Introducción histórica
Jaime Molina Vidal (Universidad de Alicante)
Tras la caída del mundo micénico y los «Movimientos de los Pueblos del Mar», Grecia ofrece un panorama de empobrecimiento generalizado, posible vuelta a las condiciones socioeconómicas anteriores a la cultura micénica, que nos ha legado escasos documentos y elementos de estudio, abriendo lo que la tradición historiográfica ha denominado la Época Oscura (1200-800 a.C.). Esta división académica y ampliamente discutida de los periodos de la Historia destaca la época Arcaica (desde la aparición de la polis a mediados del siglo IX a.C. – Guerras Médicas a principios del siglo V a.C.) por la formación de lo que entendemos como estados griegos. Sin embargo, ha de valorarse en su justa medida la época oscura como el verdadero período de formación de lo que entendemos por cultura, comunidad política o entidades estatales griegas. La desaparición de las estructuras protoestatales micénicas y el consecuentemente empobrecimiento económico de la Grecia continental ofrece un nuevo panorama sociopolítico: desaparición de los núcleos micénicos; descenso de población y núcleos habitados; discontinuidad de poblamiento; dispersión población; colapso político y fin de la mano de obra controlada por los poderes centrales, y regionalización e inestabilidad geográfica. Esta situación de empobrecimiento socioeconómico generalizado, de la que apenas se salvan regiones como Ática y sobre todo Eubea, provocó la necesidad de emprender un proceso migratorio desde la Grecia continental a las regiones costeras de Anatolia, conocido como la «Primera Colonización Griega» (1140-1050 a. C). Este proceso migratorio aprovechaba el vacío dejado por la caída del imperio hitita que le permitía crear núcleos de población griega en Asia Menor, que serán el origen de los ámbitos culturales eolio, jonio y dorio, germen de las futuras ligas. A principios del I milenio a. C. el imperio neohitita vuelve a generar una gran presión sobre las poblaciones griegas de Anatolia que se concentrarán y aumentarán su densidad creando las condiciones adecuadas para crear algunos de los elementos fundamentales de la cultura griega antigua: la lengua griega; el panteón y las teogonías; el paso del mito al logos; los fundamentos del arte griego y, sobre todo, la formación de la polis, como principal prototipo de estructura estatal griega. La polis es una comunidad jurídicamente autónoma y soberana de carácter agrario, dotada de un lugar central que actúa como núcleo económico, político, social, administrativo y religioso. Su origen se encuentra en Anatolia (Esmirna 850 a.C.) y pronto se difunde por el resto del Egeo y, tras la Gran Colonización Griega de parte del Mediterráneo, conformará la base de otros modelos estatales semejantes, como la propia civitas romana. La polis está formada por el asty (núcleo central amurallado dotado de urbanismo funcional en el que encontramos la plaza pública, ágora, y la acrópolis, templos urbanos) y la chora (el territorio dependiente articulado administrativamente a través de los santuarios periféricos). La polis, como centro de acumulación de poder y excedente, debe su formación a la aristocracia que desde sus inicios controlará de forma absoluta todos los mecanismos políticos, sociales, legales y religiosos del estado. Esta situación inicial y la progresiva saturación de los pobres territorios griegos, fruto del crecimiento demográfico, agudizarán las diferencias sociales generando un conflicto social casi endémico, la stasis. En cualquier caso, habríamos de recordar que la evolución política de las distintas ciudades-estado griegas será muy dispar, al tratarse de entidades territoriales diferentes. Sólo algunos elementos de carácter sociocultural dan algo de coherencia a los pueblos helénicos: la lengua común, el oráculo de Delfos, los juegos olímpicos (1.ª Olimpiada 776 a.C.) y, con el tiempo, el enemigo común: los persas. La stasis se vio agudizada cuando los grupos desfavorecidos de la sociedad pasaron a tener un nuevo instrumento de presión, su presencia en los ejércitos hoplíticos, la nueva estructura militar que se extiende en Grecia, al menos, desde el siglo VII a.C., y que depende de la participación masiva de soldados de infantería. Ante la creciente saturación poblacional y la stasis, las aristocracias de muchas ciudades-estado derivaron a parte de sus excedentes poblacionales al exterior, configurando la Gran Colonización Griega. La primera fase a partir del siglo VIII a.C. se dirigió hacia occidente (Magna Grecia en Italia y Sicilia, 1.ª colonia: Pitecusa 775 a.C.), y después, a partir de la segunda mitad del siglo VII a.C., a otras regiones del Mediterráneo desde Ampurias, en la península Ibérica, hasta el Mar Negro. Pero este proceso también tuvo importantes motivaciones comerciales. De hecho, la colonización, basada en la fundación de nuevas ciudades (apoikia) también generó otras formas de contacto comercial complementarias basado en la difusión de los emporia, puertos de comercio generadores de intensas transacciones económicas y culturales. Sin embargo, la stasis seguía cuestionando la continuidad de las comunidades políticas, por lo que las aristocracias trataron de frenar la conflictividad social con el nombramiento de legisladores encargados de poner por escrito el derecho consuetudinario. La actividad de los legisladores (siglo VII a.C.) pretendía reducir la arbitrariedad de una justicia que, de todas formas, seguía estando controlada por los propios aristócratas y cuyo principal asunto era la cruda cuestión de las deudas, que estaba llevando a gran parte de la población campesina a formas de dependencia («esclavitud por deudas», hectemorado). Finalmente la dependencia que la polis tenía de los ejércitos hoplíticos compuestos por los mismos ciudadanos empobrecidos y sometidos por los aristócratas, que controlaban la ciudad-estado, provocará el estallido social: las tiranías (siglos VII-VI a.C.). Los tiranos eran cabecillas del ejército hoplítico, generalmente aristócratas segundones, que con el apoyo de los soldados dieron golpes de estado bajo la promesa de mejorar sus condiciones de vida, solucionar la cuestión de las deudas y atenuar la presión de la aristocracia. La ulterior evolución de las tiranías fue muy desigual, aunque en muchas ciudades-estado fue un factor fundamental para el desarrollo de sistemas políticos democráticos. Sin duda, Atenas fue el paradigma de las ciudades-estado que desarrollaron sistemas democráticos. Fruto del proceso sinecista que integra los territorios y las poblaciones de Eleusis, Ática y Braurón, surgió la polis de Atenas que desde el siglo VIII a.C. inició un largo recorrido político que le lleva desde sus orígenes míticos, relacionados con divinidades como Atenea o Poseidón y reyes como Erictonio o Teseo, hasta la creación de una plena democracia en el siglo V a.C. Como muchos otros estados griegos, Atenas estuvo sometida a fuertes tensiones sociales, ligadas al empobrecimiento campesino y al desarrollo del hectemorado (poblaciones sometidas por deudas). La respuesta ateniense a la stasis presenta peculiaridades ya que después del legislador Dracón (630-625 a.C.) hemos de destacar la figura de Solón (594 a.C.) que puso las bases del sistema socioeconómico ateniense de carácter comercial (producción de vino, aceite y productos artesanales para la exportación y la obtención de grandes beneficios comerciales que, en parte, sirven para importar el grano con el que alimentar a la población). Además Solón acometió la solución, al menos parcial, del conflicto social: abolió el hectemorado; anuló las deudas y prohibió el préstamo que llevaran al hectemorado con carácter retroactivo; fraccionó los latifundios; prohibió exportar productos agrícolas excepto aceite; introdujo la moneda, y dividió la población en cuatro grupos en función de su riqueza (pentakosiomedimnoi, hippies, zeugitai y thetes), reflejo inequívoco del desarrollo de los ejércitos políticos en Atenas. No obstante, los rescoldos de la stasis produjeron la aparición del tirano Pisísitrato (561-528 a.C.) que con una ambigua política populista y demagógica mejoró las condiciones económicas y políticas de Atenas, acometiendo importantes reformas urbanísticas que dejaron su huella en la ciudad. Después de graves disputas internas y en un ambiente de gran tensión política, especialmente alimentada por la aristocracia, destaca la figura de Clístenes (511 a.C.), que instauró un sistema isonómico (igualdad social y política), clave del ulterior desarrollo democrático. Clístenes reorganizó las tribus (base de la representación sociopolítica de la población) rompiendo su estructura territorial y aristocrática; creó una nueva estructura de administración territorial, el demos; despojó al areópago de las funciones legislativas que concentró en el nuevo consejo de la Boule y los pritanes; comenzó a utilizar las penas de ostracismo contra los traidores al estado, y potenció las funciones de la Ekklesia (asamblea). La evolución política de Atenas y del resto de ciudades-estado griegas se vio interrumpida a principios del siglo V a.C. ante el empuje expansionista del Imperio Persa. Los ejércitos helénicos hicieron frente a los persas en la 1.ª Guerra Médica (victoria ateniense en Maratón 490 a.C.) y la definitiva 2.ª Guerra Médica (480-479 a.C., derrota griega en las Termópilas y victorias en Salamina y Micala), que ralentizó el conflicto hasta la definitiva paz de Calías (449/8 a.C.).
LOS COLONIZADORES.
Según el historiador romano Veleio Patérculo, Gades fue fundada por los fenicios ochenta años después de la caída de Troya, es decir, hacia el 1104 a.C. El hecho que, como otras acciones históricas significativas, marca el inicio de una nueva etapa, el primer milenio a.C., servirá de excusa aquí para valorar una doble cuestión conceptual de capital interés. La fundación de un asentamiento colonial, aunque sea con carácter más o menos permanente, siempre implica la presencia de una nueva población que entra en contacto con la base étnica residente en el área. En la visión arqueológica que ha caracterizado la investigación en gran parte del siglo XX, primar este efecto, como punto de partida para cualquier innovación tecnológica o cultural, ha recibido el nombre de difusionismo. El concepto nació en oposición a la tradición evolucionista, caracterizadora del trabajo arqueológico en el siglo anterior, que destacaba el desarrollo de cada grupo en un modelo secuencial prefijado que avanzaba desde el salvajismo a la civilización. En realidad, salvo este principio señalado, el modelo difusionista no ha sido sustancialmente distinto a las lecturas evolucionistas decimonónicas: ambas respetaban un modelo unilineal hacia el progreso y la civilización y mantenían la perspectiva historicista al plantear que el sujeto de la Historia había sido siempre las etnias o las nacionalidades, olvidando la existencia de los conflictos internos dentro de cada comunidad. En todo caso, la diferencia que distingue a evolucionistas y difusionistas hay que situarla en la contextualización histórica en que se produjo el debate entre ambas corrientes. Si rastreamos el origen del difusionismo, a fines del siglo XIX, cuando el neoimperialismo repartía los mercados afroasiáticos de materias primas entre las grandes potencias, se comprenderá el interés por la temática colonizadora y se justificará que, ideológicamente, se produjera la imagen del colonizador paternalista y bienhechor y, consecuentemente, la del indígena salvaje e infantil. La crisis de la Arqueología tradicional a fines de la década de los años sesenta y su reconstrucción bajo planteamientos funcionalistas, que ya no tenían tanto interés en el proceso histórico, y por ende en el tiempo, terminó por producir una dura crítica a los planteamientos difusionistas dominantes y a sus excesos. La Nueva Arqueología ha estado más preocupada por describir los sistemas de comportamiento en una sociedad que por conocer cuál era el origen de cada situación. Este planteamiento ha generado una cierta revitalización de las lecturas evolucionistas, si bien éstas se han hecho para construir las leyes de rango medio, como gustan decir los neopositivistas, que han caracterizado de forma atemporal el desarrollo de una sociedad y en general al ser humano, todo ello desde perspectivas no unilineales y mucho menos utópicas. De todos modos, el hecho colonizador es empíricamente contrastable y la crítica al difusionismo no pone en cuestión la existencia del contacto, sino su tratamiento. Por esta razón se hace conveniente valorar al menos dos consideraciones: El contacto entre colonizador e indígena colonizado no se expresa siempre desde una lectura unívoca, en la que el primero es factor de civilización, y el segundo el elemento cambiante y receptor del proceso; por el contrario, el contacto se enmarca en una serie muy compleja de conceptos (aculturación, interacción, intervencionismo, etc.) que van desde el encuentro esporádico y pacífico al permanente y violento de la conquista. Paralelamente, el hecho se localiza en una amplia gama de escalas que se localizan desde el punto de encuentro de un intercambio al marco macroeconómico y político que lo posibilita. El contacto entre colonizador e indígena no expresa cultural y económicamente un factor desintegrador de conflictos, existentes tanto en el seno de la sociedad indígena como en el de la colonizadora; en todo caso, este hecho activa otros factores o modifica determinadas situaciones internas, hasta hacer evidente que la nueva situación tiene diversas maneras de ser vivida culturalmente y diferentes efectos económicos. En otro marco conceptual y metodológico, la cita de la fundación de Gades permite plantear otro problema de gran interés, cual es la articulación entre Arqueología e Historia (valorada desde el documento escrito). Nunca, en toda la historia de la investigación arqueológica de Cádiz, se han registrado materiales u otros documentos que puedan adscribirse a una cronología fenicia tan alta como la que expresan las fuentes históricas escritas. La arqueología gaditana, como la practicada en otros asentamientos fenicios también valorados por las fuentes escritas como de alta cronología, tal es el caso de Utica, Cartago u otros puntos mediterráneos, ofrece como datación más alta para sus materiales más antiguos estratificados el siglo VIII a.C. Este hecho demuestra hasta qué punto en ocasiones la investigación histórica puede presentarse de modo contradictorio entre diversas disciplinas. Sin duda alguna la información arqueológica cuenta con un componente empírico de mayor posibilidad de contraste que el documento histórico escrito; sin embargo, este hecho no debe ser definitivo en la elección de una posición u otra. En el caso de la Arqueología ha de reconocerse en muchas ocasiones la dificultad que supone la fijación de una cronología absoluta, y la debilidad metodológica que existe para establecer las cadenas que permitan ordenar las cronologías relativas; asimismo, nunca ha de olvidarse la incapacidad de determinadas metodologías y técnicas de excavación para obtener todo el registro arqueológico; desde el punto de vista del documento escrito, la ausencia de la crítica del texto es demasiado frecuente en la investigación y no ha de olvidarse que existe un condicionante cultural y económico que siempre está presente en el momento de su elaboración. Por efecto de la contradicción interdisciplinar expresada, la investigación de la arqueología fenicia ha planteado una doble alternativa para la explicación del caso. Una corriente, representada en investigadores como Aubet, ha asumido la información arqueológica como la determinante en la valoración científica de la colonización. Para ellos la documentación histórica de Veleio Patérculo, que seguirán reproduciendo otros muchos historiadores romanos, no es fiable, por proceder seguramente de Timeo de Tauromenia, dada la falta de rigurosidad de este último autor; además, analizada contextualmente la información, se observa, en términos generales, la confusión de las fuentes helenísticas sobre la colonización fenicia, así como la asunción de los poemas homéricos como fuente histórica segura. En el caso de Cádiz se reconoce, además, una corriente muy al gusto de la época en que se elaboraron los textos y que tiende a ennoblecer el origen de las grandes ciudades vinculándolas a legendarios personajes; éste pudo ser el caso de la leyenda de la fundación, propiciada en el siglo IV a.C., que unía a través de un viaje los destinos de los Heracleidas y de la ciudad fenicia, obligando con ello a llevar el origen de la ciudad a un momento próximo, cronológicamente, a la guerra de Troya, dado que el citado viaje se produjo al terminar aquélla. Todos estos factores, localizados en la difícil frontera que separa en tiempos antiguos lo mítico de la realidad, terminaron por definir el hecho histórico de la fundación de la ciudad en una fecha muy anterior al momento real de su origen. Como alternativa al rechazo de las fuentes históricas escritas, se ha creado el concepto de Precolonización, a partir de los trabajos de autores como Bisi o Moscati. Se trata de definir con ello la existencia de un proceso que se piensa característico de la etapa anterior a la colonización y que destaca por la existencia y el desarrollo de actividades de intercambio en puntos sin asentamientos estables; ello, además, sin la voluntad precisa de ofrecer presencia étnica, es decir, de constituir colonias con fines comerciales o demográficos. En general, los defensores de esta hipótesis alternativa, tras valorar los materiales que podrían justificar la existencia de esta fase precolonizadora, defienden localizar este periodo precolonial asociado a un ambiente indígena protorientalizante en los siglos X y IX a.C. Existen, incluso, investigadores partidarios de ampliar esta secuencia hasta hacerla coincidir con la propuesta documentada en las fuentes históricas escritas. Los materiales arqueológicos a que se ha hecho referencia en un momento anterior del texto y que justifican esta hipótesis alternativa, según Aubet, se pueden dividir en tres niveles: Materiales que se adscriben tipológica y estilísticamente a fines del segundo milenio a.C., como el grupo de marfiles decorados con técnica de incisión localizados en Carmona (Sevilla) y la estatuilla de bronce de Selinunte (Sicilia). Materiales que se adscriben de forma directa, por tipología y estilo, a los primeros siglos del primer milenio, caso de la estela de Nora en Cerdeña. Materiales de fabricación indígena pero de influencia oriental, estratificados en algunos casos durante los primeros siglos del primer milenio a.C. Se trata de ciertos tipos de escarabeos, fíbulas y jarros de cerámica procedentes de yacimientos de Sicilia, cerámica de producción a mano y decorada con pintura de tipo Carambolo, fíbulas de codo, estelas decoradas, escudos con escotadura en forma de «V», o elementos singulares como el cuenco de bronce de Berzocana (Cáceres) y el yelmo metálico de la ría de Huelva; todos los casos reseñados se localizan en el sudoeste de la Península. En general, todos los elementos citados salvo la estela de Nora plantean complejos problemas, ya que en ningún caso se tienen datos firmes de su procedencia y nunca se valora la continuidad del estilo en épocas posteriores e incluso, en algún caso, su amortización tal y como muestra la necrópolis de Almuñécar. El caso de Nora, por su parte, ofrece una cronología tardía, muy próxima a las primeras fundaciones con registro arqueológico contrastable. En el tercer grupo de materiales, definidos como indígenas pero de carácter cultural protorientalizante, es difícil por el momento fijar su cronología exacta, pero aun cuando pudieran fecharse en etapas tan antiguas, no se tienen en cuenta los procesos internos de desarrollo o la escala de contactos en toda su magnitud y que no excluye la inclusión de alguna zona, como es el caso del sudoeste, en el ámbito de las rutas económico-culturales atlánticas.
