Desde los pasados años cincuenta resulta bastante general referirse al XVII como a un siglo de crisis. Dos trabajos simultáneos, sin aparente conexión entre sí, ambos publicados en 1954, vinieron a abrir un amplio debate historiográfico cuyo efecto inmediato fue la acuñación de un concepto desde entonces consagrado como rasgo central definitorio de aquella centuria. Los autores de dichos trabajos fueron Roland Mousnier y Eric Hobsbawm. El primero de ellos publicó, como parte de una "Historia general de las civilizaciones", dirigida por Maurice Crouzet, el volumen titulado "Los siglos XVI y XVII. El progreso de la civilización europea y la decadencia de Oriente (1492-1715)", el cual, a decir de A. Lublinskaya, contiene "una de las concepciones más tempranas y, a la vez, polifacéticas, además de completa, de la crisis general en el desarrollo de los países eurooccidentales". El otro trabajo, el de Hobsbawm, planteaba la tesis de una crisis general de la economía europea en el siglo XVII, vinculándose conceptualmente al debate abierto en los años cuarenta en el seno de la escuela marxista sobre la transición del feudalismo al capitalismo. Tan sólo unos años más tarde, en 1959, Hugh Trevor Roper publicaba otro trabajo sobre la crisis general del siglo XVII, que, en palabras de P. Fernández Albaladejo, venía a completar la trilogía fundacional de la crisis. El conjunto de estos trabajos contribuyó a definir el siglo XVII como un período afectado por una crisis universal que se extendió a lo económico, lo social, lo político e, incluso, lo espiritual. Desde la perspectiva de este capítulo, sin embargo, los trabajos más interesantes son los dos primeros, dado que el tercero, el de Trevor Roper, se orienta preferentemente en la dirección de explicar las causas de las crisis políticas y las revoluciones que tuvieron lugar en aquel período. En la obra de Mousnier, a la imagen expansiva de la Europa del Renacimiento ponía el contrapunto un siglo XVII dibujado en su conjunto con perfiles críticos. Para este autor, la crisis fue, principalmente, el resultado de la agudización de las tensiones estructurales del Antiguo Régimen como consecuencia del impacto de una coyuntura negativa. Ello resulta visible, en primer lugar, en el terreno de la economía. Los desequilibrios entre población y recursos, propios de la estructura económica de la sociedad preindustrial, se agravaron como efecto de las malas cosechas y de las periódicas crisis famélicas. Por lo demás, el desarrollo capitalista de Europa sufrió una ralentización al descender las remesas de metal precioso importado de América, que habían alimentado la expansión del XVI. La disminución de las importaciones de plata condicionaron, a su vez, una bajada de los precios. Si la inflación del siglo anterior había estimulado la acumulación de capitales y el desarrollo económico general, las tendencias deflacionistas del XVII, encubiertas a menudo tras violentas oscilaciones de los precios, habrían conducido irremediablemente a una caída de los beneficios, agravada por la contracción de la demanda que, junto a las malas condiciones económicas generales reinantes, produciría la menor circulación monetaria. La disminución de los beneficios desincentivó a su vez las inversiones en actividades productivas y, a la postre, arruinó a la industria. La aparente caída del volumen de intercambios de mercancías y el consecuente estancamiento comercial constituyeron el lógico correlato y una evidencia más de la situación de crisis. El análisis de Eric Hobsbawm se instala, a diferencia del de Mousnier, en un marco de mayor amplitud, al inscribir este fenómeno dentro de una etapa general de desarrollo de la economía capitalista que se extendería entre los siglos XV y XVIII. Durante esta etapa la economía europea, según Hobsbawm, atravesó una crisis general que desembocaría en el arranque del capitalismo industrial durante el siglo XVIII. Las principales evidencias de la crisis del XVII fueron: a) la decadencia o estancamiento de la población, excepto en Holanda, Noruega, Suecia y Suiza; b) la caída de la producción industrial; c) la crisis del comercio exterior e interior. En esta última línea, Hobsbawm constata cómo en las zonas clásicas del comercio