6/12/07

La decadencia de la civilización antigua


En el libro ROMA De los orígenes a la última crisis de Eudeba
El desarrollo histórico ignora las interrupciones. Después de Diocleciano y de Constantino, el Imperio Romano continuó existiendo por muchos siglos. Pero ahora se dividía en dos partes: el Imperio de Occidente, con Roma por capital, la Roma de los romanos, y el Imperio de Oriente, llamado comúnmente "Bizantino", porque su capital Constantinopla, o Roma de los Romaioi fue fundada por Constantino en el emplazamiento de la antigua Bizancio. Ya he descrito el sistema de gobierno de este nuevo Imperio Romano. Tanto en Oriente como en Occidente, sus rasgos esenciales continuaron manteniendo las formas que les habían da­do Diocleciano y Constantino. La estructura que construyeron, como ya lo hemos visto, era en conjunto nueva: era extraña a las concepciones grecorromanas del Estado y se hallaba más en ar­monía, aunque no total, con las teorías políticas del Oriente iranio y semítico. Todavía se conservaban restos de la antigua constitu­ción: aún se usaba la vieja fórmula Senatus populusque Romamis, en ambas capitales había sendos Senados y se mantenían algunos títulos de magistrados, tales como el de "cónsul".
Las características principales de la vida de este nuevo imperio se pueden describir del modo siguiente. El Imperio de Occidente se fue disgregando en sus partes constitutivas, es decir Italia y las antiguas provincias, y esas partes fueron gobernadas, con el tiempo, por los jefes de las diferentes tribus germánicas que se habían apoderado de esta o aquella parte del mundo ro­mano. Este fenómeno no es enteramente nuevo, porque incluso en la época de Diocleciano, Constantino y sus inmediatos sucesores, los germanos predominaban en el ejército y en la corte imperial. En el Imperio de Oriente, el proceso de disolución es mucho más lento y las viejas tradiciones se conservan con más tenacidad. Pero, por otra parte, la influencia de Oriente es más fuerte y el gobierno tiende, cada vez con mayor empuje, a parecerse a un despotismo oriental. El centro de gravedad del Imperio de Oriente se desplaza de la península balcánica al Asia Menor.
Al mismo tiempo, los países que habían sido otrora los prin­cipales centros de la vida civilizada y política van decayendo poco a poco y el lugar que dejan vacío es ocupado por regiones de Asia y Europa que hasta aquel entonces habían desempeñado un papel secundario en la historia. Aunque la política y la economía de aquel tiempo todavía se pueden denominar "mediterráneas", otras regiones de Asia y Europa que no tenían relación con ese mar fueron cobrando una importancia decisiva en la historia de la huma­nidad. Esos países eran el norte de Alemania, el norte de Francia, Gran Bretaña, los países escandinavos y el centro y norte de Rusia, todos ellos en Europa; Persia, bajo la dinastía sasánida, y los mongoles, en Asia. En esos territorios del norte y sureste surgían, poco a poco, instituciones políticas, sociales y económicas que es­taban destinadas a determinar la evolución futura de la raza hu­mana.
La historia de los antiguos centros de civilizaciones se transforma, cada vez más, en una historia de disolución y decadencia. Las viejas instituciones son remplazadas por condiciones absolutamente primitivas. En la esfera social, económica e intelectual, hay una regresión ininterrumpida hacia la barbarie. Es de especial interés un rasgo característico de la situación económica: el cambio completo de los métodos agrícolas a través del Imperio. El cultivo científico respaldado con capital e inteligencia es sustituido totalmente por un sistema que se limita a escarbar la super­ficie de la tierra y se hunde, cada vez más, en la rutina más primitiva. Por muy extensos que fueran los dominios poseídos por la nueva aristocracia imperial, sin embargo, la agricultura se basa en el cultivo del suelo por parte de los pequeños campesinos sea como propietarios, sea como arrendatarios. A lo largo y ancho de todo el Imperio, el campo queda en manos del pequeño campesino, aunque las tierras pertenezcan al emperador o a los grandes terratenientes e incluso cuando el propio pequeño campesino sea poseedor de su tierra o la arriende en los distritos urbanos. La vida económica del Estado, en su conjunto, y la de las clases dirigentes del imperio y de las ciudades se basa en estos pequeños campesinos. Por esta causa, no hay razón alguna para aumentar el área de cul­tivo y, más bien, se limita. Este proceso de empequeñecimiento puede seguirse en Egipto, país del que poseemos testimonios es­critos y se puede probar incluso con cifras; el mismo proceso se realiza en todo el Imperio.
