Ernesto Bohoslavsky y Milton Godoy Orellana**
Resumen: El artículo analiza las reflexiones históricas y sociológicas producidas en el contexto de las la construcción del estado nacional en Argentina y Chile. Se pretende distinguir entre las -al menos- tres dimensiones superpuestas en los choques producidos durante el proceso de construcción e imposición del orden estatal en América Latina. Así, este artículo viene a asentarse en una apuesta teórica y metodológica por el enfoque comparativo, entendiendo que éste ayuda a comprender mejor la naturaleza de las respectivas experiencias históricas, sus rasgos compartidos así como los originales. Dos experiencias cercanas, dos experiencias distintas. Chilenos y argentinos nos hemos mirado y recelado, pero nos hemos estudiado poco unos a otros. Los prejuicios predominan claramente sobre otras alternativas de percepción y conocimiento. Largamente encapsuladas las respectivas historiografías nacionales, en estos últimos años se ha venido a demostrar la fertilidad -y aun más, la necesidad- de los intercambios académicos internacionales.
Las miradas contemporáneas al proceso de constitución del Estado nacional en América Latina en la segunda mitad del siglo XIX tenían un reconocido efecto legitimador. Los pensadores del proceso se dedicaron sobre todo a recrear lo que creían que era el triunfo de la modernidad sobre la tradición y el atraso (representado por el pasado hispano), de lo nacional sobre lo local, de lo blanco sobre lo indígena/negro, del riel sobre la rastrillada y a veces del positivismo sobre el catolicismo. La historiografía construida “en caliente” sobre este proceso se embebió de este discurso nacionalista y triunfalista, y contribuyó a naturalizar y fortalecer los particulares trazos del período. Basta releer los acercamientos de Diego Barros Arana al tema en sus tomos de la Historia General de Chile para apreciar cuál es la lógica que va guiando su interpretación. Sustentado en el denominado sistema narrativo, que según el historiador decimonónico se dirigía al mayor número de lectores y “nos da a conocer las individualidades más o menos prominentes de los tiempos pasados” (Barros Arana 1999:6), el más destacado historiador chileno del siglo XIX escribió exclusivamente sobre los que consideraba los verdaderos protagonistas del relato nacional: varones, provenientes de la elite, moralmente probos y desinteresados de todo -salvo de sostener su patria-. El resto de los que aparecen son actores de reparto, que se asume que intervienen irracionalmente por desconocer las leyes sociales o por defender sus intereses particulares. Esta fue una historiografía hacedora de héroes, que instrumentalizó el pasado con un criterio fundacional como era construir un futuro nacional, para lo cual no escatimó palabras a la hora de alabar a los padres fundadores. Para el caso, debemos recordar la figura de O´Higgins construida por Vicuña Mackenna (1882); en la biografía que dedicó al héroe nacional lo revestía de rasgos míticos que lo ligaban al paisaje y a los destinos de su patria (Colmenares 2006). Probablemente, otro punto máximo se alcanza con la descripción épica que Bartolomé Mitre (1887) hizo de San Martín, donde el libertador deviene en una imagen hierática, cuya morfología craneana explicaría para este autor algunas de sus altas cualidades. Así, la pluma del historiador convergió con el cincel cuando lo sacrificial fue plasmado en granito y bronce en busca de representar la sublimación del héroe como ejemplo para las multitudes nacionales, creando una estatuaria cívica que invadió los espacios públicos de las nuevas repúblicas. El Perú republicano que Jorge Basadre (1947; 1968) narró a mediados del siglo XX seguía siendo una autobiografía criolla, con una visión pedagógica centrada en destacar al Estado independiente como tarea-problema-destino-y posibilidad (Thurner 2006). Resulta hoy difícil volver a esa literatura decimonónica sin reconocer su abierto sesgo ideológico y su desdén por las prácticas políticas y culturales no elitarias, subalternas, femeninas, periféricas: el proceso de creación e imposición del Estado nacional está percibido desde un punto de vista en el que los protagonistas y sus cronistas no difieren en sus ponderaciones morales y políticas. Hubo que esperar al proceso de constitución de la historia como disciplina científica y que ésta aumentara sus niveles de autonomización con respecto al poder político -después de la segunda guerra mundial- para que se desarrollaran perspectivas diversificadas con respecto al proceso de construcción del orden nacional en América Latina a mediados del siglo XIX. En las décadas de 1960 y 1970 la historiografía social y económica puso de manifiesto la imposición del creciente y agresivo Estado nacional (o al menos central) sobre las regiones que a éste terminaron subyugadas, siguiendo el mismo derrotero de sus poblaciones, corporaciones