28/12/07

LA EUROPA DE LA RESTAURACION

El Congreso de Viena, que clausuró la época de las guerras napoleónicas, restauró el mapa de Europa a base de dos principios contrapuestos: el de la legitimidad y el de las apetencias de expansión de los Estados vencedores. De este modo surgió una nueva ordenación política del continente, destinada a durar hasta la unificación de Italia y Alemania. Su rasgo más evidente es la simplificación del mapa europeo.
Los hechos territoriales más notables son, sin duda, la desaparición del Estado polaco, absorbido por Rusia, Austria y Prusia, y la constitución de las monarquías sueconoruega y belgoholandesa. La primera castigaba a Dinamarca por el apoyo prestado a Napoleón y la segunda tendía a forma un bloque político que taponara una posible ag
resión francesa en los Países Bajos. Respecto a Rusia, se le reconocieron las anexiones de Besarabia y Finlandia; Austria, por su parte, se incorporó, con la Galitzia polaca, Venecia y sus posesiones adriáticas, formando el reino Lombardovéneto. También Prusia logró un gran aumento de su territorio, no sólo con la mitad del reino de Sajonia, sino con la importante región de Renania, fronteriza con Francia y el nuevo reino de los Países Bajos.
En cambio, los diplomáticos de Viena no recogieron el manifiesto sentimiento nacional unitario que animó a los patriotas de Alemania en 1812, por lo que el país continuó disgregado en varios reinos y principados, bajo una innocua Confederación Germánica. Sus principales miembros fueron Austria, Prusia, Baviera, Sajonia, Wurtemberg, Hannóver y Baden





La primera fase de la reconstrucción de Europa, después de la caída de Napoleón, quedaba establecida por la paz de París. A pesar de que las grandes potencias que habían llevado el peso de la ofensiva estaban dispuestas a castigar a una Francia que había causado tantos desastres en el continente, una vez que decidieron restablecer en el trono de aquel país a la dinastía Borbón en la persona de Luis XVIII, se dieron cuenta de que podía no ser conveniente ensañarse con medidas excesivamente duras que podrían retrasar la seguridad y la tranquilidad que deseaban desde hacía tanto tiempo.Eso explica que los términos del Tratado de París no fuesen muy exigentes para los vencidos. Francia conservaba los límites que tenía en enero de 1792 e incluso ganaba algunos enclaves que no le habían pertenecido antes. Además, a pesar de la intención manifestada por Gran Bretaña de exigirle una indemnización para ayudar a financiar los costes de la guerra y la pretensión de Prusia de que devolviese ciertas cantidades que Napoleón había extraído de los Estados alemanes, el nuevo rey de Francia dejó desde el principio bien claro que no estaba dispuesto a que se le impusiesen indemnizaciones de guerra. Esta firmeza impresionó a los aliados de tal manera que renunciaron a cualquier reparación financiera por parte de Francia, e incluso dejaron de insistir siquiera en la necesidad de la devolución de los tesoros artísticos que sus ejércitos habían depredado en sus incursiones por los distintos países del continente.La firma del Tratado de París daba por terminada la primera fase de la reconstrucción europea, pero al mismo tiempo anunciaba en su propio texto, la apertura de una segunda fase que tendría lugar de forma inmediata: "Todas las potencias comprometidas en cualquiera de los bandos de esta guerra, enviarán plenipotenciarios a Viena en el espacio de dos meses con el propósito de regular, en un Congreso General, los acuerdos que deben completar las provisiones del presente Tratado". En efecto, se trataba de la convocatoria de un Congreso en la capital austriaca para que las potencias del continente se pusieran de acuerdo en un nuevo y definitivo ordenamiento de Europa después de las guerras napoleónicas. El propósito de los aliados era el de impedir que se reprodujese un nuevo caso de dominio de Europa por parte de una sola