión constituye el método propio por el que se nos da lo humano como objeto de las ciencias del espíritu»[50] ..
Por el contrario, existen regularidades en la sucesión o la coexistencia de los fenómenos sensibles. La propiedad de todo lo físico supone la reducción de tales regularidades a un orden según leyes, comprobables mediante la inducción y la experimentación[51] . En resumen, las operaciones analíticas y sintéticas del método crítico de la historia se disponen entre dos extremos: la realidad interna de las vivencias humanas y la realidad externa de lo colectivo. Así, tales operaciones conducen, en primer lugar, desde lo interno de la subjetividad del observador a lo externo del hecho particular descrito y, en segundo término, desde lo concreto a lo general de los hechos históricos. Tal es el proceso de construcción metodológica.
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[1] Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 4.
[2] Plumb, J. H., La muerte del pasado, Barcelona, Barral Editores, 1974 (ed. or. en inglés de 1969), p. 12.
[3] Entre las exposiciones más tempranas sobre la historia de la historiografia en aquel siglo, véase Fueter, Eduard, Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires, Editorial Nova, 1953 (ed. or. en alemán de 1913), en particular el segundo volumen de la obra, que concluye con el estado de la historiografía en correspondencia con los cambios históricos ocurridos a partir de 1870. Asimismo, hay que citar Gooch, George Peabody, Historia e historiadores en el siglo XIX, México, FCE, 1942 (ed. or. en inglés de 1913).
[4] Certeau, Michel de, «La operación historiográfica», en La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993 (ed. or. en francés de 1975), p. 68. Se trata de una versión revisada y ampliada de la contribución del autor, con el título «La operación histórica», en Le Goff, Jacques y Nora, Pierre (dirs.), Hacer la historia, Barcelona, Laia, 1978 (ed. or. en francés de 1974), vol. I, pp.15-54.
[5] Bourdieu, Pierre, «La cause de la science. Comment l’histoire sociale des sciences sociales peut servir le progrès de ces sciences», Actes de la recherche en sciences sociales, n.º 106-107 (marzo 1995), p. 3 y sigs. Este texto fue presentado por el autor en el coloquio sobre «Social Theory and Emerging Issues in a Changing Society», celebrado en Chicago en 1989 y publicado con el título «Epilogue: On the Possibility of a Field of World Sociology», en Bourdieu, Pierre y Coleman, J. (ed.), Social Theory for a Changing Society, Nueva York, Russell Sage Foundation, 1991.
[6] Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1971 (ed. or. en inglés de 1962), p. 23.
[7] Ibidem, pp. 278-287. Estas precisiones sobre el concepto de «matriz disciplinal» fueron hechas por T. S. Kuhn en la posdata de 1969 a la primera edición en inglés del libro citado, y que originalmente había incluido en la versión japonesa del mismo.
[8] Pomian, Krzystof, «L´histoire de la science et l’histoire de l’histoire», Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, 30 (septiembre-octubre 1975), pp. 935 y sigs.
[9] Niño Rodríguez, Antonio, «La historia de la historiografía, una disciplina en construcción», Hispania, CSIC, XLVI, n.º 163 (1986), p. 416.
[10] Introduction aux études historiques, París, Hachette, 1898, XVII-308 pp. Esta obra fue traducida al español a partir de la cuarta edición del original en 1909 con el mismo título de Introducción a los estudios históricos, Madrid, Daniel Jorro, editor, 1913, 372 pp., volviendo a ser editada en La Habana, Editora Nacional de Cuba, 1962 y también en Buenos Aires, Editorial La Pléyade, 1972.
[11] Véanse exposiciones generales como Bourdé, Guy y Martin, Hervé, «La escuela metódica», en Las escuelas históricas, Madrid, Akal, 1992 (ed. or. en francés de 1990), pp. 127-148; Noiriel, Gérard, «Naissance du métier d’historien», Genèses, n.º 1 (septiembre 1990), pp. 58-85 («La formación de una disciplina científica», en Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997); Prost, Antoine, «Seignobos revisité», Vingtième Siècle. Revue d’Histoire, n.º 43 (julio-septiembre 1994), pp. 100-118; y Pasamar Alzuria, Gonzalo, «La invención del método histórico y de la historia metódica en el siglo XIX», Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco, n.º 11 (1993), pp. 183-213, pero sobre todo el exhaustivo estudio de Carbonell, Charles-Olivier, Histoire et historiens, une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, Privat, 1976.
[12] En relación con este último aspecto, hay que citar Digeon, Claude, La crise allemande de la pensée française, París, P.U.F., 1959, sobre todo el capítulo VII, «La nouvelle université et l’Allemagne» (1870-1890)» y Keylor, William R., Academy and Community. The Foundation of the French Historical Profession, Cambridge, Mass., Harvard University Pess, 1975; y Charle, Christophe, La République des universitaires 1870-1940, París, Seuil. 1994.
[13] Véanse las contribuciones reunidas en el monográfico con motivo de su centenario en la Revue historique, n.º 518, abril-junio de 1976, en el que se reproducen asimismo el editorial del primer número de la revista y el amplio artículo que G. Monod publicó, con el título «Du progrès des études historiques en France depuis le XVIe siècle», en el mismo número inaugural de 1876. Hay que citar asimismo el trabajo de Corbin, Alain, «La Revue historique. Analyse de contenue d’une publication rivale des Annales», en Carbonell, Charles-Olivier y Livet, Georges (dir.), Au berceau des Annales. Actes du Colloque de Strasbourg (11-13 octobre 1979), Toulouse, Presses de l’Institut d’Etudes Politiques de Toulouse, 1983, pp. 105-137.
