14/1/09

¿Para qué sirve el conocimiento en la Argentina?

Diego Hurtado de Mendoza
Fecha de publicación: 09/09/06
¿Qué debe hacerse en la Argentina para que la producción de conocimiento sea útil al desarrollo social y económico? Las respuestas a esta pregunta se pueden clasificar en dos grandes casos límites ideales. Por un lado, las respuestas “normativas”, que se inspiran en un imaginario construido a partir de arquetipos exitosos tomados como referencia. Si se piensa en grande, los modelos inspiradores son Estados Unidos o Japón. Si se ajustan las escalas a la Argentina, podrían ser Finlandia, Irlanda o Australia. En términos regionales, en los últimos años se suele mirar a Chile y a Brasil.
En el extremo opuesto estarían las respuestas que intentan construir análisis, diagnósticos y prospectivas fundados en la historia, la sociología, la antropología, la economía y las ciencias políticas aplicadas al estudio de la actividad científica y tecnológica local, a sus éxitos parciales y a su imposibilidad de construir un sistema de escala nacional capaz de reorientar el perfil productivo y de hacer ingresar al país en la economía de producción tecnológico-intensiva.
Ahora bien, este último enfoque presupone la existencia de una producción académica capaz de aportar una comprensión exhaustiva del campo científico y tecnológico local y regional. Más aún, debería presuponer también que esta producción académica fuera autónoma, esto es, capaz de generar categorías conceptuales, estudios de caso, historias o etnografías institucionales alternativos a los elaborados por las tradiciones de los países desarrollados. Este no es un punto menor, si se piensa que la interpretación del escenario científico y tecnológico de los países en desarrollo realizada por la avasalladora tradición académica anglosajona está impregnada de una inevitable mirada etnocéntrica y, en general, también de intereses políticos y económicos.
Un ejemplo didáctico es la categoría (aceptada y difundida) de “guerrilla ideológica” que el historiador Emmanuel Adler aplica a figuras claves del desarrollo tecnológico en la Argentina y Brasil de las décadas del ’60 y del ’70. Adler recurre a la figura de “guerrilleros ideológicos” que habrían influido en la toma de decisiones de los respectivos gobiernos y que promovieron una ideología opuesta a la dominante. Jorge Sábato, uno de los más importantes pensadores del campo científico-tecnológico latinoamericano, habría sido, según Adler, un guerrillero ideológico. ¿Estaría dispuesto Adler a decir que Vannevar Bush era un guerrillero ideológico? No, porque la guerrilla (además de estar fuera de la ley) es un fenómeno pintoresco y exótico de los países pobres. ¿Jorge Sábato estaba fuera de la ley? No, pero de todas formas suena sugerente y exótico el término “guerrilla” aplicado a un pensador latinoamericano.
JUEGO DE AFASICOS
Para el caso de la Argentina, elaborar respuestas políticas fundadas en la descripción del propio panorama en investigación y desarrollo representa indudablemente el camino más complejo, aunque debería ser la elección insoslayable. Los estudios sociales de la ciencia y la tecnología de los últimos 30 años enseñan que la producción de conocimiento presupone un modo de producción de conocimiento –sentidos, sensibilidades, ideologías y valoraciones, intenciones y retóricas– acompañados de “estilos” institucionales y modos de articulación institucional, producto de una historia política y cultural, de conexiones específicas del campo científico con el contexto social, con el sector productivo, con el sector militar, con la enseñanza. Sintetizando, hay un “modo de ser” histórico y contextual de la actividad científica y tecnológica.
Tanto los componentes globales y las marcas de época como las especificidades culturales y económicas locales y regionales van definiendo los “puntos fijos”, y las “partes móviles” deciden sobre la selección de temas e instrumentos, las organizaciones y las jerarquías, incluso definen los perfiles de científico y tecnólogo como actores sociales y, en definitiva, también el devenir histórico de una tradición científico-tecnológica a escala de país. Desde esta perspectiva, ¿quién dudaría de que son dignos de ser estudiados y comprendidos en profundidad el Instituto Balseiro o la Fundación Instituto Leloir como formas institucionales, la relación de CNEA con las universidades públicas, la construcción de vínculos de la Planta Piloto de Ingeniería Química con el complejo petroquímico de Bahía Blanca, las sucesivas políticas del INTA respecto de la propiedad intelectual o los “estilos” de organización y gestión del INTI en los últimos 30 años?
Por más obvia que resulte la necesidad de conocer la propia realidad, las políticas científicas (explícitas o implícitas) en la Argentina suelen apegarse a modelos normativos que son motivados por escenarios coyunturales o de corto plazo. Suelen mirar los casos exitosos y apostar a diversas estrategias de mímesis y trasplante. Y esto por una razón sencilla: falta la producción académica local capaz de asegurar un conocimiento riguroso del propio escenario como condición de posibilidad para la formulación de una política robusta de largo plazo.