El problema fundamental para el Estado y los propietarios particulares era hallar mano de obra para el trabajo agrícola. Tierra había en cantidad ilimitada. La cuestión era encontrar arrendatarios que quisieran pagar una renta y mano de obra que estuviera dispuesta a trabajar el suelo. Ya no había posibilidad de basar la industria en el trabajo servil. La escasez de mano de obra es prueba evidente de que la población del imperio ya no iba en aumento sino que, por el contrario, disminuía. El bajo por­centaje de nacimientos y la rápida extinción de las familias entre los ricos, que tanta preocupación había producido en los primeros días del imperio, se fue extendiendo a las capas inferiores y se convirtió en un aspecto notable en la vida de las clases trabajado­ras en general. Tenía menos importancia, en relación, la tenden­cia de los trabajadores agrícolas a abandonar la tierra, porque esto era una mera redistribución de la población. La decadencia de la industria y el comercio detuvo la marcha de los campesinos hacia las ciudades, y es muy improbable que haya habido alguna vez un verdadero éxodo de mano de obra hacia lugares situados fuera del Imperio. Las clases laboriosas iban desapareciendo tan rápida­mente como las clases superiores y los vacíos se iban llenando con recién llegados y extranjeros: bárbaros del otro lado del Rin y del Danubio, germanos e iranios, reforzados más tarde por eslavos. Este nuevo elemento resultaba demasiado fuerte para que la po­blación existente lo pudiera incorporar y asimilar. Los extranjeros adoptaron las lenguas romances, pero nada más. Después de co­menzar por las partes periféricas del Imperio, esa inundación de mano de obra extranjera cubrió las partes centrales y dio lugar a una mayor decadencia en la técnica agrícola y, por ende, en la productividad del suelo.
Debido a la menor extensión del área de cultivo y a los pobres frutos del suelo, la clase agrícola fue cada vez menos capaz de pagar impuestos y su poder adquisitivo cayó bruscamente. Cada poseedor trataba de producir lo que necesitaba sin recurrir a otros. La moneda fue perdiendo importancia en la vida del pequeño cam­pesino o del gran señor e incluso del propio Estado. Aunque no ocurriera en las transaciones comerciales, en cambio en los tratos entre el propietario y el cultivador o entre ambos y el Estado, los pagos se hacían casi siempre en especie, mediante la entrega de una parte de la producción.
La situación del comercio y de la industria era asimismo de­sastrosa. La actividad industrial, que tanto había prosperado en muchos aspectos en los primeros tiempos del Imperio y había tra­bajado para un mercado local más o menos extenso, ahora aminoro su producción, se debilitó y, finalmente, se extinguió. Con ella, murió también el intercambio local dentro del Imperio. Las únicas ramas de la industria que funcionaban a pleno rendimiento eran las industrias vitales para el Estado. Pero ya hemos visto antes que ese tipo de actividades fue pasando de manos de la empresa privada a las del Estado. No sabemos con exactitud hasta qué punto el Estado emprendió la venta de los artículos producidos en las factorías; pero no es probable que buscara un monopolio general del comercio y de la industria. Por supuesto, el trueque de productos entre las diferentes partes del Imperio, y también entre éste y sus vecinos continuaba todavía. Pero aunque el Estado se ocupaba del transporte de co­sas que requerían la corte, el ejército, los funcionarios y la pobla­ción de las capitales, el comercio con esa excepción, se dedicaba fundamentalmente a los artículos de lujo importados de les países orientales y, como es natural, se hallaba en manos de comerciantes orientales, sirios, levantinos y judíos. Sus mejores clientes se ha­llaban entre la nobleza rica y, en especial, en la corte, que se hacía cada vez más oriental en su aspecto externo. La magnifi­cencia oriental con sus colores abigarrados, su decoración recarga­da, su tendencia a los adornos personales de excesivo tamaño y peso, todas esas cosas ejercían una fuerte atracción sobre los ele­mentos iranios y germanos que en aquel entonces dominaban casi por completo las capas superiores de la sociedad. El mero tamaño, sin refinamiento alguno, se puso de moda en la corte y en la aris­tocracia.