potencia, asegurando su división política en Estados dinásticos y al mismo tiempo el de encontrar los medios para resolver los conflictos entre ellos y para concertar conjuntamente sus acciones. Junto a este doble objetivo se planteó también el reparto territorial del continente que tenía la finalidad de dar forma y perpetuar la idea del Concierto de Europa. Se trataba del intento más importante, desde la paz de Westfalia a mediados del siglo XVII, de llegar a un entendimiento entre las naciones para construir una organización que garantizase la paz. Figura clave en este proceso fue el canciller austriaco Metternich.El príncipe Clemens Metternich había nacido en Coblenza el 15 de mayo de 1773 en el seno de una destacada familia de la nobleza renana. Su padre entró al servicio del Sacro Imperio Romano y el joven Clemens se educó en el ambiente aristocrático de la corte de los Habsburgo. Cuando a los dieciséis años estudiaba en Estrasburgo tuvo la primera visión de los sucesos de la Revolución francesa que le causaron una profunda aversión, aumentada más tarde con motivo de la confiscación que Napoleón ordenó de las tierras que poseía su familia. En 1795 casó con la nieta del veterano canciller austriaco Kaunitz y esa unión le proporcionó grandes posesiones en Austria y le situó en una buena posición para acceder al más alto puesto de la diplomacia imperial. Después de servir como representante del emperador Habsburgo en Dresde, Berlín, San Petersburgo y París, se convirtió en 1809 en el verdadero jefe del gobierno austriaco, puesto en el que permanecería durante cuarenta años. Sin embargo, por no haber nacido en Austria nunca pudo ocuparse de sus asuntos internos. Por eso se quejaba en sus últimos años de que "He gobernado Europa algunas veces, Austria nunca". Donde Metternich demostró su talla fue en la política exterior en la que jugó a contrarrestar su odio a Napoleón con el temor al engrandecimiento de la Rusia del zar Alejandro. Durante el enfrentamiento de ambos en 1812, se mantuvo a la expectativa para prestar en último término su ayuda a aquel contendiente que pudiera beneficiar más a Austria. Su intervención fue decisiva en la campaña de 1814, y como resultado de su política, Austria se convirtió en la potencia dominante de los aliados victoriosos. Aunque era acusado de reaccionario por los liberales europeos, en realidad Metternich era un conservador que quería preservar el equilibrio del gobierno y que veía como una amenaza las pretensiones de las clases medias jacobinas. Estaba convencido de que un Imperio austriaco fuerte sería el mejor baluarte contra el avance de las fuerzas revolucionarias y se mostró dispuesto a emplear su poder y su prestigio contra cualquier rebrote de perturbaciones análogas. Se convirtió en el mayor adalid de la paz y de la unidad en Europa y en esta línea hasta que tuvo que exiliarse en Londres con motivo de la Revolución de 1848.El prestigio y la personalidad de Metternich tuvieron una decisiva importancia para escoger Viena como sede del Congreso previsto en la Paz de París. En el otoño de 1814 se reunieron en la capital austriaca los dignatarios de los países que iban a participar en él. Asistieron seis soberanos: el zar Alejandro de Rusia, el emperador Francisco I de Austria, Federico Guillermo III de Prusia y los reyes de Dinamarca, Baviera y Württemberg. Alejandro fue acompañado de una delegación de importantes consejeros entre los que destacaban el ministro de Asuntos Exteriores, conde de Nesselrode, el alemán Stein y el corso Pozzo di Borgo. En la delegación prusiana estaba el príncipe de Hardenberg, quien por su avanzada edad y por su sordera se hallaba asistido por Wilhem von Humboldt, ministro de Cultura y fundador de la Universidad de Berlín. Gran Bretaña, por su parte, estaba representada por su ministro de Asuntos Exteriores Robert Stewart, conde de Castlereagh, cuyos intereses coincidían con los de Metternich en el sentido de