28/11/07

Esquema de la estructura del gobierno del Reino Nuevo (Trigger, Kemp, O´Connor y Lloyd, 1985)


La expulsión de los hicsos, cuyo rastro se desvanece en Palestina tras las campañas de Ahmosis, inaugura una nueva etapa en la historia de Egipto, ya que la restauración del poder faraónico presenta a partir de entonces rasgos anteriormente desconocidos en el comportamiento político faraónico, como es el expansionismo militar por Asia, que permite atribuir el calificativo de Imperio a la modalidad de gobierno conocido entonces por Egipto. Es evidente que en la segunda mitad del II Milenio las relaciones internacionales sufren una modificación sustancial, basada en el surgimiento de grandes formaciones imperiales, como la Babilonia casita, el Imperio Mesoasirio o el Imperio de Hatti; en ese marco, los faraones de las dinastías XVIII, XIX y XX lograron mantener el estado egipcio en el umbral exigido por las grandes potencias de la época, que corresponde a la fase final de la Edad del Bronce y que se desintegra en torno al 1200 con la denominada crisis de los Pueblos del Mar.Tras una veintena de años de reinado murió Ahmosis, el fundador de la dinastía XVIII. Su hijo Amenofis I le sucedió hacia 1550 y murió en torno a 1525. (Cabe la posibilidad de que la cronología correcta sea la que rebaja unos 25 años la tradicional aquí recogida, pues ésta se basa en una observación sotíaca desde Menfis, cuando lo correcto habría de ser la observación del fenómeno astral desde Tebas). Se puede destacar en primera instancia la ausencia de alteraciones en la sucesión dinástica, debido a la solidez del poder centralizado, lo que diferencia radicalmente el tránsito hacia la restauración en el Primer y el Segundo Período Intermedio. En realidad, ambos períodos no tienen en común más que la denominación que se les ha atribuido, pues no existe interrupción en el gobierno, sino fragmentación geográfica, en la que las aristocracias territoriales no juegan ya un papel relevante. La reunificación consistió en eliminar la dinastía hicsa de Avaris y la reincorporación de Nubia; por ello Tebas pudo mantener la capitalidad, frente a lo que había ocurrido con la XI dinastía que, procediendo de Tebas, mantuvo como residencia real a Menfis. La justificación habitual que se esgrime para explicar la residencia de la corte en Tebas es su mejor posición para controlar las campañas nubias. Sin embargo, la política exterior de las dinastías XVIII y XIX está mucho más caracterizada por la actividad bélica en Asia, lo cual hubiera requerido la presencia de la capital más al norte, exactamente como ocurre durante la dinastía XIX. En consecuencia, las razones por las cuales la dinastía XVIII mantiene la capital en Tebas han de ser de índole diferente, aunque nos sea desconocida. Amenofis I amplía el escenario militar egipcio por el Próximo Oriente y alcanza según algunos documentos el reino de Naharin, junto al Éufrates, inaugurando así un procedimiento de recaudación tributaria que se reproduce anualmente con una expedición organizada a tal efecto, pero que no consolida el dominio territorial -puesto que no lo pretende- ni garantiza la percepción de los impuestos si no es mediante este costoso sistema que permite, no obstante, presentarlo en los anales como un triunfo militar extraordinario. De esta manera se comprende bien la reiteración de expediciones idénticas que dan la impresión de absoluta inutilidad por su frecuencia y que son comunes a todos los grandes estados de la época. Por otra parte, Amenofis I continúa la tarea de embellecimiento monumental de la capital del estado y la reorganización administrativa emprendida por Ahmosis, que tenía como objetivo la consolidación de un aparato burocrático eficaz, frente al sistema de aristocracias locales, y un ejército potente vinculado directamente a la persona del faraón. Amenofis muere sin descendencia por lo que le sucede Tutmosis, un brillante militar, casado con una hermana del difunto monarca. Las referencias epigráficas a las damas reales parecen reflejar un cambio de actitud en la corte, que admite abiertamente la influencia real que éstas ejercen en las relaciones no sólo familiares, sino también políticas. Se atribuye a esta nueva conducta la posibilidad de que una mujer acceda al trono, como habría de ocurrir próximamente con la reina Hatshepsut. Sin embargo, no podemos asegurar que haya una modificación conductual, pues es igualmente plausible que no se trate más que del reconocimiento público de lo que venía ocurriendo en las relaciones cortesanas desde mucho tiempo atrás, por más que los estudiosos otorguen un papel especialmente destacado a las mujeres de la familia real entre finales de la dinastía XVII y los primeros faraones de la XVIII. En cualquier caso, en sus trece anos de reinado mantuvo una política de relaciones exteriores similar a la de sus predecesores, con las consabidas campañas en Nubia, hasta la tercera catarata, y en Asia, que le condujeron hasta el Éufrates. Con él se consolida la monarquía militar, es decir, la que sustenta una buena parte de sus ingresos en la actividad bélica, con las consiguientes repercusiones en el sistema organizativo del estado. Además es el primer faraón que se hace enterrar en el Valle de los Reyes, que se mantendrá como necrópolis faraónica a lo largo de todo el Imperio, abandonando así el tradicional ritual funerario caracterizado por la construcción piramidal. Desconocemos las razones del cambio, pero la constatación de la accesibilidad de las tumbas reales pudo no ser ajena al deseo de ocultar la momia en cuevas artificiales construidas en las rocosas paredes del desierto situado en la margen izquierda del Nilo a la altura de Tebas. El templo funerario se mantenía en el valle, donde vivió el cuerpo sacerdotal encargado de preservar el culto del divino monarca, pero se rompía así la conexión entre el templo funerario y la tumba que había sido el fundamento del espacio funerario durante los Reinos Antiguo y Medio. Ahora la topografía funeraria quedaría configurada en torno a los vértices compuestos por los templos de Luxor y Karnak en la margen derecha y por los templos funerarios y las tumbas en la izquierda. Tutmosis II, hijo del faraón anterior, ascendió al trono hacia 1494 y permanece en él unos cuatro años. Nada hay especialmente destacable en su reinado, aunque su muerte sin descendencia legítima genera uno de los problemas sucesorios más llamativos de la historia egipcia. Había tenido un hijo de una concubina, el futuro Tutmosis III, que probablemente es coronado oficialmente en 1490, siendo aún niño. Por esta razón, la esposa real, Hatshepsut, ejerce la regencia durante los dos primeros años, pero después adopta nomenclatura regia, con el nombre femenino de Horus y el de las diosas protectoras del Alto y del Bajo Egipto, y elabora un sistema explicativo de carácter teosófico para justificar su derecho al trono. Sin duda, el alto clero de Amón favoreció las pretensiones de la reina, convertida ahora en monarca absoluta. Durante su reinado en solitario se reducen las campañas militares (quizá no tanto por una pretendida sensibilidad femenina, sino por su dificultad para afrontar con éxito la comandancia militar). En contrapartida se abre la ruta del Punt, tal y como queda narrado en su templo funerario de Deir el-Bahari, construido por su favorito Senenmut. Esta vieja ruta, conocida desde el Reino Antiguo, pudo haber quedado interrumpida, pues no tenemos noticias de actividad durante el Reino Medio. Curiosamente, en la descripción de Hatshepsut la aportación