FASES Y ORIGEN DE LAS FUNDACIONES.
El proceso de colonización que se define arqueológicamente a partir del siglo VIII a.C. y que tiene como marco todo el mar Mediterráneo, se produce en el campo de actividades de dos diferentes pueblos: griegos y fenicios, en áreas diferentes de influencia y posiblemente con modelos de colonización también distintos. Tradicionalmente se ha defendido que el límite de influencia griega se dibuja en una línea de frontera que, tras ocupar el mar Negro y tocar el norte de Africa en Egipto y Libia, transcurre por el sur de la península Itálica, Sicilia y, desde allí, continúa por el continente europeo, extendiéndose por el sur de Francia y Cataluña, aunque en estos dos últimos casos ya en un momento avanzado del proceso. Más difícil resulta hoy confirmar la presencia griega en el resto de la Península Ibérica, aunque no de sus productos, ya que colonias citadas en las fuentes escritas como Hemeroskopeion o Mainake no han podido ser contrastadas por la investigación arqueológica sus supuestos puntos de localización. Del mismo modo que es posible distinguir geográficamente el ámbito griego, el área fenicia se extiende por el norte de Africa, Sicilia, Cerdeña, Ibiza y el sur de la Península Ibérica, con puntos hacia el norte dentro de este último territorio como el área alicantina y más recientemente, aunque con un carácter menos permanente y por ello consolidado, en la desembocadura del río Ebro, como lo demuestra el caso de Aldovesta. Desde el punto de vista de los modelos de colonización, tradicionalmente se han opuesto dos sistemas diferentes, según se haga referencia al caso griego o al fenicio; el primero se ha supuesto que se produce por efecto de la presión demográfica y que sólo en un momento avanzado de su desarrollo se hace consciente de los intereses comerciales que pueden caracterizar un sistema colonial; por el contrario, el modelo fenicio se ha supuesto siempre caracterizado por el factor mercantil y, en menor medida, por el demográfico agrario. En el caso de la colonización griega, cronológicamente se han establecido dos grandes etapas: la primera, centrada exclusivamente en el Egeo y el Asia Menor y que arranca, con un componente mítico muy importante, del siglo IX a.C.; la segunda, por el contrario, se localiza en el ámbito territorial extraheleno y se define en dos grandes oleadas. La primera de ellas, fechada en el siglo VIII y durante la primera mitad del siglo VII a.C., se caracteriza territorialmente por la ocupación del área oriental de Sicilia, con la fundación de colonias como Naxos, Megara Hiblea o Siracusa, y algo antes, en la costa occidental de la península Itálica, con los casos de Pitecusa y Cumas; hacia fines del siglo VIII a.C. se realizó la ocupación del mar Jónico con fundaciones como Síbaris o Tarento. Los últimos centros establecidos en este periodo se localizaron tanto en Sicilia, caso de Gela, como en la Magna Grecia: Metaponte en el mar Jónico o Neápolis en la costa occidental tirrénica. Según las fuentes literarias, el componente étnico de estas primeras fundaciones es muy diverso, advirtiéndose la presencia calcídica-eubea en las más antiguas como Pitecusa, Naxos, Cumas, Catania, Regio y Leontinos. De este primer bloque en Sicilia, sólo Megara y Siracusa no responden a este patrón étnico, siendo la primera fundación, megarense, y la segunda, corintia; en la península Itálica es interesante considerar el fuerte peso que, en esta fase, tienen las fundaciones peloponesias como Síbaris, Crotona y Tarento. Por último, del grupo de fundaciones de los inicios del siglo VII a.C. hay que distinguir las que se hicieron por griegos procedentes de la metrópolis, como es el caso de Locros, Gela y Siris, o desde las propias colonias, así Parténope o Neápolis es fundación de Cumas, Callípolis y Euboa de Naxos, Caulonia de Crotona y Metaponte de Síbaris. La segunda oleada de la colonización se produjo a partir de la mitad del siglo VII a.C. y viene a ocupar todo el siglo VI a.C.; es la etapa que tradicionalmente se ha asociado con la reconversión del modelo agrario colonizador por el mercantil. Geográficamente se definen los siguientes frentes. *Expansión en territorios ya controlados y enmarcados en el área de influencia de las colonias griegas. Es el caso de las áreas central y occidental de Sicilia, con fundaciones producidas desde las propias colonias de la fase anterior; así Megara Hiblea estableció Selinunte, Zancle fundó Himera y Gela hizo otro tanto con Agrigento en el 580, cerrando el proceso en la isla; del mismo modo en la península se llevó a cabo la fundación de Posidonia por Síbaris en la costa tirrénica, compitiendo con los intereses eubeos de las antiguas colonias; la última fundación en esta zona correspondió a Elea por los foceos, hacia el 540-535 a.C. El mar Adriático fue colonizado desde Corcira y Corinto con fundaciones como Epidamno y Apolonia, entre finales del siglo VII e inicios del VI. a.C. Desde allí se pudo acceder a la desembocadura del Po y, de hecho, el asentamiento de Spina es un emporio griego fundado a fines del siglo VI a.C. Hacia la zona nororiental, las únicas fundaciones anteriores a la mitad del siglo VII a.C. se localizaban hasta la península occidental de la Calcídica, destacando de entre ellas Calcis, a partir de mediados del siglo VII según las fuentes arqueológicas. Algo antes según las fuentes literarias se produjo la expansión hacia el este, siguiendo la costa hacia el Bósforo; de entre los nuevos asentamientos cabe destacar Tasos y Abdera. *Expansión al occidente del eje Sicilia-península Itálica. Lo que tradicionalmente conocemos como la expansión focense, caracterizará este frente con fundaciones como Alalia en Córcega, Massalia en Francia o Emporio en la Península Ibérica, todas fundadas entre fines del siglo VII a.C. y las primeras décadas del VI a.C. Expansión hacia el Próximo Oriente. Uno de los focos más interesantes de este frente es la actuación en Naucratis en el delta del Nilo, en territorio egipcio, que se realizó después de las actuaciones pioneras en el puerto de Al-Mina en Asia Menor. Especial interés tiene la ocupación de la Cirenaica, en el norte de Africa y en el actual territorio libio, destacando la fundación de Cirene, a fines del siglo VII a.C., y la de Barca, a mediados del siglo VI a.C. *Expansión hacia el mar Negro. Dirigida fundamentalmente por Megara y Mileto, si bien con intereses distintos, agrarios los primeros y mercantiles los segundos. La ocupación del mar Negro, aunque se documenta con altas cronologías, no se hizo efectiva hasta la segunda mitad del siglo VII a.C., a tenor de la información arqueológica, y siempre después de la ocupación del Bósforo, con fundaciones como la milesia Cízico. Son estos mismos milesios los que fundaron, en la parte occidental del mar Negro, Istro y Olbia, en tanto que megarense es en esta área Mesembria; en la península de Crimea destacan las fundaciones milesias de Teodosia y Panticapea y la megarense Quersoneso, por último, en la zona sur-oriental hay que citar la colonia milesia de Sinope. La colonización fenicia ofrece varios grupos diferenciados de fundaciones. Los primeros centros citados por las fuentes se localizan en el occidente del Mediterráneo: Lixus, Gades y Utica, con una cronología que se fija en el paso del siglo XII al XI (siempre según las fuentes literarias), siendo la fecha de Cádiz del 1104 a.C.; la de Utica, en el litoral de Túnez, algo después, en torno al 1101 a.C., y la de Lixus, en el Marruecos atlántico, la más antigua por ser citada por las fuentes como la primera fundación fenicia en Occidente. No obstante, como ya se ha señalado aquí, la arqueología no ha conseguido documentar materiales más antiguos al siglo VIII a.C. Desde este punto de vista, la fundación de Kition en la isla de Chipre en el 820 a.C. es arqueológicamente la fundación mediterránea más antigua. Dentro de este grupo existe un segundo bloque de fundaciones que corresponden a las norteafricanas de Auza y Cartago, la primera en la costa de Libia y la segunda en la de Túnez, con cronología del 814 ó 813 a.C. La investigación arqueológica ha documentado por el momento materiales en Cartago que se adscriben al siglo VIII a.C. Del conjunto de este grupo las fuentes señalan que salvo Lixus, que se dice es fundación sidonia, el resto es tiria. Un último grupo de fundaciones norteafricanas lo componen Leptis Magna, Hippo y Hadrumetom, si bien sin referencia arqueológica salvo en el primero de los tres casos. En la isla de Sicilia las fuentes literarias documentan al menos tres puntos a partir de la cita de Tucídides sobre la llegada de los griegos y el desplazamiento de los fenicios, se trata de Motya, Solunto y Palermo, de las cuales la más conocida y sin duda la más importante es Motya, donde se registra una ocupación en el siglo VIII a.C. A ello hay que añadir la ocupación de una serie de islas cercanas como Malta y Cerdeña. En esta última isla se citan Nora, Sulcis, Tharros y Caralis o Cagliari, de las cuales las dos primeras han ofrecido documentación arqueológica del siglo VIII a.C. Por último, la isla de Ibiza, que tradicionalmente se había pensado era una fundación cartaginesa, recientemente ha proporcionado materiales fenicios de inicios del siglo VII a.C. en puntos como Puig de Molins, Puig de la Vila y La Caleta. En la costa mediterránea de la Península Ibérica se localiza un último grupo de colonias entre las que las fuentes literarias citan, expresamente, Malaka, Sexi (Almuñécar) y Abdera (Adra). Arqueológicamente se han detectado en todos los puntos materiales fenicios, añadiéndose a ellos sitios como Chorreras y el Morro de Mezquitilla en la desembocadura del río Algarrobo, Toscanos en la del río Vélez, el Cerro del Villar en la del río Guadalhorce y el Cerro del Prado en la del río Guadarranque, las tres primeras en Málaga y la última en la costa mediterránea de la provincia de Cádiz. La mayor parte de estos últimos asentamientos citados, que sólo conocemos por fuentes arqueológicas, tienen su fundación a partir de mediados del siglo VIII a.C., su cenit hacia el siglo VII a.C., con la excepción de Chorreras que se abandona antes, y su desaparición en torno al 580 a.C.
MODELOS DE COLONIZACIÓN.
