6/12/07

AL ANDALUS


Los elementos musulmanes presentes en la cultura, el idioma, el arte o incluso en muchas de las costumbres españolas, sobre todo en las andaluzas, son un claro exponente del peso tan significativo que tuvo la permanencia islámica en la península Ibérica. Esa presencia se prolongó durante ocho siglos a lo largo de los cuales se desarrolló una sociedad que, sobre todo en sus momentos de máximo esplendor, fue uno los núcleos más activos, cultos y creativos de la civilización musulmana a lo largo de la historia.
La realidad social de al Andalus es un hecho de importancia trascendental para la historia de España y Portugal. Formado a partir de los años 711 a 756, coexistió con los reinos cris­tianos, al principio como vencedor y señor, después como vencido y subordinado, durante el largo período llamado de la Reconquista (siglos VIII al XV), pese a lo cual el intercambio cultural entre ambos bandos fue extraordinario.
Su defunción política fue firmada en las capitulaciones entre el último monarca musulmán, Boabdil (Muhammad XI), y los Reyes Católicos en el Real de Santa Fe (Granada), el 25 de noviembre de 1491, y proclamado públicamente desde la torre de la Vela de La Alhambra de Granada los días 1 y 2 de enero de 1492, aunque su agonía se prolongase hasta la expulsión de los moriscos entre 1609 y 1615.
Expansión militar y ocupación de la península Iberica
El nombre al Andalus fue utilizado por los geógrafos e historiadores árabes para designar a la península Ibérica. Dicho término es de origen oriental y acaso hiciese referencia a la idea de un lejano «País de los Atlantes». El árabe clásico lo pronuncia como esdrújulo, pero cabe sospechar que su acentuación fuese aguda, lo que explicaría el término castellano andaluz.
La llegada del islam a la península Ibérica se explica por la dinámica de la expansión musulmana hacia Occidente iniciada en tiempo del segundo de los califas -o lugartenientes del profeta Mahoma-, Umar I (r. 634-644). En el 639 los musulmanes ocuparon Egipto, en el 647 llegaron a Libia, en el 660 a Túnez, en el 680 a Argelia y hacia el 700 a Marruecos. Desde allí el salto del estrecho hoy llamado de Gibraltar (Yabal Tariq, en árabe) era factible. Además, los aguerridos beréberes se habían islamizado y no convenía que permanecieran ociosos, al tiempo que, en el lado cristiano, las luchas entre los partidarios de Witiza y el rey don Rodrigo facilitaban el empeño.
Así, al parecer, el emir norteafricano Musa ibn Nusayr autorizó al oficial beréber Tarif ibn Malluk para que hiciese una razzia o expedición exploratoria (710). AI año siguiente ordenó al general Tariq ibn Ziyad que desembarcara en la ba­hía de Algeciras y reforzó sus fuerzas con las que combatió al ejército del rey hispano-visigodo don Rodrigo, que fue derrotado el 19 de julio del 711. La brillantez y rapidez con que se estableció la cabeza de puente y la subsiguiente explotación del éxito militar por Tariq, que ocupó Toledo, la antigua capital hispano-visigoda, hicieron que Musa ibn Nusayr se trasladase también a la Península y que entre ambos ocupasen casi su totalidad (711-716). El resto del avance por tierras ibéricas y la penetración en Francia fue obra de sus continuadores (717-732).
Efectos del éxito islámico
Las consecuencias del éxito islámico fueron verdaderamente espectaculares. Pero tuvieron su cara y su cruz.
La primera fue el hundimiento del reino hispano-visigodo, la ocupación de las grandes ciudades y de los valles y vegas más feraces, la alianza con el establecimiento hispano-visigodo civil y eclesiástico, la tolerancia religiosa y social con los cristianos y judíos sometidos, y la formación de unas bases que más tarde facilitarían el desarrollo cultural y social.
La cruz fue el establecimiento de una frontera sesgada de norte a noroeste y despoblada «administrativamente» en el valle del Duero, la tolerancia fáctica con los grupos cristianos «resistentes» y la instauración de un gobierno reducido de hecho a una precaria, y a veces sangrienta, situación de equilibrio entre los diferentes grupos sociales y tribales de los árabes o entre éstos y los beréberes. En 45 años hubo tres proemires, sin nombramiento califal, y diecinueve emires, de ellos tres interinos.