egipcia, fundamentalmente de armas, es designada como regalos, mientras que se considera como tributo aquello que se entrega como contrapartida, es decir, el incienso, la mirra, maderas preciosas, marfil, animales y esclavos. La destacada posición que la expedición al Punt tiene en el templo de Deir el-Bahari parece reflejo de la importancia económica que jugó en el proceso acumulativo del estado para afrontar los gastos de la construcción de monumentos, como los obeliscos y su capilla en el templo de Karnak, y de la restauración de edificios que lleva a cabo. La valoración correcta del reinado de Hatshepsut es difícil, habida cuenta de la escasa ponderación de los juicios de valor emitidos. La camarilla de la que estuvo rodeada no difiere en nada del séquito que acompañaba a los demás faraones, sin embargo, los más allegados de la reina reciben con la bibliografía moderna la denominación de validos, termino peyorativo que no se atribuye mas que en virtud del sexo del gobernante. Por otra parte, se ha pretendido extrapolar la importancia del papel de la mujer en la sociedad egipcia basándose en la historia personal de Hatshepsut. Sin embargo, no se debe olvidar que ésta en realidad fue un rey -legitimado por el propio Amón- de sexo femenino, como ponen de manifiesto los atributos masculinos exhibidos en sus representaciones iconográficas. Su joven esposo, Tutmosis III, ensombrecido por su viril esposa, procedió a una sistemática damnatio memoriae contra su mujer y su camarilla cuando quedó viudo. Probablemente la eliminación del recuerdo responde a un deseo personal del joven monarca, como consecuencia de las humillaciones padecidas, y no tanto a un deber religioso por el supuesto exceso cometido contra Maat por la recia Hatshepsut. Tras unos veinte años de reinado, Tutmosis III accede al gobierno en solitario, que sufre un viraje radical. El nuevo faraón se convierte en el campeón de la política expansionista y uno de los grandes constructores de la dinastía. Rompiendo con la inactividad militar de su esposa en Asia, Tutmosis dirige una campaña contra Meggido para acabar con una coalición de príncipes sirio-palestinos, la primera de las frecuentísimas que tendrán lugar en los sucesivos veinte años, que provocarán el enfrentamiento directo de las tropas egipcias con la gran potencia de la época, el Imperio de Mitanni. Las campañas quedaron registradas en una especie de "Anales", que demuestran el surgimiento de una mentalidad histórica en la corte faraónica. Con Tutmosis, Egipto afianza su presencia en Asia y, al mismo tiempo, integra definitivamente los territorios comprendidos entre la primera y la cuarta cataratas del Nilo. Los tributos afluyen de todas partes y el templo de Amón en Karnak se convierte en el máximo beneficiario de la política expansiva, aunque la generosidad del monarca alcanza también a los grandes dignatarios, como se aprecia en las tumbas de los nobles. Nunca antes Egipto había sido recipiendario de tanta riqueza exterior. En torno a 1431, se produce la muerte de Tutmosis, que había logrado una posición excepcional para Egipto en las relaciones internacionales. Su hijo y sucesor, Amenofis II, mantiene la situación del estado, aunque su propaganda no está tan orientada hacia las glorias militares como a sus personales éxitos atléticos. Tras una veintena de años de reinado fue sucedido por su hijo Tutmosis IV, que en sus ocho años al frente del estado no hace más que continuar las directrices políticas trazadas por sus predecesores. Sin embargo, las campañas exteriores se ven prácticamente interrumpidas durante el reinado del faraón Amenofis III, que accede al trono hacia 1402. Éste procura mantener en Asia su preponderancia a través de una intensa actividad diplomática -parcialmente conocida por la correspondencia amárnica- y de matrimonios dinásticos, pero al final de su reinado la influencia hitita va ganando terreno en detrimento de los intereses egipcios. No obstante, consigue afianzar los lazos comerciales tradicionales, entre los que no es el menos importante el que conduce al Egeo. De hecho, si las relaciones con el ambiente creto-micénico son antiguas, con Amenofis III se multiplica la presencia del nombre del monarca en Creta, Micenas, Etolia, así como en Anatolia, Babilonia, Assur, Yemen, etc. Las extraordinarias riquezas acumuladas por Egipto le permitieron afrontar innumerables obras (de su templo funerario no se conservan más que las estatuas sedentes llamadas los Colosos de Memnón), al tiempo que el evergetismo del monarca se convertía en un sistema de redistribución entre sus allegados del que tenemos fiel reflejo en la actividad artística y artesanal destinada al grupo dominante, que alcanza posiblemente su máximo esplendor en este refinado momento. Entre las divinidades tradicionales invocadas y celebradas por Amenofis, aparece ahora una abstracción solar, denominada Atón, que intenta sintetizar en una sola la enorme cantidad de divinidades astrales con las que el intelecto egipcio ha entrado en contacto como consecuencia de sus relaciones internacionales y que adquirirá una importancia inusual durante el reinado siguiente.El sucesor de Amenofis III fue su hijo Amenofis IV, sobre el que se ha vertido abundantansíma literatura, por lo general repugnante, que tenía como objetivo crear alrededor del nuevo monarca un entorno entre místico y extrahumano, supuestamente deseable para los lectores entusiasmados con el misterioso Egipto, de cuya avidez estos creadores de fiemo obtendrían pingües beneficios. Ciertamente, la investigación egiptológica tiene una parte de responsabilidad en tal situación, pues, por una parte ha despreciado la difusión de las aberrantes manipulaciones del simplificado del llamado Akhenatón (y otros extremos de la cultura egipcia), considerándolas como inmerecedoras de su atención; por otra parte, la propia interpretación histórica ofrecida desde instancias académicas provoca con frecuencia cierto sonrojo, pues propicia las espurias versiones que acabamos de lamentar. No obstante, la bibliografía más reciente devuelve las aguas a su cauce, intentando los problemas en procesos de racionalidad asumibles por cualquier inteligencia no alterada por la necesidad del exceso. Aparentemente el mayor atractivo que produce el reinado de Amenofis IV son las alteraciones a la norma cultural, expresadas esencialmente mediante un lenguaje artístico novedoso, el ensayo de un nuevo sistema religioso y la fundación de una nueva capital. Cada uno de estos enunciados encierra un conjunto de problemas adicionales cuya disección sería demasiado prolija. Sin embargo, podemos intentar una explicación sobre la época. La imagen romántica presentaba a Akhenatón como un gobernante revolucionario en lo social motivado por sus particulares inquietudes religiosas. Su degradación física, reflejada en el arte, habría sido -según no pocos investigadores- la razón última de su acción política, sorprendente más por el deseo de los autores modernos que por sus circunstancias reales. Sin embargo, el físico no puede ser la variable significativa del reinado de Amenofis IV, pues la historia está plagada de gobernantes degradados física y psíquicamente que no desarrollan inquietudes similares a las que se atribuyen a Akhenatón. Una de las claves que explican el proceso es el paulatino incremento del poder de los sacerdotes de Amón, que habían acumulado riquezas y prerrogativas hasta el extremo de impedir la independencia del poder faraónico. Mientras el monarca se mantuviera sumiso y aceptara la situación no afloraría