Uno de los problemas que hoy despierta mayor interés en la investigación reside en el hecho de contrastar los modelos y procesos seguidos por las colonizaciones fenicia y griega. Tradicionalmente se han propuesto como dos sistemas antagónicos: mercantil que tiende a agrario en el caso fenicio, y al contrario para el caso griego, con un punto de inflexión en ambos que viene a coincidir con la mitad del siglo VII a.C. El tema es especialmente interesante porque nos permite afrontar aspectos tales como los modelos de colonización, la naturaleza de las relaciones que los producen y los conflictos que en el ámbito del Mediterráneo surgen entre colonizadores, sin olvidar las relaciones que la presencia de éstos provoca en el mundo indígena y en el propio grupo colonizador. Hoy coinciden los investigadores en poner en cuestión la simplicidad con que ha sido tratada la alternativa colonizadora fenicio-griega. E. Lepore, en sus análisis sobre las primeras colonizaciones griegas del siglo VIII a.C., duda que el factor demográfico y agrario sea la única causa del proyecto. El caso de Pitecusa, demasiado alejada de los centros griegos y del Egeo y muy próxima al área etrusco-lacial de la península italiana, podría constituir un magnífico ejemplo para poner en duda el dominio exclusivo de razones demográficas en su fundación; pero del mismo modo se podría pensar si se analizara la posición de Zancle y Regio y lo que implicaría su localización para el control del estrecho de Mesina. En realidad, la vieja oposición obtenida de las fuentes entre apokía y emporio, oponiendo la colonia agraria al centro mercantil, cada vez resulta menos precisa. Otro tanto se puede indicar del modelo fenicio. Aubet ha propuesto una clasificación de los tipos de asentamientos fenicios occidentales, llegando a la conclusión de que al menos podrían sintetizarse en tres casos diferentes: el modelo de metrópolis mercantil, observable en casos como Gades, fundada en función de los recursos de la Baja Andalucía y con ánimo de controlar, en términos mercantiles, el hinterland tartésico; el modelo de Cartago, fundada como auténtica colonia, con un componente de población aristocrática y que muy pronto adquiere carácter urbano y, por último, lo que cabría definir como colonias de explotación agrícola, entre las que sitúan los casos de Toscanos y Almuñécar, en la costa andaluza, por tratarse de asentamientos dispuestos en unidades dispersas y en territorios escasamente poblados por grupos indígenas. Sin duda alguna es difícil para la investigación fijar un modelo agrario anterior o posterior a otro mercantil, pero, sobre todo, resulta complejo aceptar que sea sólo una causa la que provoque el despliegue mediterráneo de griegos y fenicios. Cada día se hace más necesario para realizar estos análisis conocer el proceso que llegó a producir la colonización y para ello es imprescindible pensar en el marco económico en que se mueve el grupo colonizador. Respecto al factor mercantil, se han desarrollado tres corrientes: de una parte, la escuela sustantivista que, con el concepto de comercio de tratado, ha establecido un modelo económico en el que es el Estado el único capacitado para fijar las reglas de intercambio, con el único objetivo de obtener los bienes de que se carece y, en consecuencia, renunciando al lucro y al beneficio. Desde su perspectiva no existe mercado, ni empresa privada, ni riesgo, ni ganancia; desde este punto de vista, el puerto de comercio es la institución por excelencia del modelo y la que articula a los mercaderes y sus actividades bajo la autoridad del Estado y su proyecto redistribuidor. Frente al sustantivismo de Polanyi o Finley, la corriente formalista defiende la viabilidad de los conceptos de la economía moderna en las sociedades antiguas, de este modo se acepta la presencia de la iniciativa privada, sin duda difícil de aislar de la pública, por el propio sistema económico, de las fluctuaciones de los precios, de los beneficios y de la especulación, en suma de los factores indicativos de actividad mercantil. Especial interés dentro de esta última corriente tiene el modelo de la diáspora comercial de Curtin, presentado con carácter atemporal y que presupone la existencia de una red de comunidades especializadas, socialmente interdependientes pero espacialmente dispersas; recuerda el caso el modelo de las etnias especializadas de Amin, que tienden en algunos casos a desarrollar un modelo de jerarquización funcional y de dependencia entre centros con la cúspide en la metrópolis, de aquí que cuando ésta entre en crisis, lo haga todo el modelo. La tercera línea, caracterizada en el materialismo italiano, del que podría ser un clásico representante Lepore, enfatiza las relaciones con los indígenas como uno de los factores más olvidados del sistema colonizador, rechazando la posibilidad de extrapolar conceptos actuales de la economía de mercado al mundo antiguo, pero también los modelos de redistribución que plantea el sustantivismo. Que el factor mercantil resulta hoy difícil de aislar como causa única de la colonización, lo prueba un rápido análisis del factor agrario. La stenochoría o falta de tierras estuvo también presente, tal y como se ha advertido, en el trasfondo de la colonización griega y la fundación de apokíai, es decir, la separación de un grupo de ciudadanos de la metrópolis en que residían, su instalación en una fundación y su independencia política y administrativa. La consecuencia directa de este proceso ha sido la definición de la chora o tierra controlada por la colonia en casos tan evidentes como Metaponte y, según algunos autores, en modelos tan mercantiles como Ampurias. En el área de la colonización fenicia, la presencia de estas zonas de tierras urbanizadas podría justificarse en casos como los centros de la Andalucía mediterránea, si bien sin olvidar su base mercantil. El debate, sin embargo, está muy vivo en casos como Gades, donde los recientes estudios de Ruiz Mata en Torre de Doña Blanca defienden la existencia de un poblado fortificado situado entre el límite de la Campiña y la Bahía y con amplias posibilidades de mostrar el ámbito territorial controlado directamente por la fundación fenicia, en tanto que desde otra perspectiva se defiende el papel de emporio para el enclave fenicio. Lo cierto es que Tiro sufrió un proceso de sobrepoblación, con déficit alimentario a consecuencia de su limitado territorio agrícola, que se hace patente no sólo por el crecimiento del asentamiento, sino por su política expansionista entre los siglos X y VIII a.C. Un caso paradigmático de análisis puede valorarse a través de la secuencia del asentamiento de Toscanos, que resumimos a continuación. El lugar se funda en un pequeño altozano entre los años 740-730 a.C. construyendo varias viviendas aisladas y de gran tamaño. Se define por su carácter marcadamente mercantil. En el desarrollo del siglo VIII a.C. se advierte un fuerte incremento demográfico y se constata un aumento del nivel de riqueza a través del sistema constructivo. ¿Se podría hablar para esta fase de una segunda oleada de colonos coincidentes con la construcción del primer sistema de fortificación? Durante la fase que marca el siglo VII a.C. se observa el momento de mayor auge económico. Se construye el llamado Gran Almacén, y surge un barrio industrial dedicado a la manufactura de objetos de cobre y hierro. El asentamiento alcanza su máxima expansión. Se calcula que hacia el 640-630 a.C. alcanza entre los 1.000 y los 1.500 habitantes y es en ese momento cuando se refuerza la fortificación con la construcción de una nueva muralla. Algo después del periodo de esplendor se inicia una crisis en el asentamiento, que termina por ser abandonado hacia el año 550 a.C. En el marco del análisis que aquí se plantea, el asentamiento constituye una clave en este debate, ya que su localización no responde a un esquema preferentemente comercial para contactar con los indígenas del entorno inmediato, pues se busca para su ubicación un territorio bastante despoblado, si bien desde él se puede acceder, aunque a cierta distancia, a los ricos núcleos indígenas de las altiplanicies granadinas. Por otra parte, se localiza el sitio en un fértil valle de tierra de aluvión, bien definido territorialmente respecto al interior y en dos momentos diferentes de su historia refuerza el sistema de fortificación propio. De forma significativa, frente a este factor agrario evidente, en las características internas de su estructura urbana priman los elementos mercantiles, con la construcción del gran almacén y la disposición del barrio metalúrgico.
PROCESO HISTÓRICO COLONIZADOR.
Como el propio concepto griego de apokía significa, en contraste con la kleroukía más tardía, la aparición de una colonia implica la segregación de un grupo de individuos de la metrópolis, pero sobre todo la pérdida de sus derechos ciudadanos por el hecho de formar parte de una nueva polis. Desde este punto de vista, las fundaciones griegas del siglo VIII a.C. no conllevan la traslación de los sistemas políticos de las metrópolis a otros territorios. El caso de Tarento puede ser significativo, por cuanto en su ordenación político-administrativa no se calcó el modelo espartano de su metrópolis fundadora; esta indiscutible independencia se deja observar también cuando se analizan los productos manufacturados presentes en las colonias, y se comprueba que la cerámica corintia aparece por igual, tal y como señala Vallet, en Megara, Naxos, Tarento, Cumas y Siracusa, es decir, en colonias fundadas por corintios o no. En realidad, los viajeros comerciantes, portadores de objetos manufacturados, fueron ajenos a las particularidades étnicas de las diferentes colonias y se inscribieron en el marco de los monopolios de corintios, focenses, milesios o atenienses según el momento histórico vivido y su área de influencia; las mismas producciones cerámicas coloniales se hicieron en función de parámetros distintos a las de las antiguas metrópolis y, así, Gela produjo una cerámica más próxima al mundo corintio que al rodio, siendo frecuente que, en muchos casos, pronto definieran sus propios estilos coloniales. En todo caso, sólo se mantuvo una débil relación con la metrópolis en el campo religioso, aunque desarrollando otras creencias propias conforme el tiempo transcurría. El caso fenicio es también complejo, pues las fuentes literarias no llegan a definir el estatus concreto de cada fundación respecto a Tiro. Ahora bien, la metrópolis, indica Aubet, cimento su política económica sobre tres ejes: su papel de intermediario entre las grandes potencias, su producción especializada de bienes de lujo y su interés por ser el principal abastecedor de metales preciosos para los imperios asiáticos; esta estructura económica, que se hizo patente, sobre todo a partir del reinado de Ithobaal I, aunque ya estuviera planteada algunos siglos antes con Hiram I, según formula la corriente formalista, fue dando paso a compañías privadas, con las que incluso pudo llegar a competir el mismo Estado, que se definieron como empresas familiares; ello pudo provocar la existencia de estas firmas en las colonias mediterráneas, que actuaron interrelacionadas con las existentes en la metrópolis, si bien en el marco especialmente óptimo para el sistema que había creado el Estado y en general el modelo de mercado. Si se siguen estos parámetros, el caso podría implicar una semidependencia de las factorías respecto al Estado, ya que, por una parte y por la tradición privada, podían actuar de forma independiente, pero, por otra, eran muy débiles a los conflictos que desde el Próximo Oriente pusieran en cuestión la estabilidad del sistema, que siempre pasaba por la metrópolis. Como ejemplos de esta situación pueden servir dos situaciones coyunturales. A mediados del siglo VII a.C., cuando Tiro fue asediada por los reyes asirios Asarhadón y Assurbanipal que redujeron al mínimo su territorio y, sobre todo, a partir del 640 a.C. en que pasa a constituirse en provincia del Imperio Asirio, se observa la expansión cartaginesa en Occidente con la fundación de Ibiza, que las fuentes históricas localizan cronológicamente en el 654 a.C. Un segundo caso se sigue cuando se produce el asedio de Tiro por Nabucodonosor en el 580 a.C. y se relaciona el hecho con el abandono o la caída del esplendor de las factorías malagueñas. Cartago es especialmente interesante como caso a estudiar, porque, heredera de Tiro a partir del siglo VI a.C., terminará por convertirse en potencia militar del occidente mediterráneo. En términos generales, el ser un centro relativamente independiente desde su fundación, a lo que no es ajeno su carácter de fundación aristocrática, le llevo a definir ciertos factores políticos y culturales de modo muy diferente a como se expresaban en Tiro: su marcado militarismo y, en otro nivel, la presencia de los tofets, un recinto perfectamente delimitado donde se depositaban las urnas de los sacrificios humanos, generalmente niños y animales. Lo interesante del caso es que el tofet, que se documenta también en las fundaciones del Mediterráneo central, como en Motya en Sicilia o Sulcis en Cerdeña, se basa en un tipo de sacrificio infantil, el sacrificio molk, conocido de antiguo en el Próximo Oriente, pero que, sin embargo, sólo llegó a adquirir su forma de representación espacial a partir de Cartago, de aquí que sea indicio de su área de influencia, ya que no se constata ni en el territorio de la metrópolis, ni en las fundaciones del extremo occidente; también el tofet es un factor cultural que sólo se hace presente cuando la fundación adquiere visos de colonia urbana, por lo que es un elemento vinculado a las oligarquías coloniales de los asentamientos fenicios. Hay que constatar que los sacrificios de la primera etapa del tofet de Cartago sólo se practican entre los colonos aristocráticos, es decir, entre el sector más directamente ligado al Estado. Cartago, tal y como se perfila en la estrategia mercantil de Tiro, pudo ser entendida desde su fundación más como centro político que como sitio comercial, porque su función parece pensada para frenar el desarrollo del comercio griego; de hecho, en Cartago, hay más preocupación por la problemática agraria que por la estrictamente comercial. Históricamente, hacia fines del siglo VIII a.C., el asentamiento ya estaba en condiciones de ser un gran centro urbano. Hacia mediados del siglo VII a.C., coincidiendo con el refuerzo político de Cartago, se produce el desarrollo de la llamada segunda oleada de la colonización griega occidental. Se trata de la fase reconocida tradicionalmente, desde el lado griego, como la más mercantil y, en efecto, hay un cambio significativo en ella, si nos atenemos a la actuación de algunas metrópolis. Es el caso de los milesios y sus fundaciones del mar Negro que, a diferencia de la relación de independencia que hasta ese momento había existido entre metrópolis y colonia, ahora hacen que las nuevas fundaciones saquen al mercado los productos manufacturados por Mileto. Un caso especial es el que protagonizan los focenses, porque tanto las legendarias relaciones con el tartesio Argantonios, hoy refrendadas por los hallazgos de cerámica griega en Huelva, como la fundación de Massalia implican la búsqueda de un punto de comercio en el extremo occidental mediterráneo. No obstante el carácter mercantil del primer proyecto focense, el caso se complicó cuando se produjo la caída de la metrópolis algún tiempo después, a consecuencia de la presión persa; ello motivó un desplazamiento demográfico muy fuerte, primero hacia Massalia y después del rechazo de ésta, sucesivamente a Alalia en Córcega y a Elea en la costa tirrénica italiana. Los efectos de esta expansión focense hacia Occidente se dejan sentir primero en una confrontación comercial y después en el enfrentamiento militar contra los cartagineses en la batalla de Alalia. En realidad, en ese momento se abre un proceso competitivo de control de áreas de influencia política, del que son buenos ejemplos los sucesivos tratados firmados ya no por los griegos, sino por su sucesora Roma y por Cartago en el año 509, es decir, escasamente tres décadas después de la victoria pírrica de los focenses en Alalia, en el 348 a.C., donde de nuevo parecen determinarse las áreas de intervención de cada potencia y, por fin, en una nueva y doble confrontación militar: las Guerras Púnicas.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DEL MEDITERRÁNEO.