De esta forma, proliferan los diagnósticos “unidimensionales” para la ciencia y la tecnología en la Argentina. Cuando se pone el énfasis en el aspecto económico y en el vínculo con el sector productivo y empresarial, se sostiene:
Que tenemos un sistema científico y tecnológico, pero no tenemos un Sistema Nacional de Innovación (es decir, tenemos un sistema científico y tecnológico fragmentado, no integrado).Que aún no supimos construir un sistema de financiamiento para la innovación.Que hay que inculcar al empresariado argentino que las ventajas competitivas que surgen del conocimiento son las mejores.Que debemos lograr formular un proyecto macroeconómico a escala de país que fomente certidumbre a largo plazo.Cuando se enfoca en los aspectos institucionales y en la comunidad científica, se afirma:
Que nuestras agencias de promoción y financiamiento de las actividades de CyT establecen criterios que finalmente promueven la producción de papers en perjuicio de las actividades de desarrollo.Que hay que inculcar a nuestras universidades la necesidad de vincular sus actividades de enseñanza e investigación a las necesidades sociales y a las demandas del mercado.Que las instituciones científicas son débiles y domina la endogamia.Que nuestros científicos están entrenados en la supervivencia.Cuando se pone el énfasis en la enseñanza, se dice:
Que debemos construir un sistema educativo acorde al concepto moderno de innovación.Que se debe enseñar ciencia desde estadios tan tempranos como sea posible.Que hay que asumir el conocimiento como concepto económico.Que hay que producir más ingenieros y tecnólogos.Así, como un juego de afásicos, dependiendo de los modelos exitosos de referencia y de factores de coyuntura, proliferan las clasificaciones y reclasificaciones. Y a continuación se proponen fórmulas “lógicas” para superar estas limitaciones. Pero la lógica es ahistórica y asocial. En general, este tipo de propuestas se parece a un transplante de hígado o corazón con los conocimientos más sofisticados de la microcirugía, aunque carentes de los estudios inmunológicos previos de compatibilidad que contemplen la historia previa del paciente.
POLITICA VERSUS TECNOCRACIA
Por el contrario, la historia remite a procesos “densos” de significado, que escapan a la lógica del razonamiento silogístico, que niegan que la realidad pueda ser pensada como un rompecabezas compuesto de piezas modulares intercambiables. En todo caso, sólo la “lógica” de aproximación de la política y de las ciencias sociales (aquí el término “lógica” es metafórico) son capaces de atrapar y encauzar la complejidad y densidad de los procesos históricos. Y las comunidades científicas y sus instituciones son productos históricos. Cualquier otra concepción es tecnocracia o economicismo.
Es imprescindible mirar y aprender de las experiencias exitosas. Pero es obvio que hace falta una mirada mucho más esforzada, elaborada, sensible y respetuosa de las necesidades, de las capacidades y de las idiosincrasias propias. La carencia en este terreno es evidente, si se piensa que no existen historias críticas ni estudios sobre el desempeño actual del INTA ni del INTI ni del Conicet, para citar sólo algunos casos que saltan a la vista.
Se obliga anualmente a más de 100.000 alumnos a cursar una materia de “epistemología” (Introducción al pensamiento científico) en el CBC de la Universidad de Buenos Aires. Allí se les habla de Popper y Hempel o del método hipotético-deductivo, pero ni palabra de quién fue Bernardo Houssay o Enrique Gaviola, de dónde salió el Conicet o qué es hacer ciencia en América latina. Simultáneamente, la Maestría de Política y Gestión de la Ciencia y la Tecnología de la UBA hoy no tiene instalaciones ni cargos docentes permanentes ni el apoyo de los cinco decanos de las facultades que se comprometieron a sostener esta carrera. Así, no debe causar sorpresa que en la primera encuesta nacional de percepción pública de la ciencia, publicada por la Secyt en 2004, diga: “La mayoría de los argentinos (62%) no conoce ninguna institución científica del país”. Mientras tanto, la retórica política pone en primer plano el problema de construir un Sistema Nacional de Innovación, como si se tratara de una cuestión técnica para un grupo de expertos y no de un desafío social, político y cultural a escala de país.
Hablamos de oído. Todavía confundimos las memorias personales con la historia, los aportes de amateurs con el de historiadores y científicos sociales, creemos que para hacer divulgación científica no hay que hacer maestrías o doctorados en comunicación, creemos que alcanza con la buena voluntad, tenemos problemas para distinguir política científica de tecnocracia, indicadores con realidad, hablamos de patentes sin saber cómo patentar, etcétera. La conclusión parece obvia. No sabemos cómo jugar el juego que hoy se llama “economía del conocimiento”. Aún no lo hemos comprendido.
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