Los omeyas andalusíes
La verdadera conquista fue la realizada por el primer emir independiente Abd al Rahman I (r. 756-788), príncipe omeya escapado de la matanza de toda su familia en Aba Butras (Siria) perpetrada por los abasíes (750).
Abd al Rahman pisó por primera vez suelo andaluz en Almuñécar, en el año 755. Consiguió reunir un grupo de seguidores y se enfrentó a las puertas de Córdoba con el resto del grupo qaysí en mayo del año siguiente. El príncipe omeya resultó victorioso, entró en Córdoba y se proclamó emir de al Andalus en la mayor mezquita de la ciudad.
La dinastía omeya (756-1031), pese a los peligros de la frontera y de los conflictos civiles, fue capaz de contener a Carlomagno ante los muros de Zaragoza (778) y de vencer a los normandos (844). Los sucesores de Abd al Rahman I, Hisam I (r. 787-796) y al Hakam I (r. 796-­822), continuaron dicha labor fundacional. Abd al Rahman II (r. 822-852) organizó la administración según el modelo abasí y al Andalus se abrió a la cultura oriental, puso fin momentáneamente a la crisis interna y reemprendió las luchas contra los cristianos de las fronteras. Su hijo y sucesor, Muhammad I (r. 852-886), convirtió la España musulmana en un estado próspero, y sabiamente administrado. Pero tras su reinado, la siempre latente guerra civil estalló al final del gobierno de Mundir (r. 886-888) y ensombreció el reinado y la vida del emir Abd Allah (r. 888-912).
El califato de Córdoba
Tras restablecer el orden, Abd al Rahman lII (r. 912-961), a fin de dar mayor seguridad al poder político y al estatuto social, proclamó el califato el año 929, convirtiéndose en el más poderoso de los monarcas de su tiempo y ha­ciendo de Córdoba la más importante capital de Occidente. Con él, el reino omeya andalusí, que ya tenía plazas fuertes en el norte de África (entre ellas Ceuta y Melilla), alcanzó un desarrollo cultural, económico y social sin precedentes en Occidente y sin igual durante toda la Alta Edad Media, y que la Europa cristiana no igualaría hasta el siglo XIV.
La situación de esplendor continuó con su sucesor, al Hakam II (r. 961-976), que heredó, casi a los 50 años, el trono de un estado pacífico, próspero y rico. Su ejército terminó con los intentos de los reinos de León, Castilla y Navarra de afirmar su independencia. A la muerte de al Hakam II, le sucedió en el trono su joven hijo Hisam II (r. 976-1013). La incapacidad de éste para gobernar propició que el hayib (mayordomo de palacio) Abu Amir Muhammad (Almanzor), político de gran ta­lento, enérgico y ambicioso, se hiciera con las riendas del poder.

El hundimiento de la monarquía omeya y sus consecuencias
Tanto esplendor y fortuna se vinieron abajo durante la gran guerra civil de los años 1009 a 1031. Dos circunstancias rodearon dicha crisis.
La primera fue la sustitución fáctica del poder califal por la autocracia personal del famoso hayib Almanzor y sus dos hijos (979-1009). Es cierto que Almanzor derrotó repetida y concienzudamente a los reyes cristianos, impuso su presencia en las calles de Barcelona, León, Pamplona y Zamora e incluso llegó a Santiago de Compostela, donde incendió la iglesia consagrada al apóstol Santiago (997), uno de los máximos símbolos de la cristiandad. Pero todo ello fue a costa de incrementar el ya antes nu­meroso ejército profesional beréber, sin acabar con los reinos cristianos, y de humillar también a las familias aristocráticas árabes, incluidos los mismos omeyas. Si el primero de sus hijos y sucesores, Abd al Malik al Muzaffar (r. 1002-­1008), al menos tuvo las virtudes militares y administrativas de su padre, el segundo, Abd al Rahman Sanchuelo (r. 1008-1009), fue un dechado de vicios y defectos. Con él se inició para el califato de Córdoba un período de conflictos que convertirían al Andalus en un caos.
La segunda circunstancia fue el poco menos que irresoluble conflicto interno de la oligarquía andalusí y la incapacidad guerrera de la mayoría de la población. Sin embargo, dichas circunstancias no deben ocultar la importancia que en la crisis tuvieron las causas sociales subyacentes, como la ruptura del compromiso tácito de los distintos grupos, las bases materiales de la estructura social andalusí, el peso del excesivo crecimiento y centralización de la capital cordobesa, la desigual distribución de las provincias y el carácter semiindependiente de las regiones de la frontera.