Con demasiada frecuencia la Arqueología ha practicado fórmulas excesivamente simples de identificación entre distribuciones de un determinado tipo de cerámica o de rito de enterramiento y la definición étnica del grupo social en el que se registra. En el peor de los casos, esta identificación se ha practicado exclusivamente sobre rasgos físicos paleoantropológicos, es decir, por diferencias raciales. En la mayor parte de los casos se ha terminado por igualar estos grupos étnicos culturales o raciales con unidades políticas, desvirtuando hasta niveles estereotipados la realidad histórica. Los recientes análisis de la Arqueología y los menos recientes de la Antropología, han puesto en cuestión estos conceptos al mostrar la complejidad de las estructuras culturales por una parte, y al romper la identificación entre etnias y estructuras políticas, por otra. L. F. Bate ha resaltado en sus últimos trabajos que la etnia es un producto histórico, muy alejado de las rígidas lecturas exclusivamente raciales, que puede sobrevivir al modelo político en que se construyó, pero además que es una estructura viva, y en consecuencia cambiante, por su interacción con cada nueva situación histórica. Por otra parte y en el marco de la estructura cultural, la etnicidad se articula en diferentes escalas a la hora de compartir factores culturales y de disponerse especialmente, lo que implica que un Estado o entidad política puede comprender varias culturas y viceversa. La península italiana se ha ordenado en razón a la cultura material mueble e inmueble en una serie de grandes áreas. En atención al rito de enterramiento, que ha jugado un enorme papel en la división cultural de la arqueología tradicional, todo el norte italiano (grupo de Golasecca al oeste y Paleovéneto o Este al este), así como el área protovillanoviana que ocupa la Toscana y el Lacio, se incluyen dentro de los ritos de cremación en urna; mientras que el resto, es decir, las áreas centro-oriental y meridional, se inscribe en la región de los ritos de inhumación. A partir de esta primera diferencia señalada en la zona de tradición crematoria, desde inicios del siglo IX, el Lacio realiza un rápido cambio hacia la inhumación, definiendo así la cultura Lacial, en tanto la Toscana produce un complejo proceso de cambio en el mismo sentido que se alargará hasta la época etrusca en el siglo VII a.C., definiendo el área de la cultura Villanoviana primero y Etrusca después. Ateniéndose a factores lingüísticos y a la documentación histórica literaria al mismo tiempo que a las referencias del ritual de enterramiento, la zona de predominio de la inhumación ha sido ocupada por la cultura medio-adriática o Picena, correspondiente al mundo lingüístico osco-umbro, y que se localiza en paralelo pero al este de la cultura Villanoviana y Lacial; al sur de aquélla y ocupando toda la Apulia, en la vertiente suradriática de la península italiana, se define la cultura Japigia, que cubre a los pueblos históricos daunios, peucezios y mesápicos. Por último, desde la Campania a Calabria se dispone la Cultura de las Tumbas de Fosas, que incluye a pueblos históricos como los enotrios, en el ámbito de la costa del mar Jónico. En la Península Ibérica se definen dos amplias zonas, en función no tanto del ritual de incineración como de la influencia europea o mediterránea. El primer núcleo se extiende ya desde la misma costa suroriental francesa hasta alcanzar la provincia de Castellón y asciende aguas arriba del río Ebro hasta alcanzar puntos como Cortes de Navarra; no obstante, el factor mediterráneo se deja sentir en la zona a partir del siglo VII a.C., como lo muestran los asentamientos de Vinarraguell en Castellón y, en menor medida, Isla d'en Reixac en Gerona. Esta área de fuerte tradición de los Campos de Urnas agrupa, según las fuentes históricas escritas, un conglomerado de pueblos que la arqueología por el momento no ha podido aislar culturalmente. En cambio, el proceso se muestra más claro en el área cultural del sur peninsular. El primer foco de interés se detecta, ya desde los primeros siglos del milenio, en el llamado Bronce Final del Suroeste o de las Estelas, que agrupa un ámbito territorial desde el sur de Portugal a Extremadura por el norte o el Bajo Guadalquivir por el oeste. Se trata de un área estratégica tanto por ser el punto de unión de las rutas atlánticas marítimas y terrestres con las mediterráneas a través del estrecho de Gibraltar, como por sus propias riquezas mineras. El mejor referente de su cultura material lo ofrece el ejemplo del depósito de la ría de Huelva, seguramente un cargamento hundido de armas de bronce amortizadas para ser recicladas, resultado de la mezcla de estilos atlánticos y mediterráneos en sus productos de bronce (espadas de lengua de carpa, de hoja pistiliforme, de lengüeta calada, hachas de talón y anillas, de apéndices, escudos de escotadura en «V», fíbulas de codo, etc.). El paso del Bronce del Suroeste al periodo del Hierro tartésico se produjo desde el momento en que se dejó sentir el peso de los primeros productos orientalizantes, pero el área tartésica, que en alguna ocasión la historia literaria ha llevado hasta la costa levantina, es asimismo un conglomerado de pueblos. De todos ellos, en los últimos tiempos se han comenzado a aislar el mastieno, que se localiza a partir del Alto Guadalquivir y hasta la zona murciano-alicantina, en función de las excavaciones de Los Saladares, Peña Negra y Monastil en la provincia de Alicante. En el plano de los rituales de enterramiento, el área franco-catalana asume las tradiciones de la cremación de los Campos de Urnas centroeuropeos, en tanto que el área tartesio-mastiena sigue un complejo proceso, semejante al de la Toscana pero en sentido contrario, aunque con amplios vacíos de información que hacen difícil cualquier generalización del hecho; así, durante el siglo VII a.C., la práctica de la inhumación convive con la cremación en asentamientos como Setefilla en Sevilla, o domina en casos como Cerrillo Blanco en Porcuna; en cambio, en el área mastiena la incineración se documenta como forma dominante en Peña Negra durante los siglos VII y VI a.C. La península Itálica muestra, desde la mitad del siglo V a.C., cambios significativos en la distribución étnica conocida en la etapa anterior. En el norte, las fuentes hablan de los galos, Senones y Boios, que se adentran hasta territorio piceno en el centro de Italia y que, a principios del siglo IV a.C., llegaron a asediar a la misma Roma. Hacia el sur, el caso es más complejo porque conlleva una auténtica reestructuración de las viejas etnias. Para ello hay que valorar una serie de cuestiones: de una parte, la destrucción de la colonia griega de Síbaris, que era pieza clave en la conexión del este y el oeste del sur de Italia, así como la incapacidad del resto de las ciudades griegas para ocupar su papel, lo cual contribuyó a dejar un vacío en la estructura del territorio hasta entonces ordenado por las funciones económicas y políticas de los griegos. De otra parte, hay que añadir la crisis etrusca, que llevó consigo el abandono de la Campania. Desde el punto de vista de las etnias indígenas locales, éstas habían conseguido en ese momento un cierto grado de poder económico y control político al que se sumó la presión demográfica de los grupos itálicos del centro de la península que, como los samnitas, se hicieron cada vez más presentes en la sociedad daunia y lucana, primero como mercenarios y después formando parte de la propia elite dominante; así lo muestra el enterramiento de la necrópolis lucana de Atella, en la que se sigue un rito de deposición en el que el cuerpo se presenta en posición extendida y boca arriba, al modo tradicional samnita. En general, el periodo abierto a partir de fines del siglo V a.C. recompone el panorama étnico fortaleciendo las etnias lucana y daunia, ahora con un fuerte componente samnita, al tiempo que se definen otras nuevas como los bretios, antigua población dependiente de los lucanos y localizados en Calabria. En la Península Ibérica la decadencia tartésica, que se documenta a fines del siglo VI a.C., coincide con cierto desarrollo de la Alta Andalucía y, en general, de todo el sudeste, es decir, de la vieja etnia periférica mastiena, que define en términos culturales el paso al Ibérico Pleno en su fase más antigua (en esta área, el Ibérico Antiguo se identifica con el orientalizante reciente o con el Tartésico Final del siglo VI a.C. en la Baja Andalucía). Coincide además este hecho con cierto auge del comercio ampuritano, que está llegando de forma evidente a toda el área levantina y con algunos límites a la Alta Andalucía, lo que se documenta por la presencia en muchos asentamientos de la copa jonia B-2 o por algunos elementos estilísticos que se siguen tanto en la escultura de Elche como en el conjunto escultórico de Porcuna. En la segunda mitad del siglo IV a.C. se observan síntomas de crisis semejantes a los que se indicaban en Italia, permitiendo el desarrollo de un nuevo mapa étnico, que conocieron romanos y cartagineses durante la segunda guerra púnica, a fines del siglo III a.C.; en él, donde anteriormente se localizaban los viejos tartesios se reconocen ahora los turdetanos y túrdulos, y en el territorio mastieno, los contestanos y bastetanos. Otros grupos, como los oretanos ceñidos a la Meseta durante la etapa anterior, ahora se distribuyen por el Alto Guadalquivir, con capital en Cástulo. Hacia el norte se dibuja un área de etnias ibéricas entre el Júcar y el Ebro, como los edetanos, los ilercavones o los ilergetes con características propias a partir de la reordenación étnica de los siglos IV y III a.C., incluso en la decoración cerámica, tal y como lo muestra el estilo figurado narrativo de la cerámica de la edetana Liria en contraposición al estilo simbólico figurado de Elche-Archena de los contestanos, o al de tradición geométrica del resto de los casos citados. Por último, más hacia el norte se abre un área ibérico-languedociense, con una definición muy particular en su cultura material, al presentar tipos cerámicos propios, como las producciones de cerámica gris o de pintura blanca y modelos de poblamiento diferentes como los de los laietanos, indiketes, sordos y elisices entre otros.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DE LA EUROPA TEMPLADA.
Poco se puede matizar sobre la conformación étnica de las comunidades de Europa continental, que conformaron a partir del 1300 a.C. la cultura de Hallsttat y que Reinecke dividió en cuatro etapas, dos que cubren en el Bronce Final (A y B) y dos la Primera Edad del Hierro (C y D). Se fundamentó la cultura hallsttática en varios elementos de su cultura material, los enterramientos de incineración, llamados campos de urnas y la producción cerámica donde destacaban los recipientes con un alto cuello cilíndrico. De entre la producción metalúrgica en bronce se deben citar armas, como las espadas tipo Erbenheim o Hemigkofen, con sus clásicas hojas con formas foliáceas con el final ensanchado, que en el Hallsttat C fueron sustituidas por los tipos Mindelheim, con pomos en forma de sombrero, y las tipo Gündlingen, algo más cortas y ya en bronce o hierro; también los puñales de Hallsttat D, que sustituyeron a las espadas en un momento posterior, las hachas de aletas, las fíbulas, las agujas, y recipientes como las sítulas, primero lisas y después con decoración repujada. No obstante esta primera lectura global, la investigación ha comenzado a encontrar matices que permitirán poco a poco incidir en la diferencia regional, aunque hasta el momento ésta se ha limitado a los elementos de la cultura material y no a otros factores como el poblamiento y su asociación a la diversidad ritual en el enterramiento; en esta línea comienzan a definirse grupos como el de Lausitz (Lusacia) al sur de Polonia y este de Alemania, hoy perfectamente diferenciado del grupo Hallsttat. En otros casos, las diferencias regionales se han practicado exclusivamente a partir de la cultura material mueble de su tradición cultural anterior; éste es el caso del sur de Inglaterra y noroeste de Francia, que partía del Bronce Final Atlántico y mostraba significativas diferencias en sus tipos metalúrgicos locales, como el hacha de cubo y la asunción matizada del armamento hallsttático (se tomó el escudo o la espada, pero no la armadura). De aquí que, en Gran Bretaña al menos, el periodo se haya secuenciado en las fases Taunton-Penard-Wilburton-Ewart Park hasta alcanzar el Hierro Antiguo, hacia el 700 a.C. Un tercer caso es el área no hallsttática de la zona occidental de la Península Ibérica, con grupos como el de Cogotas I, muy arraigados en la tradición anterior de la Edad del Bronce. En otras zonas como el área de las sítulas decoradas comprendida entre Hungría, Austria, Eslovenia y norte de Italia, el contenedor de bronce convertido en fósil-guía será lo que dé nombre al grupo. Por último, en algún caso como el área sur de la actual Yugoslavia, han sido los enterramientos de incineración bajo túmulo los elementos definidores del área cultural. Excluidas estas zonas periféricas, el grupo hallsttático propiamente dicho ha tenido una de sus más interesantes ordenaciones, desde el punto de vista regional, en el trabajo de P. Brum, que ha utilizado para ello una matriz al modo en que lo planteaba J. D. Clarke, es decir, un dendrograma que ordena una amplia información cultural desde varias escalas de asociación; o bien a partir de un número limitado de componentes culturales asociados, que correspondería a los tecnocomplejos socioeconómicos caracterizados en amplias unidades regionales, o bien áreas más reducidas, que comparten más elementos culturales y que son definidas por el concepto de cultura, pasando por una escala intermedia que se define en los grupos culturales. En el primer nivel, Brum ha establecido dos grandes tecnocomplejos: uno, definido como nor-alpino o hallsttático, y otro, como atlántico. Aun cuando no aparece definido, ha de pensarse en la existencia de un tercero, sur-alpino o mediterráneo de tradición de campos de urnas, compuesto por las culturas de Golasseca, Franco-catalana, Este o Paleovéneta y sur de Yugoslavia. En el nor-alpino incluye dos amplios grupos culturales, uno oriental y otro occidental, correspondiendo al primero, al sur, la Cultura de la Cerámica Grabada-estampillada o de la Baja Austria-Baviera y, al norte, la de Bohemia-Palatinado. En el grupo occidental, sitúa al sur la Cultura del Jura y al norte la del Marne-Mosela, que incluyen a su vez unidades como la de Aisne-Marne, Hunsrück-Eifel o Berry (esta última con problemas de definición). Sobre esta clasificación, Brum establece un doble concepto, que convendrá valorar críticamente en su momento: de una parte, la identificación de las culturas con unidades políticas que él llama principados, y de otra, su teoría del proceso de desplazamiento del predominio político cultural en el seno del tecnocomplejo socio económico, que interpreta en función de un análisis centro-periferia, de tal modo que durante el Hallsttat C, ya en la Edad del Hierro, los centros dominantes serán los orientales (Hallsttat, Sticna, etc.), para pasar este papel dominante, con el Hallsttat D, a ser una característica de la Cultura del Jura (Heuneburg, Vix, etc.), quizá como consecuencia de la fundación de Massalia y la consiguiente apertura de las rutas mercantiles a través de los ríos franceses. Por último, durante La Tene A, es decir, ya en el siglo V a.C., se produciría un deslizamiento del predominio económico-cultural hacia la periferia norte, es decir, hacia las Culturas de Bohemia y Marne-Mosela. Dos corrientes han acabado por sintetizar hoy las diferentes hipótesis que se han desarrollado sobre el origen y constitución de los celtas. Ambas posiciones retoman el viejo debate difusionismo-evolucionismo, si bien exponiéndolo bajo fórmulas más sofisticadas. La tradición difusionista ha olvidado, con el paso del tiempo, el concepto de oleada, para acabar ajustándose al de celticidad acumulativa que hiciera C. Hawkes, por el cual ya no es una continua invasión de pueblos celtas lo que justificaría la extensión de la cultura material de La Tène; no se discute, sin embargo, la existencia del núcleo céltico originario, que se define en los territorios centroeuropeos del modelo de poblamiento de los oppida. Recientemente C. Renfrew, desde una perspectiva neofuncionalista, se ha convertido en abanderado de la primitiva posición evolucionista al fijar el concepto de celticidad acumulativa recíproca, por el que ya no existe un eterno núcleo céltico donante y diferentes núcleos receptores, sino una área muy amplia, que va desde la Europa del Norte, incluidas las islas Británicas, a los Alpes y desde Francia occidental a Checoslovaquia, donde se produce una continua interacción entre grupos para construir, en el siglo V a.C., lo que hoy se reconoce como Cultura Céltica. Para fundamentar esta hipótesis, Renfrew establece dos principios: de una parte, que la lengua es el elemento básico en la definición de un pueblo y ello no tiene por qué ser equiparable a la cultura, el arte o las costumbres (en este caso los celtas encuentran su definición étnica en la lengua indoeuropea), y de otra, que para encontrar la presencia del indoeuropeo hay que retrotraer el punto de arranque del pueblo celta al 4000 a.C. con la llegada a la Europa templada de los primeros agricultores y pastores. Esta lectura no cierra la posibilidad de la difusión, ya que reconoce que las áreas célticas del sur de Europa, excluidas de este largo proceso formativo, sí pudieron ser efecto de invasiones, tal y como apuntan las fuentes para el norte de Italia, la España atlántica y Portugal. No obstante, el debate propuesto para la identificación cultural de los celtas se continúa haciendo a través de la cultura de La Tène y aunque la primera reflexión ponga en cuestión este hecho, destacamos aquí sus rasgos más característicos en el campo de la cultura material, aunque sólo tenga el valor de definir a los celtas centroeuropeos. La cultura de La Tène implica en el campo de la cerámica un hecho tan fundamental como es la aparición de la producción a torno, que ya comenzó a constatarse en los asentamientos del último Hallsttat, pero restringida en su distribución a los núcleos destacados del poblamiento, como Heuneburg o Mont-Lassois. Entre los elementos más característicos de esta producción hay que destacar que la introducción del torno fija una serie de formas muy presentes en el Hallsttat D, así cabe valorar los tipos reconocidos en el grupo que Hunsrück-Eifel y en Europa central, los jarros llamados Linsenflaschen, que en Baviera aparecen decorados con animales y presentan una forma de botella con el cuerpo achatado y un largo y estrecho cuello, y los cuencos tipo Braubach, con perfil en S y un baquetón en la inflexión del cuerpo. En la fase de los oppida, son producciones cerámicas características los recipientes de cocina tipo Graphiltonkeramik, pero sobre todo las cerámicas pintadas en rojo y blanco con motivos geométricos que, en algunas áreas como en la Francia central, muestran figuras estilizadas de animales. En cuanto a los estilos decorativos de la metalurgia, que como las fíbulas y las espadas han tenido amplios estudios tipológicos, ha de señalarse que durante toda la secuencia de La Tène existen al menos tres estilos: el primero ligado al siglo V a.C. y reconocido como orientalizante, representado en el cuenco de oro de Schwarzembach, en el que los motivos mediterráneos son interpretados por el artesano indígena creando un friso de flores de loto y palmetas; el segundo se documenta hacia el siglo IV a.C., se trata del estilo céltico reconocido en la tumba Waldalgeshein, que hizo hablar, en algún momento, del maestro de esta localidad y aunque hoy está descartada esta idea, ha de reconocerse la existencia de una escuela de decoración que juega con dibujos relacionados con el motivo mediterráneo de la vid, entrelazando sus tallos en formas simétricas o asimétricas; por último, debe citarse el grupo de estilos tardíos que se reconocen a partir del siglo III a.C. y son: el plástico, para la decoración tridimensional de los torques, y el de las espadas, para las superficies planas; ambos tienden a una estilización de los motivos anteriores. Espadas y fíbulas, entre otros elementos de la cultura material, jugarán un importante papel en la definición cultural de los celtas, pero este proceso que se sigue muy bien en las fíbulas de La Tène B, tipo Münsingen (caracterizadas por presentar una roseta decorada al estilo Waldalgeshein), que se extienden desde Checoslovaquia a Suiza, sin embargo la tendencia se quiebra a partir del final de la fase citada por el desarrollo de tipos locales que producen una cierta regionalización, manteniéndose en todo caso el horizonte cultural general en objetos más prestigiosos, como las espadas. Otro nivel cultural es el de los ritos de enterramiento, que se define por la sustitución del rito de inhumación, que domina en el siglo IV a.C., por el de incineración, que acaba imponiéndose durante el periodo de La Tène C. No obstante, sobre esta base de síntesis intervienen particularidades locales; así, durante los siglos IV y III a.C. no se documentan enterramientos en la zona de Hunsrück-Eifel, pero a partir de mediados de La Tène C, mientras en términos generales en Europa decae el interés por los ricos ajuares depositados en los enterramientos, en la zona de Hunsrück-Eifel renacen estos conceptos rituales, al igual que en las islas Británicas, con la aparición de las tumbas con carro.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DE LA EUROPA ORIENTAL.