el conflicto político. En cambio, un deseo de autonomía en la toma de decisiones por parte del faraón repercutiría negativamente en la estabilidad de las relaciones. Pero la ruptura de ese equilibrio sólo podía ser afrontada por un faraón que se sintiera sólidamente establecido en el trono. Y esa parece ser precisamente la situación de Amenofis IV, cuyo poder se pone de manifiesto en la propia duración de su reinado, más de veinte anos, y en que la condena de su memoria no comienza hasta pasados cincuenta años desde su muerte, y ello a pesar de su abierta confrontación con determinados poderes fácticos del período precedente. De hecho, Akhenatón se manifiesta en su iconografía como faraón victorioso, siguiendo el tradicional prototipo de monarca guerrero, que lo aleja sensiblemente de la imagen pacifista con la que se ha pretendido envolverlo. Es cierto que durante su reinado disminuyen las confrontaciones armadas en Asia y que poco después comenzará a manifestarse un deterioro de la hegemonía egipcia en Palestina y buena parte de Siria. Sin embargo, no tenemos seguridad de que exista una relación causal entre ambas realidades, pues la cantidad de variables que intervienen en la correlación de fuerzas en el espacio internacional es tal que atribuir el deterioro a la conducta personal del faraón es una reducción demasiado simplista, ya que no tiene en cuenta el factor determinante que es la situación interna de cada uno de los grandes estados en liza y sus relaciones políticas. Las propias tablillas de la cancillería real de Tell el-Amarna, que contienen parte de la correspondencia con los estados contemporáneos, ponen de manifiesto la complejidad de la época y la atención de la corte faraónica a los asuntos internacionales. El traslado de la capital desde Tebas a Akhetatón, Horizonte de Atón, actual Tell el-Amarna, se realizó en el año siete u ocho del reinado, por lo que su proyecto debe de ser coincidente con los primeros síntomas del cambio estético que se aprecian ya en algunas obras del segundo año. Todo ello induce a pensar que el monarca había decidido lo que iba a hacer cuando todavía era corregente con su padre. Ya durante el reinado de su abuelo se había introducido el culto al disco solar llamado Atón, que le servirá al faraón de referente y fundamento de su reforma. Esta no puede ser calificada como implantación de una religión monoteísta por diversas razones. En primer lugar porque el cambio sólo afecta a una parte del grupo dominante, el que se instala en el solar amárnico. La masa social permaneció al margen de la reforma religiosa; la paradoja aparece en las casas de los trabajadores de la nueva capital que siguen venerando a Amón. Por otra parte, la persecución de la tríada tebana (Amón, Mut y Khonsu) se produjo, al parecer, en los dos últimos años de su reinado, por lo que la implantación del culto a Atón en el ámbito cortesano fue acompañada por el respeto a las divinidades anteriores, que no fueron excluidas del panteón, pero tampoco instrumentalizadas por Akhenatón para consolidar su poder. En consecuencia, no se trata de una revolución, como a veces es designada, sino de un verdadero golpe de estado (autogolpe se da en llamar a situaciones afines actuales). Tampoco resulta excesivamente apropiado hablar de monoteísmo, concepto quizá ajeno al pensamiento del faraón que se consideraba a sí mismo divino. El problema del monoteísmo está artificialmente construido por la proximidad geográfica y cronológica del modelo judío y se han buscado en vano las posibles conexiones entre los dos sistemas o la influencia en Akhenatón de experiencias religiosas asiáticas. En realidad, todo esto ayuda bien poco a comprender el proceso histórico, por más analogías que se pretendan encontrar entre el "Himno a Atón" y el "Salmo 104: Himno a Yahveh Creador", posibles -en última instancia- por la capacidad de escribir y de leer, que no por una fuente común de inspiración divina. El Himno a Atón no es una declaración monoteísta (a pesar de la expresión aplicada también a otros dioses (¡Oh dios único, que no tiene par!), sino la exaltación de un dios creador (Tú creaste el mundo según tu deseo, el mundo cobró ser por tu mano, incluso de los extranjeros: Todos los países extraños y distantes (también) hiciste su vida, fecundador (¡Creador de simiente en las mujeres, / tú que haces el fluido en el hombre, / que retienes el hijo en las entrañas de la madre), principio vital (Cuando te pones en el horizonte oriental, / llenas todos los países de tu belleza... / Cuando te pones en el horizonte occidental, / la tierra se oscurece, al modo de la muerte), administrador de la providencia (Tú pones cada hombre en su lugar, / tú provees a sus necesidades: / todos tienen su alimento y el tiempo de su vida está decretado), principio inalcanzable, excepto para Akhenatón (Y no hay otro que te conozca / sino tu hijo Neferkheperu-Re Ua-en-Re, / porque le hiciste bien versado en tus proyectos y en tu fuerza). Así pues, Akhenatón se reserva el papel mediador que habían ostentado tradicionalmente los faraones, a través del cual conservaba el control ideológico del Estado. La originalidad en este ámbito queda muy reducida si admitimos que el llamado cisma amárnico no es más que un desarrollo exagerado de la teología heliopolitana de Ra, con el objetivo de restaurar una monarquía teocrática y absolutista, como correspondía al gran Estado desarrollado por la labor de los tutmósidas. El carácter autocrático se expresa con su máxima dimensión en el arte. Ahora más que nunca el faraón se convierte en el tema de representación (aunque sea él en familia) y se busca ese efecto rompiendo los cánones tradicionales mediante una plasmación más natural (no exenta de aberración) y supuestamente más popular. Este es otro de los extremos engañosos de la literatura relacionada con Akhenatón, ya que pocos elementos populares tenían acceso a su arte populista y su supuesta política en tal dirección parece completamente desbaratada cuando en la restauración tebana se tiene que decretar que los agentes del fisco no sigan abusando de los contribuyentes. Ciertamente, Akhenatón estaba demasiado alejado de su pueblo. Amenofis IV había hecho un peculiar uso de Maat y su sucesor, Tutankhamon (es posible que antes hubiera sido heredero Smenkharé, ya que ejerció la corregencia), se vio forzado a restaurar el orden, cuya dimensión exacta se reduce al ámbito de la proyección ideológica y la devolución de las prerrogativas arrebatadas a Amón, pues en lo relativo a los ámbitos estructurales del estado, la realidad no había sufrido alteraciones profundas. Es significativo, desde el punto de vista político por ejemplo, que desde Tutankhamon hasta Ramsés I la sucesión no se realiza de padre a hijo, sino a través del matrimonio, sin que se produzca ningún altercado en la herencia. Y aunque hubiera pérdida de territorios, la crisis en la política exterior tampoco es profunda, pues los sucesores de Amenofis IV resuelven sin dificultades especiales los problemas que les plantea su presencia en Asia. Y en el interior no se aprecia aún la crisis, pues algo más adelante se perciben síntomas de una severa inflación, nada que revele problemas económicos o sociales más acentuados que en cualquier otra época. En consecuencia, la reforma de Akhenatón parece no haber tenido repercusiones más allá del período de Tell el-Amarna. Unos nueve años de la década de los treinta reinaría Tutankhamon, cuya más destacada acción de gobierno fue la restauración de la tradición alterada por su predecesor. La juventud