e identidades que en ellas habitaban. Esta mirada estructural creía adivinar en la imposición del Estado nacional el resultado de un fenómeno de mayor envergadura, que daba cuenta de la modernización capitalista de América Latina ya incipiente a mediados del siglo XIX, momento en que se inicia su inserción como región primario-exportadora (Lynch 1981; Peña 1968, 1969; Rodríguez Molas 1982; Slatta 1983) en el sistema económico mundial, formando parte de la periferia de la economía-mundo (Wallerstein 1999). Pero, fue este misma interacción la que expuso a las economías nacionales a las tensiones y vaivenes de la economía internacional, haciéndolas transitar “en su ruta al capitalismo”, como ha señalado Ortega para el caso de Chile, en un proceso de modernización y cambio marcado por contracciones y expansiones, ligadas a los vaivenes de los mercados y a las condiciones impuestas por la City londinense (Ortega 2005). La historiografía económica actual ha explorado también los caminos de la matriz histórica del arcaísmo en la explotación minera, la carencia de capitales y empresarios dispuestos a la modernización, entre otros tantos motivos, para explicar las incapacidades del sector (Ortega 2008).Así, el desarrollo del capitalismo habría requerido un proceso contemporáneo de legitimación, tarea que fue encarada por la erección de instituciones estatales que lograron universalizar los estrechos intereses de las oligarquías latifundistas y mineras. Las teorías cepalinas, modernizadoras o dependentistas insistían en considerar que esas agencias estatales, paralelamente, debían desarrollar tareas de apoyo a la producción de los bienes primarios que estas burguesías, en conjunción con capitales metropolitanos, se encargaban de exportar. En esta perspectiva había algo que seguía en buena medida inerte con respecto a la que se había desarrollado en las décadas atrás. Los protagonistas de la historia seguían siendo las elites que habían asumido el proyecto oligárquico siguiendo la doble lógica de la expansión del Estado y de dominio del capital: en esa mirada, Estado y burguesía eran los únicos que contaban con un proyecto definido así como con el instrumental social y político para llevarlo a cabo (Carmagnani 1984; Pizarro 1971, 1986; Ramírez Necochea 2007). Está claro que hay una valoración política y moral completamente invertida con respecto a la que los hombres ilustres del siglo XIX formularon con respecto al proceso, pero no se modificó la convicción de que el relato historiográfico debía dar cuenta en primer lugar de las “figuras” dominantes, a título personal o colectivo y del sentido arriba-abajo del proceso.Hecha la equivalencia entre avance del capitalismo periférico y triunfo del Estado nacional, los sectores populares, en esta perspectiva, no ingresaban en el relato histórico sino como víctimas del proceso. Campesinos, artesanos, jornaleros, arrieros, trabajadores, todos aquellos que fueron agrupados como parte de la “plebe urbana” y del “bajo pueblo”, cuando aparecen retratados, lo hacen por lo general en un rol secundario o pasivo, ya sea desde una mirada que considera todo el proceso como un resultado ineluctable de una modernización (excluyente) o como el ejercicio de dominación política de una clase sobre el resto de la sociedad. Sea porque carecían del instrumental mental para pensar un proyecto alternativo, porque no poseían la capacidad para establecer alianzas más amplias y sustentables o porque las leyes de las etapas históricas así lo exigían, su destino parecía quedar sellado. Las reflexiones históricas y sociológicas producidas en el contexto de las últimas dictaduras y del retorno de las democracias en el cono sur en la década de 1980, fueron dejando de lado ese enfoque estructural y algunas de las herramientas del marxismo ortodoxo. La experiencia de la arbitrariedad absoluta que ofrecieron los gobiernos directos de las Fuerzas Armadas en el continente le devolvieron una súbita centralidad a la historia política, que se había licuado en el marco de la historia social y económica de las décadas pasadas. De allí que se invitaba a una revalorización de la esfera política y a asumir que ésta tenía cierta autonomía con respecto a los fenómenos económicos más globales. Partidos políticos, prácticas electorales, formación de identidades y circulación de prensa política son algunos de los temas que se han puesto de manifiesto en los últimos quince años a la hora de estudiar a América Latina (Annino 1995; Annino et al. 1994; Annino y Guerra 2003; Carmagnani 1993; Devoto y Ferrari 1994; Goldman 1992; Goldman y Salvatore 1998; González-Bernaldo 2001; Guerra y Lempérière 1998; Malamud 1995, 1997, 2000; Posada-Carbó 1996; Sábato 1999; Sábato y Lettieri 2003). Este recorrido historiográfico ha permitido pensar a la política (sus ideas, sus prácticas y sus reglas) de una manera menos determinista y le ha devuelto mayor protagonismo