conseguir la estabilidad de Europa creando un "balance of powers" que fuese la mejor garantía de su defensa. Francia estaba también representada, aunque sin voz, por su veterano ministro de Asuntos Exteriores Talleyrand. El príncipe de Talleyrand, que fue nombrado obispo en 1789, se había llegado a sentar con los revolucionarios en los Estados Generales, pero tuvo que exiliarse en América durante la etapa del Terror y no regresó a su país hasta que se estableció el Directorio. Había sido ministro de Asuntos Exteriores con Napoleón, pero al darse cuenta de la proximidad del desastre negoció con los aliados y gestionó la restauración de Luis XVIII. Poseía una especial habilidad para salir airoso en cualquier situación y un sentido del oportunismo político que explican su larga carrera en situaciones tan diversas. No estaba dispuesto a asumir en el Congreso el simple papel de víctima muda de las conversaciones entre los aliados.El Congreso de Viena nunca reunió a todos los representantes como un cuerpo deliberativo. En las únicas ocasiones en las que las delegaciones participantes se reunieron conjuntamente fue en las numerosas recepciones oficiales, festejos y ceremonias que tuvieron lugar durante los días que duraron las sesiones. En efecto, el Congreso de Viena ha sido calificado como un gran desfile en el que los soberanos europeos con sus nutridos y elegantes cortejos disimulaban sus asuntos en Viena ante una cortina de banquetes suntuosos, solemnes bailes y marciales desfiles. La idea de Metternich era la de que las cuatro grandes potencias aliadas resolvieran entre sí todos sus asuntos y que después presentasen esas resoluciones a los demás participantes para que fuesen ratificadas de manera formal. Sin embargo, el viejo zorro de la diplomacia, Talleyrand, se negó a que Francia fuese excluida, invocando primero el Tratado de París mediante el que se convocaba un Congreso libre y completo de todas las potencias y más tarde aprovechando las diferencias entre los cuatro grandes para mediar entre ellos.Para tener ocupadas a las otras naciones participantes y para no herir susceptibilidades, se crearon diez comisiones especiales (en asuntos alemanes, en ríos internacionales, etc.), mientras que tres de ellas (España, Portugal y Suecia) fueron admitidas con las grandes potencias en el Comité de los Ocho. No obstante, este comité se reunió pocas veces y apenas trató asuntos importantes.Los acuerdos a los que se llegó en Viena estaban basados en tres principios: compensación por las victorias, legitimidad y equilibrio de poder. Ya que no había podido conseguir una reparación económica por parte de Francia para compensar los gastos de la guerra, las grandes potencias esperaban al menos obtener alguna compensación territorial.Gran Bretaña había conseguido ya, en el curso del conflicto, una serie de posiciones estratégicas -Helgoland en el Mar del Norte, la isla de Malta, las islas Jónicas, la Colonia del Cabo, Ceilán, Isla de Francia, Demerara, Santa Lucía, Trinidad y Tobago- que explican que mostrase menos interés en el Congreso que los otros aliados. Austria aprovechó la ocasión para desembarazarse de algunos territorios cuyo control era siempre problemático y cuya administración podía seguir planteando problemas a causa de la distancia. Tal era el caso de Bélgica y de los territorios al sur de Alemania. Pero a cambio consiguió el reconocimiento de las ricas provincias del norte de Italia, Venecia y Lombardía, que se hallaban mejor situadas. Asimismo, Metternich obtuvo la recuperación para Austria de sus antiguas posesiones en Polonia y nuevos territorios en Tyrol y en Iliria, en la costa oeste del Adriático.En cuanto a Prusia y Rusia, se enfrentaron en agrias discusiones a la hora de plantear sus reclamaciones territoriales. Rusia se había asegurado ya la posesión de Finlandia, al conquistarla a Suecia, y de Besarabia, que la había conquistado a los turcos, pero el zar reclamaba