medieval se operaron grandes cambios, pero tanto el comercio báltico como el mediterráneo decayeron sin paliativos después de 1650. Para Hobsbawm, la causa de la crisis no radicó en la guerra, sino en la persistencia de ciertos factores que entorpecieron el desarrollo capitalista en Europa, tales como la estructura feudal-agraria de la sociedad, las dificultades en la conquista y aprovechamiento de los mercados coloniales de ultramar y lo estrecho del mercado interior. En cualquier caso, Hobsbawm sostiene que la crisis del XVII, a la que hay que contemplar como un momento clave en la evolución del feudalismo al capitalismo, no presentó idénticas características que la crisis del XIV. Si ésta tuvo como consecuencia un reforzamiento de la pequeña producción local, en cambio aquélla indujo una concentración del potencial económico. Tal proceso se verificó en el ámbito agrario en la forma de concentración de tierras en manos de terratenientes, y en el ámbito industrial al consolidarse la manufactura dispersa (putting- out system) a expensas de la artesanía gremial. Ambos fenómenos contribuyeron a acelerar el proceso de acumulación capitalista previo a la revolución industrial. Sin embargo, el proceso no se verificó en toda Europa de forma general. La crisis del XVII estableció con claridad una división del Continente según el grado de desarrollo económico de las diferentes zonas. Fue sufrida de forma más aguda por los países mediterráneos, Alemania, Polonia, Dinamarca, ciudades hanseáticas y Austria. Francia se mantuvo en una posición intermedia. Mientras tanto, Holanda, Suecia, Rusia y Suiza tendieron más bien al progreso que al estancamiento. Pero la beneficiaria indiscutible fue Inglaterra, país que salió extraordinariamente reforzado de la crisis debido a que allí primaron los intereses manufactureros respecto a los comerciales y financieros. La crisis del siglo XVII contribuye a explicar, por tanto, el protagonismo inglés en el desarrollo de la primera revolución industrial durante el siglo XVIII y, en general, la precocidad de Inglaterra en la formación del capitalismo manufacturero. El efecto dinamizador sobre la historiografía de los primeros planteamientos sistemáticos de la crisis económica del XVII se dejó sentir en la aparición de un conjunto de estudios posteriores en el tiempo a los trabajos pioneros de Mousnier y Hobsbawm. Entre ellos deben citarse los de Ruggiero Romano, que se centraron en la Europa del sur y, más específicamente, en el caso italiano, aunque sin renunciar a conclusiones de carácter general. Para Romano, los años 1619-1622 marcaron un profundo cambio en la economía europea, que desde entonces se vio envuelta en un proceso de decadencia. Esta ruptura, visible en los terrenos industrial y comercial, constituyó la consecuencia directa de otra ruptura anterior de carácter agrícola que se produjo en la última década del XVI. El resultado en el ámbito social consistió en un proceso de refeudalización, sobre lo que insistió, aportando precisiones conceptuales, Rosario Vilari. La aportación del danés Niels Steensgard al debate teórico sobre la crisis del siglo XVII resultó también enriquecedora. Para este autor, el elemento central no fue una crisis de producción y/o de mercado, rasgo explicativo predominante en las anteriores versiones, sino una crisis en la distribución de la renta. El papel del Estado, a través de las detracciones fiscales, resulta determinante en esta interpretación, dado que contribuyó a agravar el endeudamiento privado, desequilibró la distribución y forzó la polarización social. La ruina del pequeño campesinado alimentó un proceso de concentración de la propiedad, mientras que la nobleza, también afectada por la crisis, incrementó la presión señorial y se adueñó de tierras de explotación comunal. La dimensión de la crisis del XVII como crisis feudal o capitalista ha centrado una parte del debate posterior, sobre todo en el seno de la escuela marxista. En la primera postura se situó, por ejemplo, David Parker, quien sostiene que las estructuras europeas seguían siendo típicamente feudales y que la crisis fue una crisis del feudalismo y no una crisis en el ascenso del capitalismo. En el extremo contrario se sitúa la tesis