a su propia dinámica y a sus instituciones. La historiografía ha mostrado que la igualdad consagrada en los textos constitucionales imaginaba una igualdad entre las personas (al menos entre los varones), pero convivía con una realidad en la que la jerarquización étnica, de género y de clases era la regla: de la manera en que se resolvió ese dilema entre la promesa nacional-democrática universalista y una práctica excluyente y jerarquizante, es donde algunos autores han encontrado el motor del largo siglo XIX latinoamericano (Mallon 2004a; Prado Arellano 2004).A su vez, este acercamiento ha permitido reconocer la dimensión específicamente política del proceso de construcción del Estado nacional y el peso que en él tuvieron los sectores subalternos no sólo como resistentes. Eso ha permitido que se vengan tomando en consideración la serie de proyectos alternativos o contestatarios, que quedaron a la vera de la historia, derrotados frente a un orden al que se ha caracterizado muchas veces como inflexible, imbatible y coherente (Salazar Vergara 2005). Las provincias, asimismo, han dejado de ser vistas como obstáculos a la inevitable llegada del tiempo nacional y se les ha reconocido la centralidad política que tuvieron en las primeras décadas del siglo XIX, tempranamente derrotada en Chile y más tardíamente en el río de la Plata (Chiaramonte 1989b, 1989a, 1993). La imposición del Estado nacional sobre las provincias, en esta perspectiva, no es simplemente la dimensión institucional-territorial del triunfo de una burguesía auto-consciente sobre otros grupos competidores (tanto de élite como subalternos). Es que la soberanía provincial, resultado de la apresurada disolución del orden colonial, no estaba destinada a dejarle paso y someterse a la soberanía nacional por ser ésta más “moderna” como se ha creído (Botana 1998:11). Recientemente Jeremy Adelman (2006) ha recomendado dejar de pensar a los procesos independentistas como si alguna ley histórica “reclamara” el reemplazo de los imperios por naciones y de miembros de anquilosadas corporaciones de resonancias medievales y clasificaciones étnico-raciales por ciudadanos individuales.Esa renovación del acercamiento historiográfico alimenta alguna de las intenciones de este libro. Una de ellas es tratar de distinguir entre las -al menos- tres dimensiones superpuestas en los choques producidos durante el proceso de construcción e imposición del orden estatal en América Latina. Todas estas dimensiones estaban superpuestas en la percepción más estructural, que suponía -explícitamente o no- que la historia tenía una serie de metas o etapas.En primer lugar, colisiones entre intereses de distintas regiones de un mismo país, no siempre carentes de un componente político que se manifestaba en divisiones intra-elitarias. Los antagonismos sociales y políticos entre la sierra ganadera y la costa de plantaciones en Ecuador parecen ser uno de los ejemplos más pertinentes al respecto. En algunos casos, estas polémicas llevaban a conflictos internos armados, que conducían a rupturas en el sistema político (entre un bando centralista y otro más federalista o autonomista o entre diversas regiones) que en el conjunto latinoamericano se han denominado, no sin cuestionamientos, como “guerras civiles” (Prado Arellano 2004). La historia colombiana que se extiende desde mediados del XIX hasta la finalización de la “Guerra de los Mil Días” ilustra claramente esta serie de enfrentamientos. También en esta línea argumentativa aparecen como buenos ejemplos las guerras civiles chilenas de 1851 y 1859, definida la primera como un conflicto político militar inter-oligárquico que estuvo definido por dos frentes políticos. Así, en el sur se generó un movimiento regionalista liderado por los conservadores mientras que en el norte el movimiento nació impulsado por la Sociedad de la Igualdad y los liberales (Godoy 2000; Schmutzer 1984). En segundo lugar, la guerra civil de 1859, que significó también un quiebre inter-oligárquico, pero fue claramente la expresión más violenta de una incipiente “burguesía local” desarrollada esencialmente al alero de la creciente explotación minera del Norte Chico (Ortega y Rubio 2006; Pérez 2006)En segundo lugar, hubo disputas entre las elites y otros sectores sociales que no se mostraban suficientemente subordinados al orden que se promovía desde arriba (un caso extremo parecen ser las resistencias mesiánico-milenaristas de Canudos y de Contestado en la República Velha). La historia del continente está plagada de referencias a las insolencias generales o particulares que los sectores subordinados ofrecían a la autodenominada “gente decente”, sin por eso alterar necesariamente el trazo grueso de la dominación social. Esta postura permite re-politizar desde la historiografía las resistencias, alteraciones, desafíos y desobediencias a la nueva gobernación estatal y al orden capitalista en ámbitos