[14] A la fundación de la Historische Zeitschrift en 1859, siguieron otras como la propia Revue historique, la English Historical Review (1886), la Rivista storica italiana (1888) o la American Historical Review (1896).
[15] Véase Jones, Stuart, «Taine and the nation-state», en Berger, Stefan; Donovan, Mark y Passmore, Kevin (ed.), Writing National Histories. Western Europe since 1800, Londres, Routledge, 1999, pp. 85-96.
[16] Véase la reproducción del editorial en el mencionado monográfico de la Revue historique, n.º 518, abril-junio de 1976 (la cita procede de la p. 296).
[17] Ibidem, p. 295.
[18] Monod, Gabriel, «Du progrès des études historiques en France…», p. 322.
[19] Ibidem, pp. 322-323.
[20] Las grandes «discontinuidades» en la episteme de la cultura occidental fueron señaladas por Michel Foucault en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, México, Siglo XXI, 1968 (ed. or. en francés de 1966), p. 7.
[21] Ibidem, p. 10.
[22] Ibidem, p. 214.
[23] Renan, Ernesto, Las Ciencias naturales y las ciencias históricas. Carta a M. Marcelino Berthelot, escrita el 8 de agosto de 1863, Barcelona, Publicaciones de la Escuela Moderna, s.f., p. 36 (edición facsimilar en Valencia, Librerías París-Valencia, 1997).
[24] Ibidem, p. 33.
[25] Ibidem, p. 30.
[26] Ibidem, p. 11.
[27] Renan, Ernesto, El porvenir de la ciencia (Pensamientos de 1848), Madrid, Doncel, 1976, p. 30.
[28] Ibidem, p. 93.
[29] Ibidem, pp. 134-135.
[30] Ibidem, p. 135.
[31] Bourdeau, Louis, L’histoire et les histories. Essai critique sur l’histoire considerée comme science positive, París, Félix Alcan, éditeur, 1888, p. 1.
[32] Ibidem, p. 5.
[33] Ibidem, p. 11.
[34] Ibidem, p. 12.
[35] Ibidem, p. 109.
[36] Ibidem, pp. 123 y sigs.
[37] Ibidem, p. 343.
[38] Durkheim, Emile, «Cours de science sociale: leçon d’ouverture», Revue internationale de l’enseignement, 15 (1888), pp. 23-48.
[39] Les règles de la méthode sociologique, París, Alcan, 1895. La traducción al español de Las reglas del método sociológico apareció publicada en Madrid, Antonio G. Izquierdo, 1912, versión reeditada en Madrid, Akal, 1987.
[40] Ibidem, p. 17.
[41] Ibidem, p. 36.
[42] Sobre estas cuestiones, véanse las aportaciones en el dossier titulado «A propos de Durkheim», Revue français de Sociologie, vol. 17, n.º 2, 1976, además de Besnard, Philippe (ed.), The Sociological Domain: The Durkheimians and the Founding of French Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1983.
[43] Dilthey, Wilhelm, El mundo histórico, México, FCE, 1944 (ed. or. en alemán de 1923), p. 5.
[44] Ibidem, pp. 91-92.
[45] Ibidem, p. 93.
[46] Ibidem, pp. 94-95.
[47] Ibidem, p. 100.
[48] Ibidem, pp. 104 y sigs.
[49] Ibidem, p. 106.
[50] Ibidem, p. 107.
[51] Ibidem, p. 111.
Fragmento
Estudio introductorio
El método positivista como paradigma de conocimiento histórico
Francisco Sevillano CaleroUniversidad de Alicante
«Tal vez la falta del elemento mítico en la narración de estos hechos restará encanto a mi obra ante un auditorio, pero si cuantos quieren tener un conocimiento exacto de los hechos del pasado y de los que en el futuro serán iguales o semejantes, de acuerdo con las leyes de la naturaleza humana, si éstos la consideran útil, será suficiente. En resumen, mi obra ha sido compuesta como una adquisición para siempre más que como una pieza de concurso para escuchar un momento»[1] .
Con estas palabras, Tucídides resumía su propia investigación acerca de la guerra del Penopoleso. Como ocurrió con el historiador ateniense, la prosecución de la verdad en la narración sobre el pasado del hombre ha sido un afán recurrente en el trabajo historiográfico, pues en el uso que de él se ha hecho, «el pasado no es nunca la historia, por más que algunos de sus elementos puedan ser históricos»[2] . Así, la historiografía, como arte de escribir la historia, ha ido delimitando su objeto de estudio, perfilando su método y estableciendo sus técnicas de crítica para el exacto establecimiento de lo acaecido, de la objetividad del conocimiento del pasado, como sucedió con la afirmación de la historiografía crítica durante la segunda mitad del siglo XIX[3] .