Sin duda alguna, uno de los ejes culturales más significativos del milenio se conformó al norte del mar Negro y en el curso bajo del Danubio, algo más al oeste. Se trata de los pueblos que conoció Heródoto y que la tradición historiográfica ha definido como escitas, cimerios y tracios. Sobre los primeros, tanto M. Gimbutas como Chelov, defienden un modelo difusionista e invasionista y para ello se remiten a un componente étnico diferente, según se trate de los pueblos agricultores del Dniéper, que Heródoto llamara escitas agricultores o de los escitas reales o nómadas. La investigadora alemana caracteriza al substrato étnico como proto-eslavo y lo identifica arqueológicamente con la Cultura de Chernoles, con un ritual de enterramiento que mezclaba incineración e inhumación, si bien considera que a partir del siglo V a.C. han sufrido una fuerte influencia cultural que termina por hacerlos partícipes de la Cultura Escita. Hacia el oeste, en el actual territorio de Bulgaria y Rumanía, los tracios debieron sufrir una constante presión escita, y si se acepta la idea de la invasión de este pueblo sobre los territorios del mar del Norte, debieron de soportar durante el Hierro Antiguo la presencia de los cimerios desplazados de aquella zona. Es, sin embargo, un aspecto poco conocido y bien pudiera ser efecto de una tradición historiográfica más que de un hecho histórico comprobado. Lo mismo se indica para los pueblos ilirios de la Dalmacia, donde destacan entre otros lebúrneos y yácigos y se destaca, en este caso, la continua presión tracia. De todas las etnias conocidas en esta parte del mundo, el caso que interesa valorar con más detalle, por lo que tiene de novedad respecto a Europa occidental, es el mundo de los pueblos de las estepas, que ha constituido un mito en la tradición difusionista desde el mismo Neolítico. Recientemente Martynov, en oposición al eurocentrismo, ha propuesto un modelo étnico diferente al tradicional que siempre ha tratado de situar en algunos de los modelos occidentales el complicado poblamiento de las estepas euroasiáticas. Martynov ha definido a este conjunto de pueblos como un macrosistema articulado, caracterizado por el éxito de una forma de economía particular. Este modelo escita-siberiano tiene su origen en el sistema económico basado en la cría de ganado sedentaria, del tipo documentado en la cultura de Andronovo, localizada cronológicamente en el Bronce de las estepas durante el segundo milenio; el investigador defiende que a partir del primer milenio a.C., y en tanto se consolida el modelo nómada, se produce la tendencia a la formación de culturas locales, si bien con rasgos comunes como los primeros complejos funerarios de tipo Arzhan o la estatuaria en piedra que caracteriza este mundo entre el Danubio y Asia central. A partir del siglo VI a.C. se considera completamente caracterizado el modelo por la articulación regional de las culturas locales, con elementos comunes como la semejanza de los sistemas socioeconómicos y los continuos contactos entre unos grupos y otros debidos a su alta movilidad; pero, a la vez, el modelo produce una ausencia de comunidad étnica y lingüística por efecto de la composición pluriétnica de la población. Entre los distintos grupos, Martynov cita como los más representativos los escitas, al norte del mar Negro, los sármatas, situados más al oeste de las estepas, sobre el Caspio, y al sureste de éstos los saces. En Asia central los grupos del Alto Altaï, los tagaros y el grupo de Tuva y, por último, en el extremo oriente los ordos. Para otros autores, como V. M. Masson, el conjunto euroasiático responde a dos grandes grupos culturales caracterizados en los escitas y los saces, si bien entendido este último grupo desde una perspectiva cultural amplia.
Según el historiador romano Veleio Patérculo, Gades fue fundada por los fenicios ochenta años después de la caída de Troya, es decir, hacia el 1104 a.C. El hecho que, como otras acciones históricas significativas, marca el inicio de una nueva etapa, el primer milenio a.C., servirá de excusa aquí para valorar una doble cuestión conceptual de capital interés. La fundación de un asentamiento colonial, aunque sea con carácter más o menos permanente, siempre implica la presencia de una nueva población que entra en contacto con la base étnica residente en el área. En la visión arqueológica que ha caracterizado la investigación en gran parte del siglo XX, primar este efecto, como punto de partida para cualquier innovación tecnológica o cultural, ha recibido el nombre de difusionismo. El concepto nació en oposición a la tradición evolucionista, caracterizadora del trabajo arqueológico en el siglo anterior, que destacaba el desarrollo de cada grupo en un modelo secuencial prefijado que avanzaba desde el salvajismo a la civilización. En realidad, salvo este principio señalado, el modelo difusionista no ha sido sustancialmente distinto a las lecturas evolucionistas decimonónicas: ambas respetaban un modelo unilineal hacia el progreso y la civilización y mantenían la perspectiva historicista al plantear que el sujeto de la Historia había sido siempre las etnias o las nacionalidades, olvidando la existencia de los conflictos internos dentro de cada comunidad. En todo caso, la diferencia que distingue a evolucionistas y difusionistas hay que situarla en la contextualización histórica en que se produjo el debate entre ambas corrientes. Si rastreamos el origen del difusionismo, a fines del siglo XIX, cuando el neoimperialismo repartía los mercados afroasiáticos de materias primas entre las grandes potencias, se comprenderá el interés por la temática colonizadora y se justificará que, ideológicamente, se produjera la imagen del colonizador paternalista y bienhechor y, consecuentemente, la del indígena salvaje e infantil. La crisis de la Arqueología tradicional a fines de la década de los años sesenta y su reconstrucción bajo planteamientos funcionalistas, que ya no tenían tanto interés en el proceso histórico, y por ende en el tiempo, terminó por producir una dura crítica a los planteamientos difusionistas dominantes y a sus excesos. La Nueva Arqueología ha estado más preocupada por describir los sistemas de comportamiento en una sociedad que por conocer cuál era el origen de cada situación. Este planteamiento ha generado una cierta revitalización de las lecturas evolucionistas, si bien éstas se han hecho para construir las leyes de rango medio, como gustan decir los neopositivistas, que han caracterizado de forma atemporal el desarrollo de una sociedad y en general al ser humano, todo ello desde perspectivas no unilineales y mucho menos utópicas. De todos modos, el hecho colonizador es empíricamente contrastable y la crítica al difusionismo no pone en cuestión la existencia del contacto, sino su tratamiento. Por esta razón se hace conveniente valorar al menos dos consideraciones: El contacto entre colonizador e indígena colonizado no se expresa siempre desde una lectura unívoca, en la que el primero es factor de civilización, y el segundo el elemento cambiante y receptor del proceso; por el contrario, el contacto se enmarca en una serie muy compleja de conceptos (aculturación, interacción, intervencionismo, etc.) que van desde el encuentro esporádico y pacífico al permanente y violento de la conquista. Paralelamente, el hecho se localiza en una amplia gama de escalas que se localizan desde el punto de encuentro de un intercambio al marco macroeconómico y político que lo posibilita. El contacto entre colonizador e indígena no expresa cultural y económicamente un factor desintegrador de conflictos, existentes tanto en el seno de la sociedad indígena como en el de la colonizadora; en todo caso, este hecho activa otros factores o modifica determinadas situaciones internas, hasta hacer evidente que la nueva situación tiene diversas maneras de ser vivida culturalmente y diferentes efectos económicos. En otro marco conceptual y metodológico, la cita de la fundación de Gades permite plantear otro problema de gran interés, cual es la articulación entre Arqueología e Historia (valorada desde el documento escrito). Nunca, en toda la historia de la investigación arqueológica de Cádiz, se han registrado materiales u otros documentos que puedan adscribirse a una cronología fenicia tan alta como la que expresan las fuentes históricas escritas. La arqueología gaditana, como la practicada en otros asentamientos fenicios también valorados por las fuentes escritas como de alta cronología, tal es el caso de Utica, Cartago u otros puntos mediterráneos, ofrece como datación más alta para sus materiales más antiguos estratificados el siglo VIII a.C. Este hecho demuestra hasta qué punto en ocasiones la investigación histórica puede presentarse de modo contradictorio entre diversas disciplinas. Sin duda alguna la información arqueológica cuenta con un componente empírico de mayor posibilidad de contraste que el documento histórico escrito; sin embargo, este hecho no debe ser definitivo en la elección de una posición u otra. En el caso de la Arqueología ha de reconocerse en muchas ocasiones la dificultad que supone la fijación de una cronología absoluta, y la debilidad metodológica que existe para establecer las cadenas que permitan ordenar las cronologías relativas; asimismo, nunca ha de olvidarse la incapacidad de determinadas metodologías y técnicas de excavación para obtener todo el registro arqueológico; desde el punto de vista del documento escrito, la ausencia de la crítica del texto es demasiado frecuente en la investigación y no ha de olvidarse que existe un condicionante cultural y económico que siempre está presente en el momento de su elaboración. Por efecto de la contradicción interdisciplinar expresada, la investigación de la arqueología fenicia ha planteado una doble alternativa para la explicación del caso. Una corriente, representada en investigadores como Aubet, ha asumido la información arqueológica como la determinante en la valoración científica de la colonización. Para ellos la documentación histórica de Veleio Patérculo, que seguirán reproduciendo otros muchos historiadores romanos, no es fiable, por proceder seguramente de Timeo de Tauromenia, dada la falta de rigurosidad de este último autor; además, analizada contextualmente la información, se observa, en términos generales, la confusión de las fuentes helenísticas sobre la colonización fenicia, así como la asunción de los poemas homéricos como fuente histórica segura. En el caso de Cádiz se reconoce, además, una corriente muy al gusto de la época en que se elaboraron los textos y que tiende a ennoblecer el origen de las grandes ciudades vinculándolas a legendarios personajes; éste pudo ser el caso de la leyenda de la fundación, propiciada en el siglo IV a.C., que unía a través de un viaje los destinos de los Heracleidas y de la ciudad fenicia, obligando con ello a llevar el origen de la ciudad a un momento próximo, cronológicamente, a la guerra de Troya, dado que el citado viaje se produjo al terminar aquélla. Todos estos factores, localizados en la difícil frontera que separa en tiempos antiguos lo mítico de la realidad, terminaron por definir el hecho histórico de la fundación de la ciudad en una fecha muy anterior al momento real de su origen. Como alternativa al rechazo de las fuentes históricas escritas, se ha creado el concepto de Precolonización, a partir de los trabajos de autores como Bisi o Moscati. Se trata de definir con ello la existencia de un proceso que se piensa característico de la etapa anterior a la colonización y que destaca por la existencia y el desarrollo de actividades de intercambio en puntos sin asentamientos estables; ello, además, sin la voluntad precisa de ofrecer presencia étnica, es decir, de constituir colonias con fines comerciales o demográficos. En general, los defensores de esta hipótesis alternativa, tras valorar los materiales que podrían justificar la existencia de esta fase precolonizadora, defienden localizar este periodo precolonial asociado a un ambiente indígena protorientalizante en los siglos X y IX a.C. Existen, incluso, investigadores partidarios de ampliar esta secuencia hasta hacerla coincidir con la propuesta documentada en las fuentes históricas escritas. Los materiales arqueológicos a que se ha hecho referencia en un momento anterior del texto y que justifican esta hipótesis alternativa, según Aubet, se pueden dividir en tres niveles: Materiales que se adscriben tipológica y estilísticamente a fines del segundo milenio a.C., como el grupo de marfiles decorados con técnica de incisión localizados en Carmona (Sevilla) y la estatuilla de bronce de Selinunte (Sicilia). Materiales que se adscriben de forma directa, por tipología y estilo, a los primeros siglos del primer milenio, caso de la estela de Nora en Cerdeña. Materiales de fabricación indígena pero de influencia oriental, estratificados en algunos casos durante los primeros siglos del primer milenio a.C. Se trata de ciertos tipos de escarabeos, fíbulas y jarros de cerámica procedentes de yacimientos de Sicilia, cerámica de producción a mano y decorada con pintura de tipo Carambolo, fíbulas de codo, estelas decoradas, escudos con escotadura en forma de «V», o elementos singulares como el cuenco de bronce de Berzocana (Cáceres) y el yelmo metálico de la ría de Huelva; todos los casos reseñados se localizan en el sudoeste de la Península. En general, todos los elementos citados salvo la estela de Nora plantean complejos problemas, ya que en ningún caso se tienen datos firmes de su procedencia y nunca se valora la continuidad del estilo en épocas posteriores e incluso, en algún caso, su amortización tal y como muestra la necrópolis de Almuñécar. El caso de Nora, por su parte, ofrece una cronología tardía, muy próxima a las primeras fundaciones con registro arqueológico contrastable. En el tercer grupo de materiales, definidos como indígenas pero de carácter cultural protorientalizante, es difícil por el momento fijar su cronología exacta, pero aun cuando pudieran fecharse en etapas tan antiguas, no se tienen en cuenta los procesos internos de desarrollo o la escala de contactos en toda su magnitud y que no excluye la inclusión de alguna zona, como es el caso del sudoeste, en el ámbito de las rutas económico-culturales atlánticas.
FASES Y ORIGEN DE LAS FUNDACIONES.