más. Quería aparecer ante Europa como el restaurador del antiguo reino de Polonia para ponerlo, naturalmente, bajo su control- y por eso pidió que el Gran Ducado de Varsovia napoleónico, con los territorios que habían pertenecido a Austria y a Prusia, le fuesen devueltos. Prusia no ponía graves objeciones si a cambio se le entregaba el rico reino de Sajonia, que había permanecido fiel a Napoleón hasta la batalla de Leipzig. Ambas naciones llegaron a un acuerdo finalmente sobre estas bases que, sin embargo, no satisfacían mucho ni a Austria ni a Gran Bretaña, las cuales no se fiaban de las ambiciones territoriales de una y otra y, sobre todo, no querían ver a una Rusia entrometida en la Europa central. Esta situación fue aprovechada por Talleyrand, quien estaba ansioso por sacar a Francia del aislamiento a la que se hallaba sometida por parte de todos los aliados. Así, propuso a Austria y a Gran Bretaña la firma de un pacto secreto mediante el cual los tres socios se comprometían a resistir a las pretensiones ruso-prusianas por la fuerza de las armas si ello era necesario. Ese tratado tripartito se firmó el 3 de enero de 1815.El tratado secreto -que pronto fue conocido ampliamente- contribuyó a deshacer la crisis y a llegar a un acuerdo que contentó a todos, excepto a los prusianos. Se le permitió al zar apoderarse de la mayor parte del Gran Ducado de Varsovia, pero Prusia y Austria conservaban parte de sus antiguos territorios en él y Cracovia era declarada ciudad libre. El rey de Sajonia permanecía en el trono, aunque casi la mitad de aquel reino se le entregaba a Prusia, junto con la Pomerania sueca y algunas posesiones en Renania, todo lo cual no fue obstáculo para que los diplomáticos prusianos fueran acusados por sus conciudadanos militares de que no habían sabido defender los frutos de su victoria.Una vez que las potencias participantes en el Congreso vieron satisfechas sus ambiciones territoriales, la atención se volvió hacia las otras áreas liberadas. Aquí fue donde Talleyrand consiguió que se aplicase el principio de legitimidad para significar que los derechos de los gobernantes europeos existentes antes de Napoleón debían ser respetados y éstos restablecidos en el poder si habían sido desalojados como consecuencia de las guerras. De acuerdo con ese principio, los tratados de Viena aceptaron la restauración de los Borbones en España y las Dos Sicilias, de la casa de Orange en Holanda, de la de Saboya en Cerdeña y el Piamonte, del Papa en sus dominios temporales de la Italia central. Sin embargo, en los arreglos territoriales de Alemania no hubo mucho interés por parte de Austria ni de Prusia en insistir sobre el principio de legitimidad para no resucitar los numerosos estados eclesiásticos y principados diminutos suprimidos en 1803.En lo que hubo unanimidad fue en la aplicación de otro principio: el del equilibrio de poderes. Metternich, Castlereagh y Talleyrand tuvieron muy presente este principio cuando se pusieron en la tarea de diseñar el mapa de la nueva Europa que salió del Congreso de Viena. Con frecuencia se ha acusado a estos hombres de haber dado marcha atrás al reloj de la Historia y de hacer caso omiso de los movimientos nacionalistas. Y en efecto, la principal crítica que puede hacérsele a estos acuerdos es la de no haber tenido en cuenta la fuerza emergente de los nacionalismos, de tal manera que territorios como Noruega, Finlandia y Bélgica fueron utilizados como peones para contentar a los firmantes de los tratados, sin atender para nada los deseos de sus habitantes. Las consideraciones estratégicas, de poder o de conveniencias dinásticas se pusieron por delante de los intereses nacionales o económicos. No obstante, hay que reconocerles a los protagonistas del Congreso de Viena, además de las enormes dificultades con las que tuvieron que enfrentarse para buscar unas vías de acuerdo entre intereses tan contrapuestos, la importancia de sus aciertos. Y