de Immanuel Wallerstein, para quien el siglo XVII no sólo no fue feudal sino que ni tan siquiera constituyó un momento de transición. Por el contrario, el sistema económico era ya capitalista desde el siglo XVI, y la crisis, la manifestación de una fase de estabilización que consolidaría la economía-mundo con centro en el occidente europeo activada a comienzos de la Edad Moderna. En este contexto polémico, del que se han señalado a título de muestra sólo algunos de sus hitos, no han faltado quienes han cuestionado la propia realidad de la crisis. Ya Ivo Schoffer advirtió en 1963 (en fecha, por tanto, temprana) que la importancia adquirida por la crisis del XVII radicaba en la capacidad operativa de la idea para organizar un discurso narrativo carente hasta el momento de un rasgo definitorio por excelencia, contrariamente a lo que sucedía con el XVI (el Siglo del Renacimiento) o con el XVIII (el Siglo de la Ilustración). La propia Lublinskaya se hace eco de este planteamiento. Schoffer sostuvo que las dificultades económicas del XVII resultaron las propias de las deficiencias estructurales del sistema y que, por lo tanto, no representaron nada cualitativamente diferente. Michel Morineau, por su parte, cuestionó también abiertamente la crisis, realizando una crítica minuciosa de los síntomas expuestos en trabajos anteriores, especialmente el derrumbe del comercio atlántico y báltico. Este último tipo de trabajos plantea la necesidad de reflexionar acerca del concepto de crisis como rasgo globalizador definitorio de la realidad económica del siglo XVII. Dicho concepto puede resultar en exceso simplificador, dado que encubre evoluciones desiguales, desarrollos diferenciales entre diversas áreas geo-políticas que condujeron a un cambio de equilibrios y a una alteración del sistema de hegemonía económica. No quiere ello decir que Europa no atravesara por dificultades. Éstas fueron, por cierto, muy profundas para diversos países. De lo que se trata es de replantear la idea de una crisis general y de analizar sus resultados divergentes, tanto desde la perspectiva regional como desde el punto de vista social. Lo cierto es que, mientras que para algunas áreas la crisis representó un freno en la marcha del desarrollo capitalista, para otras, mucho más restringidas pero también mucho más dinámicas, significó un período de cristalización de cambios profundos en las estructuras económicas. El concepto de crisis sigue siendo útil, aunque a condición de revisar sus exclusivas connotaciones peyorativas y de otorgarle el sentido de transformación que, en realidad, encierra.La vitalidad demográfica registrada en Europa en la segunda mitad del siglo XV y durante buena parte del XVI cesó a fines de este siglo. Pudo asistirse a partir de entonces a un cambio de coyuntura, caracterizado en todos los países por un menor ritmo de crecimiento, cuando no por el estancamiento o, incluso, la recesión demográfica. No resulta tarea sencilla fijar con precisión el momento en el que se produjo tal variación del signo de la coyuntura. Por término general, puede apreciarse una ralentización de las tendencias de crecimiento en la segunda mitad del siglo respecto a la primera. Las verdaderas dificultades, no obstante, parece que comenzaron en torno a la década de 1580, acentuándose en los últimos años del siglo y los primeros del siguiente. Los recuentos civiles de población y las curvas parroquiales apuntan en este sentido. En Castilla, la población mantuvo la tendencia a crecer hasta 1584, para luego comenzar su declinar. Los arbitristas que escribieron en la década de los noventa del siglo XVI y en las primeras décadas del XVII se lamentaban de la despoblación del Reino, hecho que constituía una de sus principales preocupaciones. Martín González de Cellórigo consideraba en 1600 que la decadencia económica de España procedía del despoblamiento del país. Pocos años más tarde, Pedro Fernández de Navarrete escribía que "la despoblación y falta de gente es la mayor que se ha visto ni oído en estos reinos porque totalmente se va acabando". Los recuentos de partidas parroquiales en Francia arrojan un resultado idéntico: progresión del número de bautizados hasta la década de los setenta del siglo, en la que