rurales y urbanos en la segunda mitad del siglo XIX e inicios del siguiente. Esas prácticas no fueron naturales, obvias, necesarias ni estructuralmente determinadas sino el resultado de decisiones, reflexiones y cálculos asumidos (y no un reflejo de instinto de clase o de su posición en la estructura de clases) por los que promovieron la llegada de nuevos tipos de sociedad, el regreso de antiguas relaciones o siquiera el desprecio por el novel orden social. Las resistencias desde abajo necesitan ser vistas como parte de un proceso social y político más amplio, del cual ya no puede seguir diciéndose exclusivamente que era una lucha en el sentido arriba-abajo, sino que fue mucho más complejo y abigarrado. En este sentido se ha avanzado en explicar los procesos de transición de la sociedad pre-industrial a la moderna y sus tensiones a propósito de estudiar la complejidad de un proceso que varió desde las resistencias peonales a formas modernas de articulación social (Goicovic 2004; Grez Toso 1998; Pinto Vallejos 1998; Salazar Vergara 1985). Muchas veces la resistencia al nuevo orden republicano y capitalista no se hacía sino como deseo de retener los privilegios y fueros coloniales, y sobre todo, para evitar la igualación civil con las “castas”, consideradas mentalmente inmaduras para un régimen no autoritario (Prado Arellano 2004:96). La densidad del fenómeno tratado provenía, en muchos casos, del hecho de que no eran pocos los sujetos subalternos que deseaban incorporarse a este nuevo orden estatal. Está claro que estas incorporaciones eran selectivas y estratégicas y que probablemente incluían sentidos nativos divergentes (difícil es saber si compatibles o no) con respecto a los promovidos por las autoridades públicas. En tercer lugar, es posible encontrar las luchas entre sectores y voceros de las cúspides sociales, enfrentados en mucho más que diatribas intelectuales acerca del tipo de Estado y de nación que se deseaba solidificar. Los choques entre conservadores y liberales –aún cuando mal esconden un enorme consenso sobre la necesidad, viabilidad y pertinencia del orden oligárquico finisecular- no deben apartarnos la vista sobre lo candente y agresivo de sus disputas en torno a problemas tales como el papel de la Iglesia y su relación con el Estado. Un buen referente son las década de 1820 en Chile o de 1850 y 1860 en el Río de la Plata, años en los que la carencia de un liderazgo político universalmente reconocido es recogido en las interpretaciones historiográficas de inicios del siglo XIX como un tiempo de “anarquía”. Así, la resistencia al nuevo orden no fue patrimonio exclusivo de quienes, a posteriori, terminaron llevando la peor parte, esto es, trabajadores urbanos, comunidades indígenas y campesinos. No pocos sujetos provenientes de élites participaban de desórdenes y desafíos a las autoridades estatales nacionales. En el caso chileno bastante se han destacado las similitudes entre las frondes francesas y los esfuerzos liberales por disminuir el poder del ejecutivo, manifestados en las agitaciones políticas de 1849-51 y 1857-1859 (Collier 2003). Muchas disputas y amenazas al nuevo orden estatal eran lideradas, acompañadas o toleradas por miembros de grupos elitarios descontentos con aspectos y figuras relevantes de la nueva orientación (y no necesariamente con el sentido general del proceso). Provenir de los sectores dominantes no significaba necesariamente ser mejor ciudadano o más respetuoso de la constitución y los gobiernos legítimos, como mostró con sobra Fernando Escalante Gonzalbo (1992) para el caso de México; generales, autoridades y políticos eran ciudadanos tan “imaginarios” como los hombres corrientes. En definitiva, lo que muestra la historiografía más reciente es que no hay en el período de regímenes oligárquicos de América Latina (y en ningún otro) una gobernación impersonal ni libre de tensiones políticas. El Estado no existe fuera de las alianzas que establecen grupos sociales identificables. De allí que no sea válida la idea de que todo “desorden” es generado por sectores subalternos ni que las elites permanecen fuera de los desafíos al orden estatal.Una postal que parece destilar el análisis del Estado nacional en regiones de Argentina y Chile entre 1840 y 1930 es que el sector público muestra preferentemente rasgos de capacidad represiva más que de regulación consensuada de comportamientos (eso lo hace oligárquico). Y si bien algunos autores han mostrado que la preponderancia de los rasgos coercitivos por sobre los consensuados fue el resultado de las dificultades del temprano Estado republicano por imponerse sobre sus competidores y lealtades alternativas, la “exteriorización del Estado” al decir de Oszlak (1997:28-29), se expresaba primordialmente en instituciones que estaban destinadas a consolidar y legitimar el poder central (milicias, vías de comunicación, instituciones y mecanismos jurídicos).