del monarca, que contaba a la sazón con unos diez años, obligó a su pariente Ay a asumir la regencia. Y puesto que el decreto de restauración fue promulgado en Menfis antes del cuarto año del reinado, podemos concluir que el responsable de la nueva política fue el regente. Desde el punto de vista constructivo destaca la atención dedicada a los templos, especialmente en Tebas, a pesar de que la corte fija su residencia en Menfis, quizá por imperativos militares relacionados con la situación en Asia. A los diecinueve años de edad muere Tutankhamon; no parecía destinado a ser uno de los más famosos faraones, pero los profanadores no saquearon su tumba que, ricamente amueblada, permaneció casi intacta hasta su hallazgo en 1922. En ausencia de herederos, su viuda envió un mensaje, presumiblemente inducida, al Gran Sol de Hatti, Suppiluliuma, con el que se mantenían disputas fronterizas desde tiempo atrás, solicitándole el matrimonio con uno de sus hijos, que habría de convertirse en faraón. Lo extraordinario del caso provocó series reticencias en el rey hitita, pero finalmente accedió. Sin embargo, el príncipe enviado murió en extrañas circunstancias camino de Egipto. La complicada situación fue resuelta por Ay que tomó las riendas del poder y se convirtió en faraón, pero por poco tiempo, ya que fallecía cuatro años más tarde. Cabe la posibilidad de que Ay hubiera tenido a Horemheb como regente. Este era un afamado general, comandante en jefe de las fuerzas armadas, tal vez procedente del círculo amárnico y reconvertido ahora en garante del orden restaurado. Su matrimonio con una princesa de la familia real le facilitó el acceso legal al trono y mantenerse en él durante un cuarto de siglo. Este será el último representante de la dinastía XVIII, aunque la línea de los tutmósidas se agota en Tutankhamon. La posición canónica de Horemheb en la dinastía XVIII y el comienzo de la XIX con Ramsés I, justifican el respeto por dicho orden. Durante el reinado de Horemheb Palestina se mantiene firme bajo el control egipcio y las fronteras con los hititas parecen estables. Esta aparente pasividad del militar en Asia resulta doblemente desconcertante, si tenemos en cuenta que tampoco parece haber desarrollado una política de gasto en la erección de monumentos, ciertamente escasos para un reinado tan largo; quizá no sea demasiado aventurado considerar estos factores como síntomas de la situación real en la que se encontraba el estado. Pero no se haría justicia al último representante de la XVIII dinastía si no se hiciera referencia a sus desvelos por la concordia interior, que lo condujeron a una reforma profunda en la administración, según nos transmite una estela procedente de Karnak. La muerte de Horemheb, sin descendencia, pudo haber sumido al país en una crisis sucesoria. Sin embargo, a pesar de no estar tipificados, los mecanismos de sucesión funcionan correctamente, ya que el faraón transmitió sus poderes a otro militar para garantizar la estabilidad. Será Ramsés I, fundador de la nueva dinastía.En la última década del siglo XIV se consolida una nueva línea dinástica, cuyo primer representante, Ramsés I, no es de sangre real. Procede de una familia de militares oriunda del Delta oriental cercana al círculo de Horemheb. Cuando accede al trono es ya un anciano, por lo que se auxilia de su hijo cincuentón, quizá corregente durante los dos años de reinado de su padre. Durante el reinado de Sethi I, Egipto recupera su posición prevalente en Asia. El relato de las campañas, representadas en la sala hipóstila de Karnak, permite intuir el progreso hacia la Siria septentrional de los ejércitos egipcios, en perjuicio de los amoritas y de los hititas, con cuyo rey Muwatali firmará un tratado de paz. También los libios hubieron de soportar el expansionismo del nuevo monarca, cuyo referente y modelo parece haber sido Tutmosis III. Por lo que respecta a la política interior, su máxima preocupación es continuar la obra restauradora de Horemheb; destaca, en este sentido, su amplia actividad constructora de soberbia como se refleja en la sala hipóstila ya mencionada de Karnak, en el Gran templo de Osiris de Abidos o en su propia tumba, tal vez la más hermosa de cuantas se han descubierto en el Valle de los Reyes. Pero la conexión con el pasado preamárnico se expresa sutilmente en el deseo de vincularse a las dinastías precedentes, y en tal dirección ha de entenderse la extraordinaria lista real conservada en el templo de Abidos, en la que el propio monarca con su hijo, el futuro Ramsés II, rinde homenaje a los setenta y seis reyes precedentes, comenzando por Menes -hermoso ejemplo de la consciencia histórica del grupo dominante- pero en la que están ausentes Hatshepsut, Amenofis IV y Tutankhamon. Resulta evidente la conexión deseada por Sethi I, que se convierte en el verdadero artífice del estado ramésida. Su obra interna fue posible gracias a la afluencia de riquezas procedente de las campañas asiáticas, ya que el control del corredor sirio-palestino hará del Delta oriental el verdadero centro de flexión de la actividad económica egipcia que, hacia el sur, se prolonga por el eje tradicional nilótico. No sabemos cuál es el año exacto del ascenso de Ramsés II al trono, pues los especialistas discuten fechas entre finales del siglo XIV y comienzos del XIII (1304 o 1279 según qué interpretación se confiera al dato sotíaco del Papiro Ebers). En cualquier caso, sabemos que había sido corregente durante varios años y que su propio gobierno se extenderá a lo largo de trece lustros. Una de las primeras medidas, que responde al peso específico de la región del Delta, fue la fundación de una nueva capital, Pi-Ramsés, junto a la vieja Avaris, cuya localización exacta parece corresponder a Qantir y Tell el-Daba. No existe ninguna razón que permita relacionar esta conducta con la de la fundación de Akhenatón. En este caso, se dejaba en Tebas al frente de los asuntos del Egipto septentrional al gran sacerdote de Amón, Nebunebef. Por otra parte, la intención no era romper con el pasado del estado, sino otorgarle una capital administrativa estratégicamente situada para actuar con la mayor celeridad posible sobre los asuntos que más preocupaban al faraón en el momento. En efecto, la política asiática va a ocupar la atención del monarca, ya que desde los primeros años de su reinado el tratado de su padre con Muwatalli deja de ser respetado y, en el año cinco, Ramsés organiza una ambiciosa expedición con la intención de someter a su dominio todo el país de Amurru y situar en el Orontes medio, a la altura de Qadesh, el límite de sus territorios. El avance se realizó sin obstáculos, pero el ejército egipcio, dividido en cuatro cuerpos, Amón, Re, Ptah y Seth, fue víctima de una emboscada en las proximidades de Qadesh, gracias al engaño del que fue objeto el faraón por unos mensajeros hititas atrapados. El propio Ramsés corrió peligro, pero el combate debió de quedar en tablas según intuimos por los resultados. No obstante, la corte faraónica celebró como un gran triunfo la estéril campaña asiática, que fue objeto de una composición, el "Poema de Pentaur", reproducido hasta la saciedad en los fastuosos monumentos erigidos por el megalomaníaco faraón, como por ejemplo el Rameseum o Abu Simbel, además de ser copiado en otros edificios, como los templos de Abidos, Luxor, Karnak, etc. Allí los relieves ilustran con tal suerte de detalles la campaña descrita que no ahorra ocasión de alabar el valor del rey, cuyo arrojo al frente de la columna de Amón salvó del desastre a la totalidad del