se registraron algunos años récord, caída a partir de 1583-84. En Inglaterra algunos indicadores señalan una coincidencia con esta cronología de la crisis; otros, en cambio, apuntan a un retraso de su comienzo hasta aproximadamente 1600. También en Cataluña parece que el inicio del cambio de tendencia aguardó hasta 1590 ó 1600. Todavía en este último año el jesuita P. Gil podía dejar constancia de la siguiente impresión optimista sobre el poblamiento del Principado: "Catalunya tota ella és habitada; ni per ningún camí se poden caminar casi tres o quatre llegües que no s´encontren viles o llochs, o almenys cases y hostals bons" (J. Nadal). Igualmente, el deterioro de la situación demográfica en Italia se demoró hasta fines del siglo. La crisis no fue igual para todos y, además, tuvo sus excepciones. Alemania, azotada por los desastres de la guerra de los Treinta Años, perdió una buena parte de su población entre 1620 y 1650, y aunque luego entró en una fase de franca recuperación, no superaría hasta bien entrado el siglo XVIII el nivel de población de 1600. España perdió efectivos poblacionales hasta 1650-1660. Las posteriores tendencias de recuperación no fueron sino muy matizadas, registrándose, en todo caso, marcados contrastes regionales, que apuntan hacia una periferización paulatina de la población y hacía una pérdida de la Meseta norte de su antiguo papel como corazón demográfico de la Península. En Francia e Inglaterra los años de crisis se resolvieron más bien con un estancamiento o un crecimiento más lento que con una pérdida neta de población. Lo mismo cabría decir de Suecia o de las Provincias Unidas, mientras que en Irlanda la tendencia fue, en cierto modo, divergente: claro crecimiento hasta 1640, caída hasta 1660, para remontar de nuevo en las últimas décadas del siglo. Como tendencia bastante generalizada puede decirse que los peores momentos de la crisis coincidieron con los años centrales del siglo, y que las décadas finales del mismo contemplaron una tendencia a la recuperación y de nuevo crecimiento, aunque con intensidades diversas. En suma, "no se puede reducir la demografía del siglo XVII europeo a una única contracción general. La imagen real es la de un agregado de remiendos en el que el negro es frecuente, domina el gris, pero donde las manchas vivas, brillantes, no están ausentes" (J.-P. Poussou).La agricultura atravesó en el siglo XVII por un período de dificultades que contrasta con la tendencia expansiva que manifestó en el siglo anterior. Los efectos del cambio de coyuntura se dejaron ya sentir desde las últimas décadas del XVI en un descenso del volumen de producción de cereales, a los que estaba dedicada la mayor parte de la superficie en cultivo. Este descenso de la producción se hizo aún más acusado en los años centrales de la centuria. Entre las causas de la nueva situación es necesario destacar varias. En primer lugar, hay que hacer referencia a los factores climatológicos. En el Antiguo Régimen la agricultura dependía estructuralmente de la meteorología, dependencia que se hacía más dramática por las grandes limitaciones de las que se resentían las técnicas de producción. Una de las principales razones que pudieron influir en la alteración del normal desarrollo del sector fue la existencia de una fase climatológicamente adversa. Según todos los indicios, durante el siglo XVII tuvo lugar un enfriamiento atmosférico, hecho que ha motivado a algunos autores a hablar de una pequeña edad glaciar (E. Le Roy Ladurie). Este fenómeno, al propiciar un aumento de la frecuencia de las malas cosechas, ocasionó a la producción campesina mayores problemas que los que atravesó en el período anterior, en los que la agricultura se benefició de condiciones más favorables. El frío y la humedad fueron responsables de catástrofes frumentarias, que solían coincidir con períodos de difusión de epidemias, corno sucedió en los años finales del silo XVI y los iniciales del XVII, o también en los años centrales de este último. Las variaciones climatológicas proporcionan un primer e importante elemento de análisis a la hora de explicar las dificultades agrarias del siglo de la crisis, aunque no constituyen el único. "Desde luego -afirma Jean Jacquart- no se