Tales condiciones económicas minaron la prosperidad de las ciudades. Las grandes ciudades y las capitales resistieron por más tiempo. En el siglo IV todavía se erigían espléndidos edificios en Roma, pero en el siglo siguiente se inició un proceso gradual de decadencia. La nueva capital, Bizancio, se convirtió en una capital mundial, pletórica de lujo y adornada con una imponente y mara­villosa arquitectura, en especial palacios e iglesias. Las grandes ciudades marítimas, Alejandría, Antioquía, Éfeso y Cartago, aún sobrevivían; también podemos clasificar entre las sobrevivientes a las ciudades en donde tenían sus cortes los copartícipes del poder imperial, Ravena, Mediolano (Milán), Tréveris, Nicomedia, Ni­cea, pero es de notar que el nacimiento de nuevas ciudades en las provincias, que todavía era corriente en tiempos de Adriano, había cesado. Al mismo tiempo, el pulso vital de la mayoría de las ciu­dades provinciales comenzó a latir cada vez con más lentitud. Los únicos edificios nuevos eran iglesias y monasterios cristianos; las viejas construcciones se mantenían en pie con dificultad. En las ciudades crecía la yerba. Los nobles repartían su tiempo entre las capitales y sus villas, que estaban situadas como palacios for­tificados en el centro de sus grandes fundos. No es de extrañar, pues, que no volvieran a levantarse más las ciudades de los con­fines del Imperio que los bárbaros destruían en ocasiones.
[pagebreak]El aspecto social del Imperio corresponde a los cambios eco­nómicos que ya hemos descrito. Se mantuvo tal como era en tiempos de Diocleciano y Constantino, es decir, tal como había llegado a ser en la época crítica del siglo m. La clase superior de la sociedad estaba compuesta por el emperador, su familia y los cortesanos, los oficiales del ejército, la alta jerarquía eclesiástica y la burocracia; gozaba de todos los privilegios y dis­frutaba de una vida, en mayor o menor grado, muy civilizada. Todos los miembros de la clase dirigente poseían, en mayor o me­nor escala, riquezas invertidas en bienes raíces. Luego venían los comerciantes y especuladores, personas acomodadas y hasta ricas; la mayoría de ellos eran semitas. La clase media urbana, rasgo característico de comienzos del Imperio, estaba en vías de desapa­rición. Las viejas familias de la clase media se extinguían; las que sobrevivían se iban confundiendo con el populacho de las gran­des ciudades que trabajaba para el Estado y era mantenido por éste, o bien se mezclaban con la población rural que trabajaba en servidumbre para el Estado o los grandes terratenientes. Aun­que todavía subsistía como institución, la esclavitud había perdido toda su importancia económica; los esclavos no desempeñaban ya ningún papel en la agricultura, el comercio o la industria: su única función era servir en las grandes casas de los ricos y de los nobles.
De ese modo, la energía y la fuerza de trabajo se agotó, el gusto se hizo más vulgar y solo un pequeño grupo de privilegiados re mantuvo en la superficie de un mar de extremada pobreza. De semejante estado de cosas podemos colegir la condición intelectual de aquella época. Aún existían las escuelas y continuaban traba­jando. Pero no atraían a nadie, salvo a las clases superiores, y se dedicaban enteramente a la tarea de instruir a sus discípulos para el servicio civil del Estado. El plan de estudios no había cambiado; la. instrucción general elemental consistía en el aprendizaje del griego o del latín, o bien de ambos, y un conocimiento de los clá­sicos más importantes; en la educación superior se agregaba la retórica, el adiestramiento en la escritura y la oratoria y la adqui­sición de conocimientos jurídicos.
En la esfera de la jurisprudencia aún existía vida y actividad creadora. Gracias a las obras de eminentes juristas, tales como Paulo, Papiniano y Ulpiano, del siglo III, el Derecho Romano se fue convirtiendo, poco a poco, en la ley de todo el mundo civilizado. La teoría y la práctica seguían dándose la mano y la una fertili­zaba a la otra. La tendencia general de ambas era la de hacerse cada vez más humanas; encontramos un magnífico ejemplo de esta humanización en el mejoramiento de la condición de los es­clavos.
La filosofía también continuaba viviendo, pero tendía a limi­tarse a un estrecho círculo. Al mezclarse con la religión, se hizo cada vez más difícil distinguirla de la teología. Después de Plotino no hallamos genios nuevos y creadores entre los filósofos. El re­surgimiento del platonismo fue el último refugio del pensamiento "pagano" y el último baluarte de la sabiduría y la erudición an­tiguas.