ejército egipcio. Las campañas posteriores no tuvieron tanto alcance ni resonancia, ya que no tenían como misión más que consolidar la hegemonía egipcia en la zona palestina y en el sur de Siria. Al mismo tiempo, las tropas egipcias tenían que hacer frente a las continuas escaramuzas que los libios realizaban en la frontera occidental del país. Ello distraería parcialmente la atención de Ramsés, que hubo de volver también sus ojos al sur. Allí el control sobre Nubia, incorporado en gran medida el reino de Kush al estado egipcio, era una realidad casi incontestada y para eliminar cualquier sombra de duda el faraón mandó construir uno de los santuarios más altivos de su reinado: los dos templos de Abu Simbel. El programa iconográfico del templo grande demuestra, mediante las relajadas figuras sedentes, la seguridad con la que se controla el territorio que tantas campañas había costado a los reyes anteriores; por obra parte, en la distribución de las imágenes hay un dramatismo creciente, pues se exhibe primero el poder del faraón con prisioneros de todos los pueblos vencidos, por otra parte se narra el gran triunfo militar del reinado: la dudosa batalla de Qadesh. Posteriormente la sala de las ofrendas, en la que Ramsés hace entrega de sus botines y tributos a los dioses y, por último, en el espacio más sagrado del templo, el faraón aparece como un igual entre los dioses, puesto que Ramsés se presenta ofrendas a sí mismo como dios, sublimación del carácter divino del monarca, discutido por algunos especialistas. La atención a aquellos otros asuntos dio un cierto respiro a Muwatalli -o quizá a la inversa fuera más correcta la secuencia- que iba teniendo cada vez más problemas con su vecino sudoriental, Asiria, ya que el monarca Adadninari I había sometido el territorio independiente de Hanigalbat, espacio residual en el corazón del antiguo imperio de Mitanni, y con su política expansionista comenzaba a poner en peligro la integridad territorial hitita. No obstante, esta difícil situación para Hatti fue aprovechada por Ramsés que extendió su dominio por la costa siria hasta el norte de Biblos. La muerte del monarca hitita no facilitó las cosas, pero tras el conflicto sucesorio sube al trono Hattusil III que intenta poner en orden los asuntos internacionales de Hatti. Es precisamente en esas circunstancias cuando las dos grandes potencias deciden firmar un tratado de paz, que se lleva a cabo en el año veintiuno del reinado de Ramsés. Conservamos el texto en dos versiones, circunstancia insólita: dos copias egipcias (en la cara externa de uno de los muros de la sala hipóstila de Karnak y en una copia muy deteriorada del Rameseum) y una versión hitita hallada casualmente en las excavaciones de Bogazkoy inscrita con caracteres cuneiformes en una tablilla de arcilla. Las dos partes aceptan una paz basada en el respeto territorial por el que se garantiza a Egipto el control de Palestina, mientras que Hatti conserva el control de Siria septentrional. Ambos firmantes se comprometen a defender la legítima línea dinástica del otro reino y se establecen pautas de cooperación en las que destaca la regulación de las extradiciones. Una década más tarde Ramsés contrae matrimonio con una princesa hitita: el intercambio de dones entre las dos cortes se efectúa con gran boato en Damasco. Más tarde otra princesa de la corte de Hattusa será asimismo esposa de Ramsés y, al parecer tanto Hattusil como su heredero Tudhaliya visitarán Egipto, prueba todo ello de las inmejorables relaciones de los dos grandes imperios del momento. Las campañas militares, la explotación del Sinaí y de Nubia y la producción agrícola en Egipto proporcionaron abundantes recursos que fueron parcialmente invertidos en la construcción de abundantes monumentos como testimonio del reinado, coronado con una descendencia que se cifra en mas de cien hijos. No obstante, a partir de Ramsés II se aprecia la compartimentación administrativa entre el Alto Egipto, con capital en Tebas, y el Bajo Egipto, al que hay que añadir las posesiones asiáticas. El resurgimiento de fuerzas centrífugas hará de esta articulación un punto de arranque para la debilidad del poder faraónico. El casi centenario Ramsés había enterrado a sus doce primeros hijos cuando le llegó a él el turno de pesar su corazón ante Osiris. El heredero fue Merneptah, un príncipe de avanzada edad, pero que aún tendría un reinado de más de diez años. Con él comienza la decadencia de la dinastía XIX, según suele afirmarse, por los problemas a los que tiene que hacer frente. Sin embargo, la situación interna no aparece especialmente en declive; de hecho, se envía suministro de trigo a Hatti, donde las malas cosechas obligan a solicitar ayuda del exterior, lo que demuestra la buena situación de Egipto. Pero lo más destacable del reinado es el rechazo, en el año quinto, del ataque procedente de Libia en el que intervienen diferentes pueblos y entre ellos varios que volverán a ser mencionados en el relato de Ramsés III y que se agrupan bajo el rótulo de Pueblos del Mar. Los invasores habían logrado superar las defensas establecidas por Ramsés II y sólo tras una encarnizada contienda son expulsados de Egipto. Merneptah celebra ampliamente su victoria, al igual que los triunfos obtenidos en sus campañas asiáticas, conmemoradas en una estela en la que por vez primera aparece el nombre de Israel. Tal vez en su reinado se produjera el éxodo, que otros sitúan bajo Ramsés II. A la muerte de Merneptah se abre una crisis sucesoria, que muchos autores atribuyen al prolongado reinado de Ramsés II (razón para muchos asimismo de la crisis dinástica). Sin duda son razones de otra índole las causantes de la situación venidera, ya que no tiene por qué existir relación directa entre reinado longevo y crisis. Sea como fuere, seguramente tres reyes y la reina Tausret sucedieron a Merneptah en un relativamente breve espacio de tiempo. Poco sabemos del período en cuestión, que los monarcas de la dinastía XX, tanto en el Papiro Harris como en la estela de Elefantina, calificaron intencionadamente de anárquico, para justificar mejor su advenimiento al poder y subrayar así la legitimidad y calidad de su gobierno. El restaurador, Setnakht, solamente estuvo al frente del estado durante dos años y acompañado por su hijo Ramsés III, que será el último de los grandes faraones. Su largo reinado de más de treinta años se convierte en el referente de la XX dinastía, compuesta por faraones llamados todos Ramsés, hasta el que lleva el número XI. Por su parte, Ramsés II parece haber sido el modelo deseado por su primer homónimo de la vigésima dinastía. Su trascendencia histórica reside en el hecho de que fue capaz de rechazar en el octavo año una invasión compuesta por contingentes procedentes del mundo micénico, Anatolia occidental y de la región costera de Siria que, entremezclados, buscaban un nuevo hogar, ya que la mayor parte de los estados de la Edad del Bronce había sucumbido como consecuencia de los improvisados ataques de gentes de diversos orígenes que se habían puesto en movimiento por circunstancias ignoradas, pero sin duda en relación con la inestabilidad generalizada de la que la caída de Troya no es más que un episodio emblemático. Si en última instancia fueron desplazados por otros pueblos que procedieran del ámbito centroeuropeo es algo que no sabemos, pero resultaría sorprendente la coincidencia de que poco después se produzca la llegada de los Campos de Urnas (o sus variantes locales) a la Península Ibérica y a la Itálica, la hipotética invasión doria en Grecia