puede hacer cargar a estas fluctuaciones a medio plazo con la responsabilidad exclusiva de las dificultades de la economía rural a lo largo de todo el siglo, pero llaman poderosamente la atención las concordancias de estos fenómenos con los episodios del movimiento general de la producción, tal y como pueden ser reconstruidos. De todos modos, la naturaleza no es la única causa; también entran en juego los hombres y su actividad". Por otra parte, puede constatarse también un retroceso de los cultivos como consecuencia de la ley de rendimientos decrecientes. La expansión de la superficie cultivada que tuvo lugar en el siglo XVI tuvo como efecto la puesta en explotación de terrenos marginales de escasa calidad, cuya capacidad productiva fue descendiendo progresivamente al no disponerse de técnicas eficaces para lograr su regeneración. La depresión demográfica del Seiscientos y la consecuente contracción de la demanda de productos alimenticios jugaron también un papel negativo, al incidir en una bajada de la producción, en la desvalorización de la tierra y en la caída de los precios agrarios. Ambos fenómenos, la regresión de los cultivos y el descenso poblacional, estuvieron estrechamente conectados entre sí, al producirse una situación de bloqueo maltusiano condicionado por la ruptura del equilibrio mantenido en el siglo anterior entre la expansión demográfica y el incremento de los recursos que la sostuvo. El endurecimiento de las condiciones climáticas y el estancamiento técnico explican en buena medida la precaria situación del sector agrario en la Europa del siglo XVII, pero es necesario tomar también en consideración otros factores. El deterioro económico del campesinado, agravado por la presión fiscal, es uno de ellos. El empeoramiento de su situación social, erosionada por el aumento de la presión señorial, es otro. Finalmente, las tensiones políticas y la frecuencia de las guerras operaron efectos negativos, al desorganizar el sistema productivo.La crisis del XVII alcanzó también al sector industrial, que se resintió de la nueva coyuntura adversa. En distintos países las manufacturas sufrieron un importante retroceso y el volumen de la producción cayó. Sin embargo, en otros la evolución fue de signo positivo. Así ocurrió, por ejemplo, en Inglaterra. También Suiza consiguió un notable avance industrial, mientras que en Suecia la minería del cobre y del hierro obtuvo un amplio desarrollo en este siglo. Pero el XVII fue también el escenario temporal de cambios en los sistemas de organización industrial, que contribuirían a preparar el camino a las grandes transformaciones económicas activadas en las áreas más avanzadas de Europa a partir de la segunda mitad del siglo XVIII. Al igual de lo sucedido en la agricultura, la industria halló formas eficaces de adaptación a las circunstancias de crisis e, incluso, en algunos casos, salió reforzada de ellas. Deben, por tanto, establecerse diferencias entre aquellas áreas que sucumbieron a la crisis y aquellas otras que la sortearon con éxito. En el primer grupo E. Hobsbawm incluye a países como Italia, Alemania, partes de Francia y Polonia. Sobre el primero de ellos, basándose en ideas de Carlo M. Cipolla, Hobsbawm sostiene que Italia pasó de ser el país más industrializado y urbanizado de Europa a convertirse en una zona típicamente campesina y retrógrada. Esta afirmación quizá peque de algo exagerada, a tenor del mantenimiento de una parte de las estructuras productivas norteitalianas, especialmente en torno a Milán. A la anterior relación de países hay que añadir, sin lugar a dudas, a España. El caso español viene marcado por una severa decadencia económica en el siglo XVII, que afectó de forma particular a la industria. La crisis de la manufactura castellana, sin embargo, arranca tempranamente de mediados del siglo XVI. El sector textil, que representaba el núcleo más importante, no pudo resistir los impactos derivados de la concatenación de un conjunto de factores de carácter negativo. Entre ellos es necesario tener presente la orientación exportadora de la producción de materia prima lanera, reforzada por los intereses particulares de ciertas oligarquías mercantiles y por la política económica de la Monarquía. Esta