Pero como disciplina de conocimiento, la historiografía es una operación que se refiere a unas condiciones previas mediante «la combinación de un lugar social, de prácticas “científicas” y de una escritura»[4] ; una operación que realiza un grupo profesional, con sus compromisos y disputas, no sólo con sus precursores, sino en competencia asimismo con los miembros de disciplinas aledañas para dominar el campo de las ciencias sociales. Así, se ha destacado la situación ambigua de este campo entre dos principios de jerarquización opuestos: el político y el científico; un mundo social como otros que conoce de relaciones de fuerza y de luchas de intereses, de modo que sólo el análisis histórico permite una crítica de las pasiones y de aquellos intereses que pueden condicionar la metodología más rigurosa [5] . En esta línea, no se han de buscar sólo las contribuciones permanentes de un momento anterior de la disciplina a su estado de conocimiento, sino que hay que poner de manifiesto «la integridad histórica de esa ciencia en su propia época»[6] . En la epistemología del conocimiento histórico, tal supone matizar la idea del desarrollo gradual y acumulativo de la disciplina a través del mejoramiento de su método de conocimiento científico.
El cambio de la historiografía conlleva, más bien, el trastocamiento de un actitud intelectual, que es sustituida por otra que no era tenida como natural. De este modo, la práctica disciplinar de la historia se sitúa en un plano diferente al modificarse la perspectiva de la comunidad de historiadores. Un cambio que no resulta del enfrentamiento de ideas, sino de profesionales que las aceptan y acaban compartiendo distintos elementos a modo de «matriz disciplinar» de un paradigma a través de un entramado institucional: trátense de generalizaciones, modelos concretos, valores, y ejemplos de problemas y soluciones acerca del conocimiento del pasado [7] . Así sucedió con el establecimiento del método crítico de investigación en historia durante el siglo XIX, que acabó con una importante polémica acerca de su carácter científico. La naturaleza epistemológica del conocimiento histórico suscitó la controversia a finales de aquel siglo acerca de los fundamentos cognitivos de la disciplina y su método a partir del ejemplo de las ciencias naturales; en último término, tales reflexiones trataban sobre la oposición entre objeto y sujeto, herencia de la filosofía clásica del conocimiento, y de las condiciones de acceso a la verdad. Un debate que no sólo trató de la historia, puesto que también las ciencias, y en particular la física, fueron puestas en cuestión como conocimiento puro, resultado de la relación entre un objeto existente independientemente de un sujeto en un estado de objetividad y receptividad. De este modo, la historia y las ciencias han tenido trayectorias paralelas como manifestaciones parciales del conocimiento general[8] .
La historia de la historiografía debe permanecer ajena a las luchas por el monopolio de la representación legítima del pasado, pues que ha de «proceder al estudio de la historiografía en coyunturas concretas y particulares, para que pueda ser referida a la estructura social que la hace posible, renunciando si hace falta a obtener un concepto unitario y dogmático de la actividad historiográfica» [9] . Este comentario acerca de la formación del método positivista como paradigma de conocimiento histórico parte, así, de unas premisas: la concepción de la tarea historiográfica como una práctica social enmarcada históricamente; la atención a los correspondientes factores contextuales, pero sin menoscabo de la que se debe prestar a los propiamente intelectuales; el interés entre unos y otros fenómenos por la organización institucional del oficio de historiador; y el rechazo de una visión lineal acerca de la formación de un método científico, coherente y uniforme, que sea consustancial a la historia.
La emergencia del paradigma positivista en historia
En 1898, la edición de la obra Introduction aux études historiques, de Charles-Victor Langlois y Charles Seignobos[10] , supuso el cierre de un período de ciencia normal en la historiografía tras el cambio que la adopción del método positivista había producido en Francia. Elaborado a partir de la revisión de las conferencias que ambos autores dictaran en el curso anterior a estudiantes principiantes en la Sorbona, se trataba de un manual que introducía y normativizaba el trabajo del historiador. Como vehículo pedagógico, su finalidad era enseñar al estudiante los problemas y las soluciones metódicas en el conocimiento del pasado, además de servir para la reflexión personal de eruditos e historiadores sobre la profesión que, se objetaba, algunos ejercían de forma mecánica. En la advertencia de Introduction aux études historiques se comenzaba afirmando que:
«Nuestra intención es examinar los condicionantes y la metodología de la investigación histórica y señalar su carácter y sus límites. ¿Cómo llegamos a saber algo acerca del pasado, hasta qué punto, y qué es lo que nos interesa de él? ¿Qué entendemos por documentos? ¿Cómo hemos de utilizarlos para escribir historia? ¿Qué entendemos por hechos históricos? ¿Cómo hemos de utilizarlos para escribir un libro de historia? De forma más o menos consciente, cualquier historiador efectúa en la práctica complejas tareas de selección y organización, de análisis y de síntesis. Pero los principiantes, y la inmensa mayoría de quienes jamás se han parado a reflexionar acerca de los fundamentos metodológicos de la historia recurren a métodos intuitivos que rara vez desembocan en la verdad científica, ya que por lo general carecen de rigor intelectual. Así pues, se hace necesario exponer y fundamentar la teoría delos procedimientos genuinamente racionales, ya consolidada en algunos de sus aspectos, todavía inconclusa en cuestiones de capital importancia»
El libro era un ensayo acerca del método de las ciencias históricas, pues se puntualizaba que su necesidad era mayor en éstas porque los métodos de trabajo aparentemente más adecuados en un primer impulso no eran métodos racionales; además, se apartaban tanto de los propios de otras ciencias «que, para no caer en la tentación de aplicar a la historia los métodos de otras disciplinas ya establecidas, es preciso tener presentes sus características especificas». Se trataba del método crítico de la historia positivista[11] .