Chilenos y argentinos, naciones y regiones
Este texto viene a asentarse en –y a profundizar- una apuesta teórica y metodológica por el enfoque comparativo, entendiendo que éste ayuda a comprender mejor la naturaleza de las respectivas experiencias históricas, sus rasgos compartidos y los originales. Ahora bien, aceptada la validez del método comparativo, ¿por qué aplicarlo para la Argentina y Chile, y no para contrastar otros países, o a estos dos con un tercero? Dejando de lado la posibilidad y ventajas que generarían otras posibles comparaciones, un contraste entre las experiencias históricas de los dos países que comparten el extremo sur del continente ofrece un conjunto de perspectivas muy estimulantes, que provienen del hecho de compartir procesos históricos, pero también de tener marcadas divergencias en sus destinos históricos. Dos experiencias cercanas, dos experiencias distintas. Chilenos y argentinos nos hemos mirado y recelado, pero nos hemos estudiado poco unos a otros. Los prejuicios predominan claramente sobre otras formas de percepción y conocimiento. Largamente encapsuladas las respectivas historiografías nacionales de América Latina, es recién en estos últimos años que se ha venido a demostrar la fertilidad -y aún más, la necesidad- de los intercambios académicos. Si observamos el tema de miradas conjuntas, los casos de ediciones que buscan aportar a la lectura de problemas similares con los vecinos tienen dos excelentes expresiones en las ediciones de historiadores chilenos y peruanos de los últimos años, antecedente digno de imitar (Cavieres Figueroa y Aljovín de Losada 2005). Otro ejemplo, por demás feliz, han sido los últimos años en los que se ha producido un afianzamiento de las relaciones académicas argentino-chilenas. El clima de mutua confianza y colaboración se ha expresado en la formulación de proyectos conjuntos de investigación, formación de grupos de especialistas en historia fronteriza, reuniones científicas periódicas y publicaciones concentradas en temáticas afines. ¿Qué aspectos parecen ir en un sentido convergente en la vida histórica de ambos países del Cono Sur en el período 1840-1930? Dotados de escasa población y claramente periféricos con respecto a los ámbitos de decisión colonial, tanto el Plata como el Pacífico sur ingresan a la vida independiente sin aquellos atributos económicos y demográficos que en la época se consideraban relevantes para profetizarles un venturoso futuro como naciones independientes. Sin embargo, ambos países constituyeron ejemplos exitosos de inserción económica en el comercio exterior y de centralización política. El proceso fue divergente en el tiempo y en su intensidad a ambos lados de los Andes, pero tiene puntos en común. Uno de ellos es que en la segunda mitad del siglo XIX los gobiernos nacionales avanzaran sobre espacios que no habían estado sometidos a control colonial, sino que estaban bajo posesión de sociedades indígenas, como las pampas, la Patagonia, la Araucanía y el Chaco. Argentina y Chile responden a una realidad territorial decimonónica donde surgieron nuevas construcciones formadas a partir del statu quo post-independencia, que en la mayoría de los casos latinoamericanos enfrentaron transformaciones territoriales importantes, a excepción de Brasil cuya continuidad territorial es mayor, dada las características particulares de su proceso de emancipación. Ambos, Argentina y Chile, comparten durante el siglo XIX una agresiva política territorial que mediante exitosos enfrentamientos militares o presiones políticas con países vecinos le permitieron anexarse territorios más amplios que los heredados de la administración colonial y fijar límites políticos que se proyectaron con bastante solidez hasta la actualidad, aunque muchos habitantes y militares han insistido en la necesidad de modificarlos frente al permanente acoso del vecino trasandino (Lacoste 2003). La constitución de un polo primario-exportador minero o agroganadero desde mediados del siglo XIX atrajo numerosa migración a la región, ya sea interesada en participar de las explotaciones salitreras del norte chileno o de las oportunidades que brindaban el ganado y los cereales en las pampas argentinas. Grupos inexistentes