Los reinos de taifas y la llamada a los almorávides
La caída de los omeyas y la consiguiente desintegración del califato de Córdoba (1031) dio lu­gar a la creación de una multitud de estados pequeños, llamados reinos de taifas.
Los reinos de taifas resultantes fueron 24, que podrían elevarse a 28 si se contasen como tales las subtaifas de Calatayud, Huesca, Lérida y Tudela. De todos ellos sólo diez llegaron has­ta el período de los almorávides. La España musulmana quedó bajo el gobierno de numerosos reyezuelos, los Muluk al Tawaif, de origen arábigo-andaluz, eslabón o beréber. Los reinos de taifas no fueron políticamente brillantes y su creciente debilidad, agravada por sus continuos enfrentamientos mutuos, aumentó las pretensiones de los reyes cristianos del norte de España.
La conquista de Toledo por Alfonso VI (1085) y las posteriores exigencias de este monarca, que reclamó casi la totalidad de las fortalezas islámicas existentes entre Toledo y Sevilla, fueron la causa que movió a los islámicos a pedir la ayuda de los almorávides norteafricanos, que trasladaron su ejército a la Península y derrotaron a los cristianos en las batallas de Zalaca (1086), Consuegra (1097) y Uclés (1108).
Los reyes taifas supusieron que, rechazados los cristianos, el sultán almorávide, Yusuf ibn Tasfin, se limitaría a ser el califa protector y ellos sus hayibes o delegados, que gobernarían realmente. Pero aquel acabó con sus reinos y sus personas, como en el caso de al Muta­wakkil de Badajoz, o los condenó al destierro, como a Abd Allah de Granada, o a la prisión perpetua, como a al Mutamid, el rey-poeta de Sevilla.
Los almohades
A pesar de sus éxitos militares, los almorávides no lograron establecer un gobierno sólido en al Andalus, tuvieron que soportar las algaras, o incursiones guerreras, cristianas, una de las cuales llegó hasta la Vega de Granada, y debieron sofocar la rebelión de los mozárabes. La situación se volvió tan complicada que Averroes el abuelo (1058-1126) hubo de recomendarles que destituyeran al gobernador de al Andalus, pese a ser hermano del sultán, desterraran a los mozárabes, en lugar de ejecutarlos, y fortificaran las ciudades.
Sin embargo, esto último no se conseguiría hasta la llegada de los enemigos y sucesores de los almóravides, los almohades, quienes, tras derrotarlos en el norte de África, pasaron a la Península el año 1148 y acabaron con unos «segundos» y efímeros reinos de taifas. Así, conquistaron todo al Andalus, excepto las Islas Baleares, sometieron a judíos y cristianos, acabaron con sus sinagogas e iglesias, y derrotaron a los castellanos en Alarcos (1195).
Pese a todo ello, la fuerza guerrera y la cohesión social de los reinos cristianos eran ya irresistibles, y los musulmanes se veían incapaces de contener sus algaras, a pesar de la construcción de impresionantes fortalezas. Vencidos en la batalla de las Navas de Tolosa el 16 de julio de 1212, los andalusíes volvieron a sus tendencias individualistas y surgieron unos «terceros» reinos de taifas, de los que sólo dos lograron pervivir: el de Ibn Hud en Murcia hasta 1238 y el de los Banu Ahmar o Banu Nasr, primero en Arjona y luego en Granada, hasta la pérdida definitiva del poder político del islam andalusí.
El reino nazarí de Granada
Al tiempo que finalizaba la autoridad de la dinastía almohade, se constituía el que iba a ser el último reino musulmán español. Muhammad ibn Yusuf ibn Nasr, quien se consideraba descendiente de un compañero del Profeta, fue proclamado sultán, tras la revuelta que se produjo en 1232 en la ciudad de Arjona. Posteriormente, y apoyado por un grupo de seguidores, extendió su autoridad a otras localidades de Jaén.
Tras la conquista de Córdoba (1236) por el rey Fernando III, con su ayuda, Muhammad firmó una tregua con su rival Ibn Hud. A pesar de este hecho, y aprovechando el desprestigio de Ibn Hud entre la población, en el año 1237 entró en Granada y la convirtió en capital del nuevo emirato nazarí. Al año siguiente, Muham­mad I tomó Almería y, poco después, Málaga.