El proceso de colonización que se define arqueológicamente a partir del siglo VIII a.C. y que tiene como marco todo el mar Mediterráneo, se produce en el campo de actividades de dos diferentes pueblos: griegos y fenicios, en áreas diferentes de influencia y posiblemente con modelos de colonización también distintos. Tradicionalmente se ha defendido que el límite de influencia griega se dibuja en una línea de frontera que, tras ocupar el mar Negro y tocar el norte de Africa en Egipto y Libia, transcurre por el sur de la península Itálica, Sicilia y, desde allí, continúa por el continente europeo, extendiéndose por el sur de Francia y Cataluña, aunque en estos dos últimos casos ya en un momento avanzado del proceso. Más difícil resulta hoy confirmar la presencia griega en el resto de la Península Ibérica, aunque no de sus productos, ya que colonias citadas en las fuentes escritas como Hemeroskopeion o Mainake no han podido ser contrastadas por la investigación arqueológica sus supuestos puntos de localización. Del mismo modo que es posible distinguir geográficamente el ámbito griego, el área fenicia se extiende por el norte de Africa, Sicilia, Cerdeña, Ibiza y el sur de la Península Ibérica, con puntos hacia el norte dentro de este último territorio como el área alicantina y más recientemente, aunque con un carácter menos permanente y por ello consolidado, en la desembocadura del río Ebro, como lo demuestra el caso de Aldovesta. Desde el punto de vista de los modelos de colonización, tradicionalmente se han opuesto dos sistemas diferentes, según se haga referencia al caso griego o al fenicio; el primero se ha supuesto que se produce por efecto de la presión demográfica y que sólo en un momento avanzado de su desarrollo se hace consciente de los intereses comerciales que pueden caracterizar un sistema colonial; por el contrario, el modelo fenicio se ha supuesto siempre caracterizado por el factor mercantil y, en menor medida, por el demográfico agrario. En el caso de la colonización griega, cronológicamente se han establecido dos grandes etapas: la primera, centrada exclusivamente en el Egeo y el Asia Menor y que arranca, con un componente mítico muy importante, del siglo IX a.C.; la segunda, por el contrario, se localiza en el ámbito territorial extraheleno y se define en dos grandes oleadas. La primera de ellas, fechada en el siglo VIII y durante la primera mitad del siglo VII a.C., se caracteriza territorialmente por la ocupación del área oriental de Sicilia, con la fundación de colonias como Naxos, Megara Hiblea o Siracusa, y algo antes, en la costa occidental de la península Itálica, con los casos de Pitecusa y Cumas; hacia fines del siglo VIII a.C. se realizó la ocupación del mar Jónico con fundaciones como Síbaris o Tarento. Los últimos centros establecidos en este periodo se localizaron tanto en Sicilia, caso de Gela, como en la Magna Grecia: Metaponte en el mar Jónico o Neápolis en la costa occidental tirrénica. Según las fuentes literarias, el componente étnico de estas primeras fundaciones es muy diverso, advirtiéndose la presencia calcídica-eubea en las más antiguas como Pitecusa, Naxos, Cumas, Catania, Regio y Leontinos. De este primer bloque en Sicilia, sólo Megara y Siracusa no responden a este patrón étnico, siendo la primera fundación, megarense, y la segunda, corintia; en la península Itálica es interesante considerar el fuerte peso que, en esta fase, tienen las fundaciones peloponesias como Síbaris, Crotona y Tarento. Por último, del grupo de fundaciones de los inicios del siglo VII a.C. hay que distinguir las que se hicieron por griegos procedentes de la metrópolis, como es el caso de Locros, Gela y Siris, o desde las propias colonias, así Parténope o Neápolis es fundación de Cumas, Callípolis y Euboa de Naxos, Caulonia de Crotona y Metaponte de Síbaris. La segunda oleada de la colonización se produjo a partir de la mitad del siglo VII a.C. y viene a ocupar todo el siglo VI a.C.; es la etapa que tradicionalmente se ha asociado con la reconversión del modelo agrario colonizador por el mercantil. Geográficamente se definen los siguientes frentes. *Expansión en territorios ya controlados y enmarcados en el área de influencia de las colonias griegas. Es el caso de las áreas central y occidental de Sicilia, con fundaciones producidas desde las propias colonias de la fase anterior; así Megara Hiblea estableció Selinunte, Zancle fundó Himera y Gela hizo otro tanto con Agrigento en el 580, cerrando el proceso en la isla; del mismo modo en la península se llevó a cabo la fundación de Posidonia por Síbaris en la costa tirrénica, compitiendo con los intereses eubeos de las antiguas colonias; la última fundación en esta zona correspondió a Elea por los foceos, hacia el 540-535 a.C. El mar Adriático fue colonizado desde Corcira y Corinto con fundaciones como Epidamno y Apolonia, entre finales del siglo VII e inicios del VI. a.C. Desde allí se pudo acceder a la desembocadura del Po y, de hecho, el asentamiento de Spina es un emporio griego fundado a fines del siglo VI a.C. Hacia la zona nororiental, las únicas fundaciones anteriores a la mitad del siglo VII a.C. se localizaban hasta la península occidental de la Calcídica, destacando de entre ellas Calcis, a partir de mediados del siglo VII según las fuentes arqueológicas. Algo antes según las fuentes literarias se produjo la expansión hacia el este, siguiendo la costa hacia el Bósforo; de entre los nuevos asentamientos cabe destacar Tasos y Abdera. *Expansión al occidente del eje Sicilia-península Itálica. Lo que tradicionalmente conocemos como la expansión focense, caracterizará este frente con fundaciones como Alalia en Córcega, Massalia en Francia o Emporio en la Península Ibérica, todas fundadas entre fines del siglo VII a.C. y las primeras décadas del VI a.C. Expansión hacia el Próximo Oriente. Uno de los focos más interesantes de este frente es la actuación en Naucratis en el delta del Nilo, en territorio egipcio, que se realizó después de las actuaciones pioneras en el puerto de Al-Mina en Asia Menor. Especial interés tiene la ocupación de la Cirenaica, en el norte de Africa y en el actual territorio libio, destacando la fundación de Cirene, a fines del siglo VII a.C., y la de Barca, a mediados del siglo VI a.C. *Expansión hacia el mar Negro. Dirigida fundamentalmente por Megara y Mileto, si bien con intereses distintos, agrarios los primeros y mercantiles los segundos. La ocupación del mar Negro, aunque se documenta con altas cronologías, no se hizo efectiva hasta la segunda mitad del siglo VII a.C., a tenor de la información arqueológica, y siempre después de la ocupación del Bósforo, con fundaciones como la milesia Cízico. Son estos mismos milesios los que fundaron, en la parte occidental del mar Negro, Istro y Olbia, en tanto que megarense es en esta área Mesembria; en la península de Crimea destacan las fundaciones milesias de Teodosia y Panticapea y la megarense Quersoneso, por último, en la zona sur-oriental hay que citar la colonia milesia de Sinope. La colonización fenicia ofrece varios grupos diferenciados de fundaciones. Los primeros centros citados por las fuentes se localizan en el occidente del Mediterráneo: Lixus, Gades y Utica, con una cronología que se fija en el paso del siglo XII al XI (siempre según las fuentes literarias), siendo la fecha de Cádiz del 1104 a.C.; la de Utica, en el litoral de Túnez, algo después, en torno al 1101 a.C., y la de Lixus, en el Marruecos atlántico, la más antigua por ser citada por las fuentes como la primera fundación fenicia en Occidente. No obstante, como ya se ha señalado aquí, la arqueología no ha conseguido documentar materiales más antiguos al siglo VIII a.C. Desde este punto de vista, la fundación de Kition en la isla de Chipre en el 820 a.C. es arqueológicamente la fundación mediterránea más antigua. Dentro de este grupo existe un segundo bloque de fundaciones que corresponden a las norteafricanas de Auza y Cartago, la primera en la costa de Libia y la segunda en la de Túnez, con cronología del 814 ó 813 a.C. La investigación arqueológica ha documentado por el momento materiales en Cartago que se adscriben al siglo VIII a.C. Del conjunto de este grupo las fuentes señalan que salvo Lixus, que se dice es fundación sidonia, el resto es tiria. Un último grupo de fundaciones norteafricanas lo componen Leptis Magna, Hippo y Hadrumetom, si bien sin referencia arqueológica salvo en el primero de los tres casos. En la isla de Sicilia las fuentes literarias documentan al menos tres puntos a partir de la cita de Tucídides sobre la llegada de los griegos y el desplazamiento de los fenicios, se trata de Motya, Solunto y Palermo, de las cuales la más conocida y sin duda la más importante es Motya, donde se registra una ocupación en el siglo VIII a.C. A ello hay que añadir la ocupación de una serie de islas cercanas como Malta y Cerdeña. En esta última isla se citan Nora, Sulcis, Tharros y Caralis o Cagliari, de las cuales las dos primeras han ofrecido documentación arqueológica del siglo VIII a.C. Por último, la isla de Ibiza, que tradicionalmente se había pensado era una fundación cartaginesa, recientemente ha proporcionado materiales fenicios de inicios del siglo VII a.C. en puntos como Puig de Molins, Puig de la Vila y La Caleta. En la costa mediterránea de la Península Ibérica se localiza un último grupo de colonias entre las que las fuentes literarias citan, expresamente, Malaka, Sexi (Almuñécar) y Abdera (Adra). Arqueológicamente se han detectado en todos los puntos materiales fenicios, añadiéndose a ellos sitios como Chorreras y el Morro de Mezquitilla en la desembocadura del río Algarrobo, Toscanos en la del río Vélez, el Cerro del Villar en la del río Guadalhorce y el Cerro del Prado en la del río Guadarranque, las tres primeras en Málaga y la última en la costa mediterránea de la provincia de Cádiz. La mayor parte de estos últimos asentamientos citados, que sólo conocemos por fuentes arqueológicas, tienen su fundación a partir de mediados del siglo VIII a.C., su cenit hacia el siglo VII a.C., con la excepción de Chorreras que se abandona antes, y su desaparición en torno al 580 a.C.
MODELOS DE COLONIZACIÓN.
Uno de los problemas que hoy despierta mayor interés en la investigación reside en el hecho de contrastar los modelos y procesos seguidos por las colonizaciones fenicia y griega. Tradicionalmente se han propuesto como dos sistemas antagónicos: mercantil que tiende a agrario en el caso fenicio, y al contrario para el caso griego, con un punto de inflexión en ambos que viene a coincidir con la mitad del siglo VII a.C. El tema es especialmente interesante porque nos permite afrontar aspectos tales como los modelos de colonización, la naturaleza de las relaciones que los producen y los conflictos que en el ámbito del Mediterráneo surgen entre colonizadores, sin olvidar las relaciones que la presencia de éstos provoca en el mundo indígena y en el propio grupo colonizador. Hoy coinciden los investigadores en poner en cuestión la simplicidad con que ha sido tratada la alternativa colonizadora fenicio-griega. E. Lepore, en sus análisis sobre las primeras colonizaciones griegas del siglo VIII a.C., duda que el factor demográfico y agrario sea la única causa del proyecto. El caso de Pitecusa, demasiado alejada de los centros griegos y del Egeo y muy próxima al área etrusco-lacial de la península italiana, podría constituir un magnífico ejemplo para poner en duda el dominio exclusivo de razones demográficas en su fundación; pero del mismo modo se podría pensar si se analizara la posición de Zancle y Regio y lo que implicaría su localización para el control del estrecho de Mesina. En realidad, la vieja oposición obtenida de las fuentes entre apokía y emporio, oponiendo la colonia agraria al centro mercantil, cada vez resulta menos precisa. Otro tanto se puede indicar del modelo fenicio. Aubet ha propuesto una clasificación de los tipos de asentamientos fenicios occidentales, llegando a la conclusión de que al menos podrían sintetizarse en tres casos diferentes: el modelo de metrópolis mercantil, observable en casos como Gades, fundada en función de los recursos de la Baja Andalucía y con ánimo de controlar, en términos mercantiles, el hinterland tartésico; el modelo de Cartago, fundada como auténtica colonia, con un componente de población aristocrática y que muy pronto adquiere carácter urbano y, por último, lo que cabría definir como colonias de explotación agrícola, entre las que sitúan los casos de Toscanos y Almuñécar, en la costa andaluza, por tratarse de asentamientos dispuestos en unidades dispersas y en territorios escasamente poblados por grupos indígenas. Sin duda alguna es difícil para la investigación fijar un modelo agrario anterior o posterior a otro mercantil, pero, sobre todo, resulta complejo aceptar que sea sólo una causa la que provoque el despliegue mediterráneo de griegos y fenicios. Cada día se hace más necesario para realizar estos análisis conocer el proceso que llegó a producir la colonización y para ello es imprescindible pensar en el marco económico en que se mueve el grupo colonizador. Respecto al factor mercantil, se han desarrollado tres corrientes: de una parte, la escuela sustantivista que, con el concepto de comercio de tratado, ha establecido un modelo económico en el que es el Estado el único capacitado para fijar las reglas de intercambio, con el único objetivo de obtener los bienes de que se carece y, en consecuencia, renunciando al lucro y al beneficio. Desde su perspectiva no existe mercado, ni empresa privada, ni riesgo, ni ganancia; desde este punto de vista, el puerto de comercio es la institución por excelencia del modelo y la que articula a los mercaderes y sus actividades bajo la autoridad del Estado y su proyecto redistribuidor. Frente al sustantivismo de Polanyi o Finley, la corriente formalista defiende la viabilidad de los conceptos de la economía moderna en las sociedades antiguas, de este modo se acepta la presencia de la iniciativa privada, sin duda difícil de aislar de la pública, por el propio sistema económico, de las fluctuaciones de los precios, de los beneficios y de la especulación, en suma de los factores indicativos de actividad mercantil. Especial interés dentro de esta última corriente tiene el modelo de la diáspora comercial de Curtin, presentado con carácter atemporal y que presupone la existencia de una red de comunidades especializadas, socialmente interdependientes pero espacialmente dispersas; recuerda el caso el modelo de las etnias especializadas de Amin, que tienden en algunos casos a desarrollar un modelo de jerarquización funcional y de dependencia entre centros con la cúspide en la metrópolis, de aquí que cuando ésta entre en crisis, lo haga todo el modelo. La tercera línea, caracterizada en el materialismo italiano, del que podría ser un clásico representante Lepore, enfatiza las relaciones con los indígenas como uno de los factores más olvidados del sistema colonizador, rechazando la posibilidad de extrapolar conceptos actuales de la economía de mercado al mundo antiguo, pero también los modelos de redistribución que plantea el sustantivismo. Que el factor mercantil resulta hoy difícil de aislar como causa única de la colonización, lo prueba un rápido análisis del factor agrario. La stenochoría o falta de tierras estuvo también presente, tal y como se ha advertido, en el trasfondo de la colonización griega y la fundación de apokíai, es decir, la separación de un grupo de ciudadanos de la metrópolis en que residían, su instalación en una fundación y su independencia política y administrativa. La consecuencia directa de este proceso ha sido la definición de la chora o tierra controlada por la colonia en casos tan evidentes como Metaponte y, según algunos autores, en modelos tan mercantiles como Ampurias. En el área de la colonización fenicia, la presencia de estas zonas de tierras urbanizadas podría justificarse en casos como los centros de la Andalucía mediterránea, si bien sin olvidar su base mercantil. El debate, sin embargo, está muy vivo en casos como Gades, donde los recientes estudios de Ruiz Mata en Torre de Doña Blanca defienden la existencia de un poblado fortificado situado entre el límite de la Campiña y la Bahía y con amplias posibilidades de mostrar el ámbito territorial controlado directamente por la fundación fenicia, en tanto que desde otra perspectiva se defiende el papel de emporio para el enclave fenicio. Lo cierto es que Tiro sufrió un proceso de sobrepoblación, con déficit alimentario a consecuencia de su limitado territorio agrícola, que se hace patente no sólo por el crecimiento del asentamiento, sino por su política expansionista entre los siglos X y VIII a.C. Un caso paradigmático de análisis puede valorarse a través de la secuencia del asentamiento de Toscanos, que resumimos a continuación. El lugar se funda en un pequeño altozano entre los años 740-730 a.C. construyendo varias viviendas aisladas y de gran tamaño. Se define por su carácter marcadamente mercantil. En el desarrollo del siglo VIII a.C. se advierte un fuerte incremento demográfico y se constata un aumento del nivel de riqueza a través del sistema constructivo. ¿Se podría hablar para esta fase de una segunda oleada de colonos coincidentes con la construcción del primer sistema de fortificación? Durante la fase que marca el siglo VII a.C. se observa el momento de mayor auge económico. Se construye el llamado Gran Almacén, y surge un barrio industrial dedicado a la manufactura de objetos de cobre y hierro. El asentamiento alcanza su máxima expansión. Se calcula que hacia el 640-630 a.C. alcanza entre los 1.000 y los 1.500 habitantes y es en ese momento cuando se refuerza la fortificación con la construcción de una nueva muralla. Algo después del periodo de esplendor se inicia una crisis en el asentamiento, que termina por ser abandonado hacia el año 550 a.C. En el marco del análisis que aquí se plantea, el asentamiento constituye una clave en este debate, ya que su localización no responde a un esquema preferentemente comercial para contactar con los indígenas del entorno inmediato, pues se busca para su ubicación un territorio bastante despoblado, si bien desde él se puede acceder, aunque a cierta distancia, a los ricos núcleos indígenas de las altiplanicies granadinas. Por otra parte, se localiza el sitio en un fértil valle de tierra de aluvión, bien definido territorialmente respecto al interior y en dos momentos diferentes de su historia refuerza el sistema de fortificación propio. De forma significativa, frente a este factor agrario evidente, en las características internas de su estructura urbana priman los elementos mercantiles, con la construcción del gran almacén y la disposición del barrio metalúrgico.
