Medio siglo antes de que Lutero publicase las 95 tesis sobre las indulgencias e iniciase de ese modo la ruptura del catolicismo, la Reforma católica o los esfuerzos de renovación religiosa en el seno de la Iglesia habían comenzado, aunque tímidamente, en Italia y España, sin que fueran interrumpidos por el cisma luterano. El proceso sólo cristalizó, sin embargo, bajo el pontificado de Paulo III, cuando sometida la Curia y escindida la fe en el centro y norte de Europa, la obra del Concilio de Trento extendió la Reforma por todo el orbe católico. En esa primera fase participaron, desde distintos puntos de partida religiosos, hermandades de laicos empeñados en la práctica de la caridad y del apostolado y, también, eclesiásticos y príncipes preocupados por la reforma del clero. En Italia surgieron a lo largo del siglo XV asociaciones de laicos, bajo el nombre de oratorios o hermandades, dirigidos casi siempre por miembros de órdenes mendicantes, dedicadas a fines caritativos, al auxilio de pobres vergonzantes o a la hospitalidad y beneficencia de enfermos incurables. San Bernardino de Feltre fundó en Vicenza, en 1494, un Oratorio, cuyos miembros visitaban una vez por semana a los enfermos y pobres. Con fines apostólicos y de santificación personal surgió en Génova, en 1497, por iniciativa del laico Ettore Vernazza, una asociación compuesta por 36 laicos y cuatro sacerdotes llamada la "Fraternitas divini amoris sub divi Hieronymi protectione". Además de practicar la caridad con los enfermos incurables de un hospital levantado por el fundador, la "Fraternitas" aspiraba al mismo tiempo a la perfección de sus miembros mediante ejercicios comunes de piedad, de tal modo que el ejercicio de la caridad fuese unido a la oración y al pensamiento en Dios. El ejemplo de Vernazza se extendió por toda Italia: aparecieron hermandades y oratorios en Nápoles, Milán, Cremona, Roma y Brescia. Como medio de perfección cristiana, pero con distintos fines, un laico veneciano, Paolo Giustiniani, fundó en 1505 una pequeña asociación de estudios bélicos y patrísticos. La experiencia, entre intelectual y mística, fraguó en la creación de un monasterio en Camaldoli, desde donde Giustiniani y sus compañeros dirigieron un memorial a León X sobre la reforma de la Iglesia, que no sólo presentaba la originalidad de anticiparse a las ideas maestras de la reforma tridentina, sino que sugería la necesidad y el método para una unión con las Iglesias orientales. Estas hermandades y oratorios de laicos no constituyen pruebas aisladas de la Reforma que, al margen de la jerarquía católica, se estaba produciendo en la Iglesia. De aquellas instituciones nacieron, coincidiendo con el Cisma y la Reforma luterana, algunas órdenes religiosas católicas en la primera mitad del siglo XVI. De su ejemplo de santidad, por su influencia o paralelamente a su proliferación, se produjo también la renovación de las órdenes mendicantes medievales. Precisamente, la fundación de la orden de los teatinos, una sociedad de clérigos sobre la regla de san Agustín, confirmada oficialmente en 1524, partió del oratorio romano. El objetivo fundamental de la orden era la renovación del estado eclesiástico mediante el cumplimiento riguroso de los deberes sacerdotales, para lo cual se insistía en la necesidad y en el cuidado del rezo del breviario, en la celebración piadosa de la misa, en la predicación y el apostolado. Los barnabitas, una congregación sacerdotal cuya finalidad era el apostolado por medio de misiones populares, fue fundada en 1533 por el médico y sacerdote san Antonio María Zaccaria. Para el ejercicio de la caridad y la atención a los niños huérfanos, san Jerónimo Emiliani fundó en 1540 una orden religiosa (los somascos), que tenía su principal establecimiento en Somasca y en cuyo origen está la influencia de los oratorios venecianos. Igualmente relacionada con el Oratorio de Brescia está la fundación de las ursulinas por santa Angela Merici, en 1535, para la educación de niñas abandonadas. Las órdenes mendicantes italianas y españolas también fueron renovadas. Los objetivos perseguidos por los responsables de las reformas fueron en todas partes los mismos: restablecimiento de la vida monacal, cuidadosa formación moral y teológica de los clérigos regulares y recuperación de la disciplina monástica. En España, desde finales del siglo XV, la reforma había comenzado por iniciativa de la Monarquía, que contaba con el beneplácito y la colaboración de los superiores de las órdenes y del episcopado. La expansión que la orden de san Jerónimo conoció en el siglo XV constituyó una de las primicias más importantes en la renovación de la espiritualidad conventual. El impulso regio desde finales de esa centuria hizo que con permiso papal fueran enviados visitadores generales a los monasterios de clarisas y a los conventuales franciscanos, que fueron reformados desde 1493 por su provincial castellano, Cisneros. La reforma de los dominicos, cuyo impulsor fue fray Diego de Deza, siguió parecida suerte. Por su parte, los agustinos recibieron visitadores y reformadores frecuentes con apoyo pontificio y regio entre los años 1497 y 1511, y los trinitarios y mercedarios entre 1500 y 1512. De ese modo, puede considerarse que la reforma católica, tan solicitada por los humanistas cristianos, había comenzado en España antes de que Lutero rompiese con la Iglesia. En España, finalmente, tuvo su origen la Compañía de Jesús, la orden religiosa que más empeño y más ideas puso y aportó a la reforma del catolicismo universal, el instrumento más eficaz de la renovación de la Iglesia.La reforma