entre ellos conviene recordar el establecimiento de asambleas en todos los miembros de la Confederación Germánica, la garantía de la independencia y de la neutralidad de Suiza, o su condena de la esclavitud. Además, no se mostraron insensibles ante los cambios que se habían producido desde el comienzo de la Revolución francesa, y los acuerdos a los que se llegó en Alemania y en Italia eran buena prueba de ello. Si no aplicaron el principio de nacionalidad en estos dos territorios fue por el temor a que se produjera el caos. El balance final de aquel importante encuentro no es despreciable: se logró verdaderamente un equilibrio europeo y se consiguió contentar a todos sin que se produjeran grandes agravios. Y ante todo, Viena tuvo el mérito de proporcionar a Europa casi medio siglo de relativa paz, que era en realidad lo que toda Europa deseaba en 1815.Sin embargo, cuando aún no se habían ultimado todos los detalles de las firmas de los acuerdos, llegaron noticias a Viena de que Napoleón se había escapado de su exilio de la isla de Elba y había desembarcado en Francia. En efecto, el 1 de marzo había llegado a las costas mediterráneas dispuesto a desplazar a Luis XVIII, uno de los hermanos menores de Luis XVI, a quienes las potencias habían colocado en el trono de Francia. Así daban comienzo los Cien Días, que eran el último estertor de Napoleón por recuperar el poder. Durante su recorrido hacia París, pudo comprobar cómo su reputación y su popularidad todavía permanecían intactas en muchas de las regiones por donde atravesó y, además, el revanchismo y el Terror Blanco que habían impuesto los realistas con el restablecimiento de los Borbones contribuyeron a levantar algunos entusiasmos por este retorno. El mariscal Ney, uno de sus antiguos hombres de confianza, se le unió en Auxerre cuando había sido enviado por la Monarquía para detener su avance. Napoleón consiguió entrar en París el 20 de marzo, pero las potencias, que ya habían dirimido sus diferencias en Viena, se pusieron de acuerdo para reunir un ejército con la aportación de 180.000 hombres cada una, que al mando de Wellington dispuso a acabar definitivamente con la amenaza del corso. Napoleón no pudo contar con más de 150.000 soldados, lo que lo situaba en franca inferioridad con respecto a los aliados. Sólo las tropas napolitanas de Murat le dieron su apoyo desde Italia, pero no pudieron mantenerlo durante mucho tiempo, pues fueron derrotadas por los austriacos en los primeros días de mayo. Su mayor peligro estaba situado en Bélgica, donde se hallaba el grueso de las fuerzas de los aliados. Allí se dirigió Napoleón el 12 de junio y cuatro días más tarde obtuvo en Ligny un triunfo táctico ante las tropas prusianas del general Blücher. No obstante, el 18 de ese mismo mes, en las alturas de Waterloo, a pocos kilómetros al sur de Bruselas, el ejército aliado encabezado por Wellington consiguió vencer a Napoleón en una batalla que ha quedado para la Historia como símbolo de la derrota sin paliativos.El 22 de junio Napoleón abdicaba por segunda vez y el 15 de julio se entregaba al comandante del navío inglés Bellerophon en el puerto de Rochefort, escapando así a una segura ejecución por parte de las tropas prusianas que lo perseguían a muerte. En octubre fue conducido por los británicos a un nuevo exilio, esta vez más seguro, en la isla de Santa Elena, en al Atlántico sur. Allí, como afirma su biógrafo Lefèbvre, "mediante un último destello de su genio, y no el menor, olvidó, al dictar sus Memorias, todo lo que de personal tuvo su política para quedarse únicamente como el jefe de la Revolución armada, liberadora del hombre y de las naciones, que por sus manos, había rendido su espada".Luis XVIII fue repuesto en el trono, en lo que se llamó la Segunda Restauración, pero en esta ocasión iba a reinar sobre un reino más reducido. La Segunda Paz de París, firmada el 20 de noviembre de 1815, privaba a Francia de una serie de