La emergencia del positivismo como paradigma historiográfico coincidió con la percepción de la anomalía intelectual y moral, el «mal francés», en el contexto que siguió a la derrota militar de Sedán ante los ejércitos prusianos el 3 de septiembre de 1870, los sucesos violentos de la Comuna de París y la consolidación del régimen de la Tercera República. El uso público de la historia se convirtió en elemento esencial de la reconstrucción del sentimiento nacional y de la identidad republicana en Francia. Desde 1867, la historia era materia obligada en la enseñanza primaria, mientras que, con las leyes Ferri en el nuevo período republicano, se instituyó la escuela laica (en marzo de 1880), gratuita (junio de 1881) y obligatoria (marzo de 1882); una reforma que también ocurrió en la enseñanza superior[12] . Esto sucedió mediante el protagonismo de personajes como Ernest Lavisse, profesor de la Sorbona desde 1880, ocupando la cátedra de historia moderna cinco años después, y Gabriel Monod, quien inmediatamente introdujo los enfoques y los métodos de los seminarios alemanes en la IVª sección de la École Pratique des Hautes Études de París, creada en 1868. La fascinación por la universidades, la erudición y la crítica alemanas, hicieron que G. Monod quisiera renovar la ciencia histórica francesa a través de la Revue historique, que fundó con el archivero G. Fagniez en 1876[13] . De este modo, la creación de tal tipo de revistas sirvió para la elaboración y el mantenimiento de los paradigmas científicos de la historia en la segunda mitad del siglo XIX [14] . Hay que insistir en que la articulación de la comunidad de historiadores en torno a estas instituciones académicas, de investigación y científicas contribuyó a la construcción nacional en el nuevo régimen de la Tercera República en Francia[15] . Precisamente, G. Monod y G. Fagniez concluían el editorial del primer número de la Revue historique indicando que el estudio del pasado de Francia tenía una importancia nacional en aquel de entonces, pues: «Es mediante él que podemos rendir a nuestro país la unidad y la fuerza moral que necesita»[16] . La historia de Francia ocuparía la parte principal de la revista, que abordaría el período europeo después de la muerte de Teodosio (395) y la derrota de Napoleón en 1815, pues para tan prolongado tiempo, los archivos y bibliotecas conservaban «los más valiosos tesoros». Pero para los fundadores de la revista, conocer las tradiciones nacionales y comprender sus transformaciones suponía amar la historia por sí misma y no como un arma de combate para la defensa de ideas religiosas y políticas particulares, demandando a los colaboradores «tratar los sujetos de que se ocupen con el rigor de método y la ausencia de toma de partido que exige la ciencia»[17] . Así, la emergencia de este paradigma historiográfico en Francia resultó de la amalgama del cientificismo empirista, inspirado por el positivismo, con la crítica erudita del historicismo alemán (desprendido de una finalidad idealista y teleológica).
El principio de estudiar la historia a partir de sí misma era reiterado por Gabriel Monod en su amplio artículo publicado en el primer número de la Revue historique. Éste afirmaba que la revista «será una publicación de ciencia positiva y de libre discusión, pero se encerrará en el dominio de los hechos y se mantendrá cerrada a las teorías políticas y filosóficas»[18] . Ello servía precisamente para diferenciarla del ejemplo de la Revue des Questions historiques, que no había sido fundada simplemente para la investigación desinteresada y científica, sino para la defensa de ciertas ideas políticas y religiosas. Por el contrario, la adopción de un punto de vista estrictamente científico produce un sentimiento de simpatía respetuosa hacia el pasado, pero independiente, puesto que el papel del historiador consiste sobre todo en comprender y explicar, no en loar o condenar[19] . Un estudio imparcial y simpático del pasado, decía G. Monod, que era más apropiado en aquella época que en cualquier otra, dado que:
«Las revoluciones que han estremecido y trastornado el mundo moderno han hecho desaparecer de las almas los respetos supersticiosos y las veneraciones ciegas, pero al mismo tiempo no han hecho comprender todo lo que un pueblo pierde de fuerza y vitalidad cuando rompe violentamente con el pasado. En los que se refiere especialmente a Francia, los acontecimientos dolorosos que han creado en nuestra patria partidos hostiles, vinculándose cada uno a una tradición histórica especial, y los que más recientemente han mutilado la unidad nacional lentamente creada a lo largo de los siglos, hacen un deber despertar la conciencia de sí misma en el alma de la nación mediante el conocimiento profundo de su historia. Sólo así todos podrán comprender el vínculo lógico que une todos los períodos del desarrollo de nuestro país e incluso todas sus revoluciones; así, se sentirán los retoños del mismo suelo, los hijos de la misma raza, sin que renieguen de alguna parte de la herencia paterna, todos hijos de la vieja Francia y, al mismo tiempo, todos ciudadanos con el mismo título de la Francia moderna.
Es así que la historia, sin proponerse otro objetivo ni otro fin que el provecho que se tiene de la verdad, trabaja de una manera secreta y segura por la grandeza de la Patria, al mismo tiempo que para el progreso del género humano».
El recuerdo de los sucesos de la Comuna de París, las consecuencias de la amplia represión tras su caída y las tensiones por el ascenso republicano en la vida política del nuevo régimen en Francia motivaron que este historiador insistiese en el inestimable servicio de la historia como ciencia positiva a la unidad, la grandeza y el progreso de la nación.