PROCESO HISTÓRICO COLONIZADOR.
Como el propio concepto griego de apokía significa, en contraste con la kleroukía más tardía, la aparición de una colonia implica la segregación de un grupo de individuos de la metrópolis, pero sobre todo la pérdida de sus derechos ciudadanos por el hecho de formar parte de una nueva polis. Desde este punto de vista, las fundaciones griegas del siglo VIII a.C. no conllevan la traslación de los sistemas políticos de las metrópolis a otros territorios. El caso de Tarento puede ser significativo, por cuanto en su ordenación político-administrativa no se calcó el modelo espartano de su metrópolis fundadora; esta indiscutible independencia se deja observar también cuando se analizan los productos manufacturados presentes en las colonias, y se comprueba que la cerámica corintia aparece por igual, tal y como señala Vallet, en Megara, Naxos, Tarento, Cumas y Siracusa, es decir, en colonias fundadas por corintios o no. En realidad, los viajeros comerciantes, portadores de objetos manufacturados, fueron ajenos a las particularidades étnicas de las diferentes colonias y se inscribieron en el marco de los monopolios de corintios, focenses, milesios o atenienses según el momento histórico vivido y su área de influencia; las mismas producciones cerámicas coloniales se hicieron en función de parámetros distintos a las de las antiguas metrópolis y, así, Gela produjo una cerámica más próxima al mundo corintio que al rodio, siendo frecuente que, en muchos casos, pronto definieran sus propios estilos coloniales. En todo caso, sólo se mantuvo una débil relación con la metrópolis en el campo religioso, aunque desarrollando otras creencias propias conforme el tiempo transcurría. El caso fenicio es también complejo, pues las fuentes literarias no llegan a definir el estatus concreto de cada fundación respecto a Tiro. Ahora bien, la metrópolis, indica Aubet, cimento su política económica sobre tres ejes: su papel de intermediario entre las grandes potencias, su producción especializada de bienes de lujo y su interés por ser el principal abastecedor de metales preciosos para los imperios asiáticos; esta estructura económica, que se hizo patente, sobre todo a partir del reinado de Ithobaal I, aunque ya estuviera planteada algunos siglos antes con Hiram I, según formula la corriente formalista, fue dando paso a compañías privadas, con las que incluso pudo llegar a competir el mismo Estado, que se definieron como empresas familiares; ello pudo provocar la existencia de estas firmas en las colonias mediterráneas, que actuaron interrelacionadas con las existentes en la metrópolis, si bien en el marco especialmente óptimo para el sistema que había creado el Estado y en general el modelo de mercado. Si se siguen estos parámetros, el caso podría implicar una semidependencia de las factorías respecto al Estado, ya que, por una parte y por la tradición privada, podían actuar de forma independiente, pero, por otra, eran muy débiles a los conflictos que desde el Próximo Oriente pusieran en cuestión la estabilidad del sistema, que siempre pasaba por la metrópolis. Como ejemplos de esta situación pueden servir dos situaciones coyunturales. A mediados del siglo VII a.C., cuando Tiro fue asediada por los reyes asirios Asarhadón y Assurbanipal que redujeron al mínimo su territorio y, sobre todo, a partir del 640 a.C. en que pasa a constituirse en provincia del Imperio Asirio, se observa la expansión cartaginesa en Occidente con la fundación de Ibiza, que las fuentes históricas localizan cronológicamente en el 654 a.C. Un segundo caso se sigue cuando se produce el asedio de Tiro por Nabucodonosor en el 580 a.C. y se relaciona el hecho con el abandono o la caída del esplendor de las factorías malagueñas. Cartago es especialmente interesante como caso a estudiar, porque, heredera de Tiro a partir del siglo VI a.C., terminará por convertirse en potencia militar del occidente mediterráneo. En términos generales, el ser un centro relativamente independiente desde su fundación, a lo que no es ajeno su carácter de fundación aristocrática, le llevo a definir ciertos factores políticos y culturales de modo muy diferente a como se expresaban en Tiro: su marcado militarismo y, en otro nivel, la presencia de los tofets, un recinto perfectamente delimitado donde se depositaban las urnas de los sacrificios humanos, generalmente niños y animales. Lo interesante del caso es que el tofet, que se documenta también en las fundaciones del Mediterráneo central, como en Motya en Sicilia o Sulcis en Cerdeña, se basa en un tipo de sacrificio infantil, el sacrificio molk, conocido de antiguo en el Próximo Oriente, pero que, sin embargo, sólo llegó a adquirir su forma de representación espacial a partir de Cartago, de aquí que sea indicio de su área de influencia, ya que no se constata ni en el territorio de la metrópolis, ni en las fundaciones del extremo occidente; también el tofet es un factor cultural que sólo se hace presente cuando la fundación adquiere visos de colonia urbana, por lo que es un elemento vinculado a las oligarquías coloniales de los asentamientos fenicios. Hay que constatar que los sacrificios de la primera etapa del tofet de Cartago sólo se practican entre los colonos aristocráticos, es decir, entre el sector más directamente ligado al Estado. Cartago, tal y como se perfila en la estrategia mercantil de Tiro, pudo ser entendida desde su fundación más como centro político que como sitio comercial, porque su función parece pensada para frenar el desarrollo del comercio griego; de hecho, en Cartago, hay más preocupación por la problemática agraria que por la estrictamente comercial. Históricamente, hacia fines del siglo VIII a.C., el asentamiento ya estaba en condiciones de ser un gran centro urbano. Hacia mediados del siglo VII a.C., coincidiendo con el refuerzo político de Cartago, se produce el desarrollo de la llamada segunda oleada de la colonización griega occidental. Se trata de la fase reconocida tradicionalmente, desde el lado griego, como la más mercantil y, en efecto, hay un cambio significativo en ella, si nos atenemos a la actuación de algunas metrópolis. Es el caso de los milesios y sus fundaciones del mar Negro que, a diferencia de la relación de independencia que hasta ese momento había existido entre metrópolis y colonia, ahora hacen que las nuevas fundaciones saquen al mercado los productos manufacturados por Mileto. Un caso especial es el que protagonizan los focenses, porque tanto las legendarias relaciones con el tartesio Argantonios, hoy refrendadas por los hallazgos de cerámica griega en Huelva, como la fundación de Massalia implican la búsqueda de un punto de comercio en el extremo occidental mediterráneo. No obstante el carácter mercantil del primer proyecto focense, el caso se complicó cuando se produjo la caída de la metrópolis algún tiempo después, a consecuencia de la presión persa; ello motivó un desplazamiento demográfico muy fuerte, primero hacia Massalia y después del rechazo de ésta, sucesivamente a Alalia en Córcega y a Elea en la costa tirrénica italiana. Los efectos de esta expansión focense hacia Occidente se dejan sentir primero en una confrontación comercial y después en el enfrentamiento militar contra los cartagineses en la batalla de Alalia. En realidad, en ese momento se abre un proceso competitivo de control de áreas de influencia política, del que son buenos ejemplos los sucesivos tratados firmados ya no por los griegos, sino por su sucesora Roma y por Cartago en el año 509, es decir, escasamente tres décadas después de la victoria pírrica de los focenses en Alalia, en el 348 a.C., donde de nuevo parecen determinarse las áreas de intervención de cada potencia y, por fin, en una nueva y doble confrontación militar: las Guerras Púnicas.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DEL MEDITERRÁNEO.
Con demasiada frecuencia la Arqueología ha practicado fórmulas excesivamente simples de identificación entre distribuciones de un determinado tipo de cerámica o de rito de enterramiento y la definición étnica del grupo social en el que se registra. En el peor de los casos, esta identificación se ha practicado exclusivamente sobre rasgos físicos paleoantropológicos, es decir, por diferencias raciales. En la mayor parte de los casos se ha terminado por igualar estos grupos étnicos culturales o raciales con unidades políticas, desvirtuando hasta niveles estereotipados la realidad histórica. Los recientes análisis de la Arqueología y los menos recientes de la Antropología, han puesto en cuestión estos conceptos al mostrar la complejidad de las estructuras culturales por una parte, y al romper la identificación entre etnias y estructuras políticas, por otra. L. F. Bate ha resaltado en sus últimos trabajos que la etnia es un producto histórico, muy alejado de las rígidas lecturas exclusivamente raciales, que puede sobrevivir al modelo político en que se construyó, pero además que es una estructura viva, y en consecuencia cambiante, por su interacción con cada nueva situación histórica. Por otra parte y en el marco de la estructura cultural, la etnicidad se articula en diferentes escalas a la hora de compartir factores culturales y de disponerse especialmente, lo que implica que un Estado o entidad política puede comprender varias culturas y viceversa. La península italiana se ha ordenado en razón a la cultura material mueble e inmueble en una serie de grandes áreas. En atención al rito de enterramiento, que ha jugado un enorme papel en la división cultural de la arqueología tradicional, todo el norte italiano (grupo de Golasecca al oeste y Paleovéneto o Este al este), así como el área protovillanoviana que ocupa la Toscana y el Lacio, se incluyen dentro de los ritos de cremación en urna; mientras que el resto, es decir, las áreas centro-oriental y meridional, se inscribe en la región de los ritos de inhumación. A partir de esta primera diferencia señalada en la zona de tradición crematoria, desde inicios del siglo IX, el Lacio realiza un rápido cambio hacia la inhumación, definiendo así la cultura Lacial, en tanto la Toscana produce un complejo proceso de cambio en el mismo sentido que se alargará hasta la época etrusca en el siglo VII a.C., definiendo el área de la cultura Villanoviana primero y Etrusca después. Ateniéndose a factores lingüísticos y a la documentación histórica literaria al mismo tiempo que a las referencias del ritual de enterramiento, la zona de predominio de la inhumación ha sido ocupada por la cultura medio-adriática o Picena, correspondiente al mundo lingüístico osco-umbro, y que se localiza en paralelo pero al este de la cultura Villanoviana y Lacial; al sur de aquélla y ocupando toda la Apulia, en la vertiente suradriática de la península italiana, se define la cultura Japigia, que cubre a los pueblos históricos daunios, peucezios y mesápicos. Por último, desde la Campania a Calabria se dispone la Cultura de las Tumbas de Fosas, que incluye a pueblos históricos como los enotrios, en el ámbito de la costa del mar Jónico. En la Península Ibérica se definen dos amplias zonas, en función no tanto del ritual de incineración como de la influencia europea o mediterránea. El primer núcleo se extiende ya desde la misma costa suroriental francesa hasta alcanzar la provincia de Castellón y asciende aguas arriba del río Ebro hasta alcanzar puntos como Cortes de Navarra; no obstante, el factor mediterráneo se deja sentir en la zona a partir del siglo VII a.C., como lo muestran los asentamientos de Vinarraguell en Castellón y, en menor medida, Isla d'en Reixac en Gerona. Esta área de fuerte tradición de los Campos de Urnas agrupa, según las fuentes históricas escritas, un conglomerado de pueblos que la arqueología por el momento no ha podido aislar culturalmente. En cambio, el proceso se muestra más claro en el área cultural del sur peninsular. El primer foco de interés se detecta, ya desde los primeros siglos del milenio, en el llamado Bronce Final del Suroeste o de las Estelas, que agrupa un ámbito territorial desde el sur de Portugal a Extremadura por el norte o el Bajo Guadalquivir por el oeste. Se trata de un área estratégica tanto por ser el punto de unión de las rutas atlánticas marítimas y terrestres con las mediterráneas a través del estrecho de Gibraltar, como por sus propias riquezas mineras. El mejor referente de su cultura material lo ofrece el ejemplo del depósito de la ría de Huelva, seguramente un cargamento hundido de armas de bronce amortizadas para ser recicladas, resultado de la mezcla de estilos atlánticos y mediterráneos en sus productos de bronce (espadas de lengua de carpa, de hoja pistiliforme, de lengüeta calada, hachas de talón y anillas, de apéndices, escudos de escotadura en «V», fíbulas de codo, etc.). El paso del Bronce del Suroeste al periodo del Hierro tartésico se produjo desde el momento en que se dejó sentir el peso de los primeros productos orientalizantes, pero el área tartésica, que en alguna ocasión la historia literaria ha llevado hasta la costa levantina, es asimismo un conglomerado de pueblos. De todos ellos, en los últimos tiempos se han comenzado a aislar el mastieno, que se localiza a partir del Alto Guadalquivir y hasta la zona murciano-alicantina, en función de las excavaciones de Los Saladares, Peña Negra y Monastil en la provincia de Alicante. En el plano de los rituales de enterramiento, el área franco-catalana asume las tradiciones de la cremación de los Campos de Urnas centroeuropeos, en tanto que el área tartesio-mastiena sigue un complejo proceso, semejante al de la Toscana pero en sentido contrario, aunque con amplios vacíos de información que hacen difícil cualquier generalización del hecho; así, durante el siglo VII a.C., la práctica de la inhumación convive con la cremación en asentamientos como Setefilla en Sevilla, o domina en casos como Cerrillo Blanco en Porcuna; en cambio, en el área mastiena la incineración se documenta como forma dominante en Peña Negra durante los siglos VII y VI a.C. La península Itálica muestra, desde la mitad del siglo V a.C., cambios significativos en la distribución étnica conocida en la etapa anterior. En el norte, las fuentes hablan de los galos, Senones y Boios, que se adentran hasta territorio piceno en el centro de Italia y que, a principios del siglo IV a.C., llegaron a asediar a la misma Roma. Hacia el sur, el caso es más complejo porque conlleva una auténtica reestructuración de las viejas etnias. Para ello hay que valorar una serie de cuestiones: de una parte, la destrucción de la colonia griega de Síbaris, que era pieza clave en la conexión del este y el oeste del sur de Italia, así como la incapacidad del resto de las ciudades griegas para ocupar su papel, lo cual contribuyó a dejar un vacío en la estructura del territorio hasta entonces ordenado por las funciones económicas y políticas de los griegos. De otra parte, hay que añadir la crisis etrusca, que llevó consigo el abandono de la Campania. Desde el punto de vista de las etnias indígenas locales, éstas habían conseguido en ese momento un cierto grado de poder económico y control político al que se sumó la presión demográfica de los grupos itálicos del centro de la península que, como los samnitas, se hicieron cada vez más presentes en la sociedad daunia y lucana, primero como mercenarios y después formando parte de la propia elite dominante; así lo muestra el enterramiento de la necrópolis lucana de Atella, en la que se sigue un rito de deposición en el que el cuerpo se presenta en posición extendida y boca arriba, al modo tradicional samnita. En general, el periodo abierto a partir de fines del siglo V a.C. recompone el panorama étnico fortaleciendo las etnias lucana y daunia, ahora con un fuerte componente samnita, al tiempo que se definen otras nuevas como los bretios, antigua población dependiente de los lucanos y localizados en Calabria. En la Península Ibérica la decadencia tartésica, que se documenta a fines del siglo VI a.C., coincide con cierto desarrollo de la Alta Andalucía y, en general, de todo el sudeste, es decir, de la vieja etnia periférica mastiena, que define en términos culturales el paso al Ibérico Pleno en su fase más antigua (en esta área, el Ibérico Antiguo se identifica con el orientalizante reciente o con el Tartésico Final del siglo VI a.C. en la Baja Andalucía). Coincide además este hecho con cierto auge del comercio ampuritano, que está llegando de forma evidente a toda el área levantina y con algunos límites a la Alta Andalucía, lo que se documenta por la presencia en muchos asentamientos de la copa jonia B-2 o por algunos elementos estilísticos que se siguen tanto en la escultura de Elche como en el conjunto escultórico de Porcuna. En la segunda mitad del siglo IV a.C. se observan síntomas de crisis semejantes a los que se indicaban en Italia, permitiendo el desarrollo de un nuevo mapa étnico, que conocieron romanos y cartagineses durante la segunda guerra púnica, a fines del siglo III a.C.; en él, donde anteriormente se localizaban los viejos tartesios se reconocen ahora los turdetanos y túrdulos, y en el territorio mastieno, los contestanos y bastetanos. Otros grupos, como los oretanos ceñidos a la Meseta durante la etapa anterior, ahora se distribuyen por el Alto Guadalquivir, con capital en Cástulo. Hacia el norte se dibuja un área de etnias ibéricas entre el Júcar y el Ebro, como los edetanos, los ilercavones o los ilergetes con características propias a partir de la reordenación étnica de los siglos IV y III a.C., incluso en la decoración cerámica, tal y como lo muestra el estilo figurado narrativo de la cerámica de la edetana Liria en contraposición al estilo simbólico figurado de Elche-Archena de los contestanos, o al de tradición geométrica del resto de los casos citados. Por último, más hacia el norte se abre un área ibérico-languedociense, con una definición muy particular en su cultura material, al presentar tipos cerámicos propios, como las producciones de cerámica gris o de pintura blanca y modelos de poblamiento diferentes como los de los laietanos, indiketes, sordos y elisices entre otros.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DE LA EUROPA TEMPLADA.