circunstancia restó posibilidades de abastecimiento de lana a bajo precio a la industria pañera nacional. La falta de competitividad de la producción propia frente a la extranjera se vio aumentada por el desfase de los precios, ya que España padeció de forma más aguda que otros países las consecuencias de la coyuntura inflacionaria del XVI. La ausencia de una auténtica mentalidad inversora, los estragos causados por la creciente presión fiscal y el atraso de las estructuras organizativas dañaron también las expectativas de desarrollo de la manufactura española. En el siglo XVII estas circunstancias se vieron agravadas por el endurecimiento de la coyuntura comercial y por el caos monetario provocado por la política oficial, que contribuyó decisivamente a desalentar las inversiones. La economía española, después de los compases iniciales de la crisis, atravesó, por lo tanto, por una fase de auténtico desmantelamiento industrial y no inició una tímida recuperación hasta las décadas finales de la centuria.El comercio marítimo conoció en el siglo XVII un período de expansión, coincidiendo con la época de mayor auge del mercantilismo. La idea de una crisis comercial que afectó a las principales áreas y a las más significadas rutas del sistema mundial de intercambios (idea que durante mucho tiempo ha constituido un lugar común en la historiografía) apenas se sostiene hoy día. Ya Hobsbawm advirtió que, más que de crisis, hay que hablar de una transferencia de hegemonías. A lo largo del tiempo se había ido verificando una basculación progresiva del centro de gravedad del comercio internacional desde el Mediterráneo hacia el Atlántico Norte. En el siglo XVII el Mediterráneo selló su proceso de decadencia y se transformó en un ámbito cerrado, con predominio de los intercambios interiores. Por su lado, las antiguas potencias marítimas ibéricas, Portugal y España, atravesaban por serias dificultades. Mientras tanto, los Países Bajos e Inglaterra tomaban el relevo y se constituían en el centro de la tela de araña del comercio mundial. Estos países iniciaron una penetración agresiva en las áreas coloniales, repartiéndose los despojos del imperio portugués en Asia y disputando a España áreas de influencia económica en América. Otros países, como Francia, aunque en menor grado, se sumaron a la tendencia. Las compañías por acciones privilegiadas constituyeron para las nuevas potencias marítimas el instrumento por excelencia del comercio colonial, cuyos beneficios para el desarrollo capitalista de sus respectivas economías fueron cuantiosos. Pero el proteccionismo a ultranza de los intereses nacionales provocó serios choques, que llegaron en ocasiones a la guerra abierta; cada vez más, las disputas políticas tuvieron un trasfondo de clara naturaleza económica.Existe acuerdo general en considerar que la sociedad europea del siglo XVII experimentó un proceso de polarización como efecto del endurecimiento de la coyuntura económica. El impacto de la crisis alcanzó a la práctica totalidad de las clases y grupos sociales, aunque de manera desigual. El conjunto de la sociedad se empobreció, pero ciertos sectores sacaron provecho de las circunstancias y consiguieron medrar económicamente. Los malos tiempos trajeron consigo la crispación social y la agudización de los antagonismos. Los frecuentes motines y revueltas que afectaron tanto al ámbito urbano como al rural constituyeron la exteriorización visible del creciente malestar. Los pilares de la organización social salieron virtualmente incólumes, sin embargo, de estas convulsiones, que casi nunca alcanzaron carácter general. El reforzamiento de la autoridad absoluta de la Monarquía, unida por una misma comunidad de intereses a las elites aristocráticas, resultó un buen antídoto contra cualquier veleidad de cambio y, en general, contribuyó eficazmente al mantenimiento del orden establecido. Pero la crisis forzó adaptaciones y posicionamientos que, de algún modo, representaron una cierta discontinuidad con el período anterior.El peso de los problemas económicos del siglo recayó de forma especial sobre los hombros de los más humildes. Las clases populares padecieron en mayor grado que ninguna otra los efectos del endurecimiento de las condiciones