Las ciencias humanas como ciencia positiva
Como paradigma de ciencia positiva, la historia resultó una forma explícita y una aplicación exhaustiva del campo epistemológico, la episteme, espacio subyacente más confuso y oscuro, cuyo cambio abrió el umbral de la modernidad a principios del siglo XIX[20] . En este umbral, apareció el hombre por primera vez como objeto del saber y se abrió un espacio propio a las ciencias humanas[21] . El saber, que hunde sus raíces en las condiciones de posibilidad de la episteme, aparece ahora como un espacio a modo de una trama de organizaciones, de relaciones internas entre elementos, cuyo conjunto asegura una función y permite establecer analogías y la sucesión de una organización a otra[22] . La ciencia positiva, que se extiende transversalmente entre las distintas disciplinas del saber, procede mediante el establecimiento de hechos individuales, refiriéndolos unos a otros a través de relaciones inmediatas para alcanzar verdades generales. Pero como convicción, el cientifismo está inextricablemente unido a la fe en el progreso humano, en la creencia del valor fundamental de la ciencia para la resolución de problemas y la articulación de la sociedad por el descubrimiento de sus leyes generales.
En Francia, la utopía cientifista en el progreso de la humanidad tuvo su proclamador más preclaro en el escritor Ernest Renan. Él también exaltó el poder omnímodo de la ciencia, del talento que gobernaría el mundo: «Dios entonces será completo, si hacemos la palabra Dios sinónima de la total existencia […] Pero detenerse aquí sería una zoología demasiado incompleta. Dios es más que la total existencia: es al mismo tiempo lo absoluto. Es el orden en que las matemáticas, la metafísica y la lógica, son verdaderas: es el lugar de lo ideal, el principio viviente del bien, de lo bueno y de lo verdadero»[23] . Esta revelación era resultado del progreso de la conciencia, la ley más general del mundo [24] . Sólo la tendencia al progreso hace que el tiempo no sea estéril, pues a modo de resorte íntimo impele todo en la vida hacia un mayor desarrollo[25] . El tiempo como factor universal establece precisamente una gradación entre todas las ciencias, porque cada una de ellas tiene por objeto dar a conocer un período de la historia del ser: «La historia propiamente dicha es, bajo este punto de vista, la más joven de las ciencias. Lo que nos esclarece tan sólo es el último período del mundo o, mejor dicho, la última fase de aquel período. Lo que nos enseña, nos lo enseña de una manera imperfecta y dejando enormes lagunas»[26] .
En un temprano libro, L’Avenir de la science. Pensées de 1848, que sin embargo permaneció inédito hasta 1890, un joven Renan afirmaba que la pretensión de la ciencia moderna es «organizar científicamente la humanidad»[27] . La ciencia es una religión, puesto que únicamente ella puede resolver los eternos problemas del hombre[28] . Esta exaltación del cientifismo aparecía en un contexto político y social convulso, en un momento en que: «Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo», palabras con las que Karl Marx y Friedrich Engels comenzaban el Manifiesto del Partido comunista, redactado en el segundo congreso de la Liga Comunista, reunido en Londres del 29 de noviembre al 8 de diciembre de 1847. En aquellas circunstancias, Ernest Renan hacía una profesión de fe positivista próxima a la expresada por Auguste Comte. Sin embargo, pensaba que la filología, como «ciencia exacta de las cosas espirituales», es a las ciencias de la humanidad lo que la física y la química a la ciencia natural, lo que, en su opinión, no había comprendido Comte al concebir aquellas ciencias del modo más restringido y haberles aplicado el método más grosero[29] . Para Ernest Renan, había que afirmar que «Comte no ha comprendido la infinita variedad de ese fondo fugitivo, caprichoso, múltiple, intangible, que constituye la naturaleza humana»[30] .
En la emergencia del paradigma positivista en la historiografía francesa, el pensamiento filosófico de Auguste Comte influyó esencialmente a través de la importancia de la metodología inductiva de la «ciencia positiva» en el estudio de la complejidad de los hechos del pasado. No obstante, existieron propuestas en relación con la historia muy próximas a la compleja noción comtiana de sociologie, como la que hiciera Louis Bordeau en el libro L’histoire et les histories, publicado en 1888. Para este autor, la historia estaba toda por hacer, pues no satisfacía ninguna de las exigencias de una ciencia constituida: su objeto es vago, mal definido, sin límites; su programa de problemas a resolver, lleno de confusión; su método, incapaz de constatar los hechos con certidumbre; su capacidad de establecer leyes, nula[31] . Así, instituir el estudio de las cosas humanas con el rango de las ciencias implica especificar el objeto de la historia, que L. Bourdeau definió como «la ciencia de los desarrollos de la razón»[32] . De esta manera, el objeto de la historia debe comprender la universalidad de los hechos que la razón dirige o cuya influencia sufre[33] . Sin embargo, Louis Bourdeau insistía en que los historiadores no habían atendido la obligación de observar la generalidad de los hombres (preocupándose por los personajes) ni las funciones de la razón (ocupándose de narrar los acontecimientos)[34] . La historia tenía que ser general e impersonal, prestando atención a las masas[35] ; la historia debía tratar de los hechos regulares de importancia general y permanente [36] . La estadística precisamente podía renovar el análisis de la historia, procediéndose a la síntesis mediante la búsqueda de un orden a través de las leyes que presiden el desarrollo de la humanidad: «Un principio domina y dirige todo el orden de las investigaciones positivas: Todo está regido por las leyes. Ello permite establecer científicamente la historia o instituirla sobre el estudio de aquello que los hechos humanos tienen de regular y constante, eliminar las causas ocultas, proclamar bien alto que la actividad de la razón obedece también a las leyes y debe descubrirlas»[37] .