Si la monarquía omeya duró 275 años, la nazarí de Granada alcanzaría los 254 de gobierno. Tan larga pervivencia y en tan reducido territorio (las provincias de Almería, Granada y Málaga, y algunas localidades de las de Cádiz, Córdoba y Jaén), se explica por un cúmulo de circunstancias favorables: La situación y estructura geográfica de su territorio, que lo hacía fácilmente defendible; la densidad, la arabidad y la arraigada fidelidad islámica de la población, pues en ella se habían refugiado importantes grupos andalusíes de los reinos de Jaén, Murcia, Sevilla y Valencia tras la conquista cristiana; y la lenta asimilación económica y social por parte de los reinos cristianos de los territorios conquistados durante los siglos XII y XIII, casi un tercio de la superficie de la Península además de las Islas Baleares.
La última rendición
La vida del reino nazarí de Granada estuvo condicionada casi siempre por la presión del reino de Castilla y el temor a ser absorbido por el reino mariní de Marruecos. La derrota mariní en la batalla del Salado (1340) dejó a los granadinos al arbitrio de los castellanos, que sólo en 1410 (conquista de Antequera por don Fernando de Trastámara) inquietaron gravemente a los nazazíes. La construcción de la ciudad palatina de la Alhambra (entre 1239 y 1390, aproximadamen­te), con el desarrollo y refuerzo de su imponente alcazaba (entre 1237 y 1354) y su hermoso palacio (erigido entre 1334 y 1390 en su parte principal conservada), fue tanto señal de permanencia de la tradición cultural andalusí como signo de la voluntad de independencia frente a castellanos y norteafricanos.
Tras la muerte de Yusuf III (1419), se rompió la cohesión social por una larga y prolongada guerra civil palatina (1419-1482), sólo interrumpida entre 1460 y 1480 y que provocó una grave crisis en el seno del reino de Grana­a. Los conflictos internos que se sucedieron a partir de entonces favorecieron la actuación de los Reyes Católicos en sus labores de reconquista. A la muerte del sultán Abul Hasan Ali (Muley Hacén), su hijo, conocido por Boabdil, pese a la resistencia heroica de muchas ciudades en los años 1482 a 1489, hubo de firmar los tres documentos que encerraban las capitulaciones de Santa Fe, el 25 de abril de 1491. Granada debía ser entregada a los castellanos en marzo de 1492, pero el temor a la población granadina hizo que Boabdil anticipase la rendición al 1 de enero de 1492. El 6 de enero de ese mismo año Isabel y Fernando entraron en Granada, imponiendo su gobierno, aunque respetando ciertas costumbres y usos de la comunidad musulmana.
Estructura social
La estructura social de al Andalus estuvo condicionada por el origen histórico de sus grupos y clases sociales. Aunque el islam sólo reconoce un tipo de sociedad plenamente legítima y satisfactoria, la umma o comunidad de creyentes teóricamente pariguales, de hecho este principio no pasó de ser la utopía necesaria. Los juristas islámicos fundaron el estatuto social sobre la condición de libres y esclavos, y toleraron e incluso justificaron el gobierno monárquico basado en la oligarquía tribalista.
Desde el punto de vista del ejercicio del poder, las clases sociales formaron dos grupos, cada uno de ellos con su complejo entramado interno: la clase dominante formada por los árabes, beréberes y muladíes musulmanes, y la clase dominada constituida por los cristianos y judíos «pactantes». La estructuración interna de cada grupo responde al esquema nobleza (jassa), notables (ayan) y masa (amma). La médula social que explica la pervivencia de la sociedad andalusí durante más de siete siglos estuvo constituida por la clase de los notables y letrados.
El entramado íntimo: la familia
La familia andalusí presentaba una fuerte cohesión social. Estaba regida por el derecho de rito malikí; pero conviene recordar que éste estaba influido desde sus orígenes por normas procedentes del derecho romano. La poligamia estaba arraigada entre la realeza y la clase noble, pero los notables y la masa eran mayoritariamente monógamos. La prole solía ser abundante, aunque resultaba diezmada por las dolencias y epidemias durante la infancia.