Continental y la constatación de la presencia de los futuros medos y persas en el Irán. En cualquier caso, si se trata de un movimiento de largo o corto alcance es algo que no revelan las fuentes antiguas, en las que la sinonimia mencionada resulta, por lo general, bastante familiar en el entorno del Mediterráneo oriental a lo largo de la segunda mitad del II Milenio. El templo funerario en Medinet Habu recoge con toda suerte de detalles en el texto y en el relieve la campaña de Ramsés III contra los Pueblos del Mar. Por lo que respecta a la política interna, la más detallada información procede del Gran Papiro Harris, redactado presumiblemente el mismo año de la muerte del faraón. En él se afirma la voluntad real de acabar con los desórdenes y la inseguridad, además de contener una rica documentación sobre propiedades de los templos. Sin embargo, las dificultades económicas se ponen de relieve en la insólita huelga de los trabajadores de Deir el-Medina que no recibían su correspondiente ración. Quizá relacionado con la mala coyuntura económica se encuentre el complot, descubierto a tiempo por el monarca, en el que participaban destacadas personalidades de la corte y del ejército. Entre los acusados, según el relato judicial del Papiro de Turín, se encontraba la propia reina. Un tribunal compuesto por doce jueces -entre ellos cuatro extranjeros- dictó sentencia condenatoria contra algunos de los acusados: unos fueron ejecutados, a otros se les amputó la nariz o las orejas. Algunos quedaron absueltos, pero ignoramos qué suerte corrió la reina. La muerte del faraón durante estos acontecimientos o poco después abre un periodo de declive que dura unos setenta años. Prácticamente nada sabemos de los ocho ramésidas siguientes, aunque como rasgos más destacados hay que señalar el deterioro de las condiciones internas de vida, la progresiva pérdida de los dominios asiáticos y la corrupción en la función pública, que se expresa dramáticamente en la profanación de las tumbas reales durante el reinado de los tres últimos Ramsés. Muchos autores han querido ver en el famoso cuento de Uenamón, correspondiente a la época de Ramsés XI, el mal estado de las relaciones internacionales de Egipto, ya que el príncipe de Biblos no quiere entregar la madera para la construcción de la barca de Amón; pero en realidad, lo que se pone de manifiesto es la interrupción de la economía del don y el contradón propia de la Edad del Bronce, ya que Uenamón no lleva el regalo de contraprestación pues se lo han arrebatado los tjekker, uno de los pueblos que habían atacado a Ramsés III y que ahora encontramos asentados en la costa, al norte de los peleset, que darían su nombre a Palestina. En cualquier caso, los escándalos en la administración no fueron peores que las luchas intestinas o que el acceso de los militares a los bienes de Amón, síntomas todos ellos de una inestabilidad social propia de un período de crisis. Quizá los acontecimientos vinculados al gran sacerdote Amenofis, que incluyen su propio secuestro, deban ser interpretados no tanto como un conflicto militar con el virrey de Kush, sino como los efectos de una revuelta social que acabaría con el advenimiento de Herihor en su lugar. El procedimiento no está claro, pero se denomina golpe de estado del año 19. A partir de entonces, Ramsés XI es un faraón nominal que conserva la más alta dignidad bajo la tutela del clero amonita. Se encuentra, pues, circunstancialmente al frente de un régimen teocrático, liderado por elementos ajenos al propio faraón. El sur está bajo control del gran sacerdote de Amón y jefe militar, Herihor, mientras que el norte está gobernado por Smendes, un administrador teóricamente dependiente del clero de Amón pero que goza de total autonomía en su residencia de Pi-Ramsés. La separación de las dos regiones es un hecho y las dificultades políticas repercuten en el deterioro económico, del que -a su vez- eran fruto. Se abre así un nuevo período intermedio en un Egipto abandonado por Maat, es decir, sometido al quebranto de la línea dinástica, parámetro ideológico para asumir el desorden, el caos.La restauración política tras la expulsión de los hicsos pretendió ser un regreso al pasado en todos los sentidos. Sin embargo, la realidad de los nuevos tiempos se había impuesto, de manera que las tendencias hacia el arcaísmo no son más que una máscara que oculta las transformaciones. Estas habían de quedar integradas ideológicamente de forma que no entraran en conflicto con el orden histórico. La ruptura amárnica se realiza contra este procedimiento y por ello será objeto de damnatio memoriae por parte de los ramésidas. Por el contrario, la reforma administrativa que se opera desde comienzos del imperio se articula correctamente integrada en los principios de la ideología dominante, de modo que no se percibe como una ruptura intolerable con el pasado, sino como continuidad -sólo en lo imaginario y simbólico- y perpetuación del orden faraónico, sobre todo frente a lo extranjero; esa fue precisamente la gran tarea estabilizadora del sincretismo entre Amón y Ra, que discurrirá en beneficio del clero tebano. Sin embargo, no deja de ser paradójico que la dinastía XX cuente entre los altos dignatarios con un volumen de extranjeros nada desdeñable, cuya integración en el aparato no ha provocado, aparentemente, conflicto. Sin duda, la experiencia imperial de las dinastías XVIII y XIX había alterado profundamente la percepción de la realidad, como para permitir la participación de extranjeros procedentes de los territorios sometidos en las tareas burocráticas del estado. Qué lejos habían quedado los tiempos de los hicsos. Por consiguiente, la obra de Ahmosis y sus sucesores es la de recomponer la autoridad centralizada del faraón en una dimensión completamente nueva, pero dando la impresión de continuidad perfecta con el pasado. De él destaca sobremanera el carácter guerrero del monarca que ahora adquiere una nueva dimensión como consecuencia de la conquista de los territorios asiáticos. Precisamente la administración y control de este nuevo espacio por el faraón propicia el incremento de poder y autonomía del visir en los asuntos propiamente internos, frente a la prácticamente desaparecida nobleza territorial. La importancia del visir ha ido aumentando desde el Reino Antiguo en virtud de la ampliación de las tareas que le son encomendadas. Un texto titulado: "Protocolo de la Audiencia del director de la Ciudad, Visir de la Ciudad del Sur y de la Residencia, en el despacho del Visir", constituye el documento más completo sobre las funciones del visir en el Imperio Nuevo. A él le corresponde la gestión de la mano de obra, del patrimonio real y nacional, el ejercicio de la justicia suprema, percepción de los impuestos, control de los archivos, designación de magistrados, etc. Es, en realidad, el brazo derecho del monarca, o sus dos brazos, ya que al menos temporalmente está atestiguada la coexistencia de dos visires, uno en Tebas, que continúa siendo la capital oficial del estado, y otro en Menfis; no obstante, el peso administrativo va oscilando hacia el norte, como demuestra definitivamente el establecimiento de Pi-Ramsés en el Delta. Al mismo tiempo, el clero se ha convertido en otro puntal básico de la continuidad política. Los grandes sacerdotes tebanos juegan un papel decisivo en los momentos delicados y no necesariamente como fuerzas centrífugas, aunque esa sea su caracterización a finales de la XX dinastía. En realidad, la buena armonía entre el faraón, que mantiene sus implicaciones sobrenaturales, el