En el mismo año de 1888, las críticas a la historia eran hechas por un joven científico social, Émile Durkheim, quien opinaba que la historia no es una ciencia porque se ocupa de lo especial y no puede alcanzar afirmaciones generales, comprobables empíricamente, que son propias del pensamiento científico. La historia quedaba reducida al estado de ciencia auxiliar, que aportaba información a la sociología[38] . Hay que observar que la fundamentación de la sociología como ciencia y su constitución como disciplina académica ocurrieron en gran medida a partir de semejantes conflictos teóricos, metodológicos e incluso corporativos, que tuvieron como trasfondo el rechazo de la historiografía académica. Bajo la influencia del positivismo, Émile Durkheim apuntaló metodológicamente el carácter de ciencia positiva de la sociología a partir de su objeto de estudio en la obra Les règles de la méthode sociologique, que se editó en 1895 (después de ser la segunda parte de su tesis doctoral, De la división du travail social, que comenzara en 1884 y fuese publicada en 1893)[39] . En el prefacio de su obra acerca del método sociológico, Durkheim señalaba que «nuestro objetivo principal es extender el racionalismo científico a la conducta humana, haciendo ver que, considerada en el pasado, es reducible a relaciones de causa y efecto, que una operación no menos racional puede transformar más tarde en reglas de acción para el porvenir. Lo que se ha llamado nuestro positivismo, es una consecuencia de este racionalismo»[40] . La sociología superaba así la «metafísica positivista» de precursores como Auguste Comte y Herbert Spencer para abordar el conocimiento de la realidad social mediante la observación y la aplicación del método científico al considerar los fenómenos sociales como «cosas». En este sentido, Émile Durkheim destacaba que el objeto de la ciencia sociológica es el «hecho social», de carácter externo y coercitivo a la conciencia individual, de la que se preocupaba la psicología, puesto que se trata de «maneras de obrar, de pensar y de sentir, exteriores al individuo, y están dotadas de un poder coactivo, por el cual se le imponen»[41] . El individuo era desplazado como objeto de estudio en beneficio del análisis de las relaciones sociales, al tiempo que el «imperialismo sociológico» (de Durkheim y quienes formaron la École française de Sociologie, articulada en torno a la revista L’Année sociologique, que se publicó entre 1898 y 1913) resultó de la tarea impuesta de subordinar otras disciplinas de conocimiento[42] .
La premisa de que el método de una ciencia está unido a su objeto de estudio, pero sobre todo la autonomía de disciplinas como la historia, suscitaron el debate en Francia a partir de los últimos años del siglo XIX. Precisamente, el reto que el positivismo significó para el historicismo en Alemania había desatado también unas «disputas sobre el método» (Methodenstreit), que en parte trataron sobre el lugar de la historia en la clasificación de las ciencias. En 1883, Wilhelm Dilthey estableció la clásica división de «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu», señalando que las últimas «constituyen un nexo cognoscitivo mediante el cual se trata de alcanzar un conocimiento real y objetivo de la concatenación de las vivencias humanas en el mundo histórico-social humano». El mismo autor puntualizaba seguidamente que:
«El mundo histórico humano no se nos presenta en las ciencias del espíritu como la copia de una realidad que se encontraría fuera […] En ellas lo acontecido y lo que acontece, lo único, accidental y momentáneo es referido a una trama de valores llena de sentido. El conocimiento trata de penetrar cada vez más, a medida que avanza, en esta trama o conexión; se hace cada vez más objetivo en la captación de ésta sin por eso poder suprimir su propia naturaleza, pues “lo que es” no puede experimentarlo más que por simpatía, reconstruyéndolo, uniendo, separando, en conexiones abstractas, en un nexo de conceptos»[43] .
De este modo, las ciencias del espíritu se refieren a los hombres, a sus relaciones entre sí y con la naturaleza exterior, fundamentándose en la vivencia, la expresión de vivencias y la comprensión de esta expresión[44] . La temporalidad contenida en el transcurso de la vida no es así una línea que se compone de partes equivalentes, un sistema de relaciones, de sucesiones, de coetaneidad, de duración, sino que el tiempo concreto es el cambio constante del contenido de la vivencia:
«el tiempo concreto consiste más bien en la precipitación incesante del presente en la cual “lo presente” se está haciendo pasado y lo futuro presente. “Actualidad” no es sino concreción de un momento del tiempo con realidad, es vivencia, en contraposición con el recuerdo de la misma, o con el desear, esperar, temer algo “vivible” en el futuro. Esta llenazón con realidad es la que subsiste siempre, de modo continuo, en la precipitación incesante del tiempo, mientras que lo que constituye el contenido de la vivencia cambia constantemente. Esta decantación progresiva de la realidad en la línea del tiempo, que constituye el carácter del presente, a diferencia de la representación de lo vivido o de lo que se ha de vivir, este sumirse constantemente del presente hacia atrás, en un pasado, y este hacerse presente de lo que apenas si hemos acabado de esperar, querer o temer y que sólo se hallaba en la región de lo representado, he aquí lo que constituye el carácter del “tiempo real”»[45] .