hasta entonces, vinculados a las actividades exportadoras y sus servicios auxiliares, hicieron su conflictiva aparición en la escena nacional, disolviendo o amenazando a los estrechos límites de las prácticas políticas oligárquicas. Sobre el filo del siglo XIX se desataron diversas reivindicaciones ciudadano-democráticas y sociales, provenientes de las nuevas clases medias y del proletariado urbano y minero (Grez Toso 1998; Romero 1997; Suriano 2000), quedando en un espacio más relegado los sectores subalternos rurales. Serían esas presiones y voluntades por superar el marco político tradicional las que se expresaron en los triunfos de Yrigoyen en 1916 y de Alessandri en 1920. El período no dejó de estar marcado en ambos países por la presencia de una intensa militancia sindical y de izquierda que fue percibida como una amenaza abierta al orden social y civilizatorio por parte de las elites, especialmente tras el asalto al Palacio de Invierno zarista, a fines de 1917. Las experiencias reformistas de la década de 1920 fueron clausuradas con putschs protagonizados por militares de derecha, premunidos de un proyecto nacionalista-corporativista que se decía la mejor solución para frenar la lucha de clases y la decadencia política. Los golpes dirigidos por Ibáñez del Campo y José Félix Uriburu vendrían a señalar el veto o el límite al proceso de inclusión política desarrollado por las élites, y del que perdieron el control tempranamente. Pero, las diferencias entre los dos países en el período 1840-1930 también son notorias. Mientras que el impacto de la inmigración en el área rioplatense fue abrumador en términos demográficos, sociales y culturales, su influencia en Chile fue más reducida y focalizada regionalmente. El proceso de expansión del capitalismo rural argentino es incomprensible sin tener en consideración el efecto producido por la migración de millones de brazos en búsqueda de empleo y acceso a la tierra (Gallo 1983; Gallo y Cortes Conde 1972). Del otro lado de los Andes, concentrados en el extremo sur o en la región de los Lagos y Valdivia, alemanes, franceses, suizos, croatas y otros inmigrantes de origen centro-europeo constituyeron una avanzada poblatoria que desplazó a los grupos indígenas allí asentados, en un proceso iniciado como política estatal a mediados del siglo XIX. Por otro lado, el tipo de actividad económica central en cada uno de los países generó impactos sociales y políticos diferenciados. En el Norte Chico chileno, durante el periodo 1840-1880, una febril actividad minera cupro-argentífera (Pederson 1966; Vayssière 1980) concentró una gran cantidad de trabajadores que estimuló las migraciones internas y trajo contingentes poblacionales de allende los Andes (Tuozzo 2003). Paralelo a esta actividad, la economía chilena se benefició a mediados del siglo XIX de la apertura de los mercados australiano y californiano, viéndose impactada más tarde por lo que Arnold Bauer (2004) denominó “la Gran Depresión” decimonónica de 1873 a 1896. En tanto, la actividad minera en el Norte Grande en el periodo 1880-1930 implicó la concentración cotidiana de miles de trabajadores chilenos, argentinos, peruanos, bolivianos y europeos, que fueron formando su conciencia en oposición al grupo estrecho de propietarios mineros, entre los que, con el correr de las primeras décadas del siglo XX, fueron imponiéndose los de origen norteamericano (Fox Przeworsky 1978; Vayssière 1973). El proceso de radicalización política de estos trabajadores, mediado por ideologías socialistas y demócratas, constituye un punto de diferenciación evidente con respecto al caso argentino. Allí la expansión económica no implicó la formación de un proletariado sino de una amplia gama de actores rurales (arrendatarios, jornaleros, aparceros, propietarios, etc.) cuya perspectiva política era planteada por los partidos reformistas más que por los revolucionarios. Por otro lado, hay que destacar que el sistema federal argentino permitió que el juego político tuviera un fuerte desarrollo provincial y que las identidades políticas sub-nacionales conservaran una raigambre más notoria que en el caso chileno, en el que la centralización constitucional aseguró un control más estrecho desde Santiago.