Los niños eran bien cuidados, y los reyes, la nobleza y algunos notables utilizaban nodrizas. La boda se celebraba con cuanto rumbo podían los contrayentes, y no faltaban los convites, danzas, música y desfiles callejeros.
La situación de la mujer era mejor que en los reinos del norte de África, aunque Averroes criticase duramente y con agudeza la condición social de la mujer musulmana andaluza. Muchas mujeres destacaron en la vida religiosa y mística, otras en la literatura y es curioso el número relativamente alto de mujeres libres que escribieron poesía, en ocasiones con una libertad poética inimaginable al tratar temas eróticos. También intervinieron en los asuntos políticos, como en el caso de Aurora (Subh), esposa de al Hakam II y probable amante de Almanzor; la conversa doña Isabel de Solís (Zoraya), esposa de Muley Hacen, o de Fátima, madre de Boabdil.
La vida cotidiana
La realeza y la nobleza vivían en sus alcázares o palacetes y en sus fincas de recreo. Los notables y la masa habitaban en casas de tipo mediterráneo, más o menos grandes, generalmente muy reducidas. Casi todas constaban de un pequeño zaguán de acceso al patio central, en el que solía haber un diminuto jardín interior o, cuando el espacio era muy reducido, una higuera o una parra. La sala principal, situada en el piso alto, servía para estar y recibir; podía tener, además, un estaribel (tipo de asiento o escaño) con cojines; y a sus extremos se abrían dos alcobas pequeñas en las cuales se colocaba una tarima con cojines sobre la cual se dormía. En ninguna casa faltaba una necesaria (retrete), un depósito para agua o al menos una cantarera, y alacena, taquilla y arcón para guardar el escaso ajuar.
De las paredes colgaban tapices de lana y seda, en las casas ricas; los pobres las mantenían bien enjalbegadas. Sobre el suelo colocaban alfombras de lana o esteras, mesas bajas, orzas y lebrillos de cerámica vidriada y un anafre para cocinar, tarea que entre los pobres se hacía en el mismo lugar donde se comía. Cuando apretaba el frío, los pudientes tenían sistemas complicados de calefacción, los pobres se limitaban al brasero. Cuando atacaba el calor, se paliaba con el riego o se hacía uso del abanico.
La base de la alimentación andalusí estaba formada por la harina: pan, fideos y guisos de harinas, como la harisa y el cuscús. También se empleaba el arroz, incluido el cocido con leche, y las legumbres, hortalizas y verduras. Como grasa se utilizaba casi exclusivamente el aceite de oliva. De las carnes, las preferidas era la del carnero y el cabrito, a veces el pollo y otras aves. Entre los pescados la alanda, la japuta (palometa), el mújol, el sábalo y la sardina. Utilizaban todo tipo de condimentos y solían ser generosos en su uso. Las frutas se servían como primer plato y como postre, papel este último reservado también para la abundante dulcería que ha llegado hasta hoy, como los alfeñiques, buñuelos, jaleas, pestiños, torrijas, etc. Para beber, agua, aunque tampoco le hacían ascos al vino. En verano gustaban del agua de cebada, que en algunos lugares aún se consume.
En lo tocante a la indumentaria personal, los andalusíes utilizaban tejidos de lana, lino y seda. Se tejían brocados, sarga, tafetanes y terciopelos. De entre las ropas, batas, camisas largas, sayas y zaragüelles; sobre ellos chalecos de piel y zamarras. La cabeza se cubría con casquetes de fieltro y gorros de lana; las mujeres con pañuelos de raso o pañolones que llegaban hasta la cintura. Los nobles y notables al principio utilizaron gorros altos de origen iraquí; el turbante se reservó para los letrados, hasta que los beréberes generalizaron su uso a partir del siglo XI.
También se distinguieron los andalusíes por su limpieza, hasta el punto de que sacrificaban antes la comida que el jabón. Aparte del uso de los numerosos baños públicos, en las casas nunca faltaba la jofaina o zafa. Los varones empezaron por peinarse con pelo largo, pero en el siglo IX se impuso la moda del pelo corto. Las mujeres se pintaban los ojos con tintes de kohl y las uñas con alheña; y se adornaban con ajorcas, collares y pulseras de oro y plata.
Aspectos económicos
La estructura económica de al Andalus puede sintetizarse en tres aspectos esenciales: una base fundamental formada por el sector agrario con la pesca y una reducida minería, una estructura derivada constituida por el artesanado y el comercio, y la superestructura económico-financiera resultante.