La vivencia es la unidad más pequeña en la corriente del tiempo, seleccionándose por su significado en el curso de la vida[46] . Para Dilthey, junto a las ciencias de la naturaleza se había desarrollado un grupo de conocimientos unidos por la comunidad de su objeto: la historia, la economía política, la ciencia del derecho y del estado, la ciencia de la religión, el estudio de la literatura y de la poesía, de la arquitectura y de la música, de los sistemas y de las concepciones filosóficas del mundo y la psicología, que se referían al género humano[47] . Pero en estas ciencias, la realidad de lo humano no viene desde fuera, sino que se basa en su propia esencia, en lo interno, en el sentido [48] . La diferencia respecto a las ciencias de la naturaleza radica en el método que constituye su objeto, puesto que: «En un caso se produce un “objeto espiritual” en el “comprender”, en el otro un “objeto físico” en el “conocer”»[49] . Wilhelm Dilthey observaba que:
«Lo humano, captado por la percepción y el conocimiento, sería para nosotros un hecho físico y en este aspecto únicamente accesible al conocimiento científico-natural. Pero surge como objeto de las ciencias del espíritu en la medida en que “se viven” estados humanos, en la medida en que se expresan en “manifestaciones de vida” y en la medida en que estas expresiones son “comprendidas” […] En una palabra, se trata del hecho de comprender mediante el cual la vida se esclarece a sí misma en su hondura y, por otra parte, nos comprendemos a nosotros mismos y comprendemos a otros a medida que vamos colocando nuestra propia vida “vivida” por nosotros en toda clase de expresión de vida propia y ajena. Así, pues, tenemos que la conexión de vivencia, expresión y comprensión constituye el método propio por el que se nos da lo humano como objeto de las ciencias del espíritu»[50] ..
Por el contrario, existen regularidades en la sucesión o la coexistencia de los fenómenos sensibles. La propiedad de todo lo físico supone la reducción de tales regularidades a un orden según leyes, comprobables mediante la inducción y la experimentación[51] . En resumen, las operaciones analíticas y sintéticas del método crítico de la historia se disponen entre dos extremos: la realidad interna de las vivencias humanas y la realidad externa de lo colectivo. Así, tales operaciones conducen, en primer lugar, desde lo interno de la subjetividad del observador a lo externo del hecho particular descrito y, en segundo término, desde lo concreto a lo general de los hechos históricos. Tal es el proceso de construcción metodológica.
(...)
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[1] Historia de la Guerra del Peloponeso, I, 4.
[2] Plumb, J. H., La muerte del pasado, Barcelona, Barral Editores, 1974 (ed. or. en inglés de 1969), p. 12.
[3] Entre las exposiciones más tempranas sobre la historia de la historiografia en aquel siglo, véase Fueter, Eduard, Historia de la historiografía moderna, Buenos Aires, Editorial Nova, 1953 (ed. or. en alemán de 1913), en particular el segundo volumen de la obra, que concluye con el estado de la historiografía en correspondencia con los cambios históricos ocurridos a partir de 1870. Asimismo, hay que citar Gooch, George Peabody, Historia e historiadores en el siglo XIX, México, FCE, 1942 (ed. or. en inglés de 1913).
[4] Certeau, Michel de, «La operación historiográfica», en La escritura de la historia, México, Universidad Iberoamericana, 1993 (ed. or. en francés de 1975), p. 68. Se trata de una versión revisada y ampliada de la contribución del autor, con el título «La operación histórica», en Le Goff, Jacques y Nora, Pierre (dirs.), Hacer la historia, Barcelona, Laia, 1978 (ed. or. en francés de 1974), vol. I, pp.15-54.
[5] Bourdieu, Pierre, «La cause de la science. Comment l’histoire sociale des sciences sociales peut servir le progrès de ces sciences», Actes de la recherche en sciences sociales, n.º 106-107 (marzo 1995), p. 3 y sigs. Este texto fue presentado por el autor en el coloquio sobre «Social Theory and Emerging Issues in a Changing Society», celebrado en Chicago en 1989 y publicado con el título «Epilogue: On the Possibility of a Field of World Sociology», en Bourdieu, Pierre y Coleman, J. (ed.), Social Theory for a Changing Society, Nueva York, Russell Sage Foundation, 1991.
[6] Kuhn, Thomas S., La estructura de las revoluciones científicas, México, FCE, 1971 (ed. or. en inglés de 1962), p. 23.
[7] Ibidem, pp. 278-287. Estas precisiones sobre el concepto de «matriz disciplinal» fueron hechas por T. S. Kuhn en la posdata de 1969 a la primera edición en inglés del libro citado, y que originalmente había incluido en la versión japonesa del mismo.
[8] Pomian, Krzystof, «L´histoire de la science et l’histoire de l’histoire», Annales. Économies, Sociétés, Civilisations, 30 (septiembre-octubre 1975), pp. 935 y sigs.
[9] Niño Rodríguez, Antonio, «La historia de la historiografía, una disciplina en construcción», Hispania, CSIC, XLVI, n.º 163 (1986), p. 416.
[10] Introduction aux études historiques, París, Hachette, 1898, XVII-308 pp. Esta obra fue traducida al español a partir de la cuarta edición del original en 1909 con el mismo título de Introducción a los estudios históricos, Madrid, Daniel Jorro, editor, 1913, 372 pp., volviendo a ser editada en La Habana, Editora Nacional de Cuba, 1962 y también en Buenos Aires, Editorial La Pléyade, 1972.