La construcción del Estado nacional en Chile y Argentina
En este proyecto de historiografía comparada, una serie de historiadores de Argentina y Chile se han propuesto reflexionar sobre la construcción del orden pos-colonial, pero echando luces sobre aspectos que hasta aquí han quedado descuidados o al menos escasamente cubiertos por las ciencias sociales. De lo que se trata, entonces, es de revisar el proceso de construcción del Estado nacional en ambos países no tanto como un producto socialmente irrebatible e incontestado, sino más bien como una tensa arena de disputa entre grupos, corporaciones, clases sociales, ideas y regiones. Se ha procurado que autores de ambos países reflexionen sobre este proceso, sus ambigüedades, sus límites y sobre la agencia de los sujetos involucrados en estas historias. De allí que se intente considerar que los protagonistas populares de este proceso fueron mucho más que víctimas de una tendencia social y política pergeñada en el Club de la Unión de Santiago o el Jockey Club de Buenos Aires, ingenuos resistentes de un orden naturalmente generado por la llegada de la modernidad; de lo que se trata es de ilustrar sobre las complejas formas en que se resistió, aceptó, negoció y/o resignificó el proceso de construcción e imposición del Estado entre 1840 y 1930. Como expuso hace más de diez años Florencia Mallon, no se trata sólo de estudiar las formas de la resistencia popular para celebrarlas acríticamente por su valor intrínseco sino de comprenderlas asumiendo que poseen una lógica política. No son sólo rebeldías sino también procesos de formación de (contra)hegemonías, procesos que destilan negociación (entre subalternos y entre éstos y distintas jerarquías) y procesos de aprendizaje, discusión y toma de conciencia, como han remarcado algunos historiadores partidarios de los Subaltern Studies (Guha 1997; Salvatore 2003). No es sólo espontaneidad, fanatismo ni conciencia desviada, sino una lógica propia, que combina horizontalidad y autoritarismo. Asumir de esta manera a la política permite considerar al Estado:“como una serie de espacios descentralizados de lucha, a través de los cuales la hegemonía es tanto cuestionada como reproducida. Las instituciones del estado son lugares o espacios en que los conflictos por el poder están resolviéndose constantemente, reordenándose jerárquicamente” (Mallon 2004a:91)Los autores incluidos en este libro invitan a percibir las disputas existentes no sólo en los procesos de erección de instituciones estatales sino en su funcionamiento cotidiano. Las decisiones políticas y las políticas públicas no tienen siempre un contenido ideológico previo, que las informa y sostiene. Son el resultado de pujas y re-posicionamientos permanentes y simultáneos a distintas bandas: en esas disputas participan las autoridades políticas, la Iglesia, distintos grupos de burócratas y agencias estatales, grupos políticos, corporaciones profesionales, líderes regionales y población de a pie. Las alianzas producidas y el resultado de esos conflictos no pueden ser determinados a priori por el historiador sino que parecen remitir a la necesidad de profundizar en la especificidad de cada caso. En este sentido, se ha buscado dejar de lado los enfoques más teleológicos, que suponen que la llegada del Estado nacional, la generalización de relaciones capitalistas y la modernización social están inscritas en la lógica de la historia, y que sólo es cuestión de tiempo para que se den todas ellas (aún con la asincronía entre estas tendencias que la teoría de la modernización reconocía y lamentaba como propia del continente). De ninguna manera abogamos porque se considere a este enfoque una innovación propia. Ricardo Salvatore (1993/4; Salvatore 2003) ha mostrado cómo es posible estudiar las relaciones entre el Estado y sus aparatos legales, militares e ideológicos y los sectores subalternos. Hace unos años Florencia Mallon ha desarrollado un enfoque muy fructífero del proceso de formación del Estado mexicano, que permitió percibir la participación de los sectores ajenos a la elite en el proceso. En su perspectiva, la construcción de un aparato público de alcance nacional “no fue sólo el producto de las luchas con y entre las clases dominantes y las potencias extranjeras, sino también de un proceso en el que estuvieron estrechamente vinculados los campesinos, los pequeños propietarios y mucha gente más” (Mallon 1989:48). Esa idea puede resultar especialmente iluminadora para apreciar el State-building en el cono sur del continente puesto que permite dar cuenta de la fragilidad del orden estatal, de su carácter de compromiso de fuerzas y la ausencia de un proyecto auto-consciente y a largo plazo (Mallon 2004a, 2004b). La vinculación con los sectores subalternos resultó ser un aspecto clave de la política de las primeras décadas republicanas, un dato al que las élites tuvieron que hacerse a la idea, pero que paralelamente nunca dejaron de lamentar (Cansanello 2003). Los sujetos subalternos, aunque repetidas veces sometidos a una dinámica de exclusión y segregación por parte del Estado, sus discursos y sus agentes (Pinto Rodríguez 2003), tienen una historia de relaciones con lo público que merece ser estudiada.Este texto intenta dar cuenta del proceso de construcción del orden nacional, pero retomando algunos de los aportes surgidos en las últimas dos