posiciones estratégicas en el norte y en el este y reducía su población en casi 500.000 habitantes. Además, ahora tenía que pagar una indemnización de 700.000.000 de francos y aceptar un ejército de ocupación durante tres años al menos. Francia se veía así humillada y aislada, a pesar de los esfuerzos de Talleyrand en Viena por mantenerla entre las grandes potencias europeas.Al mismo tiempo que se firmaba el tratado de París de 1815, las cuatro potencias aliadas -Austria, Rusia, Prusia y Gran Bretaña- firmaban otro tratado que perpetuaba la Cuádruple Alianza y se comprometían a convocar en el futuro otros congresos diplomáticos para el mantenimiento de la paz y del statu quo que se había conseguido en Chaumont, Viena y París. El zar Alejandro fue todavía más lejos y, dando rienda suelta a su inspiración personal, quiso que los grandes principios de paz, clemencia y buena voluntad recíproca que debían constituir los fundamentos espirituales para la conservación tanto de la sociedad moderna como de las fronteras y de los gobiernos, fueran suscritos por todos los soberanos europeos. Así pues, indujo al rey de Prusia y al emperador austriaco a formar con él la Santa Alianza, mediante la cual, como rezaba el texto firmado el 26 de septiembre de 1815, los tres soberanos "Declaran solemnemente que el acta presente no tiene más objeto que el de manifestar frente al Universo su determinación inquebrantable de no tomar como regla de conducta, tanto en la administración de sus Estados respectivos como en sus relaciones políticas con todos los demás gobiernos, más que los preceptos de esta religión santa, preceptos de justicia, de caridad y de paz, que lejos de ser únicamente aplicables a la vida privada, deben por el contrario influir directamente en las resoluciones de los príncipes, y guiar todos sus pasos como único medio de consolidar las instituciones humanas y de remediar sus imperfecciones".La Santa Alianza ha sido considerada a veces por la historiografía como un instrumento maléfico para poner en práctica una política fanáticamente reaccionaria, dispuesta a mantener a toda costa los principios del Antiguo Régimen. Pero en realidad, como ha puesto claramente de manifiesto G. Bertier de Sauvigny, el documento fue firmado por Austria y Prusia únicamente por razones de cortesía y la Santa Alianza nunca funcionó como instrumento operativo porque, sencillamente, nadie se lo tomó en serio. Es más, el nombre de la Santa Alianza no apareció en ningún documento diplomático, por lo que habría que concluir con Friedrich von Gentz, el íntimo colaborador de Metternich, que se quedó en una "nullité politique".La Santa Alianza no funcionó porque apelaba a la antigua noción de la unidad de la Cristiandad que, a su vez, presuponía la existencia de una comunidad de Estados basados en unos principios idénticos y organizados como monarquías legitimistas. En cambio, la Cuádruple Alianza se basaba en el establecimiento de un equilibrio de poder entre los Estados, asumiendo las rivalidades que pudiesen existir entre ellos independientemente de sus respectivos sistemas de gobierno. Su propósito de que las grandes potencias se reunieran periódicamente en congresos para controlar ese equilibrio de poderes y resolver las posibles disputas entre ellos, resultaba más viable. Eso explica que Gran Bretaña firmase el tratado de la Cuádruple Alianza y no el de la Santa Alianza. El sistema de Congresos de 1815 pudo proporcionar a las naciones europeas un mecanismo realista y eficaz para seguir y controlar los cambios pacíficos mediante las consultas periódicas entre las grandes potencias. Su desgracia fue que se convirtió en un instrumento en las manos de Metternich, el cual con propósitos claramente conservadores, trató de utilizarlo para impedir los cambios en una época en la que éstos pugnaban con gran ímpetu para imponerse a las fuerzas conservadoras.

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