Tampoco había muerto la literatura. En los dos sectores del mundo antiguo, el latino y el griego todavía surgían escritores en verso y prosa, pero eran como flores de invernadero. Los autores escribían para un pequeño círculo de lectores cultos y aristocráti­cos. Su técnica suele ser casi perfecta, pero se funda en la repeti­ción de fórmulas y temas del pasado. Como típicos representantes de esa poesía otoñal, tan formalista y retórica, ' la mitad latina del mundo ofrece los siguientes nombres: Claudio Claudiano, grie­go romanizado y poeta épico, Rutilio Namaciano, natural de Galia, que escribió, hacia el año 400 d. C, un poema elegiaco en el cual glorificaba a Roma, y Ausonio, otro galo romanizado, maestro de la forma, que muestra una verdadera inspiración poética al des­cribir su viaje por el Mosela, hacia el 370. En la sociedad culta eran más populares los ejercicios puramente retóricos, en forma de cartas o discursos, que dieron fama a Simaco, y le sirvieron en su tenaz lucha en defensa de la fe y la cultura antiguas. Simaco era nativo de Occidente; hacia el mismo tiempo, el Oriente produjo las cartas y discursos del emperador Juliano y de su contempo­ráneo Libanio de Antioquía. En el campo de la historia, registra­mos el nombre de Amiano Marcelino (350-400), gran pensador y fino observador, que se dedicó a continuar la obra de Tácito. Pero en toda esta actividad no existía vida real: todos los autores men­cionados y docenas de otros escritores, filósofos y poetas, de fines del siglo III y de los dos siglos siguientes, llevan el sello del can­sancio, del desaliento y de la desesperación.
Solo la literatura cristiana tenía auténtica vitalidad. Crecía incesantemente el número de lectores que se sentían atraídos y conmovidos por ella; un impulso cada vez mayor y constante la inspiraba y le daba fuerzas en la lucha incruenta contra los pala­dines del mundo antiguo y contra los disidentes de su propio campo; se enriqueció en el contacto cada vez más íntimo con la sabiduría antigua, de la que extrajo todo lo que necesitaba en su misión de dar una educación cristiana a todos los subditos del Im­perio. En cuanto a la forma, esa literatura no podía rivalizar con los grandes paladines del pasado, pero estaba pletórica de nuevas ideas y era fuerte en su vínculo con la masa del pueblo y en el interés que despertaba. Es verdad que era unilateral y estrecha; la religión y la teología eran sus temas principales, pero acabó por incluir otros aspectos y trató de cristianizar la retórica y la his­toria, y de influir en las escuelas. En las provincias surgió cierto número de escuelas literarias. En los siglos, IV y V d. C, las figu­ras más eminentes son los Padres Africanos, tales como Lactancio (hacia 325) y Agustín (354-430). Fueron precedidos por Tertulia­no, a fines del siglo II, y Cipriano, un siglo más tarde. Estrellas brillantes que adornan a la cristiandad latina son Ambrosio, obispo de Milán, en la segunda mitad del siglo IV, y el sabio Jerónimo, que vivió del 335 al 420.
Todavía fue más vigorosa la vida del cristianismo en Oriente. El siglo IV fue la culminación de un copioso y pujante crecimiento de la literatura. Atanasio de Alejandría, Eusebio de Cesárea, Gre­gorio Nacianceno y Juan Crisóstomo echaron los cimientos de la poesía y de la teología cristianas. Hay que observar que la mayo­ría de esos hombres nació en los confines y no en el centro del mundo helenístico. Esta literatura cristiana nos pone en presencia de un nuevo mundo y de nueva gente, cuyos actos están más allá del alcance de la historia antigua. Estos escritores salieron victo­riosos en su lucha con los representantes del pasado, pero no debe­mos olvidar que también ellos brotaron de la civilización antigua y erigieron el nuevo edificio sobre los antiguos cimientos.
El desarrollo de las artes plásticas —escultura, pintura y arte aplicado— no difirió del de la literatura. Todavía estaba vivo el arte helenístico-romano. La arquitectura florecía. Aunque el arco triunfal de Constantino es un verdadero mosaico hecho con peda­zos de artes similares pertenecientes a la época de Domiciano y de Trajano, sin embargo, muchas otras construcciones —los baños de Diocleciano en Roma, sus palacios de Spalato y Antioquía, los ba­ños y la basílica de Constantino en Roma— son originales e im­ponentes; esas construcciones deben el efecto que producen a la amplitud y libertad del trazado, a la maestría con que se pone en juego la luz y el aire dentro de colosales murallas y a la singular variedad de sus techos abovedados; impresionan al espectador por su conquista del espacio, el esplendor masivo de su decoración y la imponente variedad de colores. No se puede considerar, en ver­dad, como el más noble producto de la arquitectura antigua, pero no se debe negar a los autores ni el impulso creador ni el poder de encarnar ese impulso en formas espléndidas y bien proporcionadas. Aún tardó en agotarse ese impulso: precisamente, en tiempos de Justiniano se levantó esa maravilla de la arquitectura que llama­mos Santa Sofía. Y, más tarde aún, se erigieron magistrales cons­trucciones en Oriente y Occidente, por obra de un arte que estaba trabajando para la Iglesia y el Estado, pero en especial para la primera.