décadas. Entre esas aportaciones novedosas tiene especial papel la historia regional. Y decimos regional en un doble sentido: el primero apunta al estudio de las –por así decir- áreas sub-nacionales. Así, se intenta señalar algunos puntos del mapa del state-building y las respuestas que él generó fuera de las regiones que tradicionalmente han sido analizadas, esto es, el litoral pampeano en Argentina; el Norte Grande, Norte Chico y el Valle Central en Chile. Descentrando a las historiografías de una preocupante macrocefalia (sobre todo en el caso rioplatense), se pretende dar cabida a historiadores abocados no necesariamente a estudiar las regiones metropolitanas. No debe leerse en este gesto una mera fronda de historiografía regionalista. Estamos convencidos de que la historia contada desde los márgenes enriquece el relato de lo nacional (así como el de lo internacional), en lugar de competir con él. De lo que se trata es de aumentar el número de matices y de complejizaciones necesarias para volver a pensar el problema de la construcción nacional del orden político, social y económico de fines del XIX, que tuvo muchas más variaciones, límites y disputas de lo que la historiografía ha reconocido a la fecha.Pretendemos volver a discutir el ya clásico tema de la construcción del orden nacional tomando como límite temporal, en primer lugar, la derrota del Imperio español en América. Fue entonces que se abrió un período de experimentación política, guerras civiles y, ya sobre el último tercio decimonónico, la implantación de un modelo oligárquico de crecimiento basado en exportaciones, con una alta influencia del comercio inglés en la región (Cavieres Figueroa 1999). Aunque esta periodización amerita cierta corrección para el excepcionalmente temprano caso chileno, en líneas generales, es válido para todo el continente (salvo Cuba y Puerto Rico). El otro limes cronológico que reconoce este texto tiene que ver con el inicio de algunas de las experiencias políticas y económicas que trajeron aparejadas la crisis económica de posguerra y la debacle posterior al crack del ’29. Así, la dictadura de Carlos Ibáñez del Campo (1927-31) en Chile y el golpe de Estado que encumbró al general José Uriburu (1930-32) en Argentina parecen ya pertenecer a un período que escapa al interés que aquí se ha expresado y que remite a otros problemas.La intensidad de los intercambios entre historiadores de un lado y otro de los Andes en las últimas décadas ha intensificado el uso de la perspectiva regional, utilizada como un ariete para perforar la idea de que las fronteras nacionales son el destino natural del análisis historiográfico. Plausiblemente, la historiografía latinoamericana ha abandonado hace bastante tiempo la comprensión reduccionista de la historia regional, despojándola de limites político-administrativos y de visiones exclusivamente localistas, para ampliar su mirada en nuevos horizontes que permitan concebir regiones con coherencia cultural, económica y social. Al igual que en el resto de América Latina, numerosos esfuerzos historiográficos allende y aquende los Andes, con diferentes magnitudes, buscan una definición sistemática, teorizan y explotan esta línea investigativa (Cáceres 2007; Ibarra 2002; Kindgard 2004; Mellafe y Salinas Meza 1988; Miño 2002).Este libro comparte esa búsqueda de una historia regional en un sentido que considera a los Andes como lo que han sido durante siglos: áreas de traspaso, de circulación de ideas, personas y productos comerciales (Bandieri 2001). En ese sentido, se encontrarán visiones que procuran hacer abstracción de la frontera política que separaba nominalmente a ambos países en nuestro período de interés, tratando de mostrar el funcionamiento de las regiones integradas desde larga data a ambos lados de la Cordillera. De ahí que nos guste decir que este enfoque intenta pensar y problematizar una serie de macro-problemas de la historia latinoamericana (tales como los procesos de construcción del orden social o sus desafíos) tomando como estudios de caso a micro-regiones. Quizás una de las perspectivas más interesantes es la que permite apreciar las capacidades estatales en este período. Durante mucho tiempo la historiografía centrada en el marco nacional insistió en ponderar la eficacia de las intervenciones punitivas, reguladoras y controladoras del Estado sobre los habitantes y administraciones locales. Sin embargo varias investigaciones permiten sostener ciertos matices con respecto a esta noción, pues muestra al Estado nacional en Argentina y en Chile como un gigante con pies de barro. Poderoso, intimidante y eficaz en áreas metropolitanas, este mismo Estado se puede apreciar en los márgenes del territorio nacional bastante más desnutrido e ineficiente de lo que se suele considerar. Carente de recursos materiales, humanos y políticos básicos, los funcionarios y autoridades estatales tienen que recurrir a una serie de prácticas muy alejadas de la normativa y del ideal burocrático, en las que los ámbitos privados y públicos parecían perder su estricto tabicamiento (Bohoslavsky 2005; Bohoslavsky y Di Liscia 2005). Así, la convocatoria a policías y milicias (es decir, fuerza pública) para sostener intereses privados a través de la intimidación y el uso de las armas de fuego, constituye un tema recurrente.
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