[11] Véanse exposiciones generales como Bourdé, Guy y Martin, Hervé, «La escuela metódica», en Las escuelas históricas, Madrid, Akal, 1992 (ed. or. en francés de 1990), pp. 127-148; Noiriel, Gérard, «Naissance du métier d’historien», Genèses, n.º 1 (septiembre 1990), pp. 58-85 («La formación de una disciplina científica», en Sobre la crisis de la historia, Madrid, Cátedra, 1997); Prost, Antoine, «Seignobos revisité», Vingtième Siècle. Revue d’Histoire, n.º 43 (julio-septiembre 1994), pp. 100-118; y Pasamar Alzuria, Gonzalo, «La invención del método histórico y de la historia metódica en el siglo XIX», Historia Contemporánea, Universidad del País Vasco, n.º 11 (1993), pp. 183-213, pero sobre todo el exhaustivo estudio de Carbonell, Charles-Olivier, Histoire et historiens, une mutation idéologique des historiens français 1865-1885, Toulouse, Privat, 1976.
[12] En relación con este último aspecto, hay que citar Digeon, Claude, La crise allemande de la pensée française, París, P.U.F., 1959, sobre todo el capítulo VII, «La nouvelle université et l’Allemagne» (1870-1890)» y Keylor, William R., Academy and Community. The Foundation of the French Historical Profession, Cambridge, Mass., Harvard University Pess, 1975; y Charle, Christophe, La République des universitaires 1870-1940, París, Seuil. 1994.
[13] Véanse las contribuciones reunidas en el monográfico con motivo de su centenario en la Revue historique, n.º 518, abril-junio de 1976, en el que se reproducen asimismo el editorial del primer número de la revista y el amplio artículo que G. Monod publicó, con el título «Du progrès des études historiques en France depuis le XVIe siècle», en el mismo número inaugural de 1876. Hay que citar asimismo el trabajo de Corbin, Alain, «La Revue historique. Analyse de contenue d’une publication rivale des Annales», en Carbonell, Charles-Olivier y Livet, Georges (dir.), Au berceau des Annales. Actes du Colloque de Strasbourg (11-13 octobre 1979), Toulouse, Presses de l’Institut d’Etudes Politiques de Toulouse, 1983, pp. 105-137.
[14] A la fundación de la Historische Zeitschrift en 1859, siguieron otras como la propia Revue historique, la English Historical Review (1886), la Rivista storica italiana (1888) o la American Historical Review (1896).
[15] Véase Jones, Stuart, «Taine and the nation-state», en Berger, Stefan; Donovan, Mark y Passmore, Kevin (ed.), Writing National Histories. Western Europe since 1800, Londres, Routledge, 1999, pp. 85-96.
[16] Véase la reproducción del editorial en el mencionado monográfico de la Revue historique, n.º 518, abril-junio de 1976 (la cita procede de la p. 296).
[17] Ibidem, p. 295.
[18] Monod, Gabriel, «Du progrès des études historiques en France…», p. 322.
[19] Ibidem, pp. 322-323.
[20] Las grandes «discontinuidades» en la episteme de la cultura occidental fueron señaladas por Michel Foucault en Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, México, Siglo XXI, 1968 (ed. or. en francés de 1966), p. 7.
[21] Ibidem, p. 10.
[22] Ibidem, p. 214.
[23] Renan, Ernesto, Las Ciencias naturales y las ciencias históricas. Carta a M. Marcelino Berthelot, escrita el 8 de agosto de 1863, Barcelona, Publicaciones de la Escuela Moderna, s.f., p. 36 (edición facsimilar en Valencia, Librerías París-Valencia, 1997).
[24] Ibidem, p. 33.
[25] Ibidem, p. 30.
[26] Ibidem, p. 11.
[27] Renan, Ernesto, El porvenir de la ciencia (Pensamientos de 1848), Madrid, Doncel, 1976, p. 30.
[28] Ibidem, p. 93.
[29] Ibidem, pp. 134-135.
[30] Ibidem, p. 135.
[31] Bourdeau, Louis, L’histoire et les histories. Essai critique sur l’histoire considerée comme science positive, París, Félix Alcan, éditeur, 1888, p. 1.
[32] Ibidem, p. 5.
[33] Ibidem, p. 11.
[34] Ibidem, p. 12.
[35] Ibidem, p. 109.
[36] Ibidem, pp. 123 y sigs.
[37] Ibidem, p. 343.
[38] Durkheim, Emile, «Cours de science sociale: leçon d’ouverture», Revue internationale de l’enseignement, 15 (1888), pp. 23-48.
[39] Les règles de la méthode sociologique, París, Alcan, 1895. La traducción al español de Las reglas del método sociológico apareció publicada en Madrid, Antonio G. Izquierdo, 1912, versión reeditada en Madrid, Akal, 1987.
[40] Ibidem, p. 17.
[41] Ibidem, p. 36.
[42] Sobre estas cuestiones, véanse las aportaciones en el dossier titulado «A propos de Durkheim», Revue français de Sociologie, vol. 17, n.º 2, 1976, además de Besnard, Philippe (ed.), The Sociological Domain: The Durkheimians and the Founding of French Sociology, Cambridge, Cambridge University Press, 1983.
[43] Dilthey, Wilhelm, El mundo histórico, México, FCE, 1944 (ed. or. en alemán de 1923), p. 5.
[44] Ibidem, pp. 91-92.
[45] Ibidem, p. 93.
[46] Ibidem, pp. 94-95.
[47] Ibidem, p. 100.
[48] Ibidem, pp. 104 y sigs.
[49] Ibidem, p. 106.
[50] Ibidem, p. 107.
[51] Ibidem, p. 111.
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