de la Iglesia se inició durante el siglo XV y afectó, en primer lugar, a sus miembros. Era necesario extenderla a todo el cuerpo, incluida la cabeza. La fundación de la Inquisición romana para evitar la difusión por Italia del luteranismo; la reforma de la Curia, con la inclusión en su nómina de cardenales de estricto sentido eclesiástico, aliados con la renovación y enemigos del espíritu mundano que la había caracterizado; y los intentos por imponer la residencia a los obispos, constituyeron los primeros elementos represores y reformadores del programa de Paulo III (1534-1549). Pero, sin duda alguna, su mayor servicio a la Reforma católica fue la convocatoria, también deseada por el emperador Carlos V, del Concilio de Trento. Aunque se suspendieron las dos primeras convocatorias papales que ordenaban celebrarlo en Mantua y en Vicenza, la propuesta que hizo Carlos V de que tuviera lugar en Trento, como territorio del Imperio, fue aprobada por el Papa, quien lo convocó en mayo de 1542. Sin embargo, las guerras entre Carlos V y Francisco I produjeron, de nuevo, la suspensión del Concilio en septiembre de 1543. Únicamente la paz de Crépy (1544), en cuyo protocolo se declaraba que Francia enviaría al Concilio obispos y legados, pudo impulsar una nueva y definitiva convocatoria en noviembre de 1544. La apertura, que sufrió una excesiva y desesperanzadora demora, tuvo lugar en diciembre de 1545. Dos años más tarde el Concilio trasladó su sede a Bolonia, fue suspendido en 1549, reanudado en 1551, suspendido en 1552, abierto en 1562, interrumpido por la firma de la paz de Cateau-Cambrésis, y clausurado en enero de 1564. El Concilio de Trento afrontó problemas dogmáticos como la precisión de la fe católica contra los errores del protestantismo, aunque las cuestiones de la primacía papal y del concepto eclesial no se modificaron. Reafirmando la doctrina tradicional, el Concilio fijó el contenido de la fe católica. En primer lugar, se estableció que Dios ha creado al hombre bueno y éste, a pesar del pecado original que corrompió su naturaleza, conserva su libre albedrío y su aspiración al bien. En segundo lugar, la fe se funda sobre la Sagrada Escritura, explicada y completada por los padres de la Iglesia, los cánones de los concilios y el magisterio de la Iglesia. Con relación a la cuestión de la justificación por la fe, la doctrina que establece el Concilio de Trento difiere notablemente de la mantenida por Lutero. Según éste, Dios nos justifica atribuyéndonos los méritos de su Hijo. Para la Iglesia reunida en Trento, Dios nos hace justos transformándonos por la acción de la gracia. Por otra parte, el Concilio estableció que la misa es un sacrificio que renueva el de la cruz, y afirmó, con relación a la Eucaristía, la presencia real, la conversión de toda la sustancia del pan en el cuerpo de Cristo, y de toda la sustancia del vino en la sangre, no permaneciendo más que las apariencias del pan y del vino. Sobre el concepto de Iglesia, el Concilio mantuvo que Dios quiere la Iglesia y que ésta es una, santa, universal y apostólica, está inspirada por el Espíritu Santo y es infalible en materia de fe. Por otra parte, el Concilio abordó plenamente la reforma del clero al desterrar los abusos denunciados desde la Baja Edad Media. Por lo que se refiere a la obra pastoral y disciplinaria de Trento, sus decisiones fueron, con el tiempo, trascendentales. La reforma del episcopado fue objeto de abundantes discusiones y decretos: se reguló el deber de residencia, de visita pastoral diocesana, de predicación y de convocatoria frecuente de sínodos. Parecidas recomendaciones de residencia, predicación, cura de almas, vida austera, uso del traje talar, etc., se hicieron a los párrocos. La novedad que el Concilio presentó en esta materia se refería al celo que en adelante habría de ponerse en la selección, formación moral, teológica y doctrinal de los curas, para lo cual se pedía a los obispos que se establecieran seminarios diocesanos, de tal manera que se evitaran los abusos denunciados y se llevase a cabo la reforma real de los ministros seculares de la iglesia. Las decisiones del Concilio no agotaron la crisis de la Iglesia. Territorialmente, el catolicismo era monolítico en España, Portugal e Italia y presentaba dificultades en Polonia, pero estaban perdidas distintas regiones de Francia y el norte de Alemania, se había consumado el cisma inglés, aunque Irlanda permanecía católica, estaba en peligro el corazón del Imperio, Austria, Bohemia y Hungría, se presentaba dividida Suiza y los Países Bajos y estaba escasamente fortalecido en el sur y en el oeste alemán, mientras que en los países escandinavos el avance del protestantismo era definitivo. Sin embargo, antes de que finalizara el siglo XVI, la vida de la Iglesia se renovó gracias a la ejecución de los decretos y del espíritu reformador conciliar, cuya responsabilidad correspondió a los Pontífices que ocuparon la sede romana desde 1565 hasta 1585 (Pío V, Gregorio XIII y Sixto V). A sus nombres van unidos obras trascendentales, como la conclusión del Catecismo cuya elaboración comenzó durante el Concilio de Trento (Pío V), la restauración del culto, la reforma de la administración eclesiástica, la fundación y organización de colegios romanos para sacerdotes (Gregorio XIII), la reorganización profunda de la Curia y de la distribución de los asuntos de gobierno, la implantación de las visitas obligatorias de los obispos a Roma para informar del estado de sus diócesis, la revisión de la "Vulgata", etc. (Sixto V).
14/12/07
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