La decadencia en cuanto a originalidad y fuerza se nota más en la pintura y la escultura. Los bustos de muchos emperadores con su sombría magnificencia, nos dan un vivido cuadro del peso y la solidez característicos del Imperio, pero la escultura, como la arquitectura, había perdido gracia, habilidad técnica, atención al detalle y tratamiento cuidadoso de lo individual. Poco sabemos de la pintura, pero, también en esta rama, se había dejado a un lado la belleza y armonía en la composición, las tiernas considera­ciones al detalle, para dar paso a pomposos efectos de color.
Parece, pues, que el debilitamiento del poder creador en todo el Imperio se advierte menos en el arte que en otras esferas de la actividad humana. Como en otras épocas de la historia, el arte siguió su carrera individual, reflejando con brillantez y fuerza creadora la vida que lo rodea y las ideas y sentimientos de sus contemporáneos. Como es natural, su cometido principal fue ha­llar formas adecuadas para los puntos esenciales del credo cristia­no; por eso, los arquitectos tendieron a hacer iglesias cristianas, o casas de oración, tan perfectas como fuera posible, con sus corres­pondientes adornos de pintura, mosaico y escultura.
Aunque utilizaba las formas y técnicas del arte antiguo, este nuevo arte cristiano se iba separando resueltamente de aquél. Las figuras realistas y el adorno sutil del estilo grecorromano de los tiempos imperiales, así como todo su simbolismo e impresionismo, se descartaron en el penoso esfuerzo por encontrar formas artísticas que encarnaran a las personas y símbolos caros a todos los cristianos. En el transcurso del tiempo, las figuras centrales de la religión cristiana y de su culto, Cristo y la Madre de Dios, hallaron su expresión típica en formas en que un nuevo impulso artístico y un sentimiento religioso fresco y profundo iluminan la vieja técnica. Al mismo tiempo, casi todos los adelantos obra de antiguos artífices se habían conservado y se hicieron nuevos progresos al correr de los años. Cierto es que encontramos menos refinamiento y elaboración y cierta tendencia, consciente o inconsciente, hacia el arcaísmo, pero en todo este arte no se siente el halo de la muerte, sino, por el contrario, el aliento y el empuje de una vida nueva. El arte aplicado sufrió menos por el cambio de pensamiento que trajo aparejado el cristianismo, aunque la Iglesia, natural­mente necesitó de sus servicios y adaptó las viejas formas y la antigua técnica a las exigencias del culto cristiano en su nuevo y más espléndido marco. Pero este arte no fue tanto un servidor de la Iglesia como de la corte y de los pequeños grupos de hombres acaudalados. Se subordinó, pues, a sus cambiantes gustos. La nueva aristocracia no era capaz de valorar la elegancia del antiguo arte industrial; necesitaba un alimento más vulgar y más condi­mentado. Deseaban que sus adornos, vestidos, joyas y mobiliario atrajeran la atención del espectador y lo asombraran. Esa deman­da podía ser satisfecha por Oriente, en especial, el Oriente iranio, que había sufrido en menor escala la influencia helenística y, por consiguiente, era inferior a Siria y Egipto en cuanto a elegancia y refinamiento. Así, pues, el arte aplicado de Irán y Asia Central llegó por varios caminos y derrotó a los competidores en todo el Imperio; así se proclamó una vez más el triunfo de la masa, la variedad de color, y la nitidez y dureza de las líneas; en suma, todos los rasgos peculiares del arte oriental en sus primeras ma­nifestaciones.
El mundo antiguo envejeció poco a poco, alcanzó la decrepi­tud y, finalmente, se redujo a polvo. Pero una nueva vida surgió entre sus ruinas y, así, se levantó el nuevo edificio de la civilización europea sobre unos cimientos que se habían mantenido firmes y sanos. El nuevo edificio creció, piedra sobre piedra, pero sus líneas principales estaban determinadas por la antigua subestruc-tura y muchas de las viejas piedras -volvieron a usarse. Aunque aquel mundo había envejecido, nunca, en realidad, murió ni des­apareció: vive en nosotros, como sólida base de nuestro pensa­miento, de nuestra actitud ante la religión, de nuestro arte, de nuestras instituciones políticas y sociales, e, incluso, de nuestra civilización material.

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