de vida. En las ciudades el artesanado acusó negativamente las consecuencias de la contracción de la demanda de manufacturas y de la competencia de la industria rural. El paro aumentó. Los gremios, debido a la rigidez de sus estructuras, no alcanzaron a adaptarse a las nuevas circunstancias y, por regla general, la respuesta a la crisis consistió en la reacción corporativa. Los gremios cerraron filas en la exigencia de hacer valer sus privilegios, y ello contribuyó al enquistamiento de la institución. En algunos países, como Francia, los oficiales y aprendices de los oficios llegaron a organizarse secretamente para la defensa de sus derechos, estableciendo lazos de solidaridad y desarrollando acciones de carácter reivindicativo. Estas organizaciones, conocidas como "compagnonnages", resultaron muy activas en las principales ciudades industriales francesas, como sucedió en el caso de Lyon. Intentaron controlar las contrataciones y presionar para mejorar los salarios. Para ello no dudaron en recurrir a la huelga. La ausencia de oportunidades para ascender al grado de maestro y el creciente control de la industria urbana por parte de grandes empresarios capitalistas contribuyeron a aumentar los factores de conflictividad laboral en las ciudades. Este tipo de movimientos ha sido justamente calificado como la auténtica prehistoria de la lucha obrera. En el ámbito rural los campesinos hubieron de enfrentarse a los graves problemas por los que atravesó la producción agraria, pero también a la ofensiva señorial. Las condiciones de vida en el campo, crónicamente dificultosas, se agravaron aún más. Las malas cosechas y las deudas arruinaron al pequeño campesinado. A este cuadro sombrío se sumó el fenómeno de reseñorialización activado como respuesta espontánea de la nobleza ante la crisis. Los señores presionaron sobre sus vasallos al objeto de intentar mantener sus niveles de renta, al tiempo que los privaban de tierras de disfrute comunal. Muchos campesinos quedaron en la miseria y alimentaron el ejército de vagabundos que caía sobre las ciudades en busca de medios de subsistencia. En algunas áreas los campesinos lograron complementar sus ingresos mediante el ejercicio a tiempo parcial de manufacturas domésticas. La industria domiciliaria mejoró algo las expectativas de la población rural, si bien a expensas de una mayor inversión en horas de trabajo complementarias, que incrementó el grado de explotación del campesinado y lo hizo depender de los empresarios urbanos que organizaban este sistema de producción. La coyuntura bélica del siglo incidió de manera profunda sobre las clases populares, tanto por sus consecuencias directas como por sus efectos indirectos. La guerra significaba, en sus escenarios más inmediatos, la destrucción y la desorganización de la vida económica. Pero también, en términos generales, la movilización y el aumento de la presión fiscal. La escala creciente de la magnitud de los fenómenos bélicos implicaba la necesidad de nutridos ejércitos. La demanda de hombres para la tropa se conjugaba mal con la escasez de recursos humanos resultante de la crisis demográfica. El enrolamiento voluntario, por otra parte, tendió a descender. Consecuencia de todo ello fue la apelación por parte del Estado a la movilización obligatoria de contingentes, reclutados en su mayor parte entre los sectores más humildes. La guerra trajo también el aumento de los impuestos, que recayó sobre una población menos numerosa y económicamente debilitada. Los grandes gastos de financiación de los ejércitos recaían directamente en forma de contribuciones sobre la población pechera. La voracidad fiscal del Estado contribuyó así de forma decisiva a hacer más gris aún el cuadro de la crisis. El resultado de este conjunto de factores desde la perspectiva de las condiciones de vida del pueblo llano fue doble. Por una parte, la agudización del problema del pauperismo y la mendicidad, que cobró preocupantes dimensiones. Por otra, la intensificación de la conflictividad y de la protesta social, tanto en el ámbito urbano como en el campesino, que se materializó en gran número de revueltas y rebeliones, extendidas por toda Europa.
22/11/07
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