Poco se puede matizar sobre la conformación étnica de las comunidades de Europa continental, que conformaron a partir del 1300 a.C. la cultura de Hallsttat y que Reinecke dividió en cuatro etapas, dos que cubren en el Bronce Final (A y B) y dos la Primera Edad del Hierro (C y D). Se fundamentó la cultura hallsttática en varios elementos de su cultura material, los enterramientos de incineración, llamados campos de urnas y la producción cerámica donde destacaban los recipientes con un alto cuello cilíndrico. De entre la producción metalúrgica en bronce se deben citar armas, como las espadas tipo Erbenheim o Hemigkofen, con sus clásicas hojas con formas foliáceas con el final ensanchado, que en el Hallsttat C fueron sustituidas por los tipos Mindelheim, con pomos en forma de sombrero, y las tipo Gündlingen, algo más cortas y ya en bronce o hierro; también los puñales de Hallsttat D, que sustituyeron a las espadas en un momento posterior, las hachas de aletas, las fíbulas, las agujas, y recipientes como las sítulas, primero lisas y después con decoración repujada. No obstante esta primera lectura global, la investigación ha comenzado a encontrar matices que permitirán poco a poco incidir en la diferencia regional, aunque hasta el momento ésta se ha limitado a los elementos de la cultura material y no a otros factores como el poblamiento y su asociación a la diversidad ritual en el enterramiento; en esta línea comienzan a definirse grupos como el de Lausitz (Lusacia) al sur de Polonia y este de Alemania, hoy perfectamente diferenciado del grupo Hallsttat. En otros casos, las diferencias regionales se han practicado exclusivamente a partir de la cultura material mueble de su tradición cultural anterior; éste es el caso del sur de Inglaterra y noroeste de Francia, que partía del Bronce Final Atlántico y mostraba significativas diferencias en sus tipos metalúrgicos locales, como el hacha de cubo y la asunción matizada del armamento hallsttático (se tomó el escudo o la espada, pero no la armadura). De aquí que, en Gran Bretaña al menos, el periodo se haya secuenciado en las fases Taunton-Penard-Wilburton-Ewart Park hasta alcanzar el Hierro Antiguo, hacia el 700 a.C. Un tercer caso es el área no hallsttática de la zona occidental de la Península Ibérica, con grupos como el de Cogotas I, muy arraigados en la tradición anterior de la Edad del Bronce. En otras zonas como el área de las sítulas decoradas comprendida entre Hungría, Austria, Eslovenia y norte de Italia, el contenedor de bronce convertido en fósil-guía será lo que dé nombre al grupo. Por último, en algún caso como el área sur de la actual Yugoslavia, han sido los enterramientos de incineración bajo túmulo los elementos definidores del área cultural. Excluidas estas zonas periféricas, el grupo hallsttático propiamente dicho ha tenido una de sus más interesantes ordenaciones, desde el punto de vista regional, en el trabajo de P. Brum, que ha utilizado para ello una matriz al modo en que lo planteaba J. D. Clarke, es decir, un dendrograma que ordena una amplia información cultural desde varias escalas de asociación; o bien a partir de un número limitado de componentes culturales asociados, que correspondería a los tecnocomplejos socioeconómicos caracterizados en amplias unidades regionales, o bien áreas más reducidas, que comparten más elementos culturales y que son definidas por el concepto de cultura, pasando por una escala intermedia que se define en los grupos culturales. En el primer nivel, Brum ha establecido dos grandes tecnocomplejos: uno, definido como nor-alpino o hallsttático, y otro, como atlántico. Aun cuando no aparece definido, ha de pensarse en la existencia de un tercero, sur-alpino o mediterráneo de tradición de campos de urnas, compuesto por las culturas de Golasseca, Franco-catalana, Este o Paleovéneta y sur de Yugoslavia. En el nor-alpino incluye dos amplios grupos culturales, uno oriental y otro occidental, correspondiendo al primero, al sur, la Cultura de la Cerámica Grabada-estampillada o de la Baja Austria-Baviera y, al norte, la de Bohemia-Palatinado. En el grupo occidental, sitúa al sur la Cultura del Jura y al norte la del Marne-Mosela, que incluyen a su vez unidades como la de Aisne-Marne, Hunsrück-Eifel o Berry (esta última con problemas de definición). Sobre esta clasificación, Brum establece un doble concepto, que convendrá valorar críticamente en su momento: de una parte, la identificación de las culturas con unidades políticas que él llama principados, y de otra, su teoría del proceso de desplazamiento del predominio político cultural en el seno del tecnocomplejo socio económico, que interpreta en función de un análisis centro-periferia, de tal modo que durante el Hallsttat C, ya en la Edad del Hierro, los centros dominantes serán los orientales (Hallsttat, Sticna, etc.), para pasar este papel dominante, con el Hallsttat D, a ser una característica de la Cultura del Jura (Heuneburg, Vix, etc.), quizá como consecuencia de la fundación de Massalia y la consiguiente apertura de las rutas mercantiles a través de los ríos franceses. Por último, durante La Tene A, es decir, ya en el siglo V a.C., se produciría un deslizamiento del predominio económico-cultural hacia la periferia norte, es decir, hacia las Culturas de Bohemia y Marne-Mosela. Dos corrientes han acabado por sintetizar hoy las diferentes hipótesis que se han desarrollado sobre el origen y constitución de los celtas. Ambas posiciones retoman el viejo debate difusionismo-evolucionismo, si bien exponiéndolo bajo fórmulas más sofisticadas. La tradición difusionista ha olvidado, con el paso del tiempo, el concepto de oleada, para acabar ajustándose al de celticidad acumulativa que hiciera C. Hawkes, por el cual ya no es una continua invasión de pueblos celtas lo que justificaría la extensión de la cultura material de La Tène; no se discute, sin embargo, la existencia del núcleo céltico originario, que se define en los territorios centroeuropeos del modelo de poblamiento de los oppida. Recientemente C. Renfrew, desde una perspectiva neofuncionalista, se ha convertido en abanderado de la primitiva posición evolucionista al fijar el concepto de celticidad acumulativa recíproca, por el que ya no existe un eterno núcleo céltico donante y diferentes núcleos receptores, sino una área muy amplia, que va desde la Europa del Norte, incluidas las islas Británicas, a los Alpes y desde Francia occidental a Checoslovaquia, donde se produce una continua interacción entre grupos para construir, en el siglo V a.C., lo que hoy se reconoce como Cultura Céltica. Para fundamentar esta hipótesis, Renfrew establece dos principios: de una parte, que la lengua es el elemento básico en la definición de un pueblo y ello no tiene por qué ser equiparable a la cultura, el arte o las costumbres (en este caso los celtas encuentran su definición étnica en la lengua indoeuropea), y de otra, que para encontrar la presencia del indoeuropeo hay que retrotraer el punto de arranque del pueblo celta al 4000 a.C. con la llegada a la Europa templada de los primeros agricultores y pastores. Esta lectura no cierra la posibilidad de la difusión, ya que reconoce que las áreas célticas del sur de Europa, excluidas de este largo proceso formativo, sí pudieron ser efecto de invasiones, tal y como apuntan las fuentes para el norte de Italia, la España atlántica y Portugal. No obstante, el debate propuesto para la identificación cultural de los celtas se continúa haciendo a través de la cultura de La Tène y aunque la primera reflexión ponga en cuestión este hecho, destacamos aquí sus rasgos más característicos en el campo de la cultura material, aunque sólo tenga el valor de definir a los celtas centroeuropeos. La cultura de La Tène implica en el campo de la cerámica un hecho tan fundamental como es la aparición de la producción a torno, que ya comenzó a constatarse en los asentamientos del último Hallsttat, pero restringida en su distribución a los núcleos destacados del poblamiento, como Heuneburg o Mont-Lassois. Entre los elementos más característicos de esta producción hay que destacar que la introducción del torno fija una serie de formas muy presentes en el Hallsttat D, así cabe valorar los tipos reconocidos en el grupo que Hunsrück-Eifel y en Europa central, los jarros llamados Linsenflaschen, que en Baviera aparecen decorados con animales y presentan una forma de botella con el cuerpo achatado y un largo y estrecho cuello, y los cuencos tipo Braubach, con perfil en S y un baquetón en la inflexión del cuerpo. En la fase de los oppida, son producciones cerámicas características los recipientes de cocina tipo Graphiltonkeramik, pero sobre todo las cerámicas pintadas en rojo y blanco con motivos geométricos que, en algunas áreas como en la Francia central, muestran figuras estilizadas de animales. En cuanto a los estilos decorativos de la metalurgia, que como las fíbulas y las espadas han tenido amplios estudios tipológicos, ha de señalarse que durante toda la secuencia de La Tène existen al menos tres estilos: el primero ligado al siglo V a.C. y reconocido como orientalizante, representado en el cuenco de oro de Schwarzembach, en el que los motivos mediterráneos son interpretados por el artesano indígena creando un friso de flores de loto y palmetas; el segundo se documenta hacia el siglo IV a.C., se trata del estilo céltico reconocido en la tumba Waldalgeshein, que hizo hablar, en algún momento, del maestro de esta localidad y aunque hoy está descartada esta idea, ha de reconocerse la existencia de una escuela de decoración que juega con dibujos relacionados con el motivo mediterráneo de la vid, entrelazando sus tallos en formas simétricas o asimétricas; por último, debe citarse el grupo de estilos tardíos que se reconocen a partir del siglo III a.C. y son: el plástico, para la decoración tridimensional de los torques, y el de las espadas, para las superficies planas; ambos tienden a una estilización de los motivos anteriores. Espadas y fíbulas, entre otros elementos de la cultura material, jugarán un importante papel en la definición cultural de los celtas, pero este proceso que se sigue muy bien en las fíbulas de La Tène B, tipo Münsingen (caracterizadas por presentar una roseta decorada al estilo Waldalgeshein), que se extienden desde Checoslovaquia a Suiza, sin embargo la tendencia se quiebra a partir del final de la fase citada por el desarrollo de tipos locales que producen una cierta regionalización, manteniéndose en todo caso el horizonte cultural general en objetos más prestigiosos, como las espadas. Otro nivel cultural es el de los ritos de enterramiento, que se define por la sustitución del rito de inhumación, que domina en el siglo IV a.C., por el de incineración, que acaba imponiéndose durante el periodo de La Tène C. No obstante, sobre esta base de síntesis intervienen particularidades locales; así, durante los siglos IV y III a.C. no se documentan enterramientos en la zona de Hunsrück-Eifel, pero a partir de mediados de La Tène C, mientras en términos generales en Europa decae el interés por los ricos ajuares depositados en los enterramientos, en la zona de Hunsrück-Eifel renacen estos conceptos rituales, al igual que en las islas Británicas, con la aparición de las tumbas con carro.
ESTRUCTURA ÉTNICO-CULTURAL DE LA EUROPA ORIENTAL.
Sin duda alguna, uno de los ejes culturales más significativos del milenio se conformó al norte del mar Negro y en el curso bajo del Danubio, algo más al oeste. Se trata de los pueblos que conoció Heródoto y que la tradición historiográfica ha definido como escitas, cimerios y tracios. Sobre los primeros, tanto M. Gimbutas como Chelov, defienden un modelo difusionista e invasionista y para ello se remiten a un componente étnico diferente, según se trate de los pueblos agricultores del Dniéper, que Heródoto llamara escitas agricultores o de los escitas reales o nómadas. La investigadora alemana caracteriza al substrato étnico como proto-eslavo y lo identifica arqueológicamente con la Cultura de Chernoles, con un ritual de enterramiento que mezclaba incineración e inhumación, si bien considera que a partir del siglo V a.C. han sufrido una fuerte influencia cultural que termina por hacerlos partícipes de la Cultura Escita. Hacia el oeste, en el actual territorio de Bulgaria y Rumanía, los tracios debieron sufrir una constante presión escita, y si se acepta la idea de la invasión de este pueblo sobre los territorios del mar del Norte, debieron de soportar durante el Hierro Antiguo la presencia de los cimerios desplazados de aquella zona. Es, sin embargo, un aspecto poco conocido y bien pudiera ser efecto de una tradición historiográfica más que de un hecho histórico comprobado. Lo mismo se indica para los pueblos ilirios de la Dalmacia, donde destacan entre otros lebúrneos y yácigos y se destaca, en este caso, la continua presión tracia. De todas las etnias conocidas en esta parte del mundo, el caso que interesa valorar con más detalle, por lo que tiene de novedad respecto a Europa occidental, es el mundo de los pueblos de las estepas, que ha constituido un mito en la tradición difusionista desde el mismo Neolítico. Recientemente Martynov, en oposición al eurocentrismo, ha propuesto un modelo étnico diferente al tradicional que siempre ha tratado de situar en algunos de los modelos occidentales el complicado poblamiento de las estepas euroasiáticas. Martynov ha definido a este conjunto de pueblos como un macrosistema articulado, caracterizado por el éxito de una forma de economía particular. Este modelo escita-siberiano tiene su origen en el sistema económico basado en la cría de ganado sedentaria, del tipo documentado en la cultura de Andronovo, localizada cronológicamente en el Bronce de las estepas durante el segundo milenio; el investigador defiende que a partir del primer milenio a.C., y en tanto se consolida el modelo nómada, se produce la tendencia a la formación de culturas locales, si bien con rasgos comunes como los primeros complejos funerarios de tipo Arzhan o la estatuaria en piedra que caracteriza este mundo entre el Danubio y Asia central. A partir del siglo VI a.C. se considera completamente caracterizado el modelo por la articulación regional de las culturas locales, con elementos comunes como la semejanza de los sistemas socioeconómicos y los continuos contactos entre unos grupos y otros debidos a su alta movilidad; pero, a la vez, el modelo produce una ausencia de comunidad étnica y lingüística por efecto de la composición pluriétnica de la población. Entre los distintos grupos, Martynov cita como los más representativos los escitas, al norte del mar Negro, los sármatas, situados más al oeste de las estepas, sobre el Caspio, y al sureste de éstos los saces. En Asia central los grupos del Alto Altaï, los tagaros y el grupo de Tuva y, por último, en el extremo oriente los ordos. Para otros autores, como V. M. Masson, el conjunto euroasiático responde a dos grandes grupos culturales caracterizados en los escitas y los saces, si bien entendido este último grupo desde una perspectiva cultural amplia.
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