Los bienes raíces se organizaban en cinco grupos: patrimonio del rey y su familia, bienes raíces o rentas de las mezquitas y fundaciones religiosas, bienes de las familias nobles mozárabes y de los judíos, bienes raíces de los islamizados, bienes adquiridos por el uso extensivo o abusivo de la hospitalitas, autoaplicado por los árabes baladíes y los beréberes y concedido a los sirios, y pequeñas propiedades de mozárabes y muladíes.
Los regadíos, de origen hispanorromano, fueron ampliados y mejorados por los andalusíes, que efectuaron importantes obras hidráulicas como aceñas, acequias, azudes, norias y hasta viajes de agua para abastecimientos, como en el caso de Madrid, que se mantuvieron en uso hasta bien mediado el siglo XIX. En la silvicultura debe destacarse la plantación de moreras, asociada al desarrollo de la artesanía textil. Y está documentada la existencia de explotaciones mineras.
Respecto a lo que hoy se conoce como industria, en al Andalus había la industria menor y el artesanado. Predominaba la metalurgia para armas, la artesanía metálica de la vida cotidiana y la fabricación de monedas. La primera ceca fue fundada por Abd al Rahman Il. También destacó la artesanía de madera, con importantes obras de carpintería fina y taracea; la artesanía textil de tejidos de lana, lino y seda; el curtido y la talabartería. En la artesanía alimentaria destacaron las almazaras para el aceite, los molinos de azúcar de caña y los molinos-tahonas de harina.
La construcción pública fue muy importante: mezquitas, palacios, almunias, baños, alcazabas, castillos y recintos amurallados. La privada, aunque más reducida, fue mayor que la cristiana debido al carácter urbano de la mayoría de las poblaciones; y destacó la cerámica fina y el vidrio. Azulejos y vidriado han llegado hasta nuestros días.
Aunque el sector servicios fuera desconocido durante la Edad Media, en al Andalus existieron hospitales, maristanes (manicomios) y escuelas, aparte del correo regio. Fue muy importante la mejora de las vías romanas, especialmente en el llamado Arrecife, que iba de Algeciras a Zaragoza pasando por Córdoba, Calatrava, Toledo, Guadalajara, Medinaceli y Calatayud.
El comercio
Aunque el comercio interior fuese el más importante, a partir del siglo IX el exterior adquirió un relieve especial. Mercaderes orientales y bizantinos iniciaron ese comercio; pero a me­diados del siglo X llegaron los mercaderes italianos, inicialmente de Amalfi. Las principales exportaciones fueron de productos minerales, agrarios, textiles (seda) y peletería. Entre las importaciones destacaron las de cereales en los años de mala cosecha, y las de antimonio, cochinilla, cueros, especias, madera fina, oro, perfumes y tintes.
El comercio interior estuvo centrado en los zocos, pequeñas ciudades en miniatura donde había de todo: tenderos, artesanos-vendedores, múltiples oficios y entretenedores del ocio. Un mundo tan rico y complejo sólo podía existir gracias a las ordenanzas del zoco y a la vigilancia del todopoderoso «señor del zoco», llamado almotacén o zabazoque.
Por otra parte, el sistema monetario andalusí se organizó con tres tipos de acuñaciones: de oro (dinar), de plata (dirhem) y de cobre (fals). El patrón plata fue establecido por Abd al Rahman I y gozó de estabilidad hasta el si­glo XI. En el período de taifas se produjo una relativa devaluación, pero los almorávides fortalecieron la moneda con los famosos morabitinos (maravedíes) que se mantuvo estable hasta el siglo XIV. Al final del período nazarí la inflación fue importante.
Singularidad cultural de al Andalus
Al Andalus fue uno de los momentos culminantes del arte y la cultura islámica. Como es sabido, ninguna mezquita medieval iguala la armonía, belleza y grandiosidad de la de Córdoba; ningún palacio islámico anterior al siglo XV admite la comparación con La Alhambra. El saber islámico culminó en al Andalus: ningún astrónomo medieval es superior a Azarquiel, ningún oftalmólogo a Ibn Gafiqi, ningún místico a Ibn Arabi, ningún filósofo a Averroes o Maimónides... De ahí el extraordinario valor que encierra al Andalus. Y la infinita nostalgia que, tanto años después, aún despierta su «pérdida».


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