visir y el gran sacerdote facilitan el equilibrio político, garantizado en muchas ocasiones por las relaciones de parentesco de quienes ocupan tales magistraturas. No obstante, en ocasiones surgen fricciones, muchas de ellas ni siquiera documentadas, como es el caso del reinado de Tutmosis IV. Posiblemente la ruptura del equilibrio en ese reinado es el punto de partida inmediato de la crisis amárnica. La importancia del clero tebano se debe a la progresiva donación de bienes raíces por parte de los faraones. El Papiro Wilbour, una especie de catastro para la contribución fiscal de la época de Ramsés V, señala que un tercio de la tierra productiva de Egipto es dominio de Amón. El control social que le es permitido realizar en tales condiciones está fuera de discusión; sin embargo, su situación, como parte integrante de la Casa Real, lo mantiene en la esfera funcionarial. El volumen de funcionarios se ha incrementado porcentualmente de un modo extraordinario. Colectivamente considerados constituyen la Casa Real, integrada por burócratas, soldados, clero, artesanado y campesinos dependientes, llamados esclavos del rey. Los funcionarios sensu stricto alcanzan un tercio del volumen total de la Casa Real. Su presencia conlleva la utilización de un potencial laboral en tareas no productivas, alimentado a expensas del estado, como los trabajadores empleados en la construcción de monumentos, cuya comparación con los de épocas anteriores es imposible de realizar. No obstante, parece que la munificencia regia supera cualquier situación precedente. Al mismo tiempo, la corrupción se generaliza, según puede deducirse de datos directos e indirectos. Podríamos destacar el turbio asunto de los sacerdotes de Khnum en Elefantina, durante los reinados de Ramsés IV y Ramsés V, que actuaban como una cuadrilla de delincuentes. El verdadero alcance de la noticia es difícil de determinar, pues según algunos autores es lo insólito de la práctica lo que la da a conocer; pero en realidad se puede argüir que se dio a conocer el caso de Elefantina porque fue castigado, no porque fuera infrecuente. Entre los datos indirectos destacan las referencias continuas -innecesarias de no ser familiar la conducta contraria- al buen quehacer de muchos funcionarios en las biografías de sus tumbas, o las instrucciones reales a los visires. Pero las referencias evergéticas de particulares también son síntoma de la depauperación de sectores sociales silenciados por la naturaleza de la documentación que poseemos para la reconstrucción histórica. Sin duda, la tensión hubo de ser más profunda y duradera de lo que permiten entrever las fuentes; por ello, la persistente presencia de Seth en el imaginario egipcio podría ser interpretada como la proyección sobrenatural de los conflictos sociales. Ignoramos en qué medida pudo haberse visto incrementada la población, pues se nos escapa el conocimiento sobre las variaciones demográficas; en cualquier caso, se ha calculado que el total de habitantes podía oscilar entre los tres y los cuatro millones y medio. En su mayor parte estaban dedicados a la producción agrícola, trabajando el campo en distintas situaciones jurídicas y laborales. Otros muchos se dedicaban a funciones elementales, como la ganadería, la minería o el trabajo en las canteras, estas dos últimas actividades, por cierto, eran monopolio real según documenta Sethi I en las inscripciones del templo de Redesiye (Wadi Mia), puesto que garantizaban la proyección indeleble del faraón a través de sus obras monumentales. Los gastos que éstas generan son afrontados mediante el patrimonio regio, por lo que éste debe estar bien saneado y para ello es imprescindible una distinción, incluso grosera, entre el tesoro público y el patrimonio faraónico. Los monopolios de la corona se ven incrementados por otra fuente adicional de riqueza de primera magnitud que es la que procede de la actividad comercial. La existencia de mercaderes particulares está documentada, pero la mayor parte del intercambio, sobre todo el de gran alcance, está en manos del estado; se trata de un comercio organizado y dirigido por la administración en virtud de las necesidades específicas, coyunturales o estructurales, cuya materialización se realiza como intercambio de regalos entre cortes. En este mismo capítulo de ingresos podríamos mencionar los beneficios obtenidos a través de las campañas militares, que tienen entre sus objetivos garantizar el abastecimiento o sanear el tesoro. Sin embargo, la fuente de riquezas con periodicidad garantizada para el sustento del sistema es la producción agrícola. En principio, el rey es teóricamente propietario de la totalidad del suelo y, en consecuencia, puede alienarlo en beneficio de alguien a quien quiera favorecer o gratificar. El proceso de privatización del suelo ha sido destacado desde el Reino Antiguo y su progresivo incremento ha ido modificando paulatinamente la estructura del trabajo agrícola. Aunque la servidumbre territorial -el campesino está ineludiblemente adscrito al suelo- se mantiene como sistema prioritario, las formas de dependencia se han hecho más complejas, como se pone de manifiesto, por ejemplo, en las distintas modalidades de organización comunitaria. En la tumba del visir Rekhmiré, de la época de Tutmosis III, se conserva una lista fiscal de poblaciones, quizá la más antigua, por medio de la cual se nos hace saber quiénes habían de satisfacer los impuestos ante la oficina del visir. Y menciona, en razón del tipo de hábitat, al alcalde, a los gobernadores de las propiedades, a los transportistas de los nomos, a los miembros de las asambleas rurales. Es posible que estos últimos correspondan a las comunidades de aldea, que hubieran mantenido una autonomía sobre sus tierras comunitarias, a cambio de una contribución fiscal; de hecho se documenta también la existencia de esclavos comunitarios, lo que da una dimensión completamente nueva a la propiedad pública. Pero en realidad desconocemos hasta qué punto estuvieron presentes en la estructura económica del Imperio estas comunidades que alteran la imagen de homogénea dependencia conocida y aceptada para Egipto. El campesino sigue estando obligado a prestar un servicio al estado, corvea, sistema de sobreexplotación, tan arraigado que en las tumbas aparecen estatuillas sustitutorias, los ushebti, con el encargo de hacer los trabajos obligados en lugar del difunto en la otra vida. Ya en el "Libro de Los Muertos" puede leerse: "Fórmula para hacer que un ushebti ejecute los trabajos que le corresponden a uno en el reino de los muertos...". Esta pesada carga adicional debió de contribuir considerablemente en el incremento de la población que abandona su lugar de trabajo para buscar fortuna en actividades marginales. Sin duda, decretos como el de Horemheb, que tenían como finalidad corregir abusos administrativos, fueron insuficientes para eliminar el conflicto social. De hecho, a finales del Imperio, el "Relato de Uermai" expresa con claridad cómo la arbitrariedad del poderoso es norma en la vida cotidiana. Pero el Imperio Nuevo es también muy rico en información sobre otras actividades profesionales, gracias a la multiplicación de los documentos administrativos y la copiosidad arqueológica de poblados obreros como Deir el-Medina. A partir de Horemheb, poseemos una fuente adicional en la institución de la Tumba Real, conjunto de trabajadores destinados a preparar las tumbas reales. Estos operarios, que trabajan por cuenta del estado, aparecen frecuentemente actuando por cuenta propia, lo que les permite obtener un beneficio no controlado por el fisco, aunque es de sobra conocido, pues los emplean los propios representantes del estado que teóricamente son sus custodios. La información que tenemos para el estudio del artesanado es abundante y proporciona una imagen extraordinariamente compleja de su funcionamiento. Sería erróneo considerar la sociedad egipcia como una sociedad de castas, ya que la permeabilidad social está lo suficientemente bien atestiguada como para afirmar que la posición social por nacimiento no es irreversible (lo cual es bien distinto a creer que cualquiera puede promocionarse). En realidad, la sociedad se articula en corporaciones profesionales, sobradamente documentadas, como pone de manifiesto la repetición del ideario de la "Sátira de los oficios", en la que no se hacía mención del soldado. Ahora se corrige tal ausencia, que parece más bien una complacencia del escriba, pues muchos soldados quedan gratificados por su servicio. Algunos autores han llegado a afirmar que en la época ramésida madura una auténtica burguesía, que arranca de la XVIII dinastía, compuesta por militares instruidos que serán transvasados a la administración, dando lugar así a un cuerpo social intermedio. Sin embargo, los jactanciosos textos de Ramsés II y III por su dadivoso carácter con respecto a sus soldados, no confirman la existencia de una nueva clase social, sino la aparición de un nuevo estrato entre los propietarios, los que gozan de pequeñas parcelas como recompensa por sus servicios militares y que no tienen consideración patrimonial por el escaso valor del suelo. La corvea, pues, puede conducir a campesinos dependientes a la relativamente privilegiada situación de pequeños propietarios. Son las ventajas internas surgidas de la construcción de un estado imperial, que acapara tierras fuera de su espacio territorial y que pone en cultivo suelos hasta entonces improductivos. Y en este orden de cosas, también resulta beneficiosa para el egipcio ínfimo la política imperialista por la masiva aportación de una mano de obra nueva que lo libera de ciertas cargas laborales. En efecto, en el último nivel de la escala social se encuentran los esclavos, cuya situación jurídica se ha ido haciendo más compleja, conforme se hace más abundante la explotación de esta mano de obra. Un papiro de Berlín menciona un pleito por la propiedad de una esclava compartida por un particular y una comunidad. Algunos textos ratifican que los esclavos tienen derecho a la propiedad, incluso de bienes inmuebles según el Papiro Wilbour. Otros documentos afectan a la manumisión, que se puede alcanzar mediante procedimientos de diversa índole, entre los que no es el menos sorprendente el matrimonio. Incluso, poseemos algunas referencias a casas de esclavas, que deben ser interpretadas algo así como granjas de producción de esclavos. De este modo, la generalización de la esclavitud en todos los sectores productivos provoca una devaluación de la mano de obra libre no propietaria, que en ocasiones, cada vez más frecuentes, se ve obligada a venderse para poder subsistir. Sin duda, la conquista territorial y la esclavización de los prisioneros de guerra, documentado por doquier -inicialmente en el Papiro Anastasi III- incidió de forma determinante en el progresivo cambio de la estructura productiva en Egipto. Al final de la XVIII dinastía la mano de obra esclava se ha generalizado tanto que hasta individuos de humilde situación pueden hacer uso de ella, aunque sea en régimen de alquiler, según nos da a conocer otro papiro berlinés. Y ya en la XIX dinastía entra a formar parte del imaginario egipcio la armoniosa relación entre el esclavo y su propietario, como nueva referencia idílica de las relaciones de producción. El verdadero artífice de esta nueva situación había sido el ejército. Desde el punto de vista estratégico había mejorado con la incorporación, como el resto de los estados contemporáneos, de los veloces carros, desde los que combate la aristocracia, a la usanza de los maryannu. El incremento de las unidades militares conllevaba el problema del abastecimiento, que se convierte en un tópico de la capacidad logística de los oficiales en las biografías de sus tumbas. Pero la guerra, en sí misma, alcanza un grado insólito en la ideología faraónica, apareciendo por primera vez narraciones en primera persona, como la estela de Tutmosis III en Armant, que preludian el nivel propagandístico que alcanzarán durante las dinastías XIX y XX. Para la elaboración de los relatos oficiales se hace imprescindible una nueva figura, el reportero de guerra, un escriba del ejército que tendrá como misión anotar cotidianamente su actividad. La expectativa de los soldados se deposita en el triunfo que le dará acceso a una parcela de tierra; de esta manera se estimula la participación, incluso de antiguos prisioneros convertidos ahora en tropas regulares, y se retroalimenta el ambiente imperialista. Pero el beneficio último es obtenido por la creciente nobleza que deposita su fuerza en el aparato militar y que culminará con el acceso de Herihor. Por lo que respecta a la administración de justicia, el faraón es la principal fuente legislativa; sin embargo, los decretos reales no fueron recopilados en un código legal como los que conocemos en otras culturas. En este sentido, el documento más importante del Imperio es el decreto de Horemheb, pues no sólo nos permite percibir el ambiente jurídico del reino, sino que describe el procedimiento judicial y las penas (frecuentemente castigos corporales), que incluyen deportaciones, confiscaciones e incluso la pena capital. Durante el Imperio Nuevo se produce un desarrollo técnico considerable en algunos sectores productivos o de dominio. Por ejemplo, es entonces cuando se introduce la fabricación del vidrio o el shaduf, una sencilla pértiga para elevar cubos de agua. El contacto con Oriente enriquece las técnicas de la guerra y el armamento. La agricultura se ve asimismo beneficiada por la aclimatación de nuevas especies, como el granado o el incienso, y se crean jardines botánicos, como el de Tutmosis III. También es un momento óptimo para el desarrollo cultural, según se desprende de la atención prestada a los libros, que se convierten en objetos de coleccionismo. Para comprender el fin del Imperio convendría tener presente que junto a unas tendencias generales concurren unos factores coyunturales que impidieron a la estructura estatal salir adelante. Desde una perspectiva global se aprecia un proceso de desestructuración motivado por la transformación del sistema productivo hacia un régimen esclavista. El antiguo sistema redistributivo garantizado por la burocracia se muestra ahora inoperante por diversas circunstancias, entre las que se puede citar el anquilosamiento ocasionado por la heredabilidad de los cargos, pero esto es una banalidad frente a otras razones más profundas. De hecho, se constata un decrecimiento de los ingresos procedentes de los territorios conquistados, lo que provoca una recesión económica acompañada de una creciente inflación. El estado es incapaz de resolver el problema del gasto público imprescindible para mantener al ejército, a los trabajadores dependientes, el culto y las relaciones comerciales estatalizadas. El colapso económico impide las tareas redistributivas, por lo que el caos -eufemismo con el que podemos definir la insolidaridad- se apodera de las relaciones sociales y se manifiesta en